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El retorno del rey
  • Текст добавлен: 26 октября 2016, 22:44

Текст книги "El retorno del rey"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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Pero al cabo todo quedó dicho, y de nuevo se separaron por algún tiempo, hasta que llegase la hora de la desaparición de los Tres Anillos. Envuelta en los mantos grises, la gente de Lórien cabalgó hacia las montañas, y se desvaneció rápidamente entre las piedras y las sombras; y los que iban camino a Rivendel continuaron mirando desde la colina, hasta que un relámpago centelleó en la bruma creciente, y ya no vieron nada más. Y Frodo supo que Galadriel había levantado el anillo en señal de despedida.

Sam volvió la cabeza y suspiró: —¡Cuánto me gustaría volver a Lórien!

Por fin un día atravesaron los altos páramos, y de improviso, como les parecía siempre a los viajeros, llegaron a la orilla del profundo valle de Rivendel, y abajo, a lo lejos, vieron brillar las lámparas en la casa de Elrond. Y descendieron, y cruzaron el puente, y llegaron a las puertas, y la casa entera resplandecía de luz y había cantos de alborozo por el regreso de Elrond.


Ante todo, antes de comer o de lavarse y hasta de quitarse las capas, los hobbits fueron en busca de Bilbo. Lo encontraron solo en la pequeña alcoba, atiborrada de papeles y plumas y lápices. Pero Bilbo estaba sentado en una silla junto a un fuego pequeño y chisporroteante. Parecía viejísimo, pero tranquilo. Y dormitaba.

Abrió los ojos y los miró cuando entraron.

—¡Hola, hola! —exclamó—. ¿Así que estáis de vuelta? Y mañana, además, es mi cumpleaños. ¡Qué oportunos! ¿Sabéis una cosa? ¡Cumpliré ciento veintinueve! Y en un año más, si duro, tendré la edad del Viejo Tuk. Me gustaría ganarle; pero ya veremos.



Después de la celebración del cumpleaños de Bilbo los cuatro hobbits permanecieron unos días más en Rivendel, casi siempre en compañía del viejo amigo, que ahora se pasaba la mayor parte del tiempo en su cuarto, salvo las horas de las comidas, para las cuales seguía siendo muy puntual, pues rara vez dejaba de despertarse a tiempo. Sentados alrededor del fuego le contaron por turno todo cuanto podían recordar de los viajes y aventuras. Al principio Bilbo simuló tomar unas notas; pero a menudo se quedaba dormido, y cuando despertaba solía decir: «¡Qué espléndido! ¡Qué maravilla! Pero ¿por dónde íbamos?» Entonces retomaban la historia a partir del instante en que Bilbo había empezado a cabecear.

La única parte que en verdad pareció mantenerlo despierto y atento fue el relato de la coronación y la boda de Aragorn.

—Estaba invitado a la boda, por supuesto —dijo—. Y tiempo hacía que la esperaba. Pero no sé cómo, cuando llegó el momento, me di cuenta de que tenía tanto que hacer aquí. ¡Y preparar la maleta es tan fastidioso!


Pasaron casi dos semanas y un día Frodo al mirar por la ventana vio que durante la noche había caído escarcha y las telarañas parecían redes blancas. Entonces supo de golpe que había llegado el momento de partir y de decirle adiós a Bilbo. El tiempo continuaba hermoso y sereno, después de uno de los veranos más maravillosos de que la gente tuviese memoria; pero había llegado octubre y el aire pronto cambiaría y una vez más comenzarían las lluvias y los vientos. Y aún les quedaba un largo camino por delante. Sin embargo, no era el temor al mal tiempo lo que preocupaba a Frodo. Tenía una impresión como de apremio, de que era hora de regresar a la Comarca. Sam sentía lo mismo, pues la noche anterior le había dicho:

—Bueno, señor Frodo, hemos viajado mucho y lejos, y hemos visto muchas cosas; pero no creo que hayamos conocido un lugar mejor que éste. Hay un poco de todo aquí, si usted me entiende: la Comarca y el Bosque de Oro y Gondor y las casas de los Reyes y las tabernas y las praderas y las montañas todo junto. Y sin embargo, no sé por qué pienso que convendría partir cuanto antes. Estoy preocupado por el Tío, si he de decirle la verdad.

—Sí, un poco de todo, Sam, excepto el Mar —había respondido Frodo; y ahora repetía para sus adentros—: Excepto el Mar.

Ese día Frodo habló con Elrond, y quedó convenido que partirían a la mañana siguiente. Para alegría del hobbit, Gandalf dijo: —Creo que yo también iré. Hasta Bree al menos. Quiero ver a Mantecona.

Por la noche fueron a despedirse de Bilbo.

—Y bien, si tenéis que marcharos, no hay más que hablar —dijo—. Lo siento. Os echaré de menos. De todos modos es bueno saber que andaréis por las cercanías. Pero me caigo de sueño.

Entonces le regaló a Frodo la cota de mithril y Dardo, olvidando que se las había regalado antes, y también tres libros de erudición que había escrito en distintas épocas, garrapateados de su puño y letra, y que llevaban en los lomos rojos el siguiente título: Traducciones del Élfico por B.B.

A Sam le regaló un saquito de oro. —Casi el último vestigio del botín de Smaug —dijo—. Puede serte útil, si piensas en casarte. —Sam se sonrojó.

”A vosotros no tengo nada que daros, jóvenes amigos —les dijo a Merry y Pippin—, excepto buenos consejos. —Y cuando les hubo dado una buena dosis, agregó uno final, según la usanza de la Comarca:– No dejéis que vuestras cabezas se vuelvan más grandes que vuestros sombreros. ¡Pero si no paráis pronto de crecer, los sombreros y las ropas os saldrán muy caros!

—Pero si usted quiere ganarle en años al Viejo Tuk —dijo Pippin—, no veo por qué nosotros no podemos tratar de ganarle a Toro Bramador.

Bilbo se echó a reír, y sacó de un bolsillo dos hermosas pipas de boquilla de nácar y guarniciones de plata labrada. —¡Pensad en mí cuando fuméis en ellas! —dijo—. Los Elfos las hicieron para mí, pero ya no fumo. —Y de pronto cabeceó y se adormeció un rato, y cuando despertó dijo:– A ver, ¿por dónde íbamos? Sí, claro, entregando los regalos. Lo que me recuerda: ¿qué fue de mi anillo, Frodo, el que tú te llevaste?

—Lo perdí, Bilbo querido —dijo Frodo—. Me deshice de él, tú sabes.

—¡Qué lástima! —dijo Bilbo—. Me hubiera gustado verlo de nuevo. ¡Pero no, qué tonto soy! Si a eso fuiste, a deshacerte de él, ¿no? Pero todo es tan confuso, pues se han sumado tantas otras cosas: los asuntos de Aragorn, y el Concilio Blanco, y Gondor, y los Jinetes, y los Hombres del Sur, y los olifantes..., ¿de veras viste uno, Sam?; y las cavernas y las torres y los árboles dorados y vaya a saber cuántas otras cosas.

”Es evidente que yo volví de mi viaje por un camino demasiado recto. Gandalf hubiera podido pasearme un poco más. Pero entonces la subasta habría terminado antes que yo volviera, y entonces habría tenido más contratiempos aún. De todos modos ahora es demasiado tarde; y la verdad es que creo que es mucho más cómodo estar sentado aquí y oír todo lo que pasó. El fuego es muy acogedor aquí, y la comida es muy buena, y hay Elfos si quieres verlos. ¿Qué más puedes pedir?


El Camino sigue y sigue

desde la puerta.

El Camino ha ido muy lejos,

y que otros lo sigan si pueden.

Que ellos emprendan un nuevo viaje,

pero yo al fin con pies fatigados

me volveré a la taberna iluminada,

al encuentro del sueño y el reposo.


Y mientras murmuraba las palabras finales, la cabeza le cayó sobre el pecho y se quedó dormido.


La noche se adentró en la habitación, y el fuego chisporroteó más brillante; y al mirar a Bilbo dormido lo vieron sonreír. Permanecieron un rato en silencio; y entonces Sam, mirando alrededor y las sombras que se movían en las paredes, dijo con voz queda: —No creo, señor Frodo, que haya escrito mucho mientras estábamos fuera. Ya nunca escribirá nuestra historia.

En eso Bilbo abrió un ojo, casi como si hubiese oído. Y de pronto se despertó.

—Ya lo veis, me he vuelto tan dormilón —dijo—. Y cuando tengo tiempo para escribir, sólo me gusta escribir poesía. Me pregunto, Frodo, querido amigo, si no te importaría poner un poco de orden en mis cosas antes de marcharte. Recoger todas mis notas y papeles, y también mi diario, y llevártelos, si quieres. Te das cuenta, no tengo mucho tiempo para seleccionar y ordenar y todo lo demás. Que Sam te ayude, y cuando hayáis puesto las cosas en su sitio, volved, y les echaré una ojeada. No seré demasiado estricto.

—¡Claro que lo haré! —dijo Frodo—. Y volveré pronto, por supuesto: ya no habrá peligro. Ahora hay un verdadero rey, y pronto pondrá los caminos en condiciones.

—¡Gracias, mi querido amigo! —dijo Bilbo—. Es en verdad un gran alivio para mi cabeza. —Y dicho esto volvió a quedarse dormido.


Al día siguiente Gandalf y los hobbits se despidieron de Bilbo en su habitación, porque hacía frío al aire libre; y dijeron adiós a Elrond y a todos los de la casa.

Cuando Frodo estaba de pie en el umbral, Elrond le deseó buen viaje y lo bendijo.

—Me parece, Frodo, que no será necesario que vuelvas aquí a menos que lo hagas muy pronto. Dentro de un año, por esta misma época, cuando las hojas son de oro antes de caer, busca a Bilbo en los bosques de la Comarca. Yo estaré con él.

Nadie más oyó estas palabras, y Frodo las guardó como un secreto.


7



RUMBO A CASA



Por fin los hobbits emprendieron el viaje de vuelta. Ahora estaban ansiosos por volver a ver la Comarca; sin embargo, al principio cabalgaron a paso lento, pues Frodo había estado algo intranquilo. En el Vado del Bruinen se había detenido como si temiera aventurarse a cruzar el agua, y sus compañeros notaron que por momentos parecía no verlos, ni a ellos ni al mundo de alrededor. Todo aquel día había estado silencioso. Era el seis de octubre.

—¿Te duele algo, Frodo? —le preguntó en voz baja Gandalf que cabalgaba junto a él.

—Bueno, sí —dijo Frodo—. Es el hombro. Me duele la herida, y me pesa el recuerdo de la oscuridad. Hoy se cumple un año.

—¡Ay! —dijo Gandalf—. Ciertas heridas nunca curan del todo.

—Temo que la mía sea una de ellas —dijo Frodo—. No hay un verdadero regreso. Aunque vuelva a la Comarca, no me parecerá la misma; porque yo no seré el mismo. Llevo en mí la herida de un puñal, la de un aguijón y la de unos dientes; y la de una larga y pesada carga. ¿Dónde encontraré reposo?

Gandalf no respondió.


Al final del día siguiente el dolor y el desasosiego habían desaparecido, y Frodo estaba contento otra vez, alegre como si no recordase las tinieblas de la víspera. A partir de entonces el viaje prosiguió sin tropiezos, y los días fueron pasando pues cabalgaban sin prisa y a menudo se demoraban en los hermosos bosques, donde las hojas eran rojas y amarillas al sol del otoño. Y llegaron por fin a la Cima de los Vientos; y se acercaba la hora del ocaso y la sombra de la colina se proyectaba oscura sobre el camino. Frodo les rogó entonces que apresuraran el paso, y sin una sola mirada a la colina, atravesó la sombra con la cabeza gacha y arrebujado en la capa. Por la noche el tiempo cambió, y un viento cargado de lluvia sopló desde el oeste, frío e inclemente, y las hojas amarillas se arremolinaron como pájaros en el aire. Cuando llegaron al Bosque de Chet ya las ramas estaban casi desnudas, y una espesa cortina de lluvia ocultaba la Colina de Bree.

Así fue como hacia el final de un atardecer lluvioso y borrascoso de los últimos días de octubre, los cinco jinetes remontaron la cuesta sinuosa y llegaron a la Puerta Meridional de Bree. Estaba cerrada; y la lluvia les azotaba las caras y en el cielo crepuscular las nubes bajas se perseguían. Y los corazones se les encogieron, porque habían esperado una recepción más calurosa.

Cuando hubieron llamado varias veces, apareció por fin el Guardián, y vieron que llevaba un pesado garrote; los observó con temor y desconfianza; pero cuando reconoció a Gandalf, y notó que quienes lo acompañaban eran hobbits, a pesar de los extraños atavíos, se le iluminó el semblante y les dio la bienvenida.

—¡Entrad! —dijo, quitando los cerrojos—. No nos quedemos charlando aquí, con este frío y esta lluvia; una verdadera noche de rufianes, pero el viejo Cebadilla sin duda os recibirá con gusto en El Poney, y allí oiréis todo cuanto hay para oír, y mucho más.

—Y tú oirás más tarde todo cuanto nosotros tenemos para contar —rió Gandalf—. ¿Cómo está Harry?

El Guardián se enfurruñó. —Se marchó —dijo—. Pero será mejor que se lo preguntes a Cebadilla. ¡Buenas noches!

—¡Buenas noches a ti! —dijeron los recién llegados, y entraron; y vieron entonces que detrás del seto que bordeaba el camino habían construido una cabaña larga y baja, y que varios hombres habían salido de ella y los observaban por encima del cerco. Al llegar a la casa de Bill Helechal vieron que allí el cerco estaba descuidado, y que las ventanas habían sido tapiadas.

—¿Crees que lo habrás matado con aquella manzana, Sam? —dijo Pippin.

—Sería mucho esperar, señor Pippin —dijo Sam—. Pero me gustaría saber qué fue de ese pobre poney. Me he acordado de él más de una vez, y de los lobos que aullaban y todo lo demás.


Llegaron por fin a El Poney Pisador, que visto de fuera al menos no había cambiado mucho; y había luces detrás de las cortinas rojas en las ventanas más bajas. Tocaron la campana, y Nob acudió a la puerta, y abrió un resquicio y espió; y al verlos allí bajo la lámpara dio un grito de sorpresa.

—¡Señor Mantecona! ¡Patrón! ¡Han regresado!

—Oh, ¿de veras? Les voy a dar —se oyó la voz de Mantecona, y salió como una tromba, garrote en mano. Pero cuando vio quiénes eran se detuvo en seco, y el ceño furibundo se le transformó en un gesto de asombro y de alegría.

”¡Nob, tonto de capirote! —gritó—. ¿No sabes llamar por su nombre a los viejos amigos? No tendrías que darme estos sustos, en los tiempos que corren. ¡Bien, bien! ¿Y de dónde vienen ustedes? Nunca esperé volver a ver a ninguno, y es la pura verdad: marcharse así, a las Tierras Salvajes, con ese tal Trancos, y todos esos Hombres Negros siempre yendo y viniendo. Pero estoy muy contento de verlos, y a Gandalf más que a ninguno. ¡Adelante! ¡Adelante! ¿Las mismas habitaciones de siempre? Están desocupadas. En realidad, casi todas están vacías en estos tiempos, cosa que no les ocultaré, ya que no tardarán en descubrirlo. Y veré qué se puede hacer por la cena, lo más pronto posible; pero estoy corto de ayuda en estos momentos. ¡Eh, Nob, camastrón! ¡Avísale a Bob! Ah, me olvidaba, Bob se ha marchado: ahora al anochecer vuelve a la casa de su familia. ¡Bueno, lleva los poneys de los huéspedes a las caballerizas, Nob! Y tú, Gandalf, sin duda querrás llevar tú mismo el caballo al establo. Un animal magnífico, como dije la primera vez que lo vi. ¡Bueno, adelante! ¡Hagan de cuenta que están en casa!

El señor Mantecona en todo caso no había cambiado la manera de hablar, y parecía vivir siempre en la misma agitación sin resuello. Y sin embargo no había casi nadie en la posada, y todo estaba en calma; del salón común llegaba un murmullo apagado de no más de dos o tres voces. Y vista más de cerca, a la luz de las dos velas que había encendido y que llevaba ante ellos, la cara del posadero parecía un tanto ajada y consumida por las preocupaciones.

Los condujo por el corredor hasta la salita en que se habían reunido aquella noche extraña, más de un año atrás; y ellos lo siguieron, algo desazonados, pues era obvio que el viejo Cebadilla estaba tratando de ponerle al mal tiempo buena cara. Las cosas ya no eran como antes. Pero no dijeron nada, y esperaron.

Como era de prever, después de la cena el señor Mantecona fue a la salita para ver si todo había sido del agrado de los huéspedes. Y lo había sido por cierto: en todo caso los cambios no habían afectado ni a la cerveza ni a las vituallas de El Poney.

—No me atreveré a sugerirles que vayan a la Sala Común esta noche —dijo Mantecona—. Han de estar fatigados; y de todas maneras hoy no hay mucha gente allí. Pero si quisieran dedicarme una media hora antes de recogerse a descansar, me gustaría mucho charlar un rato con ustedes, tranquilos y a solas.

—Eso es justamente lo que también nos gustaría a nosotros —dijo Gandalf—. No estamos cansados. Nos hemos tomado las cosas con calma últimamente. Estábamos mojados, con frío y hambrientos, pero todo eso tú lo has curado. ¡Ven, siéntate! Y si tienes un poco de hierba para pipa, te daremos nuestra bendición.

—Bueno, me sentiría más feliz si me hubieras pedido cualquier otra cosa —dijo Mantecona—. Eso es algo justamente de lo que andamos escasos, pues la única hierba que tenemos es la que cultivamos nosotros mismos, y no es bastante. En estos tiempos no llega nada de la Comarca. Pero haré lo que pueda.

Cuando volvió traía una provisión suficiente para un par de días: un apretado manojo de hojas sin cortar.

—De las Colinas del Sur —dijo—, y la mejor que tenemos; pero no puede ni compararse con la de la Cuaderna del Sur, como siempre he dicho, aunque en la mayoría de las cosas estoy a favor de Bree, con el perdón de ustedes.

Lo instalaron en un sillón junto al fuego, y Gandalf se sentó del otro lado del hogar, y los hobbits en sillas bajas entre uno y otro; y entonces hablaron durante muchas medias horas, e intercambiaron todas aquellas noticias que el señor Mantecona quiso saber o comunicar. La mayor parte de las cosas que tenían para contarle dejaban simplemente pasmado de asombro al posadero, y superaban todo lo que él podía imaginar, y provocaban escasos comentarios fuera de: —No me diga —y el señor Mantecona lo repetía una y otra vez como si dudara de sus propios oídos—. No me diga, señor Bolsón ¿o era señor Sotomonte? Estoy tan confundido. ¡No me digas, Gandalf! ¡Increíble! ¡Quién lo hubiera pensado, en nuestros tiempos!

Pero él, por su parte, habló largo y tendido. Las cosas distaban de andar bien, contó. Los negocios no sólo no prosperaban; eran un verdadero desastre.

—Ya ningún forastero se acerca a Bree —dijo—. Y las gentes de por aquí se quedan en casa casi todo el tiempo, y a puertas trancadas. La culpa de todo la tienen esos recién llegados y esos vagabundos que empezaron a aparecer por el Camino Verde el año pasado, como ustedes recordarán; pero más tarde vinieron más. Algunos eran pobres infelices que huían de la desgracia; pero la mayoría eran hombres malvados, ladrones y dañinos. Y aquí mismo, en Bree, hubo disturbios, disturbios graves. Y tuvimos una verdadera refriega, y a alguna gente la mataron, ¡la mataron muerta! Si quieren creerme.

—Te creo —dijo Gandalf—. ¿Cuántos?

—Tres y dos —dijo Mantecona, refiriéndose a la gente grande y a la pequeña—. Murieron el pobre Mat Matosos, y Rowlie Manzanero, y el pequeño Tom Abrojos, de la otra vertiente de la Colina; y Willie Bancos de allá arriba, y uno de los Sotomonte de Entibo; toda buena gente, se la echa de menos. Y Harry Madreselva, el que antes estaba en la puerta del oeste, y ese Bill Helechal, se pasaron al bando de los intrusos, y se quedaron con ellos; y fueron ellos quienes los dejaron entrar, me parece a mí. La noche de la batalla, quiero decir. Y eso fue después que les mostramos las puertas y los echamos; pasó antes de fin de año; y la batalla fue a principios del Año Nuevo, después de la gran nevada.

”Y ahora les ha dado por robar y viven afuera, escondidos en los bosques del otro lado de Archet, y en las tierras salvajes allá por el norte. Es un poco como en los malos tiempos de antes de que hablan las leyendas, digo yo. Ya no hay seguridad en los caminos y nadie va muy lejos, y la gente se encierra temprano en las casas. Hemos tenido que poner centinelas todo alrededor de la empalizada y muchos hombres a vigilar las puertas durante la noche.

—Bueno, a nosotros nadie nos molestó —dijo Pippin– y vinimos lentamente, y sin montar guardias. Creíamos haber dejado atrás todos los problemas.

—Ah, eso no, señor, y es lo más triste del caso —dijo Mantecona—. Pero no me extraña que los hayan dejado tranquilos. No se van a atrever a atacar a gente armada, con espadas y yelmos y escudos y todo. Lo pensarían dos veces, sí señor. Y les confieso que yo mismo quedé un poco desconcertado hoy cuando los vi.

Y entonces, de pronto, los hobbits comprendieron que la gente los miraba con estupefacción, no por la sorpresa de verlos de vuelta sino por las ropas insólitas que vestían. Tanto se habían acostumbrado a las guerras y a cabalgar en compañías de atavíos relucientes, que no se les había ocurrido en ningún momento que las cotas de malla que les asomaban por debajo de los mantos, los yelmos de Gondor y de la Marca, las hermosas insignias de los escudos, podían parecer extravagancias en la Comarca. Hasta el propio Gandalf, que ahora cabalgaba en un gran corcel gris, todo vestido de blanco, envuelto en un amplio manto azul y plata, y con la larga espada Glamdring al cinto.

Gandalf se echó a reír. —Bueno, bueno —dijo—. Si sólo cinco como nosotros bastan para amedrentarlos, con peores enemigos nos hemos topado antes. En todo caso, te dejarán en paz por la noche, mientras estemos aquí.

—¿Y cuánto durará eso? —preguntó Mantecona—. No negaré que nos encantaría tenerlos con nosotros una temporada. Aquí no estamos acostumbrados a estos problemas, como ustedes saben, y los Montaraces se han marchado, por lo que me dice la gente. Creo que hasta ahora no habíamos apreciado bien lo que ellos hacían por nosotros. Porque hubo cosas peores que ladrones por estos lados. El invierno pasado había lobos que aullaban alrededor de la empalizada. Y en los bosques merodeaban formas oscuras, cosas horripilantes que le helaban a uno la sangre en las venas. Todo muy alarmante, si ustedes me entienden.

—Me imagino que sí —dijo Gandalf—. En casi todos los países ha habido disturbios en estos tiempos, graves disturbios. Pero ¡alégrate, Cebadilla! Has estado en un tris de verte envuelto en problemas muy serios, y me hace feliz saber que no te han tocado más de cerca. Pero se aproximan tiempos mejores. Mejores quizá que todos aquéllos de que tienes memoria. Los Montaraces han vuelto. Nosotros mismos hemos regresado con ellos. Y hay de nuevo un rey, Cebadilla. Y pronto se ocupará de esta región.

”Entonces se abrirá nuevamente el Camino Verde, y los mensajeros del rey vendrán al norte, y habrá un tránsito constante y las criaturas malignas serán expulsadas de las regiones desiertas. En verdad, con el paso del tiempo, los eriales dejarán de ser eriales, y donde antes hubo desiertos y tierras incultas habrá gentes y praderas.

El Señor Mantecona sacudió la cabeza.

—Que haya un poco de gente decente y respetable en los caminos, no hará mal a nadie —dijo—. Pero no queremos más chusma ni rufianes. Y no queremos más intrusos en Bree, ni cerca de Bree. Queremos que nos dejen en paz. No quiero ver acampar por aquí e instalarse por allá a toda una multitud de extranjeros que vienen a echar a perder nuestro país.

—Te dejarán en paz, Cebadilla —dijo Gandalf—. Hay espacio suficiente para varios reinos, entre el Isen y el Aguada Gris, o a lo largo de las costas meridionales del Brandivino, sin que nadie venga a habitar a menos de varias jornadas de cabalgata de Bree. Y mucha gente vivía antiguamente en el norte, a un centenar de millas de aquí, o más, en el otro extremo del Camino Verde: en las Quebradas del Norte o en las cercanías del Lago del Crepúsculo.

—¿Allá arriba, cerca del Muro de los Muertos? —dijo Mantecona, con un aire aún más dubitativo—. Dicen que es una región habitada por fantasmas. Sólo ladrones se atreverían a vivir allí.

—Los Montaraces van allí —dijo Gandalf—. El Muro de los Muertos, dices. Así lo han llamado durante largos años; pero el verdadero nombre, Cebadilla, es Fornost Erain, Norburgo de los Reyes. Y allí volverá el Rey, algún día, y entonces verás pasar alguna hermosa gente.

—Bueno, esto suena un poco más alentador, lo reconozco —dijo Mantecona—. Y será sin duda bueno para los negocios. Siempre y cuando deje en paz a Bree.

—La dejará en paz —dijo Gandalf—. La conoce y la ama.

—¿De veras? —dijo Mantecona, perplejo—. Aunque no me imagino cómo puede conocerla, sentado en ese alto trono, allá en ese inmenso castillo, a centenares de millas de distancia, y bebiendo el vino de un cáliz de oro, no me extrañaría. ¿Qué es para él El Poneyo un jarro de cerveza? ¡No porque mi cerveza no sea buena, Gandalf! Es excepcionalmente buena desde que viniste en el otoño del año pasado y le echaste una buena palabra. Y te diré que en medio de todos estos males, ha sido un consuelo, te diré.

—¡Ah! —dijo Sam—. Pero él dice que tu cerveza siempre es buena.

—¿Él dice?

—Claro que sí. Trancos. El jefe de los Montaraces. ¿No te ha entrado todavía en la cabeza?

Mantecona entendió al fin, y la cara se le transformó en una máscara de asombro: boquiabierto, los ojos redondos en la cara rechoncha, sin aliento.

—¡Trancos! —exclamó cuando pudo respirar otra vez—. ¡Él con corona y todo, y un cáliz de oro! Bueno, ¿dónde vamos a parar?

—A tiempos mejores, al menos para Bree —respondió Gandalf.

—Así lo espero, en verdad —dijo Mantecona—. Bueno, ha sido la charla más agradable que he tenido en un mes de días lunes. Y no negaré que esta noche dormiré más tranquilo y con el corazón aliviado. Ustedes me han traído en verdad muchas cosas en que pensar, pero lo postergaré hasta mañana. Estoy listo para acostarme, y no dudo que también ustedes se irán a dormir de buena gana. ¡Eh, Nob! —llamó, mientras iba hacia la puerta—. ¡Nob, camastrón!

”¡Nob! —se dijo en seguida, palmeándose la frente—. ¿Qué me recuerda esto?

—No otra carta de la que se ha olvidado, espero, señor Mantecona —dijo Merry.

—Por favor, por favor, señor Brandigamo, ¡no venga a recordármelo! Pero ahí tiene, me cortó el pensamiento. ¿Dónde estaba? Nob, caballerizas... Ah, eso era. Tengo aquí algo que les pertenece. Si se acuerdan de Bill Helechal y el robo de los caballos: el poney que ustedes le compraron, está aquí. Volvió solo, sí. Pero por dónde anduvo, ustedes lo sabrán mejor que yo. Parecía un perro viejo, y estaba flaco como una caña, pero vivo. Nob lo ha cuidado.

—¡Qué! ¡Mi Bill! —exclamó Sam—. Bueno, diga lo que diga el Tío, nací con buena estrella. ¡Otro deseo que se cumple! ¿Dónde está? —Y no quiso irse a la cama antes de haber visitado a Bill en el establo.


Los viajeros se quedaron en Bree el día siguiente, y el Señor Mantecona no tuvo motivos para quejarse de los negocios, al menos aquella noche. La curiosidad venció todos los temores, y la casa estaba de bote en bote. Por cortesía, los hobbits fueron a la Sala Común durante la velada y contestaron a muchas preguntas. Y como la gente de Bree tenía buena memoria, a Frodo le preguntaron muchas veces si había escrito el libro.

—Todavía no —contestaba—. Ahora voy a casa a poner en orden mis notas. —Prometió narrar los extraños sucesos de Bree, y dar así un toque de interés a un libro que al parecer se ocuparía sobre todo de los remotos y menos importantes acontecimientos del «lejano sur».

De pronto, uno de los más jóvenes pidió una canción. Y entonces hubo un silencio, y todos miraron al joven con enfado, y el pedido no fue repetido. Evidentemente nadie deseaba que algo sobrenatural ocurriera otra vez en la Sala Común.

Sin problemas durante el día, ni ruidos durante la noche, nada turbó la paz de Bree mientras los viajeros estuvieron allí; pero a la mañana siguiente se levantaron temprano, porque como el tiempo continuaba lluvioso deseaban llegar a la Comarca antes de la noche, y los esperaba una larga cabalgata. Todos los habitantes de Bree salieron a despedirlos, y estaban de mejor humor que el que habían tenido en todo un año; y los que aún no habían visto a los viajeros engalanados se quedaron pasmados de asombro: Gandalf con su barba blanca y la luz que parecía irradiar, como si el manto azul fuera sólo una nube que cubriera el sol; y los cuatro hobbits como caballeros andantes salidos de cuentos casi olvidados. Hasta aquellos que se habían reído al oírles hablar del Rey empezaron a pensar que quizá habría algo de verdad en todo aquello.

—Bien, buena suerte en el camino, y buen retorno —dijo el señor Mantecona—. Tendría que haberles advertido antes que tampoco en la Comarca anda todo bien, si lo que he oído es verdad. Pasan cosas raras, dicen. Pero una idea se lleva la otra, y estaba preocupado por mis propios problemas. Si me permiten el atrevimiento, les diré que han vuelto cambiados de todos esos viajes, y ahora parecen gente capaz de afrontar las dificultades con serenidad. No dudo que muy pronto habrán puesto todo en su sitio. ¡Buena suerte! Y cuanto más a menudo vuelvan, más halagado me sentiré.


Le dijeron adiós y se alejaron a caballo, y saliendo por la puerta del oeste se encaminaron a la Comarca. El poney Bill iba con ellos, y como antes cargaba con una buena cantidad de equipaje, pero trotaba junto a Sam y parecía satisfecho.

—Me pregunto qué habrá querido insinuar el viejo Cebadilla —dijo Frodo.

—Algo puedo imaginarme —dijo Sam, con aire sombrío—. Lo que vi en el Espejo: los árboles derribados y todo lo demás, y el viejo Tío echado de Bolsón de Tirada. Tendría que haber vuelto antes.

—Y es evidente que algo anda mal en la Cuaderna del Sur —dijo Merry—. Hay una escasez general de hierba para pipa.

—Sea lo que sea —dijo Pippin—, Lotho ha de andar detrás de todo eso, puedes estar seguro.

—Metido en eso, pero no detrás —dijo Gandalf—. Te olvidas de Saruman. Empezó a mostrar interés por la Comarca aun antes que Mordor.

—Bueno, te tenemos con nosotros —dijo Merry—, así que las cosas pronto se aclararán.

—Estoy ahora con vosotros —replicó Gandalf—, pero pronto no estaré. Yo no voy a la Comarca. Tendréis que deshacer vosotros mismos los entuertos: para eso habéis sido preparados. ¿No lo comprendéis aún? Mi tiempo ha pasado ya: no me incumbe a mí enderezar las cosas, ni ayudar a la gente a enderezarlas. En cuanto a vosotros, mis queridos amigos, no necesitaréis ayuda. Ahora habéis crecido. Habéis crecido mucho en verdad: estáis entre los grandes, y no temo por la suerte de ninguno de vosotros.

”Pero si queréis saberlo, pronto me separaré de vosotros. Tendré una larga charla con Bombadil: una charla como no he tenido en todo mi tiempo. Él ha juntado moho, y yo he sido una piedra condenada a rodar. Pero mis días de rodar están terminando, y ahora tendremos muchas cosas que decirnos.


Al poco rato llegaron al punto del Camino del Este en que se habían despedido de Bombadil; y tenían la esperanza y casi la certeza de que lo verían allí de pie, esperándolos para saludarlos al pasar. Pero no lo vieron, y había una bruma gris sobre las Quebradas de los Túmulos en el sur, y un velo espeso que cubría el Bosque Viejo en lontananza.


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