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El retorno del rey
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Текст книги "El retorno del rey"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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La criatura alada respondió con un alarido, pero el Espectro del Anillo quedó en silencio, como si de pronto dudara. Estupefacto más allá del miedo, Merry se atrevió a abrir los ojos: las tinieblas que le oscurecían la vista y la mente se desvanecieron. Y allí, a pocos pasos, vio a la gran bestia, rodeada de una profunda oscuridad; y montado en ella como una sombra de desesperación, al Señor de los Nazgûl. Un poco hacia la izquierda, delante de la bestia alada y su jinete, estaba ella, la mujer que hasta ese momento Merry llamara Dernhelm. Pero el yelmo que ocultaba el secreto de Éowyn había caído, y los cabellos sueltos de oro pálido le resplandecían sobre los hombros. La mirada de los ojos grises como el mar era dura y despiadada, pero había lágrimas en las mejillas. La mano esgrimía una espada, y alzando el escudo se defendía de la horrenda mirada del enemigo.

Era Éowyn y también era Dernhelm. Y el recuerdo del rostro que había visto en el Sagrario a la hora de la partida reapareció una vez más en la mente del hobbit: el rostro de alguien que ha perdido toda esperanza y busca la muerte. Y sintió piedad, y asombro; y de improviso, el coraje de los de su raza, lento en encenderse, volvió a mostrarse en él. Apretó los puños. Tan hermosa, tan desesperada, Éowyn no podía morir. En todo caso no iba a morir a solas, sin ayuda.

El enemigo no lo miraba, pero Merry, no se atrevía a moverse temiendo que los ojos asesinos lo descubrieran. Lenta, muy lentamente, se arrastró a un lado; pero el Capitán Negro, movido por la duda y la malicia, sólo miraba a la mujer que tenía delante, y a Merry no le prestó más atención que a un gusano en el fango.

De pronto, la bestia horripilante batió las alas, levantando un viento hediondo. Subió en el aire, y luego se precipitó sobre Éowyn, atacándola con el pico y las garras abiertas.

Tampoco ahora se inmutó Éowyn: doncella de Rohan, descendiente de reyes, flexible como un junco pero templada como el acero, hermosa pero terrible. Descargó un golpe rápido, hábil y mortal. Y cuando la espada cortó el cuello extendido, la cabeza cayó como una piedra, y la mole del cuerpo se desplomó con las alas abiertas. Éowyn dio un salto atrás. Pero ya la sombra se había desvanecido. Un resplandor la envolvió y los cabellos le brillaron a la luz del sol naciente.

El Jinete Negro emergió de la carroña, alto y amenazante. Con un grito de odio que traspasaba los tímpanos como un veneno, descargó la maza. El escudo se quebró en muchos pedazos, y Éowyn vaciló y cayó de rodillas: tenía el brazo roto. El Nazgûl se abalanzó sobre ella como una nube; los ojos le relampaguearon, y otra vez levantó la maza, dispuesto a matar.

Pero de pronto se tambaleó también él, y con un alarido de dolor cayó de bruces, y la maza, desviada del blanco, fue a morder el polvo del terreno. Merry lo había herido por la espalda. Atravesando el manto negro, subiendo por el plaquín, la espada del hobbit se había clavado en el tendón detrás de la poderosa rodilla.

—¡Éowyn! ¡Éowyn! —gritó Merry.

Entonces Éowyn, trastabillando, había logrado ponerse de pie una vez más, y juntando fuerzas había hundido la espada entre la corona y el manto, cuando ya los grandes hombros se encorvaban sobre ella. La espada chisporroteó y voló por los aires hecha añicos. La corona rodó a lo lejos con un ruido de metal. Éowyn cayó de bruces sobre el enemigo derribado. Mas he aquí que el manto y el plaquín estaban vacíos. Ahora yacían en el suelo, despedazados y en un montón informe; y un grito se elevó por el aire estremecido y se transformó en un lamento áspero, y pasó con el viento, una voz tenue e incorpórea que se extinguió, y fue engullida, y nunca más volvió a oírse en aquella era del mundo.


Y allí, de pie entre los caídos estaba Meriadoc el hobbit, parpadeando como un búho a la luz del día, cegado por las lágrimas; y a través de una bruma vio la hermosa cabeza de Éowyn, que yacía inmóvil; y miró el rostro del rey, caído en la plenitud de la gloria. Pues Crinblanca, en su agonía, había rodado alejándose del cuerpo del soberano; de cuya muerte era sin embargo la causa.

Merry se inclinó, y en el momento en que tomaba la mano del rey para besársela, Théoden abrió los ojos, que aún estaban límpidos, y habló con una voz fatigada pero serena.

—¡Adiós, señor Holbytla! —dijo—. Tengo el cuerpo deshecho. Voy a reunirme con mis padres. Pero ahora ni aun en esa soberbia compañía me sentiré avergonzado. ¡Abatí a la serpiente negra! ¡Un amanecer siniestro, un día feliz, y un crepúsculo de oro!

Merry no podía decir una palabra y no dejaba de llorar.

—Perdonadme, señor —logró decir al fin—, por haber desobedecido vuestra orden, y por no haberos prestado otro servicio que llorar en la hora de la despedida.

El viejo rey sonrió: —No te preocupes. Ya has sido perdonado. Que el magnánimo hable en nosotros. Vive ahora años de bendiciones; y cuando te sientes en paz a fumar tu pipa ¡acuérdate de mí! Porque ya nunca más podré cumplir la promesa de sentarme contigo en Meduseld, ni de aprender de ti los secretos de la hierba. —Cerró los ojos, y Merry se inclinó de nuevo, pero él pronto volvió a hablar—. ¿Dónde está Éomer? Se me enturbia la vista y me gustaría verlo antes de irme. Él será el próximo rey. Y también quisiera enviarle un mensaje a Éowyn. No quería separarse de mí, y ahora nunca la volveré a ver, a Éowyn, más cara para mí que una hija.

—Señor, Señor —empezó a decir Merry con voz entrecortada—, está...

Pero en ese mismo instante hubo un gran clamor, y resonaron los cuernos y las trompetas. Merry levantó la cabeza y miró en derredor; se había olvidado de la guerra, y del resto del mundo; tenía la impresión de que habían pasado muchas horas desde que el rey cabalgara al encuentro de la muerte, cuando en realidad todo había ocurrido pocos minutos antes. Pero en ese momento cayó en la cuenta de que corrían el riesgo de quedar atrapados en medio de la gran batalla que no tardaría en comenzar.

Nuevas huestes enemigas llegaban presurosas desde el Río; y desde los muros avanzaban los ejércitos de Morgul; y más al sur desde los campos, la infantería de Harad, precedida por la caballería y seguida por los mûmakilde lomos gigantescos que transportaban torres de guerra. Pero, en el norte, una vez más reunida y reorganizada por Éomer, detrás del penacho blanco de su cimera, avanzaba la gran vanguardia de los Rohirrim; y desde la Ciudad descendían todos los hombres que habían quedado dentro; llevaban el cisne de plata de Dol Amroth, y dispersaron a los enemigos que custodiaban la Puerta.

Un pensamiento cruzó un instante por la mente de Merry: —¿Dónde anda Gandalf? ¿Por qué no está aquí? ¿No podría haber salvado al rey y a Éowyn?

En ese momento llegó Éomer al galope, acompañado por los sobrevivientes de la escolta del rey que habían logrado dominar a los caballos. Y todos miraron con asombro el cadáver de la bestia abominable; y los caballos se negaban a acercarse. Pero Éomer se apeó de un salto, y el dolor y el desconsuelo cayeron de pronto sobre él cuando llegó junto al rey y se quedó allí en silencio.

Entonces uno de los caballeros tomó de la mano de Guthláf, el portaestandarte que yacía muerto, la bandera del rey, y la levantó en alto. Théoden abrió lentamente los ojos, y al ver el estandarte indicó con una seña que se lo entregaran a Éomer.

—¡Salve, Rey de la Marca! —dijo—. ¡Marcha ahora a la victoria! ¡Llévale mis adioses a Éowyn! —Y así murió Théoden sin saber que Éowyn yacía a su lado. Y quienes lo rodeaban lloraron, clamando:– ¡Théoden Rey! ¡Théoden Rey!

Pero Éomer les dijo:


¡No derraméis excesivas lágrimas! Noble fue en vida el caído

y tuvo una muerte digna. Cuando el túmulo se levante

llorarán las mujeres. ¡Ahora la guerra nos reclama!


Sin embargo, Éomer mismo lloraba al hablar.

—Que los caballeros de la escolta monten guardia junto a él, y con honores retiren de aquí el cuerpo, para que no lo pisoteen las tropas en la batalla. Sí, el cuerpo del rey y el de todos los caballeros de su escolta que aquí yacen.

Y Éomer miró a los caídos, y recordó sus nombres. De pronto vio a Éowyn, su hermana, y la reconoció. Quedó un instante en suspenso, como un hombre herido en el corazón por una flecha en la mitad de un grito. Una palidez cadavérica le cubrió el rostro, y una furia mortal se alzó en él, y por un momento no pudo decir nada. Parecía que había perdido la razón.

—¡Éowyn, Éowyn! —gritó al fin—. ¡Éowyn! ¿Cómo llegaste aquí? ¿Qué locura es ésta, qué artificio diabólico? ¡Muerte, muerte, muerte! ¡Que la muerte nos lleve a todos!

Entonces, sin consultar a nadie, sin esperar la llegada de los hombres de la Ciudad, montó y volvió al galope hacia la vanguardia del gran ejército, hizo sonar un cuerno y dio con fuertes gritos la orden de iniciar el ataque. Clara resonó la voz de Éomer a través del campo: —¡Muerte! ¡Galopad, galopad hacia la ruina y el fin del mundo!

A esta señal, el ejército de los Rohirrim se puso en movimiento. Pero los hombres ya no cantaban. Muerte, gritaban con una sola voz poderosa y terrible, y acelerando el galope de las cabalgaduras, pasaron como una inmensa marea alrededor del rey caído, y se precipitaron rugiendo rumbo al sur.


Y Meriadoc el hobbit seguía allí sin moverse, parpadeando a través de las lágrimas, y nadie le hablaba: nadie, en realidad, parecía verlo. Se enjugó las lágrimas y agachándose a recoger el escudo verde que le regalara Éowyn, se lo colgó al hombro. Buscó entonces la espada, que se le había caído, pues en el momento de asestar el golpe se le había entumecido el brazo, y ahora sólo podía utilizar la mano izquierda. Y de pronto vio el arma en el suelo, pero la hoja crepitaba y echaba humo como una rama seca echada a una hoguera; y mientras Merry la observaba estupefacto, el arma ardió, se retorció, y se consumió hasta desaparecer.

Tal fue el destino de la espada de las Quebradas de los Túmulos, fraguada en el Oesternesse. Hubiera querido conocerlo el artífice que la forjara en otros tiempos en el Reino del Norte, cuando los Dúnedain eran jóvenes, y tenían como principal enemigo al temible reino de Angmar y a su rey hechicero. Ninguna otra hoja, ni aun esgrimida por manos mucho más poderosas, habría podido infligir una herida más cruel, hundirse de ese modo en la carne venida de la muerte, romper el hechizo que ataba los tendones invisibles a la voluntad del espectro.


Varios hombres levantaron al rey, y tendiendo mantas sobre las varas de las lanzas, improvisaron unas angarillas para transportarlo a la Ciudad; otros recogieron con delicadeza el cuerpo de Éowyn y siguieron al cortejo. Mas no pudieron retirar del campo a todos los hombres de la casa del rey, pues eran siete los caídos en la batalla, entre ellos Déorwine el jefe de la escolta. Entonces, agrupándolos lejos de los cadáveres de los enemigos y la bestia abominable, los rodearon con una empalizada de lanzas. Y más tarde, cuando todo hubo pasado, regresaron y encendieron una gran hoguera y quemaron la carroña de la bestia; pero para Crinblanca cavaron una tumba, y pusieron sobre ella una lápida con un epitafio grabado en las lenguas de Gondor y de la Marca:


Fiel servidor y perdición del amo.

Hijo de Piesligeros, el rápido Crinblanca.


Verde y alta creció la hierba sobre el túmulo de Crinblanca, pero el sitio donde incineraron el cadáver de la bestia estuvo siempre negro y desnudo.


Ahora Merry caminaba con paso lento y triste junto al cortejo, y había perdido todo interés en la batalla. Se sentía dolorido y cansado, y los miembros le temblaban como si tuviese frío. Una fuerte lluvia llegó desde el Mar, y fue como si todas las cosas lloraran por Théoden y Éowyn, apagando con lágrimas grises los incendios de la Ciudad. Como a través de una niebla, vio llegar la vanguardia de los hombres de Gondor. Imrahil, Príncipe de Dol Amroth, se adelantó hasta ellos y se detuvo.

—¿Qué es esa carga que lleváis, Hombres de Rohan? —gritó.

—Théoden Rey —le respondieron—. Ha muerto. Pero ahora Éomer Rey galopa en la batalla: el de la crin blanca al viento.

El príncipe se apeó del caballo, y arrodillándose junto a las parihuelas improvisadas, rindió homenaje al rey y a su heroísmo; y lloró. Y al levantarse, vio de pronto a Éowyn, y la miró, estupefacto.

—¿No es una mujer? —exclamó—. ¿Acaso las mujeres de los Rohirrim han venido también a la guerra, a prestarnos ayuda?

—¡Nada de eso! —le respondieron—. Sólo una ha venido. Es la Dama Éowyn, hermana de Éomer; y hasta este momento ignorábamos que estuviese aquí, y lo deploramos amargamente.

Entonces el príncipe, al verla tan hermosa, pese a la palidez del rostro frío, le tomó la mano y se inclinó para mirarla más de cerca.

—¡Hombres de Rohan! —gritó—. ¿No hay un médico entre vosotros? Está herida, tal vez de muerte, pero creo que todavía vive. —Le acercó a los labios fríos el brazal brillante y pulido de la armadura, y he aquí que una niebla tenue y apenas visible empañó la superficie bruñida.

«Ahora —dijo– tenemos que darnos prisa —y ordenó a uno de los hombres que corriera a la Ciudad en busca de socorro. Pero él mismo se despidió de los caídos con una reverencia, y volviendo a montar partió al galope hacia el campo de batalla.


La furia del combate arreciaba en los Campos del Pelennor; el fragor de las armas crecía con los gritos de los hombres y los relinchos de los caballos. Resonaban los cuernos, vibraban las trompetas, y los mûmakilmugían con estrépito empujados a la batalla. Al pie de los muros del sur, la infantería de Gondor atacaba a las legiones de Morgul que aún seguían apiñadas allí. Pero la caballería galopaba hacia el este en auxilio de Éomer: Húrin el Alto, Guardián de las Llaves, y el Señor de Lossarnach, e Hirluin de las Colinas Verdes, y el Príncipe Imrahil el hermoso rodeado por todos sus caballeros.

En verdad, esta ayuda no les llegaba a los Rohirrim antes de tiempo: la fortuna le había dado la espalda a Éomer; su propia furia lo había traicionado. La violencia de la primera acometida había devastado el frente enemigo y los Jinetes de Rohan habían irrumpido en las filas de los Sureños, dispersando a la caballería y aplastando a la infantería. Pero en presencia de los mûmakillos caballos se plantaban negándose a avanzar; nadie atacaba a los grandes monstruos, erguidos como torres de defensa, y en torno se atrincheraban los Haradrim. Y si al comienzo del ataque la fuerza de los Rohirrim era tres veces menor que la del enemigo, ahora la situación se había agravado: desde Osgiliath, donde las huestes enemigas se habían reunido a esperar la señal del Capitán Negro para lanzarse al saqueo de la Ciudad y la ruina de Gondor, llegaban sin cesar nuevas fuerzas. El Capitán había caído; pero Gothmog, el lugarteniente de Morgul, los exhortaba ahora a la contienda: Hombres del Este que empuñaban hachas, Variags que venían de Khand, Sureños vestidos de escarlata, y Hombres Negros que de algún modo parecían trolls llegados de la Lejana Harad, de ojos blancos y lenguas rojas. Algunos se precipitaban a atacar a los Rohirrim por la espalda, mientras otros contenían en el oeste a las fuerzas de Gondor, para impedir que se reunieran con las de Rohan.

Entonces, a la hora precisa en que la suerte parecía volverse contra Gondor, y las esperanzas flaqueaban, se elevó un nuevo grito en la Ciudad. Mediaba la mañana; soplaba un viento fuerte, y la lluvia huía hacia el norte; y el sol brilló de pronto. En el aire límpido los centinelas apostados en los muros atisbaron a lo lejos una nueva visión de terror; y perdieron la última esperanza.

Pues desde el recodo del Harlond, el Anduin corría de tal modo que los hombres de la Ciudad podían seguir con la mirada el curso de las aguas hasta muchas leguas de distancia, y los de vista más penetrante alcanzaban a ver cualquier nave que se acercase desde el mar. Y mirando hacia allí, los centinelas prorrumpieron en gritos desesperados: negra contra el agua centellante vieron una flota de galeones y navíos de gran calado y muchos remos, las velas negras henchidas por la brisa.

—¡Los Corsarios de Umbar! —gritaron—. ¡Los Corsarios de Umbar! ¡Mirad! ¡Los Corsarios de Umbar vienen hacia aquí! Entonces ha caído Belfalas, y también el Ethir y Lebennin. ¡Los Corsarios ya están sobre nosotros! ¡Es el último golpe del destino!



Y algunos, sin que nadie lo mandase, pues no quedaba en la Ciudad ningún hombre que pudiera dar órdenes, corrían a las campanas y tocaban la alarma; y otros soplaban las trompetas llamando a la retirada de las tropas.

—¡Retornad a los muros! —gritaban—. ¡Retornad a los muros! ¡Volved a la Ciudad antes que todos seamos arrasados!

Pero el mismo viento que empujaba los navíos se llevaba lejos el clamor de los hombres.

Los Rohirrim no necesitaban de esas llamadas y voces de alarma: demasiado bien veían con sus propios ojos los velámenes negros. Pues en aquel momento Éomer combatía a apenas una milla del Harlond, y entre él y el puerto había una compacta hueste de adversarios; y mientras tanto los nuevos ejércitos se arremolinaban en la retaguardia, separándolo del Príncipe. Y cuando miró el Río, la esperanza se extinguió en él, y maldijo el viento que poco antes había bendecido. Pero las huestes de Mordor cobraron entonces nuevos ánimos, y enardecidas por una vehemencia y una furia nuevas, se lanzaron al ataque dando gritos.

Éomer se había tranquilizado, y tenía ahora la mente clara. Hizo sonar los cuernos para reunir alrededor del estandarte a los hombres que pudieran llegar hasta él; pues se proponía levantar al fin un muro de escudos, y resistir, y combatir a pie hasta que cayera el último hombre, y llevar a cabo en los Campos del Pelennor hazañas dignas de ser cantadas, aunque nadie quedase con vida en el Oeste para recordar al último Rey de la Marca. Cabalgó entonces hasta una loma verde y allí plantó el estandarte, y el Corcel Blanco flameó al viento.


Saliendo de la duda, saliendo de las tinieblas

vengo cantando al sol, y desnudo mi espada.

Yo cabalgaba hacia el fin de la esperanza, y la aflicción del corazón.

¡Ha llegado la hora de la ira, la ruina y un crepúsculo rojo!


Pero mientras recitaba esta estrofa se reía a carcajadas. Pues una vez más había renacido en él el espíritu guerrero; y aún seguía indemne, y era joven, y era el rey: el señor de un pueblo indómito. Y mientras reía de desesperación, miró otra vez las embarcaciones negras, y levantó la espada en señal de desafío.

Entonces, de pronto, quedó mudo de asombro. En seguida lanzó en alto la espada a la luz del sol, y cantó al recogerla en el aire. Todos los ojos siguieron la dirección de la mirada de Éomer, y he aquí que la primera nave había enarbolado un gran estandarte, que se desplegó y flotó en el viento mientras la embarcación viraba hacia el Harlond. Y un Árbol Blanco, símbolo de Gondor, floreció en el paño; y Siete Estrellas lo circundaban, y lo nimbaba una corona, el emblema de Elendil, que en años innumerables no había ostentado ningún señor. Y las estrellas centelleaban a la luz del sol, porque eran gemas talladas por Arwen, la hija de Elrond; y la corona resplandecía al sol de la mañana, pues estaba forjada en oro y mithril.

Así, traído de los Senderos de los Muertos por el viento del Mar, llegó Aragorn hijo de Arathorn, Elessar, heredero de Isildur al Reino de Gondor. Y la alegría de los Rohirrim estalló en un torrente de risas y en un relampagueo de espadas, y el júbilo y el asombro de la Ciudad se volcaron en fanfarrias y trompetas y en campanas al viento. Pero los ejércitos de Mordor estaban estupefactos, pues les parecía cosa de brujería que sus propias naves llegasen a puerto cargadas de enemigos; y un pánico negro se apoderó de ellos, viendo que la marea del destino había cambiado, y que la hora de la ruina estaba próxima.

Hacia el este galopaban los caballeros del Dol Amroth, empujando delante al enemigo: trolls, Variags y orcos que aborrecían la luz del sol. Y hacia el sur galopaba Éomer, y todos los que huían ante él quedaban atrapados entre el martillo y el yunque. Pues ya una multitud de hombres saltaba de las embarcaciones al muelle del Harlond e invadía el norte como una tormenta. Y con ellos venían Legolas, y Gimli esgrimiendo el hacha, y Halbarad portando el estandarte, y Elladan y Elrohir con las estrellas en la frente, y los indómitos Dúnedain, Montaraces del Norte, al frente de un ejército de hombres de Lebennin, Lamedon y los feudos del Sur. Pero delante de todos iba Aragorn, blandiendo la Llama del Oeste, Andúril, que chisporroteaba como un fuego recién encendido, Narsil forjada de nuevo, y tan mortífera como antaño; y Aragorn llevaba en la frente la Estrella de Elendil.

Y así Éomer y Aragorn volvieron a encontrarse por fin, en la hora más reñida del combate; y apoyándose en las espadas se miraron a los ojos y se alegraron.

—Ya ves cómo volvemos a encontrarnos, aunque todos los ejércitos de Mordor se hayan interpuesto entre nosotros —dijo Aragorn—. ¿No te lo predije en Cuernavilla?

—Sí, eso dijiste —respondió Éomer—, pero las esperanzas suelen ser engañosas, y en ese entonces yo ignoraba que fueses vidente. No obstante, es dos veces bendita la ayuda inesperada, y jamás un reencuentro entre amigos fue más jubiloso. —Y se estrecharon las manos—. Ni más oportuno, en verdad —añadió Éomer—. Tu llegada no es prematura, amigo mío. Hemos sufrido grandes pérdidas y terribles pesares.

—¡A vengarlos, entonces, más que a hablar de ellos! —exclamó Aragorn; y juntos cabalgaron de vuelta a la batalla.


Dura y agotadora fue la larga batalla que los esperaba, pues los Sureños eran temerarios y encarnizados, y feroces en la desesperación; y los del Este, recios y aguerridos, no pedían cuartel. Aquí y allá, en las cercanías de algún granero o una granja incendiados, en las lomas y montecillos, al pie de una muralla o en campo raso, volvían a reunirse y a organizarse, y la lucha no cejó hasta que acabó el día.

Y cuando el sol desapareció detrás del Mindolluin y los grandes fuegos del ocaso llenaron el cielo, las montañas y colinas de alrededor parecían tintas en sangre; las llamas rutilaban en las aguas del Río, y las hierbas que tapizaban los campos del Pelennor eran rojas a la luz del atardecer. A esa hora terminó la gran Batalla de los campos de Gondor; y dentro del circuito del Rammas no quedaba con vida un solo enemigo. Todos habían muerto allí, salvo aquellos que huyeron para encontrar la muerte o perecer ahogados en las espumas rojas del Río. Pocos pudieron regresar al Este, a Morgul o a Mordor; y sólo rumores de las regiones lejanas llegaron a las tierras de los Haradrim: los rumores de la ira y el terror de Gondor.


Extenuados más allá de la alegría y el dolor, Aragorn, Éomer e Imrahil regresaron cabalgando a la Puerta de la Ciudad: ilesos los tres por obra de la fortuna y el poder y la destreza de sus brazos; pocos se habían atrevido a enfrentarlos o desafiarlos en la hora de la cólera. Pero los caídos en el campo de batalla, heridos, mutilados o muertos eran numerosos. Las hachas enemigas habían decapitado a Forlong mientras combatía desmontado y a solas; y Duilin de Morthond y su hermano habían perecido pisoteados por los mûmakilcuando al frente de los arqueros se acercaban para disparar a los ojos de los monstruos. Ni Huirlin el Hermoso volvería jamás a Pinnath Gelin, ni Grimbold al Bosque Oscuro, ni Halbarad a las Tierras Septentrionales, montaraz de mano inflexible. Muchos fueron los caídos, caballeros de renombre o desconocidos, capitanes y soldados; porque grande fue la batalla, y ninguna historia ha narrado aún todas sus peripecias. Así decía muchos años después en Rohan un hacedor de canciones al cantar la balada de los Montículos de Mundburgo:


En las colinas oímos resonar cuernos;

brillaron las espadas en el Reino del Sur.

Como un viento en la mañana los caballos galoparon

hacia los Pedregales. Ya la guerra arreciaba.

Allí cayó Théoden, hijo de Thengel,

y a los palacios de oro y las praderas verdes

de los campos del Norte nunca más regresó.

Allí en tierras lejanas murieron combatiendo

Guthláf y Hardin, Dúnhere, Déorwine y el valiente Grimbold,

Herefara, Herubrand, Horn y Fastred.

Hoy en Mundburgo yacen bajo los Montículos

junto a sus aliados, señores de Gondor.

Ni Hirluin el Hermoso a las colinas junto al mar,

ni Forlong el Viejo a los valles floridos del reino de Arnach

retornaron en triunfo. Y los altos arqueros Derufin y Duilin

nunca más contemplaron a la sombra de las montañas

las aguas oscuras del Morthond.

La muerte se llevó a nobles y a humildes

desde la mañana hasta el término del día.

Un largo sueño duermen ahora

junto al Río Grande, bajo las hierbas de Gondor.

Las aguas que corrían rugiendo y eran rojas

son grises ahora como lágrimas, de plata centelleante;

la espuma teñida de sangre llameaba al atardecer;

las montañas ardían como hogueras en la noche;

rojo cayó el rocío en el Rammas Echor.


7



LA PIRA DE DENETHOR



Cuando la sombra negra se retiró de la Puerta, Gandalf se quedó sentado, inmóvil. Pero Pippin se levantó, como si se hubiera liberado de un gran peso, y al escuchar las voces de los cuernos le pareció que el corazón le iba a estallar de alegría. Y nunca más en los largos años de su vida pudo oír el sonido lejano de un cuerno sin que unas lágrimas le asomaran a los ojos. Pero de pronto recordó la misión que lo había traído, y echó a correr. En ese momento Gandalf se movió, y diciéndole una palabra a Sombragrís, se disponía a trasponer la Puerta.

—¡Gandalf! ¡Gandalf! —gritó Pippin, y Sombragrís se detuvo.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Gandalf—. ¿No dice una ley de la Ciudad que quienes visten de negro y plata han de permanecer en la Ciudadela, a menos que el señor les haya dado licencia?

—Me la ha dado —dijo Pippin—. Me ha despedido. Pero tengo miedo. Temo que allí pueda acontecer algo terrible. El Señor ha perdido la razón, me parece. Temo que se mate y que mate también a Faramir. ¿No podrías hacer algo?

Gandalf miró por la Puerta entreabierta, y oyó que el fragor creciente de la batalla ya invadía los campos. Apretó el puño.

—He de ir —dijo—. El Jinete Negro está allí fuera, y todavía puede llevarnos a la ruina. No tengo tiempo.

—¡Pero Faramir! —gritó Pippin—. No está muerto, y si nadie los detiene lo quemarán vivo.

—¿Lo quemarán vivo? —dijo Gandalf—. ¿Qué historia es ésa? ¡Habla, rápido!

—Denethor ha ido a las Tumbas —explicó Pippin—, y ha llevado a Faramir. Y dice que todos moriremos quemados en las hogueras, pero que él no esperará, y ha ordenado que preparen una pira y lo inmolen, junto con Faramir. Y ha enviado en busca de leña y aceite. Yo se lo he dicho a Beregond, pero no creo que se atreva a abandonar su puesto, pues está de guardia. Y de todas maneras ¿que podría hacer? —Así, a los borbotones, mientras se empinaba para tocar con las manos trémulas la rodilla de Gandalf, contó Pippin la historia—. ¿No puedes salvar a Faramir?

—Tal vez sí —dijo Gandalf—, pero entonces morirán otros, me temo. Y bien, tendré que ir, si nadie más puede ayudarlo. Pero esto traerá males y desdichas. Hasta en el corazón de nuestra fortaleza tiene el Enemigo armas para golpearnos: porque esto es obra del poder de su voluntad.

Una vez que hubo tomado una decisión, Gandalf actuó con rapidez: alzó en vilo a Pippin y lo sentó en la cruz, y susurrándole una orden a Sombragrís, dio media vuelta. Y mientras a espaldas de ellos arreciaba el fragor del combate, los cascos repicaron subiendo las calles empinadas de Minas Tirith. Por toda la Ciudad los hombres despertaban del miedo y la desesperación, y empuñaban las armas y se gritaban unos a otros: —¡Han llegado los de Rohan! —Y los Capitanes daban grandes voces, y las compañías se ordenaban, y muchas marchaban ya hacia la Puerta.

Se cruzaron con el Príncipe Imrahil, quien les gritó: —¿Adónde vas ahora, Mithrandir? ¡Los Rohirrim están combatiendo en los campos de Gondor! Necesitamos todas las fuerzas que podamos encontrar.

—Necesitaréis de todos los hombres y muchos más aún —respondió Gandalf—. Daos prisa. Yo iré en cuanto pueda. Pero ahora tengo una misión impostergable que cumplir, junto a Denethor. ¡Toma el mando, en ausencia del Señor!


Continuaron galopando; y a medida que ascendían y se acercaban a la Ciudadela, sentían el azote del viento en las mejillas, y divisaban a lo lejos el resplandor de la mañana, una luz que aumentaba en el cielo del Sur. Pero no tenían muchas esperanzas; ignoraban qué desdichas encontrarían, y temían llegar demasiado tarde.

—Las tinieblas se están disipando —dijo Gandalf—, pero todavía pesan sobre la Ciudad.

En la puerta de la Ciudadela no encontraron ningún guardia.

—Entonces Beregond ha de haber ido allí —dijo Pippin, más esperanzado. Dieron media vuelta, y corrieron por el camino que llevaba a la Puerta Cerrada. Estaba abierta de par en par y el portero yacía ante ella. Lo habían matado y le habían robado la llave.

—¡Obra del Enemigo! —dijo Gandalf—. Éstos son los golpes con que se deleita: enconando al amigo contra el amigo, transformando en confusión la lealtad. —Se apeó del caballo y con un ademán le ordenó a Sombragrís que volviese al establo—. Porque has de saber, amigo mío —le dijo—, que tú y yo tendríamos que haber galopado hasta los campos ya hace tiempo, pero otros asuntos me retienen. ¡Ven rápido, si te llamo!

Traspusieron la Puerta y descendieron por el camino sinuoso y escarpado. La luz crecía, y las columnas elevadas y las figuras esculpidas que flanqueaban el sendero desfilaban lentamente como fantasmas grises.

De improviso el silencio se rompió y oyeron abajo gritos y espadas que se entrechocaban: ruidos que nunca habían resonado en los recintos sagrados desde la construcción de la Ciudad. Llegaron por fin al Rath Dínen y fueron rápidamente hacia la Casa de los Senescales, que se alzaba en el crepúsculo bajo la alta cúpula.

—¡Deteneos! ¡Deteneos! —gritó Gandalf, precipitándose hacia la escalera de piedra que llevaba a la puerta—. ¡Acabad esta locura!

Porque allí, en la escalera, con antorchas y espadas en la mano, estaban los servidores de Denethor, y en el peldaño más alto, vistiendo el negro y plata de la Guardia, se erguía Beregond, y él solo defendía la puerta. Ya dos de los hombres habían caído bajo los golpes de la espada de Beregond, profanando con sangre el santuario; y los otros lo maldecían, tildándolo de descastado y de traidor al rey.


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