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El retorno del rey
  • Текст добавлен: 26 октября 2016, 22:44

Текст книги "El retorno del rey"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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Annotation

Los ejércitos del Señor Oscuro van extendiendo cada vez más su maléfica sombra por la Tierra Media. Hombres, elfos y enanos unen sus fuerzas para presentar batalla a Sauron y sus huestes. Ajenos a estos preparativos, Frodo y Sam siguen adentrándose en el país de Mordor en su heroico viaje para destruir el Anillo de Poder en las Grietas del Destino.



J. R. R. Tolkien

EL SEÑOR DE LOS ANILLOS

III

EL RETORNO DEL REY

Minotauro


Título original: The Lord of the Rings III. The Return of the King

Primera edición en inglés: 1955

Traducción: Matilde Horne y Luis Domènech

© George Allen & Unwin Ltd., 1966

Ilustrado por Alan Lee

ISBN: 978-84-450-7751-1



Tres anillos para los Reyes Elfos bajo el cielo.

Siete para los Señores Enanos en casas de piedra.

Nueve para los Hombres Mortales condenados a morir.

Uno para el Señor Oscuro, sobre el trono oscuro

en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.

Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos,

un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas

en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.



LIBRO QUINTO



1



MINAS TIRITH



Pippin miró fuera amparado en la capa de Gandalf. No sabía si estaba despierto o si dormía, dentro aún de ese sueño vertiginoso que lo había arrebujado desde el comienzo de la larga cabalgata. El mundo oscuro se deslizaba veloz, y el viento le canturreaba en los oídos. No veía nada más que estrellas fugitivas, y lejos a la derecha desfilaban las montañas del Sur como sombras extendidas contra el cielo. Despierto sólo a medias, trató de echar cuentas sobre las jornadas y el tiempo del viaje, pero todo lo que le venía a la memoria era nebuloso e impreciso.

Luego de una primera etapa a una velocidad terrible y sin un solo alto, había visto al alba un resplandor dorado y pálido, y luego llegaron a la ciudad silenciosa y a la gran casa desierta en la cresta de una colina. Y apenas habían tenido tiempo de refugiarse en ella cuando la sombra alada surcó otra vez el cielo, y todos se habían estremecido de horror. Pero Gandalf lo había tranquilizado con palabras dulces, y Pippin se había vuelto a dormir en un rincón, cansado pero inquieto, oyendo vagamente entre sueños el trajín y las conversaciones de los hombres y las voces de mando de Gandalf. Y luego a cabalgar otra vez, cabalgar, cabalgar en la noche. Era la segunda, no, la tercera noche desde que Pippin hurtara la Piedra y la escudriñara. Y con aquel recuerdo horrendo se despertó por completo y se estremeció, y el ruido del viento se pobló de voces amenazantes.

Una luz se encendió en el cielo, una llamarada de fuego amarillo detrás de unas barreras sombrías. Pippin se acurrucó, asustado un momento, preguntándose a qué país horrible lo llevaba Gandalf. Se restregó los ojos, y vio entonces que era la luna, ya casi llena, que asomaba en el este por encima de las sombras. La noche era joven aún y el viaje en la oscuridad proseguiría durante horas y horas. Se sacudió y habló.

—¿Dónde estamos, Gandalf? —preguntó.

—En el reino de Gondor —respondió el mago—. Todavía no hemos dejado atrás las tierras de Anórien.

Hubo un nuevo momento de silencio. Luego: —¿Qué es eso? —exclamó Pippin de improviso, aferrándose a la capa de Gandalf—. ¡Mira! ¡Fuego, fuego rojo! ¿Hay dragones en esta región? ¡Mira, allí hay otro!

En respuesta, Gandalf acicateó al caballo con voz vibrante.

—¡Corre, Sombragrís! ¡Llevamos prisa! El tiempo apremia. ¡Mira! Gondor ha encendido las almenaras pidiendo ayuda. La guerra ha comenzado. Mira, hay fuego sobre las crestas del Amon Dîn y llamas en el Eilenach; y avanzan veloces hacia el oeste: hacia el Nardol, el Erelas, Min-Rimmon, Calenhad y el Halifirien en los confines de Rohan.

Pero el corcel aminoró la marcha, y avanzando al paso, levantó la cabeza y relinchó. Y desde la oscuridad le respondió el relincho de otros caballos, seguido por un sordo rumor de cascos; y de pronto tres jinetes surgieron como espectros alados a la luz de la luna y desaparecieron, rumbo al oeste. Sombragrís corrió alejándose, y la noche lo envolvió como un viento rugiente.

Otra vez vencido por la somnolencia, Pippin escuchaba sólo a medias lo que le contaba Gandalf acerca de las costumbres de Gondor, y de por qué el Señor de la Ciudad había puesto almenaras en las crestas de las colinas a ambos lados de las fronteras, y mantenía allí postas de caballería siempre prontas a llevar mensajes a Rohan en el Norte, o a Belfalas en el Sur.

—Hacía mucho tiempo que no se encendían las almenaras del Norte —dijo Gandalf—; en los días de la antigua Gondor no eran necesarias, ya que entonces tenían las Siete Piedras.

Pippin se agitó, intranquilo.

—¡Duérmete otra vez y no temas! —le dijo Gandalf—. Tú no vas como Frodo, rumbo a Mordor, sino a Minas Tirith, y allí estarás a salvo, al menos tan a salvo como es posible en los tiempos que corren. Si Gondor cae, o si el Anillo pasa a manos del Enemigo, entonces ni la Comarca será un refugio seguro.

—No me tranquilizan tus palabras —dijo Pippin, pero a pesar de todo volvió a dormirse. Lo último que alcanzó a ver antes de caer en un sueño profundo fue unas cumbres altas y blancas, que centelleaban como islas flotantes por encima de las nubes a la luz de una luna que descendía en el poniente. Se preguntó qué sería de Frodo, si ya habría llegado a Mordor, o si estaría muerto, sin sospechar que muy lejos de allí Frodo contemplaba aquella misma luna que se escondía detrás de las montañas de Gondor antes que clareara el día.


El sonido de unas voces despertó a Pippin. Otro día de campamento furtivo y otra noche de cabalgata habían quedado atrás. Amanecía: la aurora fría estaba cerca otra vez, y los envolvía en unas neblinas heladas. Sombragrís humeaba de sudor, pero erguía la cabeza con arrogancia y no mostraba signos de fatiga. Pippin vio en torno una multitud de hombres de elevada estatura envueltos en mantos pesados, y en la niebla detrás de ellos se alzaba un muro de piedra. Parecía estar casi en ruinas, pero ya antes del final de la noche empezaron a oírse los ruidos de una actividad incesante: el golpe de los martillos, el chasquido de las trullas, el chirrido de las ruedas. Las antorchas y las llamas de las hogueras resplandecían débilmente en la bruma. Gandalf hablaba con los hombres que le interceptaban el paso, y Pippin comprendió entonces que él era el motivo de la discusión.

—Sí, es verdad, a ti te conocemos, Mithrandir —decía el jefe de los hombres—, y puesto que conoces el santo y seña de las Siete Puertas, eres libre de proseguir tu camino. Pero a tu compañero no lo hemos visto nunca. ¿Qué es? ¿Un enano de las montañas del Norte? No queremos extranjeros en el país en estos tiempos, a menos que se trate de hombres de armas vigorosos, en cuya lealtad y ayuda podamos confiar.

—Yo responderé por él ante Denethor —dijo Gandalf—, y en cuanto al valor, no lo has de medir por el tamaño. Ha presenciado más batallas y sobrevivido a más peligros que tú, Ingold, aunque le dobles en altura; ahora viene del ataque a Isengard, del que traemos buenas nuevas, y está extenuado por la fatiga, de lo contrario ya lo habría despertado. Se llama Peregrin y es un hombre muy valiente.

—¿Un hombre? —dijo Ingold con aire dubitativo, y los otros se echaron a reír.

—¡Un hombre! —gritó Pippin, ahora bien despierto—. ¡Un hombre! ¡Nada menos cierto! Soy un hobbit, y de valiente tengo tan poco como de hombre, excepto quizá de tanto en tanto y sólo por necesidad. ¡No os dejéis engañar por Gandalf!

—Muchos protagonistas de grandes hazañas no podrían decir más que tú —dijo Ingold—. ¿Pero qué es un hobbit?

—Un Mediano —respondió Gandalf—. No, no aquél de quien se ha hablado —añadió, viendo asombro en los rostros—. No es ése, pero sí uno de la misma raza.

—Sí, y uno que ha viajado con él —dijo Pippin—. Y Boromir, de vuestra Ciudad, estaba con nosotros, y me salvó en las nieves del Norte, y finalmente perdió la vida defendiéndome de numerosos enemigos.

—¡Silencio!—dijo Gandalf—. Esta triste nueva tendría que serle anunciada al padre antes que a ninguno.

—Ya la habíamos adivinado —dijo Ingold—, pues en los últimos tiempos hubo aquí extraños presagios. Mas pasad ahora rápidamente. El Señor de Minas Tirith querrá ver en seguida a quien le trae las últimas noticias de su hijo, sea hombre o...

—Hobbit —dijo Pippin—. No es mucho lo que puedo ofrecerle a tu Señor, pero con gusto haré cuanto esté a mi alcance, en memoria de Boromir el valiente.

—¡Adiós! —dijo Ingold, mientras los hombres le abrían paso a Sombragrís que entró por una puerta estrecha tallada en el muro—. ¡Ojalá puedas aconsejar a Denethor en esta hora de necesidad, y a todos nosotros, Mithrandir! —gritó Ingold—. Pero llegas con noticias de dolor y de peligro, como es tu costumbre, según se dice.

—Porque no vengo a menudo, a menos que mi ayuda sea necesaria —respondió Gandalf—. Y en cuanto a consejos, os diré que habéis tardado mucho en reparar el muro del Pelennor. El coraje será ahora vuestra mejor defensa ante la tempestad que se avecina... el coraje y la esperanza que os traigo. Porque no todas las noticias son adversas. ¡Pero dejad por ahora las trullas y afilad las espadas!

—Los trabajos estarán concluidos antes del anochecer —dijo Ingold—. Ésta es la última parte del muro defensivo: la menos expuesta a los ataques pues mira hacia nuestros amigos de Rohan. ¿Sabes algo de ellos? ¿Crees que responderán a nuestra llamada?

—Sí, acudirán. Pero han librado muchas batallas a vuestras espaldas. Esta ruta ya no es segura, ni ninguna otra. ¡Estad alerta! Sin Gandalf el Cuervo de la Tempestad, lo que veríais venir de Anórien sería un ejército de enemigos y ningún Jinete de Rohan. Y todavía es posible. ¡Adiós, y no os durmáis!


Gandalf se internó entonces en las tierras que se abrían del otro lado del Rammas Echor. Así llamaban los hombres de Gondor al muro exterior que habían construido con tantos afanes, luego que Ithilien cayera bajo la sombra del Enemigo. Corría unas diez leguas o más desde el pie de las montañas, y después de describir una curva retrocedía nuevamente para cercar los campos del Pelennor: campiñas hermosas y feraces recostadas en las lomas y terrazas que descendían hacia el lecho del Anduin. En el punto más alejado de la Gran Puerta de la Ciudad, al nordeste, el muro se alejaba cuatro leguas, y allí, desde una orilla hostil, dominaba los bajíos extensos que costeaban el río; y los hombres lo habían construido alto y resistente; pues en ese paraje, sobre un terraplén fortificado, el camino venía de los vados y de los puentes de Osgiliath y atravesaba una puerta custodiada por dos torres almenadas. En el punto más cercano, el muro se alzaba a poco más de una legua de la Ciudad, al sudeste. Allí el Anduin, abrazando en una amplia curva las colinas de los Emyn Arnen en Ithilien del Sur, giraba bruscamente hacia el oeste, y el muro exterior se elevaba a la orilla misma del río; y más abajo se extendían los muelles y embarcaderos del Harlond destinados a las naves que remontaban la corriente desde los feudos del sur.

Las tierras cercadas por el muro eran ricas y estaban bien cultivadas: abundaban las huertas, las granjas con hornos de lúpulo y graneros, las dehesas y los establos, y muchos arroyos descendían en ondas a través de los prados verdes hacia el Anduin. Sin embargo eran pocos los agricultores y los criadores de ganado que moraban en la región, pues la mayor parte de la gente de Gondor vivía dentro de los siete círculos de la Ciudad, o en los altos valles a lo largo de los flancos de la montaña, en Lossarnach, o más al sur en la esplendente Lebennin, la de los cinco ríos rápidos. Allí, entre las montañas y el mar, habitaba un pueblo de hombres vigorosos e intrépidos. Se los consideraba hombres de Gondor, pero en realidad eran mestizos, y había entre ellos algunos pequeños de talla y endrinos de tez, cuya ascendencia se remontaba sin duda a los hombres olvidados que vivieran a la sombra de las montañas, en los Años Oscuros anteriores a los reyes. Pero más allá, en el gran feudo de Belfalas, residía el Príncipe Imrahil en el castillo de Dol Amroth a orillas del mar, y era de antiguo linaje, al igual que todos los suyos, hombres altos y arrogantes, de ojos grises como el mar.

Al cabo de algún tiempo de cabalgata, la luz del día creció en el cielo, y Pippin, ahora despierto, miró alrededor. Un océano de bruma, que hacia el este se agigantaba en una sombra tenebrosa, se extendía a la izquierda; pero a la derecha, y desde el oeste, unas montañas enormes erguían las cabezas en una cadena que se interrumpía bruscamente, como si el Río se hubiese precipitado a través de una gran barrera, excavando un valle ancho que sería terreno de batallas y discordias en tiempos por venir. Y allí donde terminaban las Montañas Blancas de Ered Nimrais, Pippin vio, como le había prometido Gandalf, la mole oscura del Monte Mindolluin, las profundas sombras bermejas de las altas gargantas, y la elevada cara de la montaña más blanca cada vez a la creciente luz del día. Allí, en un espolón, estaba la Ciudad Guardada, con siete muros de piedra, tan antiguos y poderosos que más que obra de hombres parecían tallados por gigantes en la osamenta misma de la montaña.

Y entonces, ante los ojos maravillados de Pippin, el color de los muros cambió de un gris espectral al blanco, un blanco que la aurora arrebolaba apenas, y de improviso el sol trepó por encima de las sombras del este y un rayo bañó la cara de la Ciudad. Y Pippin dejó escapar un grito de asombro, pues la Torre de Ecthelion, que se alzaba en el interior del muro más alto, resplandecía contra el cielo, rutilante como una espiga de perlas y plata, esbelta y armoniosa, y el pináculo centelleaba como una joya de cristal tallado; unas banderas blancas aparecieron de pronto en las almenas y flamearon en la brisa matutina, y Pippin oyó, alto y lejano, un repique claro y vibrante como de trompetas de plata.


Gandalf y Peregrin llegaron así a la salida del sol a la Gran Puerta de los Hombres de Gondor, y las batientes de hierro se abrieron ante ellos.

—¡Mithrandir! ¡Mithrandir! —gritaron los hombres—. ¡Ahora sabemos con certeza que la tempestad se avecina!

—Está sobre vosotros —dijo Gandalf—. Yo he cabalgado en sus alas. ¡Dejadme pasar! Tengo que ver a vuestro Señor Denethor mientras aún ocupa el trono. Suceda lo que suceda, Gondor ya nunca será el país que habéis conocido. ¡Dejadme pasar!

Los hombres retrocedieron ante el tono imperioso de Gandalf, y no le hicieron más preguntas, pero observaron perplejos al hobbit que iba sentado delante de él y al caballo que lo transportaba. Pues las gentes de la Ciudad rara vez utilizaban caballos, y no era habitual verlos por las calles, excepto los que montaban los mensajeros de Denethor. Y dijeron: —Ha de ser sin duda uno de los grandes corceles del Rey de Rohan. Tal vez los Rohirrim llegarán pronto trayéndonos refuerzos. —Pero ya Sombragrís avanzaba con paso arrogante por el camino sinuoso.


La arquitectura de Minas Tirith era tal que la ciudad estaba construida en siete niveles, cada uno de ellos excavado en la colina y rodeado de un muro; y en cada muro había una puerta. Pero estas puertas no se sucedían en una línea recta: la Gran Puerta del Muro de la Ciudad se abría en el extremo oriental del circuito, pero la siguiente miraba casi al sur, y la tercera al norte y así sucesivamente, hacia uno y otro lado, siempre en ascenso, de modo que la ruta pavimentada que subía a la Ciudadela giraba primero en un sentido, luego en el otro a través de la cara de la colina. Y cada vez que cruzaba la línea de la Gran Puerta corría por un túnel abovedado, penetrando en un vasto espolón de roca, un enorme contrafuerte que dividía en dos todos los círculos de la Ciudad, con excepción del primero. Pues como resultado de la forma primitiva de la colina y de la notable destreza y esforzada labor de los hombres de antaño, detrás del patio espacioso al que la Puerta daba acceso, se alzaba un imponente bastión de piedra; la arista, aguzada como la quilla de un barco, miraba hacia el este. Culminaba coronado de almenas en el nivel del círculo superior, permitiendo de esta manera a los hombres que se encontraban en la Ciudadela, vigilar desde la cima, como los marinos de una nave montañosa, la Puerta situada setecientos pies más abajo. También la entrada de la Ciudadela miraba al este, pero estaba excavada en el corazón de la roca; desde allí, una larga pendiente alumbrada por faroles subía hasta la séptima puerta. Por ese camino llegaron al fin al Patio Alto, y a la Plaza del Manantial al pie de la Torre Blanca; alta y soberbia, medía cincuenta brazas desde la base hasta el pináculo, y allí la bandera de los Senescales flameaba a mil pies por encima de la llanura.

Era sin duda una fortaleza poderosa, y en verdad inexpugnable, si había en ella hombres capaces de tomar las armas, a menos que el adversario entrara desde atrás, y escalando las cuestas inferiores del Mindolluin consiguiendo llegar al brazo estrecho que unía la Colina de la Guardia a la montaña. Pero esa estribación, que alcanzaba la altura del quinto muro, estaba flanqueada por grandes bastiones hasta el borde mismo del precipicio en el extremo occidental; y en ese lugar se alzaban las moradas y las tumbas abovedadas de los reyes y señores de antaño, ahora para siempre silenciosos entre la montaña y la torre.


Pippin contemplaba con asombro creciente la enorme ciudad de piedra, más vasta y más espléndida que todo cuanto hubiera podido soñar: más grande y más fuerte que Isengard, y mucho más hermosa. Sin embargo, la ciudad declinaba en verdad año tras año: ya faltaba la mitad de los hombres que hubieran podido vivir allí cómodamente. En todas las calles pasaban por delante de alguna mansión o palacio y en lo alto de las fachadas o portales había hermosas letras grabadas, de perfiles raros y antiguos: los nombres, supuso Pippin, de los nobles señores y familias que habían vivido allí en otros tiempos; pero ahora ellos callaban, no había rumor de pasos en los vastos recintos embaldosados, ni voces que resonaran en los salones, ni un rostro que se asomara a las puertas o a las ventanas.

Salieron por fin de las sombras en la puerta séptima, y el mismo sol cálido que brillaba sobre el río, mientras Frodo se paseaba por los claros de Ithilien, iluminó los muros lisos y las columnas recias, y la cabeza majestuosa y coronada de un rey esculpida en la arcada. Gandalf desmontó, pues la entrada de caballos estaba prohibida en la Ciudadela, y Sombragrís, animado por la voz afectuosa de su amo, permitió que lo alejaran de allí.

Los Guardias de la puerta llevaban túnicas negras, y yelmos de forma extraña: altos de cimera y ajustados a las mejillas por largas orejeras que remataban en alas blancas de aves marinas; pero los cascos, preciados testimonios de las glorias de otro tiempo, eran de mithril, y resplandecían con una llama de plata. Y en las sobrevestas negras habían bordado un árbol blanco con flores como de nieve bajo una corona de plata y estrellas de numerosas puntas. Tal era la librea de los herederos de Elendil, y ya nadie la usaba en todo el Reino salvo los Guardias de la Ciudadela apostados en el Patio del Manantial, donde antaño floreciera el Árbol Blanco.


Al parecer la noticia de la llegada de Gandalf y Pippin había precedido a los viajeros: fueron admitidos inmediatamente, en silencio y sin interrogatorios. Gandalf cruzó con paso rápido el patio pavimentado de blanco. Un manantial canturreaba al sol de la mañana, rodeado por una franja de hierba de un verde luminoso; pero en el centro, encorvado sobre la fuente, se alzaba un árbol muerto, y las gotas resbalaban melancólicamente por las ramas quebradas y estériles y caían de vuelta en agua clara.

Pippin le echó una mirada fugaz mientras correteaba en pos de Gandalf. Le pareció triste y se preguntó por qué habrían dejado un árbol muerto en aquel lugar donde todo lo demás estaba tan bien cuidado.

Siete estrellas y siete piedras y un árbol blanco.

Las palabras que le oyera murmurar a Gandalf le volvieron a la memoria. Y en ese momento se encontró a las puertas del gran palacio, bajo la torre refulgente; y siguiendo al mago pasó junto a los ujieres altos y silenciosos y penetró en las sombras frescas y pobladas de ecos de la casa de piedra.

Mientras atravesaban una galería embaldosada, larga y desierta, Gandalf le hablaba a Pippin en voz muy baja: —Cuida tus palabras, Peregrin Tuk. No es momento de mostrar el desparpajo típico de los hobbits. Théoden es un anciano bondadoso. Denethor es de otra raza, orgulloso y perspicaz, más poderoso y de más alto linaje, aunque no lo llamen rey. Pero querrá sobre todo hablar contigo, y te hará muchas preguntas, ya que tú puedes darle noticias de su hijo Boromir. Lo amaba de veras: demasiado tal vez; y más aún porque era tan diferente... Pero con el pretexto de ese amor supondrá que le es más fácil enterarse por ti que por mí de lo que desea saber. No le digas una palabra más de lo necesario, y no toques el tema de la misión de Frodo. Yo me ocuparé de eso a su tiempo. Y tampoco menciones a Aragorn, a menos que te veas obligado.

—¿Por qué no? ¿Qué pasa con Trancos? —preguntó Pippin en voz baja—. Tenía la intención de venir aquí ¿no? De todos modos, no tardará en llegar.

—Quizá, quizá —dijo Gandalf—. Pero si viene, lo hará de una manera inesperada para todos, incluso para el propio Denethor. Será mejor así. En todo caso, no nos corresponde a nosotros anunciar su llegada.

Gandalf se detuvo ante una puerta alta de metal pulido. —Escucha, Pippin, no tengo tiempo ahora de enseñarte la historia de Gondor; aunque sería preferible que tú mismo hubieras aprendido algo en los tiempos en que robabas huevos de los nidos y retozabas en los bosques de la Comarca. ¡Haz lo que te digo! No es prudente por cierto, cuando vienes a darle a un poderoso señor la noticia de la muerte de su heredero, hablarle en demasía de la llegada de aquel que puede reivindicar derechos sobre el trono. ¿Te alcanza con esto?

—¿Derechos sobre el trono? —dijo Pippin, estupefacto.

—Sí —dijo Gandalf—. Si has estado estos días con las orejas tapadas y la mente dormida, ¡es hora de que despiertes!

Llamó a la puerta.



La puerta se abrió, pero no había nadie allí. La mirada de Pippin se perdió en un salón enorme. La luz entraba por ventanas profundas alineadas en las naves laterales, más allá de las hileras de columnas que sostenían el cielo raso. Monolitos de mármol negro se elevaban hasta los soberbios chapiteles esculpidos con las más variadas y extrañas figuras de animales y follajes, y arriba, en la penumbra de la gran bóveda, centelleaba el oro mate de tracerías y arabescos multicolores. No se veían en aquel recinto largo y solemne tapices ni colgaduras historiadas, ni había un solo objeto de tela o de madera; pero entre los pilares se erguía una compañía silenciosa de altas estatuas talladas en la piedra fría.

Pippin recordó de pronto las rocas talladas de Argonath, y un temor extraño se apoderó de él, mientras miraba aquella galería de reyes muertos en tiempos remotos. En el otro extremo del salón, sobre un estrado precedido de muchos escalones, bajo un palio de mármol en forma de yelmo coronado, se alzaba un trono; detrás del trono, tallada en la pared y recamada de piedras preciosas, se veía la imagen de un árbol en flor. Pero el trono estaba vacío. Al pie del estrado, en el primer escalón que era ancho y profundo, había un sitial de piedra, negro y sin ornamentos, y en él, con la cabeza gacha y la mirada fija en el regazo, estaba sentado un anciano. Tenía en la mano un bastón blanco de pomo de oro. No levantó la vista. Gandalf y Pippin atravesaron el largo salón hasta detenerse a tres pasos del escabel en que el anciano apoyaba los pies.

—¡Salve, Señor y Senescal de Minas Tirith, Denethor hijo de Ecthelion! He venido a traerte consejo y noticias en esta hora sombría.

Entonces el anciano alzó los ojos. Pippin vio el rostro de estatua, la orgullosa osamenta bajo la piel de marfil, y la larga nariz aguileña entre los ojos sombríos y profundos; más que a Boromir, le recordó a Aragorn.

—Sombría es en verdad la hora —dijo el anciano—, y siempre vienes en momentos como éste, Mithrandir. Mas aunque todos los presagios anuncian la ruina próxima de Gondor, menos me afecta esta oscuridad que mi propia oscuridad. Me han dicho que traes contigo a alguien que ha visto morir a mi hijo. ¿Es él?

—Es él —dijo Gandalf—. Uno de los dos. El otro está con Théoden de Rohan, y es posible que también venga de un momento a otro. Son Medianos, como ves, mas no aquél de quien hablan los presagios.

—Un Mediano de todos modos —dijo Denethor con amargura—, y poco amor me inspira este nombre, desde que las palabras malditas vinieron a perturbar nuestros consejos y arrastraron a mi hijo a la loca aventura en que perdió la vida. ¡Mi Boromir! ¡Tanto que ahora necesitamos de ti! Faramir tenía que haber partido en lugar de él.

—Lo habría hecho —dijo Gandalf—. ¡No seas injusto en tu dolor! Boromir reclamó para sí la misión y no permitió que otro la cumpliese. Era un hombre autoritario que nunca daba el brazo a torcer. Viajé con él muy lejos y llegué a conocerlo. Pero hablas de su muerte. ¿Has tenido noticias antes de que llegáramos?

—He recibido esto —dijo Denethor, y dejando a un lado el cetro levantó del regazo el objeto que había estado mirando. Tenía en cada mano una mitad de un cuerno grande, partido en dos: un cuerno de buey salvaje guarnecido de plata.

—¡Es el cuerno que Boromir llevaba siempre consigo! —exclamó Pippin.

—Así es —dijo Denethor—. Y yo lo llevé en mis tiempos como todos los primogénitos de esta casa, hasta los años ya olvidados anteriores a la caída de los reyes, desde que Vorondil padre de Mardil cazaba las vacas salvajes de Araw en las tierras lejanas de Rhûn. Lo oí sonar débilmente en las marcas septentrionales hace trece días, y el Río me lo trajo, quebrado: ya nunca más volverá a sonar. —Calló, y por un momento hubo un silencio pesado. De improviso, Denethor volvió hacia Pippin los ojos negros—. ¿Qué puedes decirme tú, Mediano?

—Trece, trece días —balbuceó Pippin—. Sí, creo que fue entonces. Sí, yo estaba con él, cuando sopló el cuerno. Pero nadie acudió en nuestra ayuda. Sólo más orcos.

—Ah —dijo Denethor—. De modo que tú estabas allí. ¡Cuéntame más! ¿Por qué nadie acudió en vuestra ayuda? ¿Y cómo fue que tú te salvaste, y no él, poderoso como era, y sin más adversarios que unos cuantos orcos?

Pippin se sonrojó y olvidó sus temores. —El más poderoso de los hombres puede morir atravesado por una sola flecha —replicó—, y Boromir recibió más de una. Cuando lo vi por última vez estaba caído al pie de un árbol y se arrancaba del flanco un dardo empenachado de negro. Luego me desmayé y fui hecho prisionero. Nunca más lo vi, y esto es todo cuanto sé. Pero lo recuerdo con honor, pues era muy valiente. Murió por salvarnos, a mi primo Meriadoc y a mí, cuando nos asediaba en los bosques la soldadesca del Señor Oscuro; y aunque haya sucumbido y fracasado, mi gratitud no será menos grande.

Ahora era Pippin quien miraba al anciano a los ojos, movido por un orgullo extraño, exacerbado aún por el desdén y la suspicacia que había advertido en la voz glacial de Denethor.

—Comprendo que un gran Señor de los Hombres juzgará de escaso valor los servicios de un hobbit, un Mediano de la Comarca septentrional, pero así y todo, los ofrezco, en retribución de mi deuda. —Y abriendo de un tirón nervioso los pliegues de la capa, sacó del cinto la pequeña espada y la puso a los pies de Denethor.

Una sonrisa pálida, como un rayo de sol frío en un atardecer de invierno, pasó por el semblante del viejo, pero en seguida inclinó la cabeza y tendió la mano, soltando los fragmentos del cuerno. —¡Dame esa espada! —dijo.

Pippin levantó el arma y se la presentó por la empuñadura.

—¿De dónde proviene? —inquirió Denethor—. Muchos, muchos años han pasado por ella. ¿No habrá sido forjada por los de mi raza en el Norte, en un tiempo ya muy remoto?

—Viene de los túmulos que flanquean las fronteras de mi país —dijo Pippin—. Pero ahora sólo viven allí seres malignos, y no querría hablar de ellos.

—Veo que te has visto envuelto en historias extrañas —dijo Denethor—, y una vez más compruebo que las apariencias pueden ser engañosas, en un hombre... o en un Mediano. Acepto tus servicios. Porque advierto que no te dejas intimidar por las palabras; y te expresas en un lenguaje cortés, por extraño que pueda sonarnos a nosotros, aquí en el Sur. Y en los días por venir tendremos mucha necesidad de personas corteses, grandes o pequeñas. ¡Ahora préstame juramento de lealtad!

—Toma la espada por la empuñadura —dijo Gandalf– y repite las palabras del Señor, si en verdad estás resuelto.

—Lo estoy —dijo Pippin.

El viejo depositó la espada sobre sus rodillas; Pippin apoyó la mano sobre la guardia y repitió lentamente las palabras de Denethor.

—Juro ser fiel y prestar mis servicios a Gondor, y al Señor y Senescal del Reino, con la palabra y el silencio, en el hacer y el dejar hacer, yendo y viniendo, en tiempos de abundancia o de necesidad, tanto en la paz como en la guerra, en la vida y en la muerte, a partir de este momento y hasta que mi señor me libere, o la muerte me lleve, o perezca el mundo. ¡Así he hablado yo, Peregrin hijo de Paladin de la Comarca de los Medianos!

—Y yo te he oído, yo, Denethor hijo de Ecthelion, Señor de Gondor, Senescal del Rey, y no olvidaré tus palabras, ni dejaré de recompensar lo que me será dado: fidelidad con amor, valor con honor, perjurio con venganza. —La espada le fue restituida a Pippin, quien la enfundó de nuevo—. Y ahora —dijo Denethor– he aquí mi primera orden: ¡habla y no ocultes nada! Cuéntame tu historia y trata de recordar todo lo que puedas acerca de Boromir, mi hijo. ¡Siéntate ya, y comienza! —Y mientras hablaba golpeó un pequeño gong de plata que había junto al escabel, e instantáneamente acudieron los servidores. Pippin observó entonces que habían estado aguardando en nichos a ambos lados de la puerta, nichos que ni él ni Gandalf habían visto al entrar.


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