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El retorno del rey
  • Текст добавлен: 26 октября 2016, 22:44

Текст книги "El retorno del rey"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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—¿En qué lugar de la Tierra Media nos encontramos? —preguntó Gimli; y Elladan le respondió—: Hemos bajado desde las fuentes del Morthond, el largo río de aguas glaciales; desciende hasta volcarse en el mar que baña los muros de Dol Amroth. Ya no necesitarás preguntar el origen del nombre: Raíz Negra lo llaman.

El Valle del Morthond era como una bahía amplia recostada contra los escarpados riscos meridionales. Las barrancas empinadas estaban tapizadas de hierbas; pero a esa hora todo era gris, pues el sol se había ocultado, y abajo, en la lejanía, parpadeaban las luces de las moradas de los Hombres. Era un valle rico y muy poblado.

De pronto, sin darse vuelta, Aragorn gritó con voz tonante, de modo que todos pudieran oírlo: —¡Olvidad vuestra fatiga, amigos! ¡Galopad ahora, galopad! Es menester que lleguemos a la Piedra de Erech antes del fin del día, y el camino es todavía largo. Y luego, sin una mirada atrás, galoparon a través de las campiñas montañosas, hasta llegar a un puente sobre el río, ahora caudaloso, y encontraron un camino que bajaba a los llanos.

Al paso de la Compañía Gris, las luces de las casas y de las aldeas se apagaban, se cerraban las puertas, y la gente que aún estaba en los campos daba gritos de terror y huía despavorida, como ciervos acosados. En todas partes se oía el mismo clamor en la noche creciente: —¡El Rey de los Muertos! ¡El Rey de los Muertos marcha sobre nosotros!

Lejos y allá abajo repicaban campanas, y todos huían ante el rostro de Aragorn; pero los jinetes de la Compañía Gris pasaban de largo, rápidos como cazadores, y ya los caballos empezaban a trastabillar de cansancio. Así, justo antes de la medianoche, y en una oscuridad tan negra como las cavernas de las montañas, llegaron por fin a la Colina de Erech.


Largo tiempo hacía que el terror de los Muertos se había aposentado en esa colina y en los campos desiertos de alrededor. Pues allí en la cima se alzaba una piedra negra, redonda como un gran globo, de la altura de un hombre, aunque la mitad estaba enterrada en el suelo. Tenía un aspecto sobrenatural, como si hubiese caído de lo alto, y algunos lo creían; pero aquellos que aún recordaban las antiguas crónicas del Oesternesse aseguraban que había venido de las ruinas de Númenor y que había sido puesta por Isildur, cuando llegó allí. Ninguno de los habitantes del valle se atrevía a aproximarse a la piedra, ni quería vivir en las cercanías. Decían que en ese lugar celebraban sus cónclaves los Hombres Sombra, y que allí se reunían a cuchichear en horas de pavor, apiñados alrededor de la Piedra.

A esa Piedra llegó la Compañía en lo más profundo de la noche, y se detuvo. Elrohir le dio entonces a Aragorn un cuerno de plata, y Aragorn sopló en él; y a los hombres que estaban más cerca les pareció oír una respuesta, otros cuernos que resonaban en cavernas profundas y lejanas. No oían ningún otro ruido, pero sin embargo sentían la presencia de un gran ejército reunido alrededor de la colina; y el viento helado que soplaba de las montañas era como el aliento de una legión de espectros. Aragorn desmontó, y de pie junto a la Piedra, gritó con voz potente: —Perjuros ¿a qué habéis venido?

Y se oyó en la noche una voz que le respondió, desde lejos: —A cumplir el juramento y encontrar la paz.

Aragorn dijo entonces: —Por fin ha llegado la hora. Marcharé en seguida a Pelargir en la ribera del Anduin, y vosotros vendréis conmigo. Y cuando hayan desaparecido de esta tierra todos los servidores de Sauron, consideraré como cumplido vuestro juramento, y entonces tendréis paz y podréis partir para siempre. Porque yo soy Elessar, el heredero de Isildur de Gondor.

Dicho esto, le ordenó a Halbarad que desplegase el gran estandarte que había traído; y he aquí que era negro, y si tenía alguna insignia, no se veía en la oscuridad. Entonces se hizo el silencio; ni un murmullo ni un suspiro volvió a oírse en toda aquella larga noche. La Compañía acampó en las cercanías de la Piedra, aunque los hombres, atemorizados por las Sombras que los cercaban, casi no durmieron.

Pero cuando llegó la aurora, pálida y fría, Aragorn se levantó; y guió a la compañía en el viaje más precipitado y fatigoso que ninguno de los hombres, salvo él mismo, había conocido jamás; y sólo la indomable voluntad de Aragorn los sostuvo e impidió que se detuvieran. Nadie entre los mortales hubiera podido soportarlo, nadie excepto los Dúnedain del Norte, y con ellos Gimli el Enano y Legolas de los Elfos.

Pasaron por la Garganta de Tarlang y desembocaron en Lamedon, seguidos por el Ejército de las Sombras y precedidos por el terror. Y cuando llegaron a Calembel, a orillas del Ciril, el sol descendió como sangre en el oeste, detrás de los picos lejanos del Pinnath Gelin. Encontraron la ciudad desierta y los vados abandonados, pues muchos de los habitantes habían partido a la guerra, y los demás habían huido a las colinas ante el rumor de la venida del Rey de los Muertos. Y al día siguiente no hubo amanecer, y la Compañía Gris penetró en las tinieblas de la Tempestad de Mordor, y desapareció a los ojos de los mortales; pero los Muertos los seguían.


3



EL ACANTONAMIENTO DE ROHAN



Ahora todos los caminos corrían a la par hacia el Este, hacia la guerra ya inminente, a enfrentar el ataque de la Sombra. Y en el momento mismo en que Pippin asistía, en la Gran Puerta de la Ciudad, a la llegada del Príncipe de Dol Amroth con sus estandartes, Théoden Rey de Rohan descendía desde las colinas.

La tarde declinaba. A los últimos rayos del poniente, las sombras largas y puntiagudas de los Jinetes se adelantaban a las cabalgaduras. Ya la oscuridad se había agazapado bajo los abetos susurrantes que vestían los flancos de la montaña, y ahora, al final de la jornada, el rey cabalgaba lentamente. Pronto el camino contorneó un gran espolón de roca desnuda y se internó de improviso en la penumbra suspirante de una arboleda. Los Jinetes descendían, descendían sin cesar en una larga fila serpentina. Cuando llegaron por fin al fondo de la garganta, ya caía la noche en los bajíos. El sol había desaparecido. El crepúsculo se tendía sobre las cascadas.

Durante todo el día, abajo y a lo lejos, habían visto un arroyo que descendía a los saltos desde la alta garganta, y corría por un cauce estrecho entre unos muros revestidos de pinos; ahora, pasando por una puerta rocosa, penetraba en un valle más ancho. Siguiendo el curso del arroyo los Jinetes se encontraron de pronto ante el Valle Sagrado, donde resonaban las voces del agua en la noche. En ese paraje, el blanco Nevado, engrosado con el caudal del arroyo, se precipitaba, humeante y espumoso sobre las rocas hacia Edoras y las colinas y las praderas verdes. A lo lejos y a la derecha, a la entrada del gran valle, asomaba erguida sobre vastos contrafuertes velados por las nubes la poderosa cabeza del Pico Afilado; pero la cresta resplandecía allá en las alturas, vestida de nieves eternas, solitaria y aislada del mundo, sombreada de azul en el Este, teñida del rojo del crepúsculo en el Oeste.

Merry contempló con asombro aquel país extraño, del que había oído tantas historias a lo largo del camino. Era un mundo sin cielo, en el que los ojos del hobbit, a través de resquicios de aire tenebroso, no veían nada más que pendientes cada vez más altas, murallones de piedra detrás de otros murallones, y precipicios amenazantes envueltos en nieblas. Por un momento, como en un duermevela, escuchó los rumores del agua, el murmullo de los árboles, el crujido de las piedras, y el vasto silencio expectante detrás de cada ruido. A Merry lo fascinaban las montañas, o lo había fascinado la idea de las montañas, marco sempiterno de las historias de países lejanos; pero ahora lo retenía abajo el peso insoportable de la Tierra Media. Hubiera querido cerrarle las puertas a aquella inmensidad, en una habitación tranquila junto a un fuego.

Estaba muy fatigado, pues si bien la cabalgata había sido lenta, rara vez se habían detenido a descansar. Hora tras hora durante casi tres días interminables había marchado a los tumbos, a través de gargantas y largos valles, y un sinfín de ríos y arroyos. A veces, cuando el camino era más ancho, cabalgó junto al rey, sin advertir que muchos de los Jinetes sonreían al verlos: el hobbit en el poney peludo y gris, y el Señor de Rohan en el esbelto corcel blanco. En esos momentos había conversado con Théoden, hablándole de su tierra natal y de las costumbres y los acontecimientos de la Comarca, o escuchando a su vez las historias de la Marca y las hazañas de los grandes hombres de antaño. Pero la mayor parte del tiempo, sobre todo en este último día, Merry había cabalgado solo cerca del rey, sin decir nada, y esforzándose por entender la lengua lenta y sonora que hablaban los hombres detrás de él. Era una lengua que parecía contener muchas palabras que él conocía, aunque la pronunciación era más rica y enfática que en la Comarca, pero no conseguía poner en relación unas palabras con otras. De vez en cuando algún Jinete entonaba con voz clara y vibrante un canto fervoroso, y a Merry se le encendía el corazón, aunque no entendía de qué se trataba.

A pesar de todo se sentía muy solo, y nunca tanto como ahora, al final de la tarde. Se preguntaba dónde, en qué lugar de todo ese mundo extraño, estaba Pippin; y qué había sido de Aragorn y Legolas y Gimli. Y de pronto, como una punzada fría en el corazón, pensó en Frodo y en Sam. —¡Me olvido de ellos! —se reprochó—. Y son más importantes que todos nosotros. Vine para ayudarlos; pero ahora, si aún viven, han de estar a centenares de millas de aquí. —Se estremeció.


—¡El Valle Sagrado, por fin! —exclamó Éomer—. Ya estamos llegando. —A la salida de la garganta los senderos descendían en una pendiente abrupta. El gran valle, envuelto allá abajo en las sombras del crepúsculo, se divisaba apenas, como contemplado desde una ventana alta. Y una luz pequeña centelleaba solitaria junto al río.

—Quizás este viaje haya terminado —dijo Théoden—, pero a mí me queda por recorrer un largo camino. Anoche hubo luna llena, y mañana por la mañana he de estar en Edoras, para la revista de las tropas de la Marca.

—Sin embargo, si queréis aceptar mi consejo —dijo en voz baja Éomer—, luego volveréis aquí, hasta que la guerra, perdida o ganada, haya concluido.

Théoden sonrió. —No, hijo mío, que así quiero llamarte, ¡no les hables a mis viejos oídos con las palabras melosas de Lengua de Serpiente! —Se irguió, y volvió la cabeza hacia la larga columna de hombres que se perdía en la oscuridad—. Parece que hubieran pasado largos años en estos días, desde que partí para el Oeste; pero ya nunca más volveré a apoyarme en un bastón. Si perdemos la guerra, ¿de qué podrá servir que me oculte en las montañas? Y si vencemos ¿sería acaso un motivo de tristeza que yo consumiera en la batalla mis últimas fuerzas? Pero no hablemos de eso ahora. Esta noche descansaré en el Baluarte de El Sagrario. ¡Nos queda al menos una noche de paz! ¡En marcha!


En la oscuridad creciente descendieron al fondo del valle. Allí, el Río Nevado corría cerca de la pared occidental. Y el sendero los llevó pronto a un vado donde las aguas murmuraban sonoras sobre las piedras. Había una guardia en el vado. Cuando el rey se acercó muchos hombres emergieron de entre las sombras de las rocas; y al reconocerlo, gritaron con voces de júbilo: —¡Théoden Rey! ¡Théoden Rey! ¡Vuelve el Rey de la Marca!

Entonces uno de ellos sopló un cuerno: una larga llamada cuyos ecos resonaron en el valle. Otros cuernos le respondieron, y en la orilla opuesta del río aparecieron unas luces.

De improviso, desde gran altura, se elevó un gran coro de trompetas; sonaban, se hubiera dicho, en algún sitio hueco, como si las diferentes notas se unieran en una sola voz que vibraba y retumbaba contra las paredes de piedra.

Así el Rey de la Marca retornó victorioso del Oeste, y en El Sagrario, al pie de las Montañas Blancas, estaban acantonadas las fuerzas que quedaban de su pueblo; pues no bien se enteraron de la llegada del rey, los capitanes partieron a encontrarlo en el vado, llevándole mensajes de Gandalf. Dúnhere, jefe de las gentes del Valle Sagrado, iba a la cabeza.

—Tres días atrás, al amanecer, Señor —dijo—, Sombragrís llegó a Edoras como un viento del oeste, y Gandalf trajo noticias de vuestra victoria para regocijo de todos nosotros. Pero también nos trajo vuestra orden: que apresuráramos el acantonamiento de los Jinetes. Y entonces vino la Sombra alada.

—¿La Sombra alada? —dijo Théoden—. También nosotros la vimos, pero eso fue en lo más profundo de la noche, antes que Gandalf nos dejase.

—Tal vez, Señor —dijo Dúnhere—. En todo caso la misma, u otra semejante, una oscuridad que tenía la forma de un pájaro monstruoso, voló esta mañana sobre Edoras, y todos los hombres se estremecieron. Porque se lanzó sobre Meduseld, y cuando estaba ya casi a la altura de los tejados, oímos un grito que nos heló el corazón. Fue entonces cuando Gandalf nos aconsejó que no nos reuniéramos en la campiña, y que viniéramos a encontraros aquí, en el valle al pie de los montes. Y nos ordenó no encender hogueras o luces innecesarias. Es lo que hicimos. Gandalf hablaba con autoridad. Esperamos que esto sea lo que vos hubierais querido. Ninguna de estas criaturas nefastas ha sido vista aquí en el Valle Sagrado.

—Está bien —dijo Théoden—. Ahora iré al Baluarte, y allí, antes de recogerme a descansar, me reuniré con los mariscales y los capitanes. ¡Que vengan a verme lo más pronto posible!


El camino, que en ese punto tenía apenas media milla de ancho, atravesaba el valle en línea recta hacia el este. Todo alrededor se extendían llanos y praderas de hierbas ásperas, grises ahora en la penumbra del anochecer; pero al frente, del otro lado del valle, Merry vio una hosca pared de piedra, última ramificación de las poderosas raíces del Pico Afilado, que el río había inundado en tiempos ya remotos.

Una multitud ocupaba todos los espacios llanos. Algunos de los hombres se apiñaban a orillas del camino y aclamaban alborozados al rey y a los jinetes venidos del Oeste; pero más atrás, y extendiéndose a lo largo del valle, había hileras de tiendas de campaña y cobertizos, filas de caballos sujetos a estacas, grandes reservas de armas, y haces de lanzas erizadas como montes de árboles recién plantados. La gran asamblea desaparecía ya en la oscuridad, y sin embargo, aunque el viento de la noche soplaba helado desde las cumbres, no brillaba una sola linterna, no chisporroteaba ningún fuego. Los centinelas rondaban envueltos en pesados capotes.

Merry se preguntó cuántos Jinetes habría allí reunidos. No podía contarlos en la creciente oscuridad, pero tenía la impresión de que era un gran ejército, de muchos miles de hombres. Mientras miraba a un lado y a otro, el rey y su escolta llegaron al pie del risco que flanqueaba el valle en el este; y allí el sendero trepaba de pronto, y Merry alzó la mirada, estupefacto. El camino en que ahora se encontraba no se parecía a ninguno que hubiera visto antes: una obra magistral del ingenio del hombre en un tiempo que las canciones no recordaban. Subía y subía, ondulante y sinuoso como una serpiente, abriéndose paso a través de la roca escarpada.

Empinado como una escalera, trepaba en idas y venidas. Los caballos podían subir por él, y hasta arrastrar lentamente las carretas; pero ningún enemigo podía salirles al paso, a no ser por el aire, si estaba defendido desde arriba. En cada recodo del camino, se alzaban unas grandes piedras talladas, enormes figuras humanas de miembros pesados, sentadas en cuclillas con las piernas cruzadas, los brazos replegados sobre los vientres prominentes. Algunas, desgastadas por los años, habían perdido todas las facciones, excepto los agujeros sombríos de los ojos que aún miraban con tristeza a los viajeros. Los Jinetes no les prestaron ninguna atención. Los llamaban los hombres Púkel, y apenas se dignaron mirarlos: ya no eran ni poderosos ni terroríficos. Merry en cambio contemplaba con extrañeza y casi con piedad aquellas figuras que se alzaban melancólicamente en las sombras del crepúsculo.

Al cabo de un rato volvió la cabeza y advirtió que se encontraba ya a varios centenares de pies por encima del valle, pero abajo y a lo lejos aún alcanzaba a distinguir la ondulante columna de Jinetes que cruzaba el vado y marchaba a lo largo del camino, hacia el campamento preparado para ellos. Sólo el rey y su escolta subirían al Baluarte.

La comitiva del rey llegó por fin a una orilla afilada, y el camino ascendente penetró en una brecha entre paredes rocosas, subió una cuesta corta y desembocó en una vasta altiplanicie. Firienfeld la llamaban los hombres: una meseta cubierta de hierbas y brezales, que dominaba los lechos profundamente excavados del Río Nevado asentada en el regazo de las grandes montañas: el Pico Afilado al sur, la dentada mole del Irensaga, y entre ambos, de frente a los Jinetes, el muro negro y siniestro del Dwimor, el Monte de los Espectros, que se elevaba entre pendientes empinadas de abetos sombríos. La meseta estaba dividida en dos por una doble hilera de piedras erectas e informes que se encogían en la oscuridad y se perdían entre los árboles. Quienes osaban tomar ese camino llegarían muy pronto al tenebroso Bosque Sombrío al pie del Monte Dwimor, a la amenaza del pilar de piedra y a la sombra bostezante de la puerta prohibida.

Tal era el oscuro refugio que llamaban el Baluarte de El Sagrario, obra de hombres olvidados en un pasado remoto. El nombre de esas gentes se había perdido, y ninguna canción, ninguna leyenda lo recordaba. Con qué propósito habían construido este lugar, si como ciudad, o templo secreto o para tumba de reyes, nadie hubiera podido decirlo. Allí habían sobrellevado las penurias de los Años Oscuros, antes que llegase a las costas occidentales el primer navío, antes aún que los Dúnedain fundaran el reino de Gondor; y ahora habían desaparecido, y allí sólo quedaban los hombres Púkel, eternamente sentados en los recodos del sendero.

Merry observaba con ojos azorados el desfile de las piedras: negras y desgastadas, algunas inclinadas, otras caídas, algunas rotas o resquebrajadas; parecían hileras de dientes viejos y ávidos. Se preguntó qué podían significar; esperaba que el rey no tuviese la intención de seguirlas hasta la oscuridad del otro lado. De pronto notó que había tiendas y barracas junto al camino de las piedras, y al borde de la escarpa, como si las hubieran agrupado evitando la cercanía de los árboles, y casi todas ellas estaban a la derecha del camino, donde Firienfeld era más ancho; a la izquierda se veía un campamento pequeño, y en el centro se elevaba un pabellón. En ese momento un jinete les salió al paso desde aquel lado, y la comitiva se desvió del camino.

Cuando se acercaron, Merry vio que el jinete era una mujer de largos cabellos trenzados que resplandecían en el crepúsculo; sin embargo, llevaba un casco y estaba vestida hasta la cintura como un guerrero, y ceñía una espada.

—¡Salve, Señor de la Marca! —exclamó—. Mi corazón se regocija con vuestro retorno.

—¿Y cómo estás tú, Éowyn? —dijo Théoden—. ¿Todo ha marchado bien?

—Todo bien —respondió ella. Pero a Merry le pareció que la voz desmentía las palabras, y hasta pensó que ella había estado llorando, si esto era posible en alguien de rostro tan austero—. Todo bien. Fue un viaje agotador para la gente, arrancada de improviso de sus hogares; hubo palabras duras, pues hacía tiempo que la guerra no nos obligaba a abandonar los campos verdes; pero no ocurrió nada malo. Y ahora, como veis, todo está en orden. Y vuestros aposentos están preparados, pues he tenido noticias recientes de vos, y hasta conocía la hora de vuestra llegada.

—Entonces Aragorn ha venido —dijo Éomer—. ¿Está todavía aquí?

—No, se ha marchado —dijo Éowyn desviando la mirada y contemplando las montañas oscuras en el Este y el Sur.

—¿Adónde? —preguntó Éomer.

—No lo sé —respondió ella—. Llegó en la noche y ayer por la mañana volvió a partir, antes que asomara el sol sobre las montañas. Se ha ido.

—Estás afligida, hija —dijo Théoden—. ¿Qué ha pasado? Dime, ¿habló de ese camino? —Señaló a lo lejos las ensombrecidas hileras de piedras que conducían al Monte Dwimor—. ¿Habló de los Senderos de los Muertos?

—Sí, Señor —dijo Éowyn—. Y desapareció en las sombras de donde nadie ha vuelto. No pude disuadirlo. Se ha marchado.

—Entonces nuestros caminos se separan —dijo Éomer—. Está perdido. Tendremos que partir sin él, y nuestra esperanza se debilita.


Lentamente y en silencio atravesaron el terreno de matorrales y pastos cortos que los separaban del pabellón del rey. Merry comprobó que en verdad todo estaba pronto, y que ni a él lo habían olvidado. Junto al pabellón del rey habían levantado una pequeña tienda; allí el hobbit se sentó a solas observando las idas y venidas constantes de los hombres que entraban a celebrar consejo con el rey. Cayó la noche, y en el oeste las cumbres apenas visibles de las montañas se nimbaron de estrellas, pero en el Este el cielo estaba oscuro y vacío. Las hileras de piedras desaparecieron lentamente; pero más allá, más negra que las tinieblas se agazapaba la sombra amenazante del Monte Dwimor.

—Los Senderos de los Muertos —murmuró Merry—. ¿Los Senderos de los Muertos? ¿Qué ocurre? Ahora todos me han abandonado. Todos han partido a algún destino último: Gandalf y Pippin a la guerra en el Este; y Sam y Frodo a Mordor; y Trancos con Legolas y Gimli a los Senderos de los Muertos. Pero pronto me llegará el turno a mí también, supongo. Me pregunto de qué estarán hablando, y qué se propone hacer el rey. Porque ahora tendré que seguirlo a donde vaya.

En medio de estos sombríos pensamientos recordó de pronto que tenía mucha hambre, y se levantó para ir a ver si alguien más en ese extraño campamento sentía lo mismo. Pero en ese preciso instante sonó una trompeta, y un hombre vino a invitarlo, a él, Merry, escudero del rey, a sentarse a la mesa del rey.


En el fondo del pabellón había un espacio pequeño, aislado del resto por colgaduras bordadas y recubierto de pieles; allí, alrededor de una pequeña mesa, estaba sentado Théoden con Éomer y Éowyn, y Dúnhere, señor del Valle Sagrado. Merry esperó de pie junto al asiento del rey, que parecía ensimismado; al fin el anciano se volvió a él y le sonrió.

—¡Vamos, Maese Meriadoc! —le dijo—. No vas a quedarte ahí de pie. Mientras yo esté en mis dominios, te sentarás a mi lado, y me aligerarás el corazón con tus cuentos.

Hicieron un sitio para el hobbit a la izquierda del rey, pero nadie le pidió que contase historias. Y en verdad hablaron poco, y la mayor parte del tiempo comieron y bebieron en silencio, pero al fin Merry se decidió e hizo la pregunta que lo atormentaba.

—Dos veces ya, Señor, he oído nombrar los Senderos de los Muertos. ¿Qué son? ¿Y adónde ha ido Trancos, quiero decir, el Señor Aragorn?

El rey suspiró, pero la pregunta de Merry quedó sin respuesta hasta que por último Éomer dijo: —No lo sabemos, y un gran peso nos oprime el corazón. Sin embargo, en cuanto a los Senderos de los Muertos, tú mismo has recorrido los primeros tramos. ¡No, no pronuncio palabras de mal augurio! El camino por el que hemos subido es el que da acceso a la Puerta, allá lejos, en el Bosque Sombrío. Pero lo que hay del otro lado, ningún hombre lo sabe.

—Ningún hombre lo sabe —dijo Théoden—; sin embargo, la antigua leyenda, rara vez recordada en nuestros días, tiene algo que decir. Si esas viejas historias transmitidas de padres a hijos en la Casa de Eorl cuentan la verdad, la Puerta que se abre a la sombra del Dwimor conduce a un camino oculto que corre bajo la montaña hacia una salida olvidada. Pero nadie se ha aventurado jamás a ir hasta allí y desentrañar esos secretos, desde que Baldor, hijo de Brego, traspuso la Puerta y nunca más se lo vio entre los hombres. Pronunció un juramento temerario, mientras vaciaba el cuerno en el festín que ofreció Brego para consagrar el palacio de Meduseld, en ese entonces recién construido; y nunca llegó a ocupar el alto trono del que era heredero.

”La gente dice que los Hombres Muertos de los Años Oscuros vigilan el camino y no permiten que ninguna criatura viviente penetre en esas moradas secretas; pero de tanto en tanto se los ve a ellos: franquean la Puerta como sombras y descienden por el camino de las piedras. Entonces los moradores del Valle Sagrado atrancan las puertas y tapian las ventanas y tienen miedo. Pero los Muertos salen rara vez y sólo en tiempo de gran inquietud y de muerte inminente.

—Sin embargo —observó Éomer en voz muy baja—, se dice en el Valle Sagrado que hace poco, en las noches sin luna, pasó por allí un gran ejército ataviado con extrañas galas. Nadie sabía de dónde venían pero subieron por el camino de las piedras y desaparecieron en la montaña, como si se encaminaran a una cita.

—¿Por qué entonces Aragorn fue por ese camino? —preguntó Merry—. ¿No tenéis ninguna explicación?

—A menos que a ti te haya confiado cosas que nosotros no hemos oído —dijo Éomer—, nadie en la tierra de los vivos puede ahora adivinar qué se propone.

—Lo noté muy cambiado desde que lo vi por primera vez en la casa del rey —dijo Éowyn—: más endurecido, más viejo. A punto de morir, me pareció, como alguien a quien los Muertos llaman.

—Tal vez lo llamaran —dijo Théoden—, y me dice el corazón que no lo volveré a ver. Sin embargo es un hombre de estirpe real y de elevado destino. Y que esto mitigue tus pesares, hija, ya que tanto te aflige la suerte de este huésped: se dice que cuando los Eorlingas descendieron del Norte y remontaron el curso del Río Nevado en busca de lugares seguros donde guarecerse en momentos de necesidad, Brego y su hijo Baldor subieron por la Escalera del Baluarte y así llegaron a la Puerta. En el umbral estaba sentado un anciano decrépito, de edad incontable en años; había sido alto y majestuoso, pero ahora estaba seco como una piedra vieja. Y en verdad por una piedra lo tomaron, porque no se movía ni pronunció una sola palabra hasta que pretendieron dejarlo atrás y entrar. Y entonces salió de él una voz, una voz que parecía venir de las entrañas de la tierra, y oyeron, estupefactos, que hablaba en la lengua del oeste: El camino está cerrado.

”Entonces se detuvieron, y al observarlo vieron que aún estaba vivo; pero no los miraba. El camino está cerrado, volvió a decir la voz. Lo hicieron los Muertos, y los Muertos lo guardan, hasta que llegue la hora. El camino está cerrado.

¿Y cuando llegará la hora?, preguntó Baldor. Pero la respuesta no la supo jamás. Porque el viejo murió en ese mismo instante y cayó de cara al suelo; y nada más han sabido nuestras gentes de los antiguos habitantes de las montañas. Es posible sin embargo que la hora anunciada haya llegado, y que Aragorn pueda pasar.

—Pero ¿cómo sabría un hombre si ha llegado o no la hora, a menos que se atreviese a cruzar la Puerta? —preguntó Éomer—. Y yo no iría por ese camino aunque me acosaran todos los ejércitos de Mordor, y estuviera solo, y no viera otro sitio donde refugiarme. ¡Qué desdicha que el desánimo de la muerte se haya apoderado de un hombre tan valeroso en esta hora de necesidad! ¿Acaso no hay males suficientes a nuestro alrededor, para tener que ir a buscarlos bajo tierra? La guerra está al alcance de la mano.

Se interrumpió, pues en ese momento se oyó un ruido fuera, y la voz de un hombre que gritaba el nombre de Théoden, y el quién vive del guardia.



Un momento después el Capitán de la Guardia entreabrió la cortina.

—Hay un hombre aquí, Señor —dijo—, un mensajero de Gondor. Desea presentarse ante vos inmediatamente.

—¡Hazlo pasar! —dijo Théoden.

Entró un hombre de elevada estatura, y Merry contuvo un grito, pues por un instante le pareció que Boromir, resucitado, había vuelto a la tierra. Pero en seguida vio que no era así; el hombre era un desconocido, aunque se parecía a Boromir como un hermano, alto, arrogante y de ojos grises. Iba vestido a la usanza de los caballeros con una capa de color verde oscuro sobre una fina cota de malla; el yelmo que le cubría la cabeza tenía engastada en el frente una pequeña estrella de plata. Llevaba en la mano una sola flecha, empenachada de negro; la espiga era de acero, pero la punta estaba pintada de rojo. Se hincó a media rodilla y le presentó la flecha a Théoden.

—¡Salve, Señor de los Rohirrim, amigo de Gondor! —dijo—. Soy yo, Hirgon, mensajero de Denethor, quien os trae este símbolo de guerra. Un grave peligro se cierne sobre Gondor. Los Rohirrim nos han ayudado muchas veces, pero hoy el Señor Denethor necesita de todas vuestras fuerzas y toda vuestra diligencia, si es que se ha de evitar la pérdida de Gondor.

—¡La Flecha Roja! —dijo Théoden, sosteniendo la flecha en la mano, como alguien que recibiera con temor un aviso largamente esperado. La mano le temblaba—. ¡La Flecha Roja no se había visto en la Marca en todos mis años! ¿Es posible que las cosas hayan llegado a tal extremo? ¿Y en cuánto estima el Señor Denethor lo que llama mis fuerzas y mi diligencia?

—Eso nadie lo sabe mejor que vos, Señor —dijo Hirgon—. Pero bien puede ocurrir que antes de mucho Minas Tirith sea cercada, y a menos que vuestras fuerzas os permitan desbaratar un sitio de varios ejércitos, el Señor Denethor me ha pedido que os diga que los valientes brazos de los Rohirrim estarán mejor protegidos detrás de las murallas que fuera de ellas.

—Pero el Señor Denethor sabe que somos un pueblo más apto para combatir a caballo y en campo abierto, y que vivimos dispersos y necesitamos cierto tiempo para reunir a nuestros Jinetes. ¿No es verdad, Hirgon, que el Señor de Minas Tirith sabe más de lo que da a entender en su mensaje? Porque ya estamos en guerra, como tú mismo has visto, y tu llegada nos encuentra en parte preparados. Gandalf el Gris estuvo entre nosotros, y ahora mismo nos acantonamos para combatir en el Este.

—Lo que el Señor Denethor puede conocer o adivinar de todas estas cosas, no lo sé decir —respondió Hirgon—. Pero nuestra situación es realmente desesperada. Mi señor no os envía ninguna orden, os pide solamente que recordéis una antigua amistad y unos juramentos pronunciados hace mucho tiempo; y que por vuestro propio bien hagáis todo cuanto esté a vuestro alcance. Hemos sabido que muchos reyes han venido del Este al servicio de Mordor. Desde el Norte hasta el campo de Dagorlad hay escaramuzas y rumores de guerra. En el Sur, los Haradrim avanzan: en todas nuestras costas ha cundido el miedo, de suerte que poca o ninguna ayuda contamos recibir de allí. ¡Daos prisa! Es el destino de nuestro tiempo lo que se decidirá delante de los muros de Minas Tirith, y si la marea no es contenida ahora inundará los campos fértiles de Rohan, y entonces ni aun este Baluarte en las colinas será un abrigo para nadie.


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