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El retorno del rey
  • Текст добавлен: 26 октября 2016, 22:44

Текст книги "El retorno del rey"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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Habían llegado al pie de la cara septentrional de la Montaña, un poco hacia el oeste; allí los largos flancos grises, aunque anfractuosos, no eran escarpados. Frodo no hablaba y Sam avanzó como pudo, sin otro guía que la resolución inquebrantable de trepar lo más alto posible antes que le flaquearan las fuerzas y la voluntad. Trepaba y trepaba, doblando el cuerpo hacia uno u otro lado para atenuar la subida, trastabillando con frecuencia, y ya al final arrastrándose como un caracol que lleva a cuestas una pesada carga. Cuando la voluntad se negó a obedecerle, y las piernas cedieron, se detuvo, y bajó con cuidado a su amo.

Frodo abrió los ojos y aspiró una bocanada de aire. Aquí, lejos de los vapores que allá abajo flotaban a la deriva y se retorcían en espirales, respirar era mucho más fácil.

—Gracias, Sam —dijo en un susurro entrecortado—. ¿Cuánto falta aún para llegar?

—No lo sé —respondió Sam—, pues no sé en verdad adónde vamos.



Volvió la cabeza, y luego miró para arriba, y al ver el largo trecho que acababa de recorrer quedó estupefacto. Vista desde abajo, solitaria y siniestra, la Montaña le había parecido más alta. Ahora veía que era menos elevada que las gargantas que él y Frodo habían escalado en los Ephel Dúath. Los contrafuertes informes y dilapidados de la enorme base se elevaban hasta unos tres mil pies por encima de la llanura, y sobre ellos, en el centro, se erguía el cono central, que sólo tenía la mitad de aquella altura, y que parecía un horno o una chimenea gigantesca coronada por un cráter mellado. Pero ya Sam había subido hasta la mitad, y la llanura de Gorgoroth apenas se veía, envuelta en humos y sombras. Y si la garganta reseca se lo hubiese permitido, Sam habría dado un grito de triunfo al mirar hacia la altura; porque allá arriba, entre las jibas y las estribaciones escabrosas, acababa de ver claramente un sendero o camino. Trepaba como una cinta desde el oeste, y serpeando alrededor de la montaña, y antes de desaparecer en un recodo, llegaba a la base del cono en la cara occidental.

Sam no alcanzaba a ver por dónde pasaba el camino directamente encima, pues una cuesta empinada lo ocultaba a lo lejos; pero adivinaba que lo encontraría si era capaz de hacer un último esfuerzo, y la esperanza volvió a él. Quizá pudieran aún conquistar la Montaña.

«¡Hasta diría que lo han puesto a propósito! —se dijo—. Si ese sendero no estuviera allí, ahora tendría que aceptar que he sido derrotado.»

El camino no había sido construido a propósito para Sam. Él no lo sabía, pero aquél era el Camino de Sauron, el que iba desde Barad-dûr hasta los Sammath Naur, las Cámaras del Fuego. Partía de la gran puerta occidental de la Torre Oscura, atravesaba por un largo puente de hierro un abismo profundo, y se internaba luego en los llanos; durante una legua corría entre dos precipicios humeantes y llegaba a un extenso terraplén empinado en el flanco oriental. Desde allí, girando y enroscándose en la ancha cintura de la Montaña de norte a sur, trepaba por fin alrededor del cono, pero lejos aún de la cima humeante, hasta una entrada oscura que miraba al este, a la Ventana del Ojo en la fortaleza envuelta en sombras de Sauron. La vorágine de los hornos de la Montaña obstruía o destruía el camino con frecuencia, y una tropa de orcos trabajaba día y noche reparándolo y limpiándolo.

Sam respiró con fuerza. Había un sendero, pero no sabía cómo escalaría la ladera que llevaba a él. Ante todo necesitaba aliviar la espalda dolorida. Se acostó un rato junto a Frodo. Ninguno de los dos hablaba. La claridad crecía lentamente. De pronto lo asaltó un sentimiento inexplicable de apremio, como si alguien le hubiese gritado: «¡Ahora, ahora, o será demasiado tarde!» Se incorporó. También Frodo parecía haber sentido la llamada. Trató de ponerse de rodillas.

—Me arrastraré, Sam —jadeó.

Y así, palmo a palmo, como pequeños insectos grises, reptaron cuesta arriba. Cuando llegaron al sendero notaron que era ancho, y que estaba pavimentado con cascajo y ceniza apisonada. Frodo gateó hasta él, y luego, como de mala gana, giró con lentitud sobre sí mismo para mirar al Este. Las sombras de Sauron flotaban a lo lejos; pero desgarradas por una ráfaga de algún viento del mundo, o movidas quizá por una profunda desazón interior, las nubes envolventes ondularon y se abrieron un instante; y entonces Frodo vio, negros, más negros y más tenebrosos que las vastas sombras de alrededor, los pináculos crueles y la corona de hierro de la torre más alta de Barad– dûr: espió un segundo apenas, pero fue como si desde una ventana enorme e inconmensurablemente alta brotara una llama roja, un puñal de fuego que apuntaba hacia el norte: el parpadeo de un Ojo escrutador y penetrante; en seguida las sombras se replegaron y la terrible visión desapareció. El Ojo no apuntaba hacia ellos: tenía la mirada fija en el norte, donde se encontraban acorralados los Capitanes del Oeste; y en ellos concentraba ahora el Poder toda su malicia, mientras se preparaba a asestar el golpe mortal; pero Frodo, ante aquella visión pavorosa, cayó como herido mortalmente. La mano buscó a tientas la cadena alrededor del cuello.

Sam se arrodilló junto a él. Débil, casi inaudible, escuchó la voz susurrante de Frodo: —¡Ayúdame, Sam! ¡Ayúdame! ¡Deténme la mano! Yo no puedo hacerlo.

Sam le tomó las dos manos y juntándolas, palma contra palma, las besó; y las retuvo entre las suyas. De pronto, tuvo miedo. «¡Nos han descubierto! —se dijo—. Todo ha terminado, o terminará muy pronto. Sam Gamyi, éste es el fin del fin.»

Levantó de nuevo a Frodo, y sosteniéndole las manos apretadas contra su propio pecho, lo cargó una vez más, con las piernas colgantes. Luego inclinó la cabeza, y echó a andar cuesta arriba. El camino no era tan fácil de recorrer como le había parecido a primera vista. Por fortuna, los torrentes de fuego que la Montaña había vomitado cuando Sam se encontraba en Cirith Ungol, se habían precipitado sobre todo a lo largo de las laderas meridional y occidental, y de este lado el camino no estaba obstruido, aunque sí desmoronado en muchos sitios, o atravesado por largas y profundas fisuras. Luego de trepar hacia el este durante un trecho, se replegaba sobre sí mismo en un ángulo cerrado, y continuaba avanzando hacia el oeste. Allí, en la curva, lo cortaba un risco de vieja piedra carcomida por la intemperie, vomitada en días remotos por los hornos de la Montaña. Jadeando bajo su carga, Sam volvió el recodo; y en el momento mismo en que doblaba alcanzó a ver de soslayo algo que caía desde el risco, algo que parecía ser un pedacito de roca negra que se hubiera desprendido mientras él pasaba.

Sintió el golpe de un peso repentino, y cayó de bruces, lastimándose el dorso de las manos, que aún sujetaban las de Frodo. Entonces comprendió lo que había pasado, porque por encima de él, mientras yacía en el suelo, oyó una voz que odiaba.

—¡Amo malvado! —siseó la voz—. ¡Amo malvado que nos traiciona; traiciona a Sméagol, gollum! No tiene que ir en esta dirección. No tiene que dañar el Tesoro. ¡Dáselo a Sméagol, dáselo a nosotros! ¡Dáselo a nosotros!

De un tirón violento, Sam se levantó y desenvainó a Dardo; pero no pudo hacer nada. Gollum y Frodo estaban en el suelo, trabados en lucha. De bruces sobre Frodo, Gollum manoteaba, tratando de aferrar la cadena y el Anillo. Aquello, un ataque, una tentativa de arrebatarle por la fuerza el tesoro, era quizá lo único que podía avivar las ascuas moribundas en el corazón y en la voluntad de Frodo. Se debatía con una furia repentina que dejó atónito a Sam, y también a Gollum. Sin embargo, el desenlace habría sido quizá muy diferente, si Gollum hubiera sido la criatura de antes; pero los senderos tormentosos que había transitado, solo, hambriento y sin agua, impulsado por una codicia devoradora y un miedo aterrador, habían dejado en él huellas lastimosas. Estaba flaco, consumido y macilento, todo piel y huesos. Una luz salvaje le ardía en los ojos, pero ya la fuerza de los pies y las manos no respondía como antes a la malicia de la criatura. Frodo se desembarazó de él de un empujón, y se levantó temblando.

—¡Al suelo, al suelo! —jadeó, mientras apretaba la mano contra el pecho para aferrar el Anillo bajo el justillo de cuero—. ¡Al suelo, criatura rastrera, apártate de mi camino! Tus días están contados. Ya no puedes traicionarme ni matarme.

Entonces, como le sucediera ya una vez a la sombra de los Emyn Muil, Sam vio de improviso con otros ojos a aquellos dos adversarios. Una figura acurrucada, la sombra pálida de un ser viviente, una criatura destruida y derrotada, y poseída a la vez por una codicia y una furia monstruosas; y ante ella, severa, insensible ahora a la piedad, una figura vestida de blanco, que lucía en el pecho una rueda de fuego. Y del fuego brotó imperiosa una voz.

—¡Vete, no me atormentes más! ¡Si me vuelves a tocar, también tú serás arrojado al Fuego del Destino!

La forma acurrucada retrocedió; los ojos contraídos reflejaban terror, pero también un deseo insaciable.

Entonces la visión se desvaneció, y Sam vio a Frodo de pie, la mano sobre el pecho, respirando afanoso, y a Gollum de rodillas a los pies de su amo, las palmas abiertas apoyadas en el suelo.

—¡Cuidado! —gritó Sam—. ¡Va a saltar! —Dio un paso hacia adelante, blandiendo la espada—. ¡Pronto, Señor! —jadeó—. ¡Siga adelante! ¡Adelante! No hay tiempo que perder. Yo me encargo de él. ¡Adelante!

—Sí, tengo que seguir adelante —dijo Frodo—. ¡Adiós, Sam! Éste es el fin. En el Monte del Destino se cumplirá el destino. ¡Adiós! —Dio media vuelta, y lento pero erguido echó a andar por el sendero ascendente.


—¡Ahora! —dijo Sam—. ¡Por fin puedo arreglar cuentas contigo! —Saltó hacia adelante, con la espada pronta para la batalla. Pero Gollum no reaccionó. Se dejó caer en el suelo cuan largo era, y se puso a lloriquear.

—No mates a nosssotros —gimió—. No lassstimes a nosssotros con el horrible y cruel acero. ¡Déjanosss vivir, sssí, déjanos vivir sólo un poquito más! ¡Perdidos perdidos! Essstamos perdidos. Y cuando el Tesssoro desaparezca, nosssotros moriremos, sí, moriremos en el polvo. —Con los largos dedos descarnados manoteó un puñado de cenizas—. ¡Sssí! —siseó—, ¡en el polvo!

La mano de Sam titubeó. Ardía de cólera, recordando pasadas felonías. Matar a aquella criatura pérfida y asesina sería justo: se lo había merecido mil veces; y además, parecía ser la única solución segura. Pero en lo profundo del corazón, algo retenía a Sam: no podía herir de muerte a aquel ser desvalido, deshecho, miserable que yacía en el polvo. Él, Sam, había llevado el Anillo, sólo por poco tiempo, pero ahora imaginaba oscuramente la agonía del desdichado Gollum, esclavizado al Anillo en cuerpo y alma, abatido, incapaz de volver a conocer en la vida paz y sosiego. Pero Sam no tenía palabras para expresar lo que sentía.

—¡Maldita criatura pestilente! —dijo—. ¡Vete de aquí! ¡Lárgate! No me fío de ti, no, mientras te tenga lo bastante cerca como para darte un puntapié; pero lárgate. De lo contrario te lastimaré, , con el horrible y cruel acero.

Gollum se levantó en cuatro patas y retrocedió varios pasos, y de improviso, en el momento en que Sam amenazaba un puntapié, dio media vuelta y echó a correr sendero abajo. Sam no se ocupó más de él. De pronto se había acordado de Frodo. Escudriñó la cuesta y no alcanzó a verlo. Corrió arriba, trepando. Si hubiera mirado para atrás, habría visto a Gollum que un poco más abajo daba otra vez media vuelta, y con una luz de locura salvaje en los ojos, se arrastraba veloz pero cauto, detrás de Sam: una sombra furtiva entre las piedras.


El sendero continuaba en ascenso. Un poco más adelante describía una nueva curva, y luego de un último tramo hacia el este, entraba en un saliente tallado en la cara del cono, y llegaba a una puerta sombría en el flanco de la Montaña, la Puerta de los Sammath Naur. Subiendo ahora hacia el sur a través de la bruma y la humareda, el sol ardía amenazante, un disco borroso de un rojo casi lívido; y Mordor yacía como una tierra muerta alrededor de la Montaña, silencioso, envuelto en sombras, a la espera de algún golpe terrible.

Sam fue hasta la boca de la cavidad y se asomó a escudriñar. Estaba a oscuras y exhalaba calor, y un rumor profundo vibraba en el aire. —¡Frodo! ¡Mi amo! —llamó. No hubo respuesta. Sintiendo que el miedo le encogía el corazón, aguardó un momento, y luego se precipitó a la cavidad. Una sombra se escurrió detrás de él.

Al principio no vio nada. Sacó una vez más el frasco de Galadriel, pero estaba pálido y frío en la mano temblorosa, y en aquella oscuridad asfixiante no emitía ninguna luz. Sam había penetrado en el corazón del reino de Sauron y en las fraguas de su antiguo poderío, el más omnipotente de la Tierra Media, que subyugara a todos los otros poderes. Había avanzado unos pasos temerosos e inciertos en la oscuridad, cuando un relámpago rojo saltó de improviso, y se estrelló contra el techo negro y abovedado. Sam vio entonces que se encontraba en una caverna larga o en una galería perforada en el cono humeante de la Montaña. Un poco más adelante el pavimento y las dos paredes laterales estaban atravesados por una profunda fisura, y de ella brotaba el resplandor rojo, que de pronto trepaba en una súbita llamarada, de pronto se extinguía abajo, en la oscuridad; desde los abismos subía un rumor y una conmoción, como de máquinas enormes que golpearan y trabajaran.

La luz volvió a saltar, y allí, al borde del abismo, de pie delante de la Grieta del Destino, vio a Frodo, negro contra el resplandor, tenso, erguido pero inmóvil, como si fuera de piedra.

—¡Amo! —gritó Sam.

Entonces Frodo pareció despertar, y habló con una voz clara, una voz límpida y potente que Sam no le conocía, y que se alzó sobre el tumulto y los golpes del Monte del Destino, y retumbó en el techo y las paredes de la caverna.

—He llegado —dijo—. Pero ahora he decidido no hacer lo que he venido a hacer. No lo haré. ¡El Anillo es mío! —Y de pronto se lo puso en el dedo, y desapareció de la vista de Sam. Sam abrió la boca y jadeó, pero no llegó a gritar, porque en aquel instante ocurrieron muchas cosas.

Algo le asestó un violento golpe en la espalda, que lo hizo volar piernas arriba y caer a un costado, de cabeza contra el pavimento de piedra, mientras una forma oscura saltaba por encima de él. Se quedó tendido allí un momento, y luego todo fue oscuridad.

Y allá lejos, mientras Frodo se ponía el Anillo y lo reclamaba para él, hasta en los Sammath Naur, el corazón mismo del reino de Sauron, el Poder en Barad-dûr se estremecía, y la Torre temblaba desde los cimientos hasta la cresta fiera y orgullosa. El Señor Oscuro comprendió de pronto que Frodo estaba allí, y el Ojo, capaz de penetrar en todas las sombras, escrutó a través de la llanura hasta la puerta que él había construido; y la magnitud de su propia locura le fue revelada en un relámpago enceguecedor, y todos los ardides de sus enemigos quedaron por fin al desnudo. Y la ira ardió en él con una llama devoradora, y el miedo creció como un inmenso humo negro, sofocándolo. Pues conocía ahora qué peligro mortal lo amenazaba, y el hilo del que pendía su destino.

Y al abandonar de pronto todos los planes y designios, las redes de miedo y perfidia, las estratagemas y las guerras, un estremecimiento sacudió al reino entero, de uno a otro confín; y los esclavos se encogieron, y los ejércitos suspendieron la lucha, y los capitanes, de pronto sin guía, privados de voluntad, temblaron y desesperaron. Porque habían sido olvidados. La mente y los afanes del poder que los conducía se concentraban ahora con una fuerza irresistible en la Montaña. Convocados por él, remontándose con un grito horripilante, en una última carrera desesperada, más raudos que los vientos volaron los Nazgûl, los Espectros del Anillo, y en medio de una tempestad de alas se precipitaron al sur, hacia el Monte del Destino.


Sam se levantó. Se sentía aturdido, y la sangre que le manaba de la cabeza le oscurecía la vista. Avanzó a tientas, y de pronto se encontró con una escena terrible y extraña. Gollum en el borde del abismo luchaba frenéticamente con un adversario invisible. Se balanceaba de un lado a otro, tan cerca del borde que por momentos parecía que iba a despeñarse; retrocedía, se caía, se levantaba y volvía a caer. Y siseaba sin cesar, pero no decía nada.

Los fuegos del abismo despertaron iracundos, la luz roja se encendió en grandes llamaradas, y un resplandor incandescente llenó la caverna. Y de pronto Sam vio que las largas manos de Gollum subían hasta la boca; los blancos colmillos relucieron y se cerraron con un golpe seco al morder. Frodo lanzó un grito, y apareció, de rodillas en el borde del abismo. Pero Gollum bailaba desenfrenado, y levantaba en alto el Anillo, con un dedo todavía ensartado en el aro. Y ahora brillaba como si en verdad lo hubiesen forjado en fuego vivo.

—¡Tesssoro, tesssoro, tesssoro! —gritaba Gollum—. ¡Mi tesssoro! ¡Oh mi Tesssoro! —Y entonces, mientras alzaba los ojos para deleitarse en el botín, dio un paso de más, se tambaleó un instante en el borde, y cayó, con un alarido. Desde los abismos llegó un último lamento ¡Tesssoro!y Gollum desapareció.

Hubo un rugido y una gran confusión de ruidos. Las llamas brincaron y lamieron el techo. Los golpes aumentaron y se convirtieron en un tumulto, y la Montaña tembló. Sam corrió hacia Frodo, lo levantó y lo llevó en brazos hasta la puerta. Y allí, en el oscuro umbral de los Sammath Naur, allá arriba, lejos, muy lejos de las llanuras de Mordor, quedó de pronto inmóvil de asombro y de terror, y olvidándose de todo miró en torno, como petrificado.

Tuvo una visión fugaz de nubes turbulentas, en medio de las cuales se erguían torres y murallas altas como colinas, levantadas sobre el poderoso trono de la montaña por encima de fosos insondables; vastos patios y mazmorras, y prisiones de muros ciegos y verticales como acantilados, y puertas entreabiertas de acero y adamante; y de pronto todo desapareció. Se desmoronaron las torres y se hundieron las montañas; los muros se resquebrajaron, derrumbándose en escombros; trepó el humo en espirales, y unos grandes chorros de vapor se encresparon, estrellándose como la cresta impetuosa de una ola, para volcarse en espuma sobre la tierra. Y entonces, por fin, llegó un rumor sordo y prolongado que creció y creció hasta transformarse en un estruendo y en un estrépito ensordecedor; tembló la tierra, la llanura se hinchó y se agrietó, y el Orodruin vaciló. Y por la cresta hendida vomitó ríos de fuego. Estriados de relámpagos, atronaron los cielos. Restallando como furiosos latigazos, cayó un torrente de lluvia negra. Y al corazón mismo de la tempestad, con un grito que traspasó todos los otros ruidos, desgarrando las nubes, llegaron los Nazgûl; y atrapados como dardos incandescentes en la vorágine de fuego de las montañas y los cielos, crepitaron, se consumieron, y desaparecieron.


—Y bien, éste es el fin, Sam Gamyi —dijo una voz junto a Sam. Y allí estaba Frodo, pálido y consumido, pero otra vez él, y ahora había paz en sus ojos: no más locura, ni lucha interior, ni miedos. Ya no llevaba la carga consigo. Era ahora el querido amo de los dulces días de la Comarca.

—¡Mi amo! —gritó Sam, y cayó de rodillas. En medio de todo aquel mundo en ruinas, por el momento sólo sentía júbilo, un gran júbilo. El fardo ya no existía. El amo se había salvado y era otra vez Frodo, el Frodo de siempre, y estaba libre. De pronto Sam reparó en la mano mutilada y sangrante.

—¡Oh, esa mano de usted! —exclamó—. Y no tengo nada con que aliviarla o vendarla. Con gusto le habría cedido a cambio una de las mías. Pero ahora se ha ido, se ha ido para siempre.

—Sí —dijo Frodo—. Pero ¿recuerdas las palabras de Gandalf? Hasta Gollum puede tener aún algo que hacer.Si no hubiera sido por él, Sam, yo no habría podido destruir el Anillo. Y el amargo viaje habría sido en vano, justo al fin. ¡Entonces, perdonémoslo! Pues la Misión ha sido cumplida, y todo ha terminado. Me hace feliz que estés aquí conmigo. Aquí al final de todas las cosas, Sam.


4



EL CAMPO DE CORMALLEN



El océano embravecido de los ejércitos de Mordor inundaba las colinas. Los Capitanes del Oeste empezaban a zozobrar bajo la creciente marejada. El sol rojo, ardía, y bajo las alas de los Nazgûl las sombras negras de la muerte se proyectaban sobre la tierra. Aragorn, erguido al pie de su estandarte, silencioso y severo, parecía abismado en el recuerdo de cosas remotas; pero los ojos le resplandecían, como las estrellas que brillan más cuanto más profunda y oscura es la noche. En lo alto de la colina estaba Gandalf, blanco y frío, y sobre él no caía sombra alguna. El asalto de Mordor rompió como una ola sobre los montes asediados, y las voces rugieron como una marca tempestuosa en medio de la zozobra y el fragor de las armas.

De pronto, como despertado por una visión súbita, Gandalf se estremeció; y volviendo la cabeza miró hacia el norte, donde el cielo estaba pálido y luminoso. Entonces levantó las manos y gritó con una voz poderosa que resonó por encima del estrépito: – ¡Llegan las Águilas! ¡Llegan las Águilas!

Y muchas voces respondieron, gritando: – ¡Llegan las Águilas! ¡Llegan las Águilas!

Los de Mordor levantaron la vista, preguntándose qué podía significar aquella señal.

Y vieron venir a Gwaihir el Señor de los Vientos, y a su hermano Landroval, las más grandes de todas las Águilas del Norte, los descendientes más poderosos del viejo Thorondor, aquel que en los tiempos en que la Tierra Media era joven, construía sus nidos en los picos inaccesibles de las Montañas Circundantes. Detrás de las Águilas, rápidas como un viento creciente, llegaban en largas hileras todos los vasallos de las montañas del Norte. Y desplomándose desde las altas regiones del aire, se lanzaron sobre los Nazgûl, y el batir de las grandes alas era como el rugido de un huracán.

Pero los Nazgûl, respondiendo a la súbita llamada de un grito terrible en la Torre Oscura, dieron media vuelta y huyeron, desvaneciéndose en las tinieblas de Mordor; y en el mismo instante todos los ejércitos de Mordor se estremecieron, la duda oprimió los corazones; enmudecieron las risas, las manos temblaron, los miembros flaquearon. El Poder que los conducía, que los alimentaba de odio y de furia, vacilaba; ya su voluntad no estaba con ellos; y al mirar a los ojos a los enemigos, vieron allí una luz de muerte, y tuvieron miedo.

Entonces todos los Capitanes del Oeste prorrumpieron en gritos, porque en medio de tanta oscuridad una nueva esperanza henchía los corazones. Y desde las colinas sitiadas los Caballeros de Gondor, los Jinetes de Rohan, los Dúnedain del Norte, compañías compactas de valientes guerreros, se precipitaron sobre los adversarios vacilantes, abriéndose paso con el filo implacable de las lanzas. Pero Gandalf alzó los brazos, y una vez más los exhortó con voz clara.

—¡Deteneos, Hombres del Oeste! ¡Deteneos y esperad! Ha sonado la hora del destino.

Y aun mientras pronunciaba estas palabras, la tierra se estremeció bajo los pies de los hombres, una vasta oscuridad llameante invadió el cielo, y se elevó por encima de las Torres de la Puerta Negra, más alta que las montañas. Tembló y gimió la tierra. Las Torres de los Dientes se inclinaron, vacilaron un instante y se desmoronaron; en escombros se desplomó la poderosa muralla; la Puerta Negra saltó en ruinas, y desde muy lejos, ora apagado, ora creciente, trepando hasta las nubes, se oyó un tamborileo sordo y prolongado, un estruendo, los largos ecos de un redoble de destrucción y ruina.


—¡El reino de Sauron ha sucumbido! —dijo Gandalf—. El Portador del Anillo ha cumplido la Misión. —Y al volver la mirada hacia el sur, hacia el país de Mordor, los Capitanes creyeron ver, negra contra el palio de las nubes, una inmensa forma de sombra impenetrable, coronada de relámpagos, que invadía toda la bóveda del cielo; se desplegó gigantesca sobre el mundo, y tendió hacia ellos una gran mano amenazadora, terrible pero impotente: porque en el momento mismo en que empezaba a descender, un viento fuerte la arrastró y la disipó; y siguió un silencio profundo.


Los Capitanes del Oeste bajaron entonces las cabezas; y cuando las volvieron a alzar he aquí que los enemigos se dispersaban en fuga y el poder de Mordor se deshacía como polvo en el viento. Así como las hormigas que cuando ven morir a la criatura despótica y malévola que las tiene sometidas en la colina pululante, echan a andar sin meta ni propósito, y se dejan morir, así también las criaturas de Sauron, orcos y trolls, y bestias hechizadas, corrían despavoridas de un lado a otro; y algunas se dejaban morir o se mataban entre ellas, otras se arrojaban a los fosos, o huían gimiendo a esconderse en agujeros oscuros, lejos de toda esperanza. Pero los Hombres de Rhûn y de Harad, los del Este y los Sureños, viendo la gran majestad de los Capitanes del Oeste, daban ya por perdida la guerra. Y los que por más largo tiempo habían estado al servicio de Mordor, los que más se habían sometido a aquella servidumbre, aquellos que odiaban al Oeste, y eran aún arrogantes y temerarios, se unieron decididos a dar una última batalla desesperada. Pero los demás huían hacia el este; y algunos arrojaban las armas e imploraban clemencia.

Entonces Gandalf, dejando la conducción de la batalla en manos de Aragorn y de los otros capitanes, llamó desde la colina; y la gran águila Gwaihir, el Señor de los Vientos, descendió y se posó a los pies del mago.

—Dos veces me has llevado ya en tus alas, Gwaihir, amigo mío —dijo Gandalf—. Ésta será la tercera y la última, si tú quieres. No seré una carga mucho más pesada que cuando me recogiste en Zirak-zigil, donde ardió y se consumió mi vieja vida.

—A donde tú me pidieras te llevaría —respondió Gwaihir—, aunque fueses de piedra.

—Vamos, pues, y que tu hermano nos acompañe, junto con otro de tus vasallos más veloces. Es menester que volemos más raudos que todos los vientos, superando a las alas de los Nazgûl.

—Sopla el Viento del Norte —dijo Gwaihir—, pero lo venceremos. —Y levantó a Gandalf y voló rumbo al sur, seguido por Landroval, y por el joven y veloz Meneldor. Y volando pasaron sobre Udûn y Gorgoroth, y vieron toda la tierra destruida y en ruinas, y ante ellos el Monte del Destino, que humeaba y vomitaba fuego.


—Me hace feliz que estés aquí conmigo —dijo Frodo—. Aquí al final de todas las cosas, Sam.

—Sí, estoy con usted, mi amo —dijo Sam, con la mano herida de Frodo suavemente apretada contra el pecho—. Y usted está conmigo. Y el viaje ha terminado. Pero después de haber andado tanto, no quiero aún darme por vencido. No sería yo, si entiende lo que le quiero decir.

—Tal vez no, Sam —dijo Frodo—, pero así son las cosas en el mundo. La esperanza se desvanece. Se acerca el fin. Ahora sólo nos queda una corta espera. Estamos perdidos en medio de la ruina y de la destrucción, y no tenemos escapatoria.

—Bueno, mi amo, de todos modos podríamos alejarnos un poco de este lugar tan peligroso, de esta Grieta del Destino, si así se llama. ¿No le parece? Venga, señor Frodo, bajemos al menos al pie de este sendero.

—Está bien, Sam, si ése es tu deseo, yo te acompañaré —dijo Frodo; y se levantaron y lentamente bajaron la cuesta sinuosa; y cuando llegaban al vacilante pie de la Montaña, los Sammath Naur escupieron un chorro de vapor y humo y el flanco del cono se resquebrajó, y un vómito enorme e incandescente rodó en una cascada lenta y atronadora por la ladera oriental de la Montaña.

Frodo y Sam no pudieron seguir avanzando. Las últimas energías del cuerpo y de la mente los abandonaban con rapidez. Se habían detenido en un montículo de cenizas al pie de la Montaña; y desde allí no había ninguna vía de escape. Ahora era como una isla, pero no resistiría mucho tiempo más, en medio de los estertores del Orodruin. La tierra se agrietaba por doquier, y de las fisuras y de los pozos insondables saltaban cataratas de humo y de vapores. Detrás, la Montaña se contraía atormentada. Grandes heridas rojas se abrían en los flancos, mientras ríos de fuego descendían lentos hacia ellos. No tardarían mucho en sepultarlos. Caía una lluvia de ceniza incandescente.

Ahora estaban de pie, inmóviles; Sam, que aún sostenía la mano de Frodo, se la acarició. Luego suspiró.

—Qué cuento hemos vivido, señor Frodo, ¿no le parece? —dijo—. ¡Me gustaría tanto oírlo! ¿Cree que dirán: Y aquí empieza la historia de Frodo Nuevededos y el Anillo del Destino?Y entonces se hará un gran silencio, como cuando en Rivendel nos relataban la historia de Beren el Manco y la Gran Joya. ¡Cuánto me gustaría escucharla! Y cómo seguirá, me pregunto, después de nuestra parte.

Pero mientras hablaba así, para alejar el miedo hasta el final, la mirada de Sam se perdía en el norte, en el norte dentro del ojo del huracán, allí donde el cielo distante aparecía límpido, pues un viento frío, que soplaba como un vendaval, disipaba la oscuridad y la ruina de las nubes.


Y así fue como los vio desde lejos la mirada de largo alcance de Gwaihir, cuando llevada por el viento huracanado, y desafiando el peligro de los cielos, volaba en círculos altos: dos figuras diminutas y oscuras, desamparadas, de pie sobre una pequeña colina, y tomadas de la mano mientras alrededor el mundo agonizaba jadeando y estremeciéndose, y rodeadas por torrentes de fuego que se les acercaban. Y en el momento en que los descubrió y bajaba hacia ellos, los vio caer, exhaustos, o asfixiados por el calor y las exhalaciones, o vencidos al fin por la desesperación, tapándose los ojos para no ver llegar la muerte.

Yacían en el suelo, lado a lado; y Gwaihir descendió y se posó junto a ellos; y detrás de él llegaron Landroval y el veloz Meneldor; y como en un sueño, sin saber qué destino les había tocado, los viajeros fueron recogidos y llevados fuera, lejos de las tinieblas y los fuegos.


Cuando despertó, Sam notó que estaba acostado en un lecho mullido, pero sobre él se mecían levemente grandes ramas de abedul, y la luz verde y dorada del sol se filtraba a través del follaje. Todo el aire era una mezcla de fragancias dulces.


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