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El retorno del rey
  • Текст добавлен: 26 октября 2016, 22:44

Текст книги "El retorno del rey"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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”Traed vino y comida y asientos para los huéspedes —dijo Denethor—, y cuidad que nadie nos moleste durante una hora.

”Es todo el tiempo que puedo dedicaros, pues muchas otras cosas reclaman mi atención —le dijo a Gandalf—. Problemas que pueden parecer más importantes pero que a mí en este momento me apremian menos. Sin embargo, tal vez volvamos a hablar al fin del día.

—Y quizá antes, espero —dijo Gandalf—. Porque no he cabalgado hasta aquí desde Isengard, ciento cincuenta leguas, a la velocidad del viento, con el único propósito de traerte a este pequeño guerrero, por muy cortés que sea. ¿No significa nada para ti que Théoden haya librado una gran batalla, que Isengard haya sido destruida, y que yo haya roto la vara de Saruman?

—Significa mucho para mí. Pero de esas hazañas conozco bastante como para tomar mis propias decisiones contra la amenaza del Este. —Volvió hacia Gandalf la mirada sombría, y Pippin notó de pronto un parecido entre los dos, y sintió la tensión entre ellos, como si viese una línea de fuego humeante que de un momento a otro pudiera estallar en una llamarada.

A decir verdad, Denethor tenía mucho más que Gandalf los aires de un gran mago: una apostura más noble y señorial, facciones más armoniosas; y parecía más poderoso; y más viejo. Sin embargo, Pippin adivinaba de algún modo que era Gandalf quien tenía los poderes más altos y la sabiduría más profunda, a la vez que una velada majestad. Y era más viejo, muchísimo más viejo.

—¿Cuánto más? —se preguntó, y le extrañó no haberlo pensado nunca hasta ese momento. Algo había dicho Bárbol a propósito de los magos, pero en ese entonces la idea de que Gandalf pudiera ser un mago no había pasado por la mente del hobbit. ¿Quién era Gandalf? ¿En qué tiempos remotos y en qué lugar había venido al mundo, y cuándo lo abandonaría? Pippin interrumpió sus cavilaciones y vio que Denethor y Gandalf continuaban mirándose, como si cada uno tratase de descifrar el pensamiento del otro. Pero fue Denethor el primero en apartar la mirada.

—Sí —dijo—, porque si bien las Piedras, según se dice, se han perdido, los señores de Gondor tienen aún la vista más penetrante que los hombres comunes, y captan muchos mensajes. Mas ¡tomad asiento ahora!


En ese momento entraron unos criados transportando un sillón y un taburete bajo; otro traía una bandeja con un botellón de plata, y copas, y pastelillos blancos. Pippin se sentó, pero no pudo dejar de mirar al anciano señor. No supo si era verdad o mera imaginación, pero le pareció que al mencionar las Piedras la mirada del viejo se había clavado en él un instante, con un resplandor súbito.

—Y ahora, vasallo mío, nárrame tu historia —dijo Denethor, en un tono a medias benévolo, a medias burlón—. Pues las palabras de alguien que era tan amigo de mi hijo serán por cierto bienvenidas.

Pippin no olvidaría nunca aquella hora en el gran salón bajo la mirada penetrante del Señor de Gondor, acosado una y otra vez por las preguntas astutas del anciano, consciente sin cesar de la presencia de Gandalf que lo observaba y lo escuchaba, y que reprimía (tal fue la impresión del hobbit) una cólera y una impaciencia crecientes. Cuando pasó la hora, y Denethor volvió a golpear el gong, Pippin estaba extenuado. —No pueden ser más de las nueve —se dijo—. En este momento podría engullir tres desayunos, uno tras otro.

—Conducid al señor Mithrandir a los aposentos que le han sido preparados —dijo Denethor—, y su compañero puede alojarse con él por ahora, si así lo desea. Pero que se sepa que le he hecho jurar fidelidad a mi servicio; de hoy en adelante se le conocerá con el nombre de Peregrin hijo de Paladin, y se le enseñarán las contraseñas menores. Mandad decir a los Capitanes que se presenten ante mí lo antes posible después que haya sonado la hora tercera.

”Y tú, mi señor Mithrandir, también podrás ir y venir a tu antojo. Nada te impedirá visitarme cuando tú lo quieras, salvo durante mis breves horas de sueño. ¡Deja pasar la cólera que ha provocado en ti la locura de un anciano, y vuelve luego a confortarme!

—¿Locura? —respondió Gandalf—. No, mi Señor, si alguna vez te conviertes en un viejo chocho, ese día morirás. Si hasta eres capaz de utilizar el dolor para ocultar tus maquinaciones. ¿Crees que no comprendí tus propósitos al interrogar durante una hora al que menos sabe, estando yo presente?

—Si lo has comprendido, date por satisfecho —replicó Denethor—. Locura sería, que no orgullo, desdeñar ayuda y consejos en tiempos de necesidad; pero tú sólo dispensas esos dones de acuerdo con tus designios secretos. Mas el Señor de Gondor no habrá de convertirse en instrumento de los designios de otros hombres, por nobles que sean. Y para él no hay en el mundo en que hoy vivimos una meta más alta que el bien de Gondor; y el gobierno de Gondor, mi Señor, está en mis manos y no en las de otro hombre, a menos que retornara el rey.

—¿A menos que retornara el rey? —repitió Gandalf—. Y bien, señor Senescal, tu misión es conservar del reino todo lo que puedas aguardando ese acontecimiento que ya muy pocos hombres esperan ver. Para el cumplimiento de esa tarea, recibirás toda la ayuda que desees. Pero una cosa quiero decirte: yo no gobierno en ningún reino, ni en el de Gondor ni en ningún otro, grande o pequeño. Pero me preocupan todas las cosas de valor que hoy peligran en el mundo. Y yo por mi parte, no fracasaré del todo en mi trabajo, aunque Gondor perezca, si algo aconteciera en esta noche que aún pueda crecer en belleza y dar otra vez flores y frutos en los tiempos por venir. Pues también yo soy un senescal. ¿No lo sabías? —Y con estas palabras dio media vuelta y salió del salón a grandes pasos, mientras Pippin corría detrás.

Gandalf no miró a Pippin mientras se marchaban, ni le dijo una sola palabra. El guía que esperaba a las puertas del palacio los condujo a través del Patio del Manantial hasta un callejón flanqueado por edificios de piedra. Después de varias vueltas llegaron a una casa vecina al muro de la Ciudadela, del lado norte, no lejos del brazo que unía la colina a la montaña. Una vez dentro, el guía los llevó por una amplia escalera tallada, al primer piso sobre la calle, y luego a una estancia acogedora, luminosa y aireada, decorada con hermosos tapices de colores lisos con reflejos de oro mate. La estancia estaba apenas amueblada, pues sólo había allí una mesa pequeña, dos sillas y un banco; pero a ambos lados detrás de unas cortinas había alcobas, provistas de buenos lechos y de vasijas y jofainas para lavarse. Tres ventanas altas y estrechas miraban al norte, hacia la gran curva del Anduin todavía envuelto en la niebla, y las Emyn Muil y el Rauros en lontananza. Pippin tuvo que subir al banco para asomarse por encima del profundo antepecho de piedra.

—¿Estás enfadado conmigo, Gandalf? —dijo cuando el guía salió de la habitación y cerró la puerta—. Hice lo mejor que pude.

—¡Lo hiciste, sin duda! —respondió Gandalf con una súbita carcajada; y acercándose a Pippin se detuvo junto a él y rodeó con un brazo los hombros del hobbit, mientras se asomaba por la ventana. Pippin echó una mirada perpleja al rostro ahora tan próximo al suyo, pues la risa del mago había sido suelta y jovial. Sin embargo, al principio sólo vio en el rostro de Gandalf arrugas de preocupación y tristeza; no obstante, al mirar con más atención advirtió que detrás había una gran alegría: un manantial de alegría que si empezaba a brotar bastaría para que todo un reino estallara en carcajadas—. Claro que lo hiciste —dijo el mago—; y espero que no vuelvas a encontrarte demasiado pronto en un trance semejante, entre dos viejos tan terribles. De todos modos el Señor de Gondor ha sabido por ti mucho más de lo que tú puedes sospechar, Pippin. No pudiste ocultar que no fue Boromir quien condujo a la Compañía fuera de Moria, ni que había entre vosotros alguien de alto rango que iba a Minas Tirith; y que llevaba una espada famosa. En Gondor la gente piensa mucho en las historias del pasado, y Denethor ha meditado largamente en el poema y en las palabras el Daño de Isildur, después de la partida de Boromir.

”No es semejante a los otros hombres de esta época, Pippin, y cualquiera que sea su ascendencia, por un azar extraño la sangre de Oesternesse le corre casi pura por las venas; como por las de su otro hijo, Faramir, y no por las de Boromir, en cambio, que sin embargo era el predilecto. Sabe ver a la distancia, y es capaz de adivinar, si se empeña, mucho de lo que pasa por la mente de los hombres, aun de los que habitan muy lejos. Es difícil engañarlo, y peligroso intentarlo.

”¡Recuérdalo! Pues ahora has prestado juramento de fidelidad a su servicio. No sé qué impulso o qué motivo te empujó, el corazón o la cabeza. Pero hiciste bien. No te lo impedí porque los actos generosos no han de ser reprimidos por fríos consejos. Tu actitud lo conmovió, y al mismo tiempo (permíteme que te lo diga) lo divirtió. Y por lo menos eres libre ahora de ir y venir a tu gusto por Minas Tirith... cuando no estés de servicio. Porque hay un reverso de la medalla: estás bajo sus órdenes, y él no lo olvidará. ¡Sé siempre cauteloso!

Calló un momento y suspiró.

—Bien, de nada vale especular sobre lo que traerá el mañana. Pero eso sí, ten la certeza de que por muchos días el mañana será peor que el hoy. Y yo nada más puedo hacer para impedirlo. El tablero está dispuesto, y ya las piezas están en movimiento. Una de ellas que con todas mis fuerzas deseo encontrar es Faramir, el actual heredero de Denethor. No creo que esté en la Ciudad; pero no he tenido tiempo de averiguarlo. Tengo que marcharme, Pippin. Tengo que asistir al consejo de estos señores y enterarme de cuanto pueda. Pero el Enemigo lleva la delantera, y está a punto de iniciar a fondo la partida. Y los peones participarán del juego tanto como cualquiera, Peregrin hijo de Paladin, soldado de Gondor. ¡Afila tu espada!

Gandalf se encaminó a la puerta, y al llegar a ella dio media vuelta. —Tengo prisa, Pippin —dijo—. Hazme un favor cuando salgas. Antes de irte a dormir, si no estás demasiado fatigado. Ve y busca a Sombragrís, y mira cómo está. Las gentes de aquí son prudentes y nobles de corazón, y bondadosas con los animales, pero no es mucho lo que entienden de caballos.


Y diciendo estas palabras, Gandalf salió; en ese momento se oyó la nota clara y melodiosa de una campana que repicaba en una torre de la ciudadela. Sonó tres veces, como plata en el aire, y calló: la hora tercera después de la salida del sol.

Al cabo de un minuto, Pippin se encaminó a la puerta, bajó por la escalera, y al llegar a la calle miró alrededor. Ahora el sol brillaba, cálido y luminoso, y las torres y las casas altas proyectaban hacia el oeste largas sombras nítidas. Arriba, en el aire azul, el Monte Mindolluin lucía su yelmo blanco y su manto de nieve. Hombres armados iban y venían por las calles de la Ciudad, como si el toque de la hora les señalara un cambio de guardias y servicios.

—En la Comarca diríamos que son las nueve de la mañana —se dijo Pippin en voz alta—. La hora justa para un buen desayuno junto a la ventana abierta, al sol primaveral. ¡Cuánto me gustaría tomar un desayuno! ¿No desayunarán las gentes de este país, o ya habrá pasado la hora? ¿Y a qué hora cenarán, y dónde?

A poco andar, vio un hombre vestido de negro y blanco que venía del centro de la ciudadela, y avanzaba por la calle estrecha hacia él. Pippin se sentía solo y resolvió hablarle cuando él pasara, pero no fue necesario. El hombre se le acercó.

—¿Eres tú Peregrin el Mediano? —le preguntó—. He sabido que has prestado juramento de fidelidad al servicio del Señor y de la Ciudad. ¡Bienvenido! —Le tendió la mano, y Pippin se la estrechó—. Me llamo Beregond hijo de Baranor. No estoy de servicio esta mañana y me han mandado a enseñarte el santo y seña, y a explicarte algunas de las muchas cosas que sin duda querrás saber. A mí, por mi parte, también me gustaría saber algo de ti. Porque nunca hasta ahora hemos visto Medianos en este país, y aunque hemos oído algunos rumores, poco se habla de ellos en las historias y leyendas que conocemos. Además, eres un amigo de Mithrandir. ¿Lo conoces bien?

—Bueno —repuso Pippin—. He oído hablar de él durante toda mi corta existencia, por así decir; y en los últimos tiempos he viajado mucho en su compañía. Pero es un libro en el que hay mucho que leer, y faltaría a la verdad si dijese que he recorrido más de un par de páginas. Sin embargo, es posible que lo conozca tan bien como cualquiera, salvo unos pocos. Aragorn era el único de nuestra Compañía que lo conocía de veras.

—¿Aragorn? —preguntó Beregond—. ¿Quién es ese Aragorn?

—Oh —balbuceó Pippin—, era un hombre que solía viajar con nosotros. Creo que ahora está en Rohan.

—Has estado en Rohan, por lo que veo. También sobre ese país hay cosas que me gustaría preguntarte; porque muchas de las menguadas esperanzas que aún alimentamos dependen de los hombres de Rohan. Pero me estoy olvidando de mi misión, que consistía en responder primeramente a todo cuanto tú quisieras preguntarme. Bien, ¿qué cosas te gustaría saber, Maese Peregrin?

—Mm... bueno —dijo Pippin—, si me atrevo a decirlo, la pregunta un tanto imperativa que en este momento me viene a la mente es... bueno ¿qué noticias hay del desayuno y de todo el resto? Quiero decir, no sé si me explico, ¿cuáles son las horas de las comidas, y dónde está el comedor, si es que existe? ¿Y las tabernas? Miré, pero no vi ni una sola en todo el camino, aunque antes tuve la esperanza de disfrutar de un buen trago de cerveza en cuanto llegásemos a esta ciudad de hombres tan sagaces como corteses.

Beregond observó a Pippin con aire grave.

—Un verdadero veterano de guerra, por lo que veo —dijo—. Dicen que los hombres que parten a combatir en países lejanos viven esperando la recompensa de comer y beber; aunque yo, a decir verdad, no he viajado mucho. ¿Así que hoy todavía no has comido?

—Bueno, sí, en honor a la verdad, sí —dijo Pippin—. Pero sólo una copa de vino y uno o dos pastelillos blancos, por gentileza de tu Señor; pero a cambio de eso, me torturó con preguntas durante una hora, y ése es un trabajo que abre el apetito.

Beregond se echó a reír.

—Es en la mesa donde los hombres pequeños realizan las mayores hazañas, decimos aquí. Sin embargo, has desayunado tan bien como cualquiera de los hombres de la Ciudadela, y con más altos honores. Esto es una fortaleza y una torre de guardia, y ahora estamos en pie de guerra. Nos levantamos antes del sol, comemos un bocado a la luz gris del amanecer y partimos de servicio al despuntar el día. ¡Pero no desesperes! —Otra vez rompió a reír, viendo la expresión desolada de Pippin—. Los que han realizado tareas pesadas toman algo para reparar fuerzas a media mañana. Luego viene el almuerzo, al mediodía o más tarde de acuerdo con las horas del servicio, y por último los hombres se reúnen a la puesta del sol para compartir la comida principal del día y la alegría que aún pueda quedarles. ¡Ven! Daremos un paseo y luego iremos a procurarnos un bocado con que engañar el estómago, y comeremos y beberemos en la muralla contemplando esta espléndida mañana.

—¡Un momento! —dijo Pippin, ruborizándose—. La gula, lo que tú por pura cortesía llamas hambre, ha hecho que me olvidara de algo. Pero Gandalf, Mithrandir como tú le dices, me encomendó que me ocupara de su caballo, Sombragrís, uno de los grandes corceles de Rohan, la niña de los ojos del rey, según me han dicho, aunque se lo haya dado a Mithrandir en prueba de gratitud. Creo que el nuevo amo quiere más al animal que a muchos hombres, y si la buena voluntad de Mithrandir es de algún valor para esta ciudad, trataréis a Sombragrís con todos los honores: con una bondad mayor, si es posible, que la que habéis mostrado a este hobbit.

—¿Hobbit? —dijo Beregond.

—Así es como nos llamamos —respondió Pippin.

—Me alegro de saberlo —dijo Beregond—, pues ahora puedo decirte que los acentos extraños no desvirtúan las palabras hermosas, y que los hobbits saben expresarse con gran nobleza. ¡Pero vamos! Hazme conocer a ese caballo notable. Adoro a los animales, y rara vez los vemos en esta ciudad de piedra; pero yo desciendo de un pueblo que bajó de los valles altos, y que antes residía en Ithilien. ¡No temas! Será una visita corta, una mera cortesía, y de allí iremos a las despensas.


Pippin comprobó que Sombragrís estaba bien alojado y atendido. Pues en el séptimo círculo, fuera de los muros de la ciudadela, había unas caballerizas espléndidas donde guardaban algunos corceles veloces, junto a las habitaciones de los correos del Señor: mensajeros siempre prontos para partir a una orden urgente del rey o de los capitanes principales. Pero ahora todos los caballos y jinetes estaban ausentes, en tierras lejanas.

Sombragrís relinchó cuando Pippin entró en el establo, y volvió la cabeza.

—¡Buen día! —le dijo Pippin—. Gandalf vendrá tan pronto como pueda. Ahora está ocupado, pero te manda saludos; y yo he venido a ver si todo anda bien para ti; y si descansas luego de tantos trabajos.

Sombragrís sacudió la cabeza y pateó el suelo. Pero permitió que Beregond le sostuviera la cabeza gentilmente y le acariciara los flancos poderosos.

—Se diría que está preparándose para una carrera, y no que acaba de llegar de un largo viaje —dijo Beregond—. ¡Qué fuerte y arrogante! ¿Dónde están los arneses? Tendrán que ser adornados y hermosos.

—Ninguno es bastante adornado y hermoso para él —dijo Pippin—. No los acepta. Si consiente en llevarte, te lleva, y si no, no hay bocado, brida, fuste o rienda que lo dome. ¡Adiós, Sombragrís! Ten paciencia. La batalla se aproxima.

Sombragrís levantó la cabeza y relinchó, y el establo entero pareció sacudirse y Pippin y Beregond se taparon los oídos. En seguida se marcharon, luego de ver que había pienso en abundancia en el pesebre.

—Y ahora nuestro pienso —dijo Beregond, y se encaminó de vuelta a la ciudadela, conduciendo a Pippin hasta una puerta en el lado norte de la torre. Allí descendieron por una escalera larga y fresca hasta una calle alumbrada con faroles. Había portillos en los muros, y uno de ellos estaba abierto.

”Este es el almacén y la despensa de mi compañía de la Guardia —dijo Beregond—. ¡Salud, Targon! —gritó por la abertura—. Es temprano aún, pero hay aquí un forastero que el Señor ha tomado a su servicio. Ha venido cabalgando de muy lejos, con el cinturón apretado, y ha cumplido una dura labor esta mañana; tiene hambre. ¡Danos lo que tengas!

Obtuvieron pan, mantequilla, queso y manzanas: las últimas de la reserva del invierno, arrugadas pero sanas y dulces; y un odre de cerveza bien servido, y escudillas y tazones de madera. Pusieron las provisiones en una cesta de mimbre y volvieron a la luz del sol. Beregond llevó a Pippin al extremo oriental del gran espolón de la muralla, donde había una tronera, y un asiento de piedra bajo el antepecho. Desde allí podían contemplar la mañana que se extendía sobre el mundo.

Comieron y bebieron, hablando ya de Gondor y de sus usos y costumbres, ya de la Comarca y de los países extraños que Pippin había conocido. Y cuanto más hablaban más se asombraba Beregond, y observaba maravillado al hobbit, que sentado en el asiento balanceaba las piernas cortas, o se erguía de puntillas para mirar por encima del alféizar las tierras de abajo.

—No te ocultaré, Maese Peregrin —dijo Beregond– que para nosotros pareces casi uno de nuestros niños, un chiquillo de unas nueve primaveras; y sin embargo has sobrevivido a peligros y has visto maravillas; pocos de nuestros viejos podrían jactarse de haber conocido otro tanto. Creí que era un capricho de nuestro Señor, tomar un paje noble a la usanza de los reyes de los tiempos antiguos, según dicen. Pero veo que no es así, y tendrás que perdonar mi necedad.

—Te perdono —dijo Pippin—. Sin embargo, no estás muy lejos de lo cierto. De acuerdo con los cómputos de mis gentes, soy casi un niño todavía, y aún me faltan cuatro años para llegar a la «mayoría de edad», como decimos en la Comarca. Pero no te preocupes por mí. Ven y mira y dime qué veo.


El sol subía. Abajo, en el valle, las nieblas se habían levantado, y las últimas se alejaban flotando como volutas de nubes blancas arrastradas por la brisa que ahora soplaba del este, y que sacudía y encrespaba las banderas y los estandartes blancos de la ciudadela. A lo lejos, en el fondo del valle, a unas cinco leguas a vuelo de pájaro, el Río Grande corría gris y resplandeciente desde el noroeste, describiendo una vasta curva hacia el sur, y volviendo hacia el oeste antes de perderse en una bruma centelleante; más allá, a cincuenta leguas de distancia, estaba el Mar.

Pippin veía todo el Pelennor extendido ante él, moteado a lo lejos de granjas y muros, graneros y establos pequeños, pero en ningún lugar vio vacas o algún otro animal. Numerosos caminos y senderos atravesaban los campos verdes, y filas de carretones avanzaban hacia la Gran Puerta, mientras otros salían y se alejaban. De tanto en tanto aparecía algún jinete, se apeaba de un salto, y entraba presuroso en la Ciudad. Pero el camino más transitado era la carretera mayor que se volvía hacia el sur, y en una curva más pronunciada que la del Río bordeaba luego las colinas y se perdía a lo lejos. Era un camino ancho y bien empedrado; a lo largo de la orilla oriental corría una pista ancha y verde, flanqueada por un muro. Los jinetes galopaban de aquí para allá, pero unos carromatos que iban hacia el sur parecían ocupar toda la calle. Sin embargo, Pippin no tardó en descubrir que todo se movía en perfecto orden: los carromatos avanzaban en tres filas, una más rápida tirada por caballos, otra más lenta, de grandes carretas adornadas de gualdrapas multicolores, tirada por bueyes; y a lo largo de la orilla oriental, unos carros más pequeños, arrastrados por hombres.

—Esa es la ruta que conduce a los valles de Tumladen y Lossarnach, y a las aldeas de las montañas, y llega hasta Lebennin —explicó Beregond—. Hacia allá se encaminan los últimos carromatos, llevando a los refugios a los ancianos, mujeres y niños. Es preciso que todos se encuentren a una legua de la Puerta y hayan despejado el camino antes del mediodía: ésa fue la orden. Es una triste necesidad. —Suspiró—. Pocos, quizá, de los que hoy se separan volverán a reunirse alguna vez. Nunca hubo muchos niños en esta ciudad; pero ahora no queda ninguno, excepto unos pocos que se negaron a marcharse y esperan que se les encomiende alguna tarea: mi hijo entre ellos.

Callaron un momento. Pippin miraba inquieto hacia el este, como si miles de orcos pudieran aparecer de improviso e invadir las campiñas.

—¿Qué veo allí? —preguntó, señalando un punto en el centro de la curva del Anduin—. ¿Es otra ciudad, o qué?

—Fue una ciudad —respondió Beregond—, la capital del reino, cuando Minas Tirith no era más que una fortaleza. Lo que ves en las márgenes del Anduin son las ruinas de Osgiliath, tomada e incendiada por nuestros enemigos hace mucho tiempo. Sin embargo la reconquistamos, en la época en que Denethor aún era joven: no para vivir en ella sino para mantenerla como puesto de avanzada, y reconstruimos el puente para el paso de nuestras tropas. Pero entonces vinieron de Minas Morgul los Jinetes Crueles.

—¿Los Jinetes Negros? —dijo Pippin, abriendo mucho los ojos, ensombrecidos por la reaparición de un viejo temor.

—Sí, eran negros —dijo Beregond—, y veo que algo sabes de esos Jinetes, aunque no los mencionaste en tus historias.

—Algo sé —dijo Pippin en voz baja—, pero no quiero hablar ahora, tan cerca, tan cerca... —Calló de pronto, y al alzar los ojos por encima del Río le pareció que todo cuanto veía alrededor era una sombra vasta y amenazante; tal vez fueran sólo unas montañas, unos picos mellados en el horizonte, desdibujados por veinte leguas de aire neblinoso; o quizá un banco de nubes que ocultaba una oscuridad todavía más profunda. Pero mientras miraba tenía la impresión de que la oscuridad crecía y se cerraba, muy lentamente, lentamente elevándose hasta ensombrecer las regiones del sol.

—¿Tan cerca de Mordor? —dijo Beregond en un susurro—. Sí, está allí. Rara vez la nombramos, pero hemos vivido siempre con esa oscuridad a la vista; algunas veces parece más tenue y distante; otras más cercana y espesa. Ahora la vemos crecer y crecer, y así crecen también nuestros temores y nuestra desazón. Hace menos de un año los Jinetes Crueles volvieron a conquistar los pasos, y muchos de nuestros mejores hombres cayeron allí. Luego Boromir echó al enemigo más allá de esta orilla occidental, y aún conservamos la mitad de Osgiliath. Por poco tiempo. Ahora esperamos un nuevo ataque, quizá el más violento de la guerra que se avecina.

—¿Cuándo? —preguntó Pippin—. ¿Tienes alguna idea? Porque anoche vi los fuegos de alarma, y a los correos. Y Gandalf dijo que era señal de que la guerra había comenzado. Me pareció que tenía mucha prisa por venir. Sin embargo, se diría que ahora todo está en calma.

—Sólo porque ya todo está pronto —dijo Beregond—. No es más que el último respiro, antes de echarse al agua.

—Pero ¿por qué anoche estaban encendidos los fuegos de llamada?

—Es tarde para ir en busca de socorros si ya ha empezado el sitio —respondió Beregond—. Pero el Señor y los Capitanes saben cómo obtener noticias, e ignoro qué deciden. Y el Señor Denethor no es como todos los hombres: tiene la vista larga. Algunos dicen que cuando por las noches se sienta a solas en la alta estancia de la Torre, y escudriña con el pensamiento por aquí y por allá, logra por momentos leer en el futuro; y que a veces hasta mira en la mente del Enemigo, y lucha con él. Por eso está tan envejecido, consumido antes de tiempo. De todos modos, mi señor Faramir ha partido a cumplir alguna misión peligrosa del otro lado del Río, y es posible que haya enviado noticias.

”Pero si quieres saber lo que pienso: fueron las noticias que llegaron anoche de Lebennin lo que encendió las hogueras. Una gran flota se acerca a la desembocadura del Anduin, tripulada por los corsarios de Umbar, un país del Sur. Hace tiempo que dejaron de temer el poderío de Gondor, y se han aliado al Enemigo, y ahora intentan ayudarle con un golpe duro. Porque este ataque nos restará gran parte del auxilio que contábamos recibir de Lebennin y Belfalas, donde los hombres son valientes y numerosos. Por eso nuestros pensamientos se vuelven tanto más hacia el norte, hacia Rohan, y tanto más nos alegran las noticias de victoria que habéis traído.

”Y sin embargo... —hizo una pausa y se puso de pie, y miró en derredor, al norte, al este, al sur—, los acontecimientos de Isengard eran inequívocos: estamos envueltos en una gran red estratégica. Ya no se trata de simples escaramuzas en los vados, de correrías organizadas por las gentes de Ithilien y Anórien, de emboscadas y pillaje. Ésta es una guerra grande, largamente planeada, y en la que somos sólo una pieza, diga lo que diga nuestro orgullo. Las cosas se mueven en el lejano Este, más allá del Mar Interior, según las noticias; y en el norte y en el Bosque Negro y más lejos aún; y en el sur en Harad. Y ahora todos los reinos tendrán que pasar por la misma prueba: resistir o sucumbir... bajo la Sombra.

”No obstante, Maese Peregrin, tenemos este honor: nos toca siempre soportar los más duros embates del odio del Señor Oscuro, un odio que viene de los abismos del tiempo y de lo más profundo del Mar. Aquí es donde el martillo golpeará ahora con mayor fuerza. Y por eso Mithrandir tenía tanta prisa. Porque si caemos ¿quién quedará en pie? ¿Y tú, Maese Peregrin, ves alguna esperanza de que podamos resistir?

Pippin no respondió. Miró los grandes muros, y las torres y los orgullosos estandartes, y el sol alto en el cielo, y luego la oscuridad que se acumulaba y crecía en el Este; y pensó en los largos dedos de aquella Sombra; en los orcos que invadían los bosques y las montañas, en la traición de Isengard, en los pájaros de mal agüero, y en los Jinetes Negros que cabalgaban por los senderos mismos de la Comarca... y en el terror alado, los Nazgúl. Se estremeció, y pareció que la esperanza se debilitaba. Y en ese preciso instante el sol vaciló y se oscureció un segundo, como si un ala tenebrosa hubiese pasado delante de él. Casi imperceptible, le pareció oír, alto y lejano, un grito en el cielo: débil pero sobrecogedor, cruel y frío. Pippin palideció y se acurrucó contra el muro.

—¿Qué fue eso? —preguntó Beregond—. ¿También tú oíste algo?

—Sí —murmuró Pippin—. Es la señal de nuestra caída y la sombra del destino, un Jinete Cruel del aire.

—Sí, la sombra del destino —dijo Beregond—. Temo que Minas Tirith esté a punto de caer. La noche se aproxima. Diría que hasta me han quitado el calor de la sangre.


Permanecieron sentados un rato, en silencio, cabizbajos. Luego, de improviso, Pippin levantó la mirada y vio que todavía brillaba el sol y que los estandartes todavía se movían en la brisa. Se sacudió.

—Ha pasado —dijo—. No, mi corazón aún no quiere desesperar. Gandalf cayó y ha vuelto y está con nosotros. Aún es posible que continuemos en pie, aunque sea sobre una sola pierna, o al menos sobre las rodillas.

—¡Bien dicho! —exclamó Beregond, y levantándose echó a caminar de un lado a otro a grandes trancos—. Aunque tarde o temprano todas las cosas hayan de perecer, a Gondor no le ha llegado todavía la hora. No, aun cuando los muros sean conquistados por un enemigo implacable, que levante una montaña de carroña delante de ellos. Todavía nos quedan otras fortalezas y caminos secretos de evasión en las montañas. La esperanza y los recuerdos sobrevivirán en algún valle oculto donde la hierba siempre es verde.

—De cualquier modo, quisiera que todo termine de una vez, para bien o para mal —dijo Pippin—. No tengo alma de guerrero, y el solo pensamiento de una batalla me desagrada; pero estar esperando una de la que no podré escapar es lo peor que podría ocurrirme. ¡Qué largo parece ya el día! Me sentiría mucho más feliz si no estuviésemos obligados a permanecer aquí en observación, sin dar un solo paso, sin ser los primeros en asestar el golpe. Creo que de no haber sido por Gandalf, ningún golpe habría caído jamás sobre Rohan.


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