Текст книги "El retorno del rey"
Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien
Жанр:
Эпическая фантастика
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—¡Ah, aquí pones el dedo en una llaga que a muchos les duele! —dijo Beregond—. Pero las cosas podrían cambiar cuando regrese Faramir. Es valiente, más valiente de lo que muchos suponen; pues en estos tiempos los hombres no quieren creer que alguien pueda ser un sabio, un hombre versado en los antiguos manuscritos y en las leyendas y canciones del pasado, y al mismo tiempo un capitán intrépido y de decisiones rápidas en el campo de batalla. Sin embargo, así es Faramir. Menos temerario y vehemente que Boromir, pero no menos resuelto. Mas ¿qué podrá hacer? No nos es posible tomar por asalto las montañas de... de ese reino tenebroso. Nuestros recursos son limitados y no nos permiten anticiparnos a la ofensiva del enemigo. ¡Pero eso sí, nuestra respuesta será violenta!
Beregond golpeó con fuerza la guarda de la espada.
Pippin lo miró: alto, noble y arrogante, como todos los hombres que hasta entonces había visto en aquel país; y los ojos le centelleaban de sólo pensar en la batalla. —¡Ay! —reflexionó—. Débil y ligera como una pluma me parece mi propia mano. —Pero no dijo nada. ¿Un peón, había dicho Gandalf? Tal vez, pero en un tablero equivocado.
Hablaron así hasta que el sol llegó al cenit, y de pronto repicaron las campanas del mediodía, y en la ciudadela se observó un ajetreo de hombres: todos, con excepción de los centinelas de guardia, se encaminaban a almorzar.
—¿Quieres venir conmigo? —dijo Beregond—. Por hoy puedes compartir nuestro rancho. No sé a qué compañía te asignarán, o si el Señor Denethor desea tenerte a sus órdenes. Pero entre nosotros serás bienvenido. Conviene que conozcas el mayor número posible de hombres, mientras hay tiempo.
—Me hará feliz acompañarte —respondió Pippin—. A decir verdad, me siento solo. He dejado a mi mejor amigo en Rohan, y desde entonces no he tenido con quien charlar y bromear. Tal vez podría realmente entrar en tu Compañía. ¿Eres el Capitán? En ese caso podrías tomarme, ¿o quizá hablar en mi favor?
—No, no —dijo Beregond, riendo—, no soy un capitán. No tengo cargo, ni rango, ni señorío, y no soy más que un hombre de armas de la Tercera Compañía de la Ciudadela. Sin embargo, Maese Peregrin, ser un simple hombre de armas en la Guardia de la Torre de Gondor es considerado digno y honroso en la Ciudad, y en todo el reino se trata con honores a tales hombres.
—En ese caso, es algo que está por completo fuera de mi alcance —dijo Pippin—. Llévame de nuevo a nuestros aposentos, y si Gandalf no se encuentra allí, iré contigo a donde quieras... como tu invitado.
Gandalf no estaba en las habitaciones ni había enviado ningún mensaje; Pippin acompañó entonces a Beregond y fue presentado a los hombres de la Tercera Compañía. Al parecer Beregond ganó tanto prestigio entre sus camaradas como el propio Pippin, que fue muy bien recibido. Mucho se había hablado ya en la ciudadela del compañero de Mithrandir y de su largo y misterioso coloquio con el Señor; y corría el rumor de que un príncipe de los Medianos había venido del Norte a prestar juramento de lealtad a Gondor con cinco mil espadas. Y algunos decían que cuando los Jinetes vinieran de Rohan, cada uno traería en la grupa a un guerrero Mediano, pequeño quizá, pero valiente.
Si bien Pippin tuvo que desmentir de mala gana esta leyenda promisoria, no pudo librarse del nuevo título, el único, al decir de los hombres, digno de alguien tan estimado por Boromir y honrado por el Señor Denethor; le agradecieron que los hubiera visitado, y escucharon muy atentos el relato de sus aventuras en tierras extrañas, ofreciéndole de comer y de beber tanto como Pippin podía desear. Y en verdad, sólo le preocupaba la necesidad de ser «cauteloso», como le había recomendado Gandalf, y de no soltar demasiado la lengua, como hacen los hobbits cuando se sienten entre gente amiga.
Por fin Beregond se levantó.
—¡Adiós por esta vez! —dijo—. Estoy de guardia ahora hasta la puesta del sol, al igual que todos los aquí presentes, creo. Pero si te sientes solo, como dices, tal vez te gustaría tener un guía alegre que te lleve a visitar la Ciudad. Mi hijo se sentirá feliz de acompañarte. Es un buen muchacho, puedo decirlo. Si te agrada la idea, baja hasta el círculo inferior y pregunta por la Hostería Vieja en el Rath Celerdain, Calle de los Lampareros. Allí lo encontrarás con otros jóvenes que se han quedado en la Ciudad. Quizá haya cosas interesantes para ver allá abajo, junto a la Gran Puerta, antes que cierren.
Salió, y los otros no tardaron en seguirlo.
Aunque empezaba a flotar una bruma ligera, el día era todavía luminoso, y caluroso para un mes de marzo, aun en un país tan meridional. Pippin se sentía somnoliento, pero la habitación le pareció triste y decidió descender a explorar la Ciudad. Le llevó a Sombragrís unos bocados que había apartado, y que el animal recibió con alborozo, aunque nada parecía faltarle. Luego echó a caminar bajando por muchos senderos zigzagueantes.
La gente lo miraba con asombro, cuando él pasaba. Los hombres se mostraban con él solemnes y corteses, saludándolo a la usanza de Gondor con la cabeza gacha y las manos sobre el pecho; pero detrás de él oía muchos comentarios, a medida que la gente que andaba por las calles llamaba a quienes estaban dentro a que salieran a ver al Príncipe de los Medianos, el compañero de Mithrandir. Algunos hablaban un idioma distinto de la Lengua Común, pero Pippin no tardó mucho en aprender al menos qué significaba Ernil i Pheriannathy en saber que su condición de príncipe ya era conocida en toda la ciudad.
Recorriendo las calles abovedadas y las hermosas alamedas y pavimentos, llegó por fin al círculo inferior, el más amplio; allí le dijeron dónde estaba la Calle de los Lampareros, un camino ancho que conducía a la Gran Puerta. Pronto encontró la Hostería Vieja, un edificio de piedra gris desgastada por los años, con dos alas laterales; en el centro había un pequeño prado, y detrás se alzaba la casa de numerosas ventanas; todo el ancho de la fachada lo ocupaba un pórtico sostenido por columnas y una escalinata que descendía hasta la hierba. Algunos chiquillos jugaban entre las columnas: los únicos niños que Pippin había visto en Minas Tirith, y se detuvo a observarlos. De pronto, uno de ellos advirtió la presencia del hobbit, y precipitándose con un grito, llegó a la calle, seguido de otros. De pie frente a Pippin, lo miró de arriba abajo.
—¡Salud! —dijo el chiquillo—. ¿De dónde vienes? Eres un forastero en la Ciudad.
—Lo era —respondió Pippin—; pero dicen ahora que me he convertido en un hombre de Gondor.
—¡Oh, no me digas! —dijo el chiquillo—. Entonces aquí todos somos hombres. Pero ¿qué edad tienes y cómo te llamas? Yo he cumplido los diez, y pronto mediré cinco pies. Soy más alto que tú. Pero también mi padre es un Guardia, y uno de los más altos. ¿Qué hace tu padre?
—¿A qué pregunta he de responder primero? —dijo Pippin—. Mi padre cultiva las tierras de los alrededores de Fuente Blanca, cerca de Alforzada en la Comarca. Tengo casi veintinueve años, así que en eso te aventajo, aunque mida sólo cuatro pies, y es improbable que crezca, salvo en sentido horizontal.
—¡Veintinueve años!—exclamó el niño, lanzando un silbido—. Vaya, eres casi viejo, tan viejo como mi tío Iorlas. Sin embargo —añadió, esperanzado—, apuesto que podría ponerte cabeza abajo o tumbarte de espaldas.
—Tal vez, si yo te dejara —dijo Pippin, riendo—. Y quizá yo pudiera hacerte lo mismo a ti: conocemos unas cuantas triquiñuelas en mi pequeño país. Donde, déjame que te lo diga, se me considera excepcionalmente grande y fuerte; y jamás he permitido que nadie me pusiera cabeza abajo. Y si lo intentaras, y no me quedara otro remedio, quizá me viera obligado a matarte. Porque, cuando seas mayor, aprenderás que las personas no siempre son lo que parecen; y aunque quizá me hayas tomado por un jovenzuelo extranjero tonto y bonachón, y una presa fácil, quiero prevenirte: no lo soy; ¡soy un Mediano, duro, temerario, y malvado! —Y Pippin hizo una mueca tan fiera que el niño dio un paso atrás, pero en seguida volvió a acercarse, con los puños apretados y un centelleo belicoso en la mirada—. ¡No! —dijo Pippin, riendo—. ¡Tampoco creas todo lo que dice de sí mismo un extranjero! No soy un luchador. Sin embargo, sería más cortés que quien lanza el desafío se diera a conocer.
El chico se irguió con orgullo. —Soy Bergil hijo de Beregond de la Guardia —dijo.
—Era lo que pensaba —dijo Pippin—, pues te pareces mucho a tu padre. Lo conozco, y él mismo me ha enviado a buscarte.
—¿Por qué, entonces, no lo dijiste en seguida? —preguntó Bergil, y una expresión de desconsuelo le ensombreció la cara—. ¡No me digas que ha cambiado de idea y que quiere enviarme fuera de la Ciudad, junto con las mujeres! Pero no, ya han partido las últimas carretas.
—El mensaje, si no bueno, es menos malo de lo que supones —dijo Pippin—. Dice que si en lugar de ponerme cabeza abajo prefieres mostrarme la Ciudad, podrías acompañarme y aliviar mi soledad un rato. En compensación, yo podría contarte algunas historias de países remotos.
Bergil batió palmas y rió, aliviado. —¡Todo marcha bien, entonces! —gritó—. ¡Ven! Dentro de un momento íbamos hacia la Puerta, a mirar. Iremos ahora mismo.
—¿Qué pasa allí?
—Esperamos a los Capitanes de las Tierras Lejanas; se dice que llegarán antes del crepúsculo, por el Camino del Sur. Ven con nosotros, y verás.
Bergil mostró que era un buen camarada, la mejor compañía que había tenido Pippin desde que se separara de Merry, y pronto estuvieron parloteando y riendo alborozados, sin preocuparse por las miradas que la gente les echaba. A poco andar, se encontraron en medio de una muchedumbre que se encaminaba a la Gran Puerta. Y allí, el prestigio de Pippin aumentó considerablemente a los ojos de Bergil, pues cuando dio su nombre y el santo y seña, el guardia lo saludó y lo dejó pasar; y lo que es más, le permitió llevar consigo a su compañero.
—¡Maravilloso! —dijo Bergil—. A nosotros, los niños, ya no nos permiten franquear la Puerta sin un adulto. Ahora podremos ver mejor.
Del otro lado de la Puerta, una multitud de hombres ocupaba las orillas del camino y el gran espacio pavimentado en que desembocaban las distintas rutas a Minas Tirith. Todas las miradas se volvían al sur, y no tardó en elevarse un murmullo: —¡Hay una polvareda allá, a lo lejos! ¡Ya están llegando!
Pippin y Bergil se abrieron paso hasta la primera fila, y esperaron. Unos cuernos sonaron a la distancia, y el estruendo de los vítores llegó hasta ellos como un viento impetuoso. Se oyó luego un vibrante toque de clarín, y toda la gente que los rodeaba prorrumpió en gritos de entusiasmo.
—¡Forlong! ¡Forlong! —gritaban los hombres.
—¿Qué dicen? —preguntó Pippin.
—Ha llegado Forlong —respondió Bergil—, el viejo Forlong el Gordo, el Señor de Lossarnach. Allí vive mi abuelo. ¡Hurra! Ya está aquí, mira. ¡El buen viejo Forlong!
A la cabeza de la comitiva avanzaba un caballo grande y de osamenta poderosa, y montado en él iba un hombre ancho de espaldas y enorme de contorno; aunque viejo y barbicano, vestía una cota de malla, usaba un yelmo negro, y llevaba una lanza larga y pesada. Tras él marchaba, orgullosa, una polvorienta caravana de hombres armados y ataviados, que empuñaban grandes hachas de combate; eran fieros de rostro, y más bajos y un poco más endrinos que todos los que Pippin había visto en Gondor.
—¡Forlong! —lo aclamaba la multitud—. ¡Corazón leal, amigo fiel! ¡Forlong! —Pero cuando los hombres de Lossarnach hubieron pasado, murmuraron:– ¡Tan pocos! ¿Cuántos serán, doscientos? Esperábamos diez veces más. Les habrán llegado noticias de los navíos negros. Sólo han enviado un décimo de las fuerzas de Lossarnach. Pero aun lo pequeño es una ayuda.
Así fueron llegando las otras compañías, saludadas y aclamadas por la multitud, y cruzaron la Puerta, hombres de las Tierras Lejanas que venían a defender la Ciudad de Gondor en una hora sombría; pero siempre en número demasiado pequeño, siempre insuficientes para colmar las esperanzas o satisfacer las necesidades. Los hombres del Valle de Ringló detrás del hijo de su Señor, Dervorin, marchaban a pie: trescientos. De las mesetas de Morthond, el ancho Valle de la Raíz Negra, el alto Duinhir, acompañado por sus hijos, Duilin y Derufin, y quinientos arqueros. Del Anfalas, de la lejana Playa Larga, una columna de hombres muy diversos, cazadores, pastores, y habitantes de pequeñas aldeas, mal equipados, excepto la escolta de Golasgil, el soberano. De Lamedon, unos pocos montañeses salvajes y sin capitán. Pescadores del Ethir, un centenar o más, reclutados en las embarcaciones. Hirluin el Hermoso, venido de las Colinas Verdes de Pinnath Gelin con trescientos guerreros apuestos, vestidos de verde. Y por último el más soberbio, Imrahil, Príncipe de Dol Amroth, pariente del Señor Denethor, con estandartes de oro y el emblema del Navío y el Cisne de Plata, y una escolta de caballeros con todos los arreos, montados en corceles grises; los seguían setecientos hombres de armas, altos como señores, de ojos acerados y cabellos oscuros, que marchaban cantando.
Y eso era todo, menos de tres mil en total. Y no vendrían otros. Los gritos y el ruido de los pasos y los cascos se extinguieron dentro de la Ciudad. Los espectadores callaron un momento. El polvo flotaba en el aire, pues el viento había cesado y la atmósfera del atardecer era pesada. Se acercaba ya la hora de cerrar las puertas, y el sol rojo había desaparecido detrás del Mindolluin. La sombra se extendió sobre la Ciudad.
Pippin alzó los ojos, y le pareció que el cielo tenía un color gris ceniciento, como velado por una espesa nube de polvo que la luz atravesaba apenas. Pero en el oeste el sol agonizante había incendiado el velo de sombras, y ahora el Mindolluin se erguía como una forma negra envuelta en las ascuas de una humareda ardiente.
—¡Que así, con cólera, termine un día tan hermoso! —reflexionó Pippin en voz alta, olvidándose del chiquillo que estaba junto a él.
—Así terminará si no regreso antes de las campanas del crepúsculo —dijo Bergil—. ¡Vamos! Ya suena la trompeta que anuncia el cierre de la Puerta.
Tomados de la mano volvieron a la Ciudad, los últimos en traspasar la Puerta antes que se cerrara, y cuando llegaron a la Calle de los Lampareros todas las campanas de las torres repicaban solemnemente. Aparecieron luces en muchas ventanas, y de las casas y los puestos de los hombres de armas llegaban cantos.
—¡Adiós por esta vez! —dijo Bergil—. Llévale mis saludos a mi padre y agradécele la compañía que me mandó. Vuelve pronto, te lo ruego. Casi desearía que no hubiese guerra, porque podríamos haber pasado buenos momentos. Hubiéramos podido ir a Lossarnach, a la casa de mi abuelo: es maravilloso en primavera, los bosques y los campos cubiertos de flores. Pero quizá podamos ir algún día. El Señor Denethor jamás será derrotado, y mi padre es muy valiente. ¡Adiós y vuelve pronto!
Se separaron, y Pippin se encaminó de prisa hacia la ciudadela. El trayecto se le hacía largo, y empezaba a sentir calor y un hambre voraz. Y la noche se cerró, rápida y oscura. Ni una sola estrella parpadeaba en el cielo. Llegó tarde a la cena, y Beregond lo recibió con alegría, y lo sentó al lado de él para oír las noticias que le traía de su hijo. Una vez terminada la comida, Pippin se quedó allí un rato, pero no tardó en despedirse, pues sentía el peso de una extraña melancolía, y ahora tenía muchos deseos de ver otra vez a Gandalf.
—¿Sabrás encontrar el camino? —le preguntó Beregond en la puerta de la sala, en la parte norte de la ciudadela, donde habían estado sentados—. La noche es oscura, y aún más porque han dado órdenes de velar todas las luces dentro de la Ciudad; ninguna ha de ser visible desde fuera de los muros. Y puedo darte una noticia de otro orden: mañana por la mañana, a primera hora, serás convocado por el Señor Denethor. Me temo que no te destinarán a la Tercera Compañía. Sin embargo, es posible que volvamos a encontrarnos. ¡Adiós y duerme en paz!
La habitación estaba a oscuras, excepto una pequeña linterna puesta sobre la mesa. Gandalf no estaba. La tristeza de Pippin era cada vez mayor. Se subió al banco y trató de mirar por una ventana, pero era como asomarse a un lago de tinta. Bajó y cerró la persiana y se acostó. Durante un rato permaneció tendido y alerta, esperando el regreso de Gandalf, y luego cayó en un sueño inquieto.
En mitad de la noche lo despertó una luz, y vio que Gandalf había vuelto y que recorría la habitación a grandes trancos del otro lado de la cortina. Sobre la mesa había velas y rollos de pergamino. Oyó que el mago suspiraba y murmuraba: —¿Cuándo regresará Faramir?
—¡Hola! —dijo Pippin, asomando la cabeza por la cortina—. Creía que te habías olvidado de mí. Me alegro de verte de vuelta. El día fue largo.
—Pero la noche será demasiado corta —dijo Gandalf—. He vuelto aquí porque necesito un poco de paz, y de soledad. Harías bien en dormir, en una cama mientras sea posible. Al alba, te llevaré de nuevo al Señor Denethor. No, al alba no, cuando llegue la orden. La Oscuridad ha comenzado. No habrá amanecer.
2
EL PASO DE LA COMPAÑÍA GRIS
Gandalf había desaparecido, y los ecos de los cascos de Sombragrís se habían perdido en la noche. Merry volvió a reunirse con Aragorn. Apenas tenía equipaje, pues había perdido todo en Parth Galen, y sólo llevaba las pocas cosas útiles que recogiera entre las ruinas de Isengard. Hasufel ya estaba enjaezado. Legolas y Gimli y el caballo de ellos esperaban cerca.
—Así que todavía quedan cuatro miembros de la Compañía —dijo Aragorn—. Seguiremos cabalgando juntos. Pero no iremos solos, como yo pensaba. El rey está ahora decidido a partir inmediatamente. Desde que apareció la sombra alada, sólo piensa en volver a las colinas al amparo de la noche.
—¿Y de allí, adónde iremos luego? —le preguntó Legolas.
—No lo sé aún —respondió Aragorn—. En cuanto al rey, partirá para la revista de armas que ha convocado en Edoras dentro de cuatro noches. Y allí, supongo, tendrá noticias de la guerra, y los Jinetes de Rohan descenderán a Minas Tirith. Excepto yo, y los que quieran seguirme...
—¡Yo, para empezar! —gritó Legolas.
—¡Y Gimli con él! —dijo el Enano.
—Bueno —dijo Aragorn—, en cuanto a mí, todo lo que veo es oscuridad. También yo tendré que ir a Minas Tirith, pero aún no distingo el camino. Se aproxima una hora largamente anticipada.
—¡No me abandonéis! —dijo Merry—. Hasta ahora no he prestado mucha utilidad, pero no quiero que me dejen de lado, como esos equipajes que uno retira cuando todo ha concluido. No creo que los Jinetes quieran ocuparse de mí en este momento. Aunque en verdad el rey dijo que a su retorno me haría sentar junto a él, para que le hablase de la Comarca.
—Es verdad —dijo Aragorn—, y creo, Merry, que tu camino es el camino del rey. No esperes, sin embargo, un final feliz. Pasará mucho tiempo, me temo, antes que Théoden pueda reinar nuevamente en paz en Meduseld. Muchas esperanzas se marchitarán en esta amarga primavera.
Pronto todos estuvieron listos para la partida: veinticuatro jinetes, con Gimli en la grupa del caballo de Legolas y Merry delante de Aragorn. Poco después corrían a través de la noche. No hacía mucho que habían pasado los túmulos de los Vados del Isen, cuando un Jinete se adelantó desde la retaguardia.
—Mi Señor —dijo, hablándole al rey—, hay hombres a caballo detrás de nosotros. Me pareció oírlos cuando cruzábamos los Vados. Ahora estamos seguros. Vienen a galope tendido y están por alcanzarnos.
Sin pérdida de tiempo, Théoden ordenó un alto. Los jinetes dieron media vuelta y empuñaron las lanzas. Aragorn se apeó del caballo, depositó en el suelo a Merry, y desenvainando la espada aguardó junto al estribo del rey. Éomer y su escudero volvieron a la retaguardia. Merry se sentía más que nunca un trasto inútil, y se preguntó qué podría hacer en caso de que se librase un combate. En el supuesto de que la pequeña escolta del rey fuera atrapada y sometida, y él lograse huir en la oscuridad... solo en las tierras vírgenes de Rohan sin idea de dónde estaba en aquella infinidad de millas... «¡Inútil!», se dijo. Desenvainó la espada y se ajustó el cinturón.
La luna declinaba oscurecida por una gran nube flotante, pero de improviso volvió a brillar. En seguida llegó a oídos de todos el ruido de los cascos, y en el mismo momento vieron unas formas negras que avanzaban rápidamente por el sendero de los vados. La luz de la luna centelleaba aquí y allá en las puntas de las lanzas. Era imposible estimar el número de los perseguidores, pero no parecía inferior al de los hombres de la escolta del rey.
Cuando estuvieron a unos cincuenta pasos de distancia, Éomer gritó con voz tonante: —¡Alto! ¡Alto! ¿Quién cabalga en Rohan?
Los perseguidores detuvieron de golpe a los caballos. Hubo un momento de silencio; y entonces, a la luz de la luna, vieron que uno de los jinetes se apeaba y se adelantaba lentamente. Blanca era la mano que levantaba, con la palma hacia adelante, en señal de paz; pero los hombres del rey empuñaron las armas. A diez pasos el hombre se detuvo. Era alto, una sombra oscura y enhiesta. De pronto habló, con voz clara y vibrante.
—¿Rohan? ¿Habéis dicho Rohan? Es una palabra grata. Desde muy lejos venimos buscando este país, y llevamos prisa.
—Lo habéis encontrado —dijo Éomer—. Allá, cuando cruzasteis los vados, entrasteis en Rohan. Pero éstos son los dominios del Rey Théoden, y nadie cabalga por aquí sin su licencia. ¿Quiénes sois? ¿Y por qué esa prisa?
—Yo soy Halbarad Dúnadan, Montaraz del Norte —respondió el hombre—. Buscamos a un tal Aragorn hijo de Arathorn, y habíamos oído que estaba en Rohan.
—¡Y lo habéis encontrado también! —exclamó Aragorn. Entregándole las riendas a Merry, corrió a abrazar al recién llegado—. ¡Halbarad! —dijo—. ¡De todas las alegrías, ésta es la más inesperada!
Merry dio un suspiro de alivio. Había pensado que se trataba de una nueva artimaña de Saruman para sorprender al rey cuando sólo lo protegían unos pocos hombres; pero al parecer no iba a ser necesario morir en defensa de Théoden, al menos por el momento. Volvió a envainar la espada.
—Todo bien —dijo Aragorn, regresando a la Compañía—. Son hombres de mi estirpe venidos del país lejano en que yo vivía. Pero a qué han venido, y cuántos son, Halbarad nos lo dirá.
—Tengo conmigo treinta hombres —dijo Halbarad—. Todos los de nuestra sangre que pude reunir con tanta prisa; pero los hermanos Elladan y Elrohir nos han acompañado, pues desean ir a la guerra. Hemos cabalgado lo más rápido posible, desde que llegó tu llamada.
—Pero yo no os llamé —dijo Aragorn—, salvo con el deseo; a menudo he pensado en vosotros, y nunca más que esta noche; sin embargo, no os envié ningún mensaje. ¡Pero vamos! Todas estas cosas pueden esperar. Nos encontráis viajando de prisa y en peligro. Acompañadnos por ahora, si el rey lo permite.
En realidad, la noticia alegró a Théoden.
—¡Magnífico! —dijo—. Si estos hombres de tu misma sangre se te parecen, mi señor Aragorn, treinta de ellos serán una fuerza que no puede medirse por el número.
Los Jinetes reanudaron la marcha, y Aragorn cabalgó algún tiempo con los Dúnedain; y luego que hubieron comentado las noticias del Norte y del Sur, Elrohir le dijo: —Te traigo un mensaje de mi padre: Los días son cortos. Si el tiempo apremia, recuerda los Senderos de los Muertos.
—Los días me parecieron siempre demasiado cortos para que mi deseo se cumpliera —dijo Aragorn—. Pero grande en verdad tendrá que ser mi prisa si tomo ese camino.
—Eso lo veremos pronto —dijo Elrohir—. ¡Pero no hablemos más de estas cosas a campo raso!
Entonces Aragorn le dijo a Halbarad: —¿Qué es eso que llevas, primo? —Pues había notado que en vez de lanza empuñaba un asta larga, como si fuera un estandarte, pero envuelta en un apretado lienzo negro, y atada con muchas correas.
—Es un regalo que te traigo de parte de la Dama de Rivendel —respondió Halbarad—. Lo hizo ella misma en secreto, y fue un largo trabajo. Y también te envía un mensaje: Cortos son ahora los días. O nuestras esperanzas se cumplirán, o será el fin de toda esperanza. Por eso te he enviado lo que hice para ti. ¡Adiós, Piedra de Elfo!
Y Aragorn dijo: —Ahora sé lo que traes. ¡Llévalo aún en mi nombre algún tiempo! —Y dándose vuelta miró a lo lejos hacia el Norte bajo las grandes estrellas, y se quedó en silencio y no volvió a hablar mientras duró la travesía nocturna.
La noche era vieja y el cielo gris en el Este cuando salieron por fin del Valle del Bajo y llegaron a Cuernavilla. Allí decidieron descansar un rato, y deliberar.
Merry durmió hasta que Legolas y Gimli lo despertaron.
—El sol está alto —le dijo Legolas—. Ya todos andan ocupados de aquí para allá. Vamos, Señor Zángano, ¡levántate y ve a echar una mirada, mientras todavía estás a tiempo!
—Hubo una batalla aquí, hace tres noches —dijo Gimli—, y aquí fue donde Legolas y yo jugamos una partida que yo gané por un solo orco. ¡Ven y verás cómo fue! ¡Y hay cavernas, Merry, cavernas maravillosas! ¿Crees que podremos visitarlas, Legolas?
—¡No! No tenemos tiempo —dijo el Elfo—. ¡No estropees la maravilla con la impaciencia! Te he dado mi palabra de que volveré contigo, si tenemos alguna vez un día de paz y libertad. Pero ya es casi mediodía, y a esa hora comeremos, y luego partiremos otra vez, tengo entendido.
Merry se levantó y bostezó. Las escasas horas de sueño habían sido insuficientes; se sentía cansado y bastante triste. Echaba de menos a Pippin, y tenía la impresión de no ser sino una carga, mientras todos los demás trabajaban de prisa preparando planes para algo que él no terminaba de entender.
—¿Dónde está Aragorn? —preguntó.
—En una de las cámaras altas de la Villa —le respondió Legolas—. No ha dormido ni descansado, me parece. Subió allí hace unas horas, diciendo que necesitaba reflexionar, y sólo lo acompañó su primo, Halbarad; pero tiene una duda oscura o alguna preocupación.
—Es una compañía extraña, la de estos recién llegados —dijo Gimli—. Son hombres recios y arrogantes; junto a ellos los Jinetes de Rohan parecen casi niños; tienen rostros feroces, como de roca gastada por los años casi todos ellos, hasta el propio Aragorn; y son silenciosos.
—Pero lo mismo que Aragorn, cuando rompen el silencio son corteses —dijo Legolas—. ¿Y has observado a los hermanos Elladan y Elrohir? Visten ropas menos sombrías que los demás, y tienen la belleza y la arrogancia de los señores Elfos; lo que no es extraño en los hijos de Elrond de Rivendel.
—¿Por qué han venido? ¿Lo sabes? —preguntó Merry. Se había vestido, y echándose sobre los hombros la capa gris, marchó con sus compañeros hacia la puerta destruida de la Villa.
—En respuesta a una llamada, tú mismo lo oíste —dijo Gimli—. Dicen que un mensaje llegó a Rivendel: Aragorn necesita la ayuda de los suyos. ¡Que los Dúnedain se unan a él en Rohan!Pero de dónde les llegó este mensaje, ahora es un misterio para ellos. Lo ha de haber enviado Gandalf, presumo yo.
—No, Galadriel —dijo Legolas—. ¿No habló por boca de Gandalf de la cabalgata de la Compañía Gris llegada del Norte?
—Sí, tienes razón —dijo Gimli—. ¡La Dama del Bosque! Ella lee en los corazones y las esperanzas. ¿Por qué, Legolas, no habremos deseado la compañía de algunos de los nuestros?
Legolas se había detenido frente a la puerta, el bello rostro atribulado, la mirada perdida en la lejanía, hacia el norte y el este.
—Dudo que alguno quisiera acudir —respondió—. No necesitan venir tan lejos a la guerra: la guerra avanza ya sobre ellos.
Durante un rato caminaron los tres, comentando tal o cual episodio de la batalla, y descendieron por la puerta rota y pasaron delante de los túmulos de los caídos en el prado que bordeaba el camino; al llegar a la Empalizada de Helm se detuvieron y se asomaron a contemplar el Bajo. Negra, alta y pedregosa, ya se alzaba allí la Quebrada de la Muerte, y podía verse la hierba que los Ucornos habían pisoteado y aplastado. Los Dunlendinos y numerosos hombres de la guarnición del Fuerte estaban trabajando en la Empalizada o en los campos, y alrededor de los muros semiderruidos; sin embargo, había una calma extraña: un valle cansado que reposa luego de una tempestad violenta. Los hombres regresaron pronto para el almuerzo, que se servía en la sala del Fuerte.
El rey ya estaba allí; ni bien los vio entrar, llamó a Merry y pidió que le pusieran un asiento junto al suyo.
—No es lo que yo hubiera querido —dijo Théoden—; poco se parece este lugar a mi hermosa morada de Edoras. Y tampoco nos acompaña tu amigo, aunque tendría que estar aquí. Sin embargo, es posible que pase mucho tiempo antes que podamos sentarnos, tú y yo, a la alta mesa de Meduseld; y no habrá ocasión para fiestas cuando yo regrese. ¡Adelante! Come y bebe, y hablemos ahora mientras podamos. Y luego cabalgarás conmigo.
—¿Puedo? —dijo Merry, sorprendido y feliz—. ¡Sería maravilloso! —Nunca una palabra amable había despertado en él tanta gratitud—. Temo no ser más que un impedimento para todos —balbuceó—, pero no me arredra ninguna empresa que yo pudiera llevar a cabo, os lo aseguro.
—No lo dudo —dijo el rey—. He hecho preparar para ti un buen poney de montaña. Te llevará al galope por los caminos que tomaremos, tan rápido como el mejor corcel. Pues pienso partir del Fuerte siguiendo los senderos de las montañas, sin atravesar la llanura, y llegar a Edoras por el camino de El Sagrario, donde me espera la Dama Éowyn. Serás mi escudero, si lo deseas. ¿Éomer, hay en el Fuerte algún equipo que pueda servirle a mi paje de armas?
—No tenemos aquí grandes reservas, mi Señor —respondió Éomer—. Tal vez pudiéramos encontrar un yelmo liviano, pero no cotas de malla ni espadas para alguien de esta estatura.
—Yo tengo una espada —dijo Merry, y saltando del asiento, sacó de la vaina negra la pequeña hoja reluciente. Lleno de un súbito amor por el viejo rey, se hincó sobre una rodilla, y le tomó la mano y se la besó—. ¿Permitís que deposite a vuestros pies la espada de Meriadoc de la Comarca, Rey Théoden? —exclamó—. ¡Aceptad mis servicios, os lo ruego!
—Los acepto de todo corazón —dijo el rey, y posando las manos largas y viejas sobre los cabellos castaños del hobbit, le dio su bendición—. ¡Y ahora levántate, Meriadoc, escudero de Rohan de la casa de Meduseld! —dijo—. ¡Toma tu espada y condúcela a un fin venturoso!