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La dádiva
  • Текст добавлен: 21 сентября 2016, 16:35

Текст книги "La dádiva"


Автор книги: Владимир Набоков



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A principios de abril, a fin de abrir la temporada, los miembros de la Sociedad Entomológica Rusa solían hacer una excursión tradicional a la otra margen del río Negro, en un suburbio de San Petersburgo, donde en un soto de abedules, todavía desnudo y húmedo, que aún mostraba retazos de nieve agujereada, podía verse en los troncos, con las alas débiles y transparentes apretadas contra la delgada corteza, nuestra rareza favorita, una especialidad de la provincia. Una o dos veces me llevaron consigo. Entre estos padres de familia, ya entrados en años, que practicaban aplicadamente la brujería en un bosque de abril, se contaba un viejo crítico teatral, un ginecólogo, un profesor de leyes internacionales y un general —por alguna razón recuerdo con especial claridad la figura de este general (X. B. Lambovski– había algo pascual en él), con la ancha espalda muy inclinada y un brazo colocado sobre ella, junto a la figura de mi padre, que se había puesto en cuclillas con una especie de agilidad oriental —ambos examinaban cuidadosamente, en busca de crisálidas, un puñado de tierra rojiza levantada con una pala—; e incluso ahora me pregunto qué pensarían de todo esto los cocheros que esperaban en el camino.

A veces, en el campo, mi abuela irrumpía en nuestra sala de clase, Olga Ivanovna Veshin, rechoncha, de tez fresca, con mitones y encajes: «Bonjour les enfants» —cantaba sonoramente, y entonces, acentuando con fuerza las preposiciones, nos informaba: «Je viens de voir DANS le jardin, PRÉS du cédre, SUR une rose un papillon de toute beauté: il était bleu, vert, pourpre, doré —et grand comme ca». «Coge tu cazamariposas, de prisa —continuaba, volviéndose hacia mí—, y ve al jardín. Tal vez aún puedas atraparla.» Y se marchaba, completamente ajena al hecho de que si un insecto tan fabuloso se cruzaba en mi camino (ni siquiera valía la pena tratar de adivinar qué trivial visitante de jardín sería el que tanto adornaba su imaginación), yo moriría de un ataque cardíaco. A veces, para complacerme de modo especial, nuestra institutriz francesa elegía cierta fábula de Florian, para que yo la leyese en voz alta, sobre otra petit-maîtremariposa imposiblemente chillona. De vez en cuando una de mis tías me daba un libro de Fabre, cuyas populares obras, llenas de cháchara, observaciones inexactas y francos errores, mi padre mencionaba con desdén. También recuerdo esto: un día, al no encontrar mi caza-mariposas, fui a buscarlo al porche y tropecé con el ordenanza de mi tío que volvía de alguna parte con él al hombro, acalorado y con una sonrisa bondadosa y tímida en los labios sonrosados: «Mira qué he cogido para ti», proclamó con voz satisfecha, poniendo la red en el suelo; la red estaba atada cerca del marco con un trozo de cordel, y en la bolsa así formada pululaba y crujía una gran variedad de materia viva —y, Dios mío, cuántas porquerías había en ella: alrededor de treinta saltamontes, la cabezuela de una margarita, un par de libélulas, mazorcas de maíz, algo de arena, una mariposa de la col aplastada hasta ser irreconocible, y finalmente, un hongo comestible observado por el camino y añadido por si acaso. El pueblo llano ruso conoce y ama la naturaleza de su país. ¡Cuántas mofas, cuántas conjeturas y preguntas he tenido ocasión de oír cuando, venciendo mi timidez, he pasado por el pueblo con mi cazamariposas! «Pues esto no es nada —dijo mi padre—. Tendrías que haber visto las caras de los chinos cuando buscaba en una montaña sagrada, o la mirada que me dirigió la progresista maestra de una localidad del Volga cuando le expliqué qué hacía en aquel barranco.»

¡Cómo describir la felicidad de los paseos con nuestro padre a través de bosques, campos y turberas, o el constante recuerdo de él en verano, si estaba ausente, el eterno sueño de hacer algún descubrimiento y recibirle con este hallazgo! ¡Cómo describir la sensación que experimenté cuando me enseñó todos los lugares donde en su propia infancia había cazado esto o aquello!: la viga de un puente medio podrido donde atrapó su primera mariposa real en el 71, la pendiente del camino que bajaba al río, donde una vez cayó de rodillas, llorando y suplicando (¡había fallado el golpe, perdiéndola para siempre!) ¡Y qué fascinación había en sus palabras, en la especial fluidez y gracia de su estilo cuando hablaba de su tema, qué afectuosa precisión en los movimientos de sus dedos cuando enroscaba el tornillo de una mesa plegable o un microscopio, qué mundo verdaderamente encantador se abría en sus lecciones! Sí, ya sé que ésta no es manera de escribir —estas exclamaciones no me llevarán muy lejos—, pero mi pluma aún no está acostumbrada a seguir los contornos de su imagen, y yo soy el primero en aborrecer estas pinceladas accesorias. ¡Oh, no me mires así, infancia mía, con ojos tan grandes y asustados!

¡La dulzura de las lecciones! En atardeceres cálidos me llevaba a cierto estanque pequeño para que viera la temblorosa esfinge bailando sobre la mismísima agua, sumergiendo en ella el extremo de su cuerpo. Me enseñó a preparar aparatos genitales para determinar especies exteriormente indistinguibles. Con una sonrisa especial me llamó la atención hacia las mariposas de anillo negro de nuestro parque, que de un modo inesperado, misterioso y elegante sólo aparecían en los años pares. Una noche de otoño terriblemente fría y lluviosa me dio a beber cerveza con melaza a fin de sorprender en los troncos untados de los árboles, que brillaban a la luz de una lámpara de queroseno, multitud de grandes mariposas rayadas, que se lanzaban en silencio contra el cebo. Calentó y enfrió sucesivamente las doradas crisálidas de mis mariposas carey, y así pude obtener de ellas formas corsas, árticas y otras muy insólitas que parecían haber sido sumergidas en brea y tenían un vello sedoso. Me enseñó a abrir un hormiguero y encontrar a la oruga azul concertando un bárbaro pacto con sus habitaciones, y vi a una hormiga cosquilleando el segmento trasero del cuerpo torpe y pequeño de aqueUa oruga para forzarla a excretar una gota de jugo intoxicante, que tragó inmediatamente. En compensación, lo ofreció como alimento a sus propias larvas; era como si las vacas nos dieran Chartreuse y nosotros les diéramos a comer nuestros recién nacidos. Pero la fuerte oruga de una exótica especie azul no se aviene a este intercambio, devorando descaradamente a las hormigas recién nacidas y convirtiéndose después en una crisálida impenetrable que, finalmente, en el momento de la salida, está rodeada de hormigas (esos errores de la escuela de la experiencia) que esperan la aparición de la débil y arrugada mariposa para atacarla; la atacan —y pese a ello, no perece: «Nunca me he reído tanto —comentó mi padre– como cuando comprendí que la naturaleza la ha equipado con una sustancia pegajosa que inmovilizó las antenas y patas de aquellas ávidas hormigas, que se quedaron rodando y retorciéndose a su alrededor mientras ella, calmosa e invulnerable, dejaba que sus alas se fortalecieran y secaran.»

Me habló de los olores de las mariposas —almizcle y vainilla; sobre las voces de las mariposas; sobre el penetrante sonido emitido por la monstruosa oruga de una esfinge malaya, versión mejorada del chillido ratonil de nuestra mariposa calavera; sobre el tímpano pequeño y resonante de ciertas mariposas tigre; sobre la astuta mariposa de la selva brasileña que imita el zumbido de un pájaro local. Me habló del increíble y artístico ingenio del mimetismo, que no tenía explicación en la lucha por la existencia (la burda prisa de las fuerzas inexpertas de la evolución), era demasiado refinado para el mero engaño de predadores accidentales, plumados, escamosos y otros (no muy exigentes, pero tampoco demasiado aficionados a las mariposas), y que parecía inventado por algún artista travieso precisamente para los ojos inteligentes del hombre (hipótesis que puede llevar lejos a un evolucionista que observe a monos alimentándose de mariposas); me habló de estas mágicas máscaras del mimetismo; de la enorme mariposa nocturna que en estado de reposo adopta la imagen de una serpiente que te mira; de una geométrida tropical cuyos colores son una perfecta imitación de una especie de mariposa infinitamente alejado de ella en el sistema de la naturaleza, la ilusión del abdomen anaranjado poseído por un ser, reproducido humorísticamente en el otro por los anaranjados bordes interiores de los secundarios; y del curioso harén de aquella famosa mariposa africana de alas bifurcadas cuyas hembras de diversos disfraces copian el color, la forma e incluso el vuelo de media docena de especies diferentes (al parecer incomestibles), que también sirven de modelo a otros numerosos estados miméticos. Me habló de migraciones, de la larga nube que consiste en miríadas de piéridos blancos y que se mueve por el cielo, indiferente a la dirección del viento, siempre al mismo nivel sobre el suelo, que se eleva suavemente sobre las colinas y desciende de nuevo sobre los valles, y tal vez encuentra otra nube de mariposas, amarillas, y se filtra a través de ella sin detenerse y sin manchar su propia blancura —y flota hacia delante, para posarse en árboles al oscurecer, que hasta la mañana siguiente parecen salpicados de nieve —y entonces reemprende el vuelo para continuar su viaje– ¿hacia dónde? ¿Por qué? Un cuento aún no terminado por la naturaleza o acaso olvidado. «Nuestra mariposa del cardo —me dijo—, la "painted lady" de los ingleses, la "belle dame" de los franceses, no hiberna en Europa como hacen especies afines; nace en las llanuras africanas; allí, al amanecer, el viajero afortunado que escucha con los primeros rayos puede oír crepitar toda la estepa con un número incalculable de crisálidas que emergen del capullo.» Desde allí inicia sin demora el viaje hacia el norte, llega a las costas de Europa a principios de la primavera, anima de pronto los jardines de Crimea y las terrazas de la Riviera; sin detenerse, pero dejando individuos por doquier para la cría de verano, continúa volando hacia el norte y a fines de mayo, ahora ya en grupos aislados, llega a Escocia, Heligoland, a nuestros países e incluso al extremo norte de la tierra: ¡Se la ha encontrado en Islandia! Con un vuelo extraño, incoherente, distinto de todos, la mariposa desteñida, apenas reconocible, elige un claro seco del bosque, gira en torno a los abetos de Leshino, y a fines de verano, entre cardos, entre álamos, sus bellas crías sonrosadas ya están gozando de la vida. «Lo más conmovedor —añadió mi padre —es que en los primeros días fríos se observa el fenómeno inverso, la decadencia: la mariposa corre hacia el sur para pasar el invierno, pero, naturalmente, perece antes de llegar al calor.»

Simultáneamente con el inglés Tutt, quien observó lo mismo en los Alpes suizos que él en el macizo del Pamir, mi padre descubrió la verdadera naturaleza de la formación córnea que aparece bajo el abdomen de las hembras parnasianas fecundadas, y explicó que su pareja, trabajando con dos apéndices espatulados, coloca y moldea en ella un cinturón de castidad de manufactura propia, cuya forma es diferente en cada especie de este género, y a veces puede ser un pequeño barco, otras una concha espiral y otras —como en el caso de la orpheus Godunov, de un gris muy oscuro y excepcionalmente rara —la réplica de una diminuta lira. Y como frontispicio de mi presente obra creo que me gustaría exhibir precisamente esta mariposa —porque aún puedo oírle hablar de ella, ver cómo sacó los seis especímenes que había traído de sus seis gruesos sobres triangulares, cómo bajó la vista hacia la lupa que sostenía cerca del abdomen de la única hembra —y con qué reverencia su ayudante de laboratorio aflojó en un frasco húmedo las alas secas, brillantes y apretadamente dobladas a fin de clavar después suavemente un alfiler en el tórax del insecto, fijarlo al corcho del tablero, aplanar por medio de anchas tiras de papel semitransparentes su belleza abierta, indefensa, graciosamente extendida y, finalmente, deslizar un poco de algodón bajo su abdomen y enderezar sus negras antenas —para que se secara así para siempre. ¿Para siempre? En el museo de Berlín hay numerosas capturas de mi padre que continúan tan frescas como lo estaban en los años ochenta y noventa. Mariposas de la colección de Linneo, ahora en Londres, subsisten desde el siglo XVIII. En el museo de Praga puede verse el mismo ejemplo de la espectacular mariposa del Atlas que tanto admiraba Catalina la Grande. ¿Por qué, entonces, me siento tan triste?

Sus capturas, sus observaciones, el sonido de su voz en palabras científicas, creo que todo esto lo preservaré. Pero aun así es muy poco. Con la misma permanencia relativa me gustaría retener lo que tal vez yo amaba más en él: su viva masculinidad, inflexibilidad e independencia, lo gélido y lo cálido de su personalidad, su poder sobre todo aquello que emprendía. Como jugando, como si deseara dejar la huella de su fuerza en todas las cosas, elegía esto y aquello de un campo ajeno a la entomología y de este modo imprimió su marca en casi todas las ramas de las ciencias naturales: sólo describió una planta entre todas las que coleccionó, pero se trataba de una especie espectacular de abeto; sólo un pájaro —el más fabuloso faisán; sólo un murciélago– pero el mayor del mundo. Y en todas las partes de la naturaleza nuestro nombre encuentra innumerables ecos, porque otros naturalistas dieron el nombre de mi padre ya fuera a una araña, a un rododendro o a la cresta de una montaña —a propósito, esto último le indignó: «Averiguar y conservar el antiguo nombre nativo de un paso de montaña —escribió —es siempre más científico y más noble que endosarle el nombre de un buen amigo.»

Me gustaba —hasta ahora no había comprendido cuánto me gustaba —aquella destreza especial y desenvuelta que mostraba al tratar con un caballo, un perro, un arma, un pájaro o un muchacho campesino con una astilla de cinco centímetros en la espalda —constantemente le llevaban personas heridas, mutiladas, incluso enfermas, incluso mujeres embarazadas, que probablemente tomaban su misteriosa ocupación por la práctica del vudú. Me gustaba el hecho de que, al revés de la mayoría de los viajeros no rusos, Sven Hedin, por ejemplo, nunca cambiaba sus ropas por ropas chinas durante sus expediciones; en general se mantenía apartado, era en extremo severo y resuelto en sus relaciones con los nativos, sin mostrar indulgencia a mandarines y lamas; y en el campamento practicaba el tiro, lo cual servía de excelente precaución contra cualquier inoportuno. No le interesaba en absoluto la etnografía, hecho que por alguna razón irritaba mucho a ciertos geógrafos, y su gran amigo, el orientalista Krivtsov, casi lloraba al reprocharle: «¡Si al menos hubieras traído un solo canto nupcial, Konstantin Kirilovich, o descrito un traje local!» En Kazan había un profesor que le atacó especialmente; partiendo de una base humanitario-liberal, le acusó de orgullo científico, de un altivo desprecio por el Hombre, de desconsideración hacia los intereses del lector, de peligrosa excentricidad —y de muchas más cosas. Y una vez, durante un banquete internacional en Londres (y este episodio es el que más me gusta), Sven Hedin, que era vecino de mesa de mi padre, le preguntó cómo era que, viajando con libertad sin precedentes por las partes prohibidas del Tibet, en las cercanías de Lhasa, no había ido a echarle una ojeada, a lo cual mi padre replicó que no había querido sacrificar ni una sola hora de investigación para visitar «otra sucia aldea» —y adivino con mucha claridad cómo debió entrecerrar los ojos al decirlo.

Estaba dotado con un carácter ecuánime, autodominio, gran fuerza de voluntad y un vivo buen humor; pero cuando se enfadaba, su cólera era como una helada repentina (mi abuela decía a sus espaldas: «Se han parado todos los relojes de la casa»), y recuerdo muy bien aquellos súbitos silencios en la mesa y aquella especie de abstracción que aparecía inmediatamente en el rostro de mi madre (de entre nuestra parentela femenina, las malas lenguas afirmaban que «temblaba ante Kostia»), y que una de las institutrices sentadas al extremo de la mesa colocaba rápidamente la palma sobre una copa que estaba a punto de tintinear. La causa de su cólera podía ser una equivocación de alguien, un error de cálculo del administrador (mi padre no estaba muy versado en asuntos de la finca), una observación impertinente sobre un amigo íntimo, triviales sentimientos políticos mezclados con el espíritu de patriotismo expresados por un huésped incauto, desde una plataforma improvisada, o finalmente alguna travesura mía. Él, que en su tiempo había sacrificado innumerables multitudes de pájaros, que una vez había traído al recién casado botánico Berg la alfombra completa de un multicolor prado de montaña en una sola pieza, del tamaño de una habitación (me imaginé que la debió enrollar como una alfombra persa), que encontró a fantástica altura entre nieve y riscos pelados —no podía perdonarme a mí que matara caprichosamente un gorrión de Leshino con un rifle Montecristo o señalara con una espada la corteza de un joven álamo del estanque. No podía soportar la dilación, el titubeo, el parpadeo de una mentira, no podía soportar la hipocresía o los halagos —y estoy seguro de que si me hubiera sorprendido en una cobardía física me habría maldecido.

Todavía no lo he dicho todo; estoy a punto de mencionar lo que es tal vez lo más importante. En mi padre y en torno a él, en torno a esta fuerza clara y directa, había algo difícil de comunicar con palabras, una neblina, un misterio, una reserva enigmática que a veces se hacía sentir más y otras menos. Era como si este hombre auténtico, tan auténtico, poseyera un efluvio de algo todavía desconocido pero que era tal vez lo más auténtico de todo. No tenía relación directa ni con nosotros, ni con mi madre, ni con las cosas externas de la vida, ni siquiera con las mariposas (lo más próximo a él, diría yo): no era introspección ni melancolía —y carezco de medios para explicar la impresión que me causó su rostro cuando miré desde fuera por la ventana de su estudio y le vi, que de pronto había olvidado su trabajo (sentí en mi interior que lo había olvidado —como si algo hubiese fallado o desaparecido), apartado de la mesa su cabeza grande y docta y la había apoyado en el puño, por lo que se formó una dilatada arruga desde la mejilla hasta la sien, y permaneciendo inmóvil unos momentos. Ahora se me antoja a veces —quién sabe —que mi padre emprendía sus viajes no tanto para buscar algo como para huir de algo, y que al volver se daba cuenta de que todavía continuaba con él, dentro de él, insoslayable, inagotable. No puedo descubrir un nombre para su secreto, sólo sé que era la fuente de aquella soledad especial —ni alegre ni malhumorada, ya que no tenía ninguna conexión con la apariencia externa de las emociones humanas—, a la que ni mi madre ni todos los entomólogos del mundo tenían acceso. Y es extraño: el guarda de la finca, viejo encorvado que había sido chamuscado en dos ocasiones por un rayo nocturno, era quizá la única persona entre nuestros servidores rurales que había aprendido sin ayuda de mi padre (que lo había enseñado a todo un regimiento de cazadores asiáticos) a coger y matar una mariposa sin mutilarla (lo cual, naturalmente, no le impedía aconsejarme con aire de profesional que no me apresurase en atrapar mariposas pequeñas, «chiquitinas», decía él, durante la primavera, sino que esperase al verano, cuando ya habrían crecido); precisamente él, que con franqueza y sin sorpresa ni temor consideraba que mi padre sabía varías cosas que no sabía nadie más, tenía, a su manera, toda la razón.

Sea como fuere, ahora estoy convencido de que nuestra vida de entonces estaba impregnada de una magia desconocida en otras familias. Gracias a las conversaciones con mi padre, gracias a los ensueños durante su ausencia, gracias a la vecindad de miles de libros llenos de dibujos de animales, al precioso resplandor de las colecciones, a los mapas, a la heráldica de la naturaleza y la cabala de los nombres latinos, la vida se impregnó de una cautivadora ligereza que me hacía sentir la inminencia de mis propios viajes. De ella tomo ahora mis alas. Entre las viejas y tranquilas fotografías familiares, enmarcadas en terciopelo, del estudio de mi padre había una copia del grabado: Marco Polo abandonando Venecia. Era sonrosada, esta Venecia, y el agua de su laguna era azul celeste, con cisnes de doble tamaño que las embarcaciones, a bordo de una de las cuales bajaban por una pasarela unos hombres diminutos de color violeta, que luego embarcarían en un buque que esperaba algo más lejos con las velas enrolladas —y no puedo apartarme de esta belleza misteriosa, de estos colores antiguos que flotan ante los ojos como buscando nuevas formas, cuando ahora imagino los preparativos de la caravana de mi padre en Prshevalsk, adonde solía ir con caballos de posta desde Tashkent, después de enviar anticipadamente, por convoy lento, aprovisionamientos para tres años. Sus cosacos recorrían las aldeas circundantes para comprar caballos, mulos y camellos; preparaban los fardos y los sacos (qué no habría en aquellos yagtanes y sacos de cuero probados por los siglos, desde coñac a guisantes pulverizados, desde lingotes de plata a clavos para herraduras); y después de un réquiem a orillas del lago, junto a la piedra fúnebre del explorador Prshevalski, coronada por un águila de bronce —en torno a la cual los intrépidos faisanes locales solían pasar la noche—, la caravana se ponía en camino.

Después de esto veo la caravana, antes de que se adentre en las montañas, serpenteando entre colinas de un verdor paradisíaco, que depende tanto de su atavío de hierba como de roca epidótica, de un verde manzana, de la que están compuestas. Los caballitos Kalmuk, compactos y resistentes, avanzan en fila india, formando grupos: los dos fardos de idéntico peso están atados con doble cuerda para que nada pueda moverse, y un cosaco guía por la brida a cada escalón de caballos. Al frente de la caravana, con un rifle Berdan al hombro y un cazamariposas a mano, con gafas y una camisa de nanquín, mi padre monta su caballo blanco acompañado de un jinete nativo. Cerrando el destacamento, cabalga el geodesta Kunitsyn(así es como yo lo veo), anciano majestuoso que ha pasado media vida en imperturbables expediciones, con sus instrumentos en estuches —cronómetros, compases de agrimensor, un horizonte artificial– y cuando se detiene a tomar un ángulo o a apuntar acimuts en su cuaderno, su asistente cuida del caballo, y este asistente es un alemán bajo y anémico, Ivan Ivanovich Viskott, ex químico de Gatchina, a quien mi padre enseñó una vez a preparar pieles de pájaro y que desde entonces participó en todas las expediciones, hasta que murió de gangrena en el verano de 1903 en Din-Kou.

Más allá veo las montañas: la cordillera de Tian-Shan.

En busca de pasos (marcados en el mapa de acuerdo con datos orales, pero primero explorados por mi padre), la caravana ascendía por empinadas laderas y angostos salientes, bajaba hacia el norte, hasta la estepa atestada de saigas, descendía de nuevo hacia el sur, vadeaba torrentes en un lugar e intentaba vencer la crecida de un río en otro —y de nuevo hacia arriba, hacia arriba, por senderos casi infranqueables. ¡Cómo jugaba la luz del sol! La sequedad del aire producía un asombroso contraste entre la luz y la sombra: en la luz había tales reflejos, tal riqueza de fulgores que a veces era imposible mirar una roca, un arroyo; y en la sombra, la oscuridad absorbía todos los detalles, por lo que cada color tenía una vida mágicamente multiplicada y el pelaje de los caballos cambiaba cuando entraban en la frescura de los álamos blancos.

Bastaba con el estrépito del agua en la garganta para aturdir a un hombre; el corazón y el pecho se llenaban de una agitación eléctrica; el agua fluía con temible fuerza —de modo tan suave, sin embargo, como plomo fundido —y luego se hinchaba de pronto monstruosamente cuando llegaba al rápido, se agolpaba y caía sobre las lustrosas piedras con olas multicolores de furioso ímpetu; y entonces, se precipitaba desde una altura de seis metros, cruzaba un arco iris, se hundía en la oscuridad y, continuaba fluyendo, ahora cambiada: tumultuosa, azul como el humo y blanca como la nieve por la espuma, azotaba primero un lado y luego otro del redondeado cañón de un modo que daba la impresión de que la firmeza reverberante de la montaña no sería capaz de resistirlo; y no obstante, en las márgenes, en una paz idílica, los lirios estaban en flor —y de pronto una manada de marales salió velozmente de un negro bosque de abetos, entró en una deslumbradora pradera alpina y se detuvo, temblando. No, sólo el aire temblaba... ellos ya habían desaparecido.

Puedo evocar con especial claridad —en este escenario transparente y variable– la ocupación principal y constante de mi padre, la ocupación por la cual emprendía tan extraordinarios viajes. Le veo inclinarse desde la silla, en medio del estruendo de un minúsculo alud de piedras, para cazar con una oscilación de la red provista de mango muy largo (un giro de la muñeca hacía que la red de muselina, llena de crujidos y palpitaciones, diera una vuelta sobre el anillo, con lo que impedía la fuga) algún pariente real de nuestras Apolos que rozaba en su bajo vuelo los peligrosos guijarros; y no sólo él, sino también los otros jinetes (el cabo cosaco Semion Zharkoy, por ejemplo, o el buriato Buyantuyev, o aquel representante mío que yo enviaba en pos de mi padre durante toda mi adolescencia) se aventuran, impávidos, por las rocas, en persecución de la blanca mariposa ricamente ocelada que finalmente atrapan; y aquí está, en los dedos de mi padre, muerta, y su cuerpo peludo, amarillento y curvado parece una candelilla de sauce, y la parte interna de sus frágiles alas dobladas muestra la mácula intensamente roja de sus raíces.

Evitaba instalarse en posadas chinas, especialmente pernoctar, porque le desagradaba su «bullicio carente de sentimiento», que consistía únicamente en gritos sin el menor indicio de risa; pero, por extraño que parezca, más tarde el olor de estas posadas, ese aire especial inherente a cualquier vivienda de los chinos, mezcla rancia de vahos de cocina, humo del estiércol quemado, opio y el establo —en sus recuerdos, le hablaba más de la apasionada caza que la fragancia de las altiplanicies.

Cruzando el Tian-Shan con la caravana, puedo ver ahora el inminente crepúsculo, que proyecta una sombra sobre las laderas de las montañas. Se pospone hasta la mañana un cruce difícil (sobre el turbulento río se ha tendido un puente destartalado, que consiste en losas de piedra sobre matorrales, pero la pendiente del otro lado es empinada, y, además, lisa como el cristal), la caravana se detiene a pasar la noche. Mientras los colores de la puesta de sol aún vacilan en las lejanas franjas de cielo, y se prepara la cena, los cosacos, después de quitar primero los sudaderos de los animales y las mantas de fieltro, lavan las heridas hechas por los fardos. En el aire oscurecido, el sonido claro de las herraduras resuena por encima del amplio ruido del agua. La oscuridad es completa. Mi padre ha trepado a un peñasco, en busca de un lugar para su lámpara de calcio, que sirve para atrapar mariposas nocturnas. Desde allí puede ver en perspectiva china (desde arriba), en un profundo barranco, el color rojo, transparente en la oscuridad, de la hoguera del campamento; a través de los bordes de su llama palpitante parecen flotar las sombras humanas de anchos hombros, que cambian infinitamente sus contornos, y un reflejo carmesí tiembla, sin moverse del sitio, sobre las aguas hirvientes del río. Pero arriba todo es oscuro y silencioso, sólo raramente suena una campanilla: los caballos, que ya han recibido su ración de pienso seco, vagan ahora entre los escombros de granito. En las alturas, pavorosa y embelesadoramente próximas, aparecen las estrellas, cada una visible, como una esfera viva, revelando con claridad su esencia globular. Las mariposas empiezan a venir, atraídas por la lámpara: describen locos círculos a su alrededor, golpean el reflector con un zumbido; caen, se arrastran por la sábana extendida bajo el círculo de luz, grises, con ojos como carbones encendidos, vibrantes, levantan el vuelo y vuelven a caer —y una mano grande, brillantemente iluminada, diestra y pausada, de uñas en forma de almendra, echa noctámbula tras noctámbula al frasco letal.

A veces estaba completamente solo, incluso sin esta proximidad de hombres dormidos en tiendas de campaña, sobre colchones de fieltro, alrededor del camello acostado sobre las cenizas de la hoguera. Aprovechando altos prolongados en lugares en que abundara el forraje para los animales de la caravana, mi padre se marchaba de reconocimiento durante varios días, y al hacerlo, entusiasmado por algún nuevo piérido, ignoró más de una vez la regla de la caza en la montaña: no seguir jamás un sendero sin retorno. Y ahora yo me pregunto continuamente qué solía pensar en la noche solitaria: intento fervorosamente en la oscuridad adivinar la corriente de sus pensamientos, y tengo mucho menos éxito con esto que con mis visitas mentales a lugares que nunca he visto. ¿En qué pensaría? ¿En una pieza recién cobrada? ¿En mi madre, en nosotros? ¿En la innata maravilla de la vida humana, cierto sentido de la cual me transmitió misteriosamente? O quizá me equivoco al cargarle retrospectivamente con el secreto que alberga ahora, cuando, ceñudo y preocupado de nuevo, ocultando el dolor de una herida ignota, ocultando la muerte como algo vergonzoso, se aparece en mis sueños; tal vez entonces no lo tenía —sino que era simplemente feliz en aquel mundo de nombre incompleto en el cual, a cada paso, nombraba lo que no tenía nombre.

Tras pasar todo el verano en las montañas (no uno solo sino varios, en años diferentes, que están superpuestos en estratos traslúcidos), nuestra caravana se movía hacia el este por una quebrada que desembocaba en un desierto pétreo. Veíamos desaparecer gradualmente el cauce del río, que se dividía y ramificaba, y asimismo aquellas plantas que permanecen fieles hasta el fin a los viajeros: amodendros enanos, lasiagrostis y belchos. Después de cargar agua a los camellos, nos introducíamos en una región espectral donde grandes guijarros cubrían completamente la arcilla blanda y rojiza del desierto, moteada a veces por costras de nieve sucia y afloramientos de sal, que en la distancia tomábamos por las murallas de la ciudad adonde nos dirigíamos. El camino era peligroso debido a las terribles tormentas, durante las cuales todo estaba envuelto a mediodía por una niebla parda y salada; el viento rugía, granulos de arena nos azotaban el rostro, los camellos se echaban y nuestra tienda de hule encerado se rompía a tiras. A causa de estas tormentas, la superficie de la región ha cambiado increíblemente, y presenta los contornos fantásticos de castillos, columnatas y escaleras; o bien el huracán practicaba una hondonada —como si aquí, en este desierto, las fuerzas elementales que habían formado el mundo siguieran furiosamente en acción. Pero también había días de maravillosa calma, en que las alondras cornudas (mi padre, apropiadamente, las llamaba «reidoras») entonaban sus miméticos gorjeos y bandadas de gorriones corrientes acompañaban a nuestros demacrados animales. En algunas ocasiones pasábamos el día en poblados aislados, formados por dos o tres casas y un templo en ruinas. Otras veces éramos atacados por tanguts, abrigados con pieles de cordero y calzados con botas de lana azul y roja: un breve y pintoresco episodio en el camino. Y además había los espejismos —en los espejismos la naturaleza, esa exquisita tramposa, conseguía milagros absolutos: ¡las visiones de agua eran tan claras que reflejaban las cercanas rocas reales!


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