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La dádiva
  • Текст добавлен: 21 сентября 2016, 16:35

Текст книги "La dádiva"


Автор книги: Владимир Набоков



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Como las palabras, las cosas también tienen sus casos. Chernyshevski lo veía todo en el nominativo. En realidad, claro, cualquier tendencia auténticamente nueva es una jugada de caballo, un cambio de sombras, un giro que desplaza el espejo. Un hombre serio, moderado, que respeta la educación, el arte y los oficios, hombre que ha acumulado una profusión de valores en la esfera del pensamiento —que tal vez ha mostrado una discriminación totalmente progresiva durante el período de su acumulación pero que ahora no tiene el menor deseo de someterlos a una consideración nueva– a semejante hombre le irrita mucho más la innovación irracional que la oscuridad de la ignorancia anticuada. Así, pues, Chernyshevski, que como la mayoría de los revolucionarios era un completo burgués en sus gustos artísticos y científicos, se exasperaba ante «la cuadratura de las botas» o «la extracción de raíces cúbicas de las cañas de las mismas». «Todo Kazan conocía a Lobachevski —escribió a sus hijos desde Siberia en los años setenta—, todo Kazan compartía la opinión unánime de que era un perfecto idiota... ¿Qué diablos es "la curvatura del rayo" o "un espacio curvado"? ¿Qué es "geometría sin el axioma de las líneas paralelas"? ¿Es posible escribir ruso sin verbos? Sí, lo es —como una broma. Susurros, respiración tímida, trinos de ruiseñor. Escritos por un tal Fet, poeta muy conocido en su tiempo. Un idiota con pocos predecesores. Escribió todo esto con seriedad, y la gente se rió de él hasta desternillarse.» (Detestaba a Fet al igual que a Tolstoi; en 1856, adulando a Turguenev —a quien necesitaba para El Contemporáneo—, le escribió «que ninguna de las " Juventudes" ( Infancia y Adolescencia, de Tolstoi), ni siquiera la poesía de Fet... puede vulgarizar lo suficiente al público por no ser capaz de...» —aquí sigue un cumplido vulgar.)

Una vez, en 1855, al explayarse sobre Pushkin y deseando dar un ejemplo de «una insensata combinación de palabras», citó precipitadamente un «sonido azul» de su propia invención —con lo que censuró de modo prof ético la «hora de tañido azul» de Blok que sonaría medio siglo después. «El análisis científico demuestra lo absurdo de tales combinaciones», escribió, ignorante del hecho fisiológico del «oído coloreado». «¿Acaso no es lo mismo —preguntó (al lector de Bajmuchansk o Novomirgorod, que con alegría le dio la razón) —decir un lucio de azuladas aletas o (como en un poema de Dershavin) un lucio con aletas azules (lo segundo es mejor, claro, habríamos gritado nosotros —así destaca más, ¡de perfil!)? Porque el pensador auténtico no tiene tiempo para ocuparse de estas cuestiones, en especial si pasa más horas en la plaza pública que en su estudio.» La «idea general» es otro asunto. El amor por las generalidades (enciclopedias) y el odio desdeñoso hacia las particularidades (monografías) le indujeron a tachar a Darwin de pueril y a Wallace de inepto («...todas esas doctas especialidades, desde el estudio de las alas de las mariposas al estudio de los dialectos cafres»). Chernyshevski tenía, por el contrario, un campo de peligrosa amplitud, una especie de actitud imprudente y confiada de «cualquier cosa sirve», que proyecta una sombra sospechosa sobre su propio trabajo especializado. Sin embargo, concedía «el interés general» a su propia interpretación: partía de la premisa de que lo que más interesaba al lector era el lado «productivo» de las cosas. En su crítica de una revista (en 1855) alaba artículos como «El estado termométrico de la tierra» y «Yacimientos de carbón en Rusia», y rechaza de manera tajante como en exceso especializado el único artículo que uno desearía leer: «Distribución geográfica del camello.»

A este respecto, es indicativo en extremo el intento de Chernyshevski de probar ( El Contemporáneo, 1856) que el metro ternario (anapesto, dáctilo) es más natural en ruso que el binario (yambo, troqueo). El primero (excepto cuando se usa para el noble, «sagrado» —y, por tanto, odioso– hexámetro dactílico) le parece más natural a Chernyshevski, «más sano», del mismo modo que para un mal jinete galopar es «más sencillo» que trotar. Sin embargo, la cuestión residía menos en esto que en la «regla general» a la que sometía a todos y a todo. Confundido por la emancipación rítmica del amplio verso de Nekrasov y los elementales anapestos de Koltsov («¿Por qué dormido, mushichyók?»), Chernyshevski olfateaba algo democrático en el metro ternario, algo que cautivaba al corazón, algo «libre» pero también didáctico, en contraste con el aire aristocrático del yambo; creía que los poetas que deseaban convencer, debían emplear el anapesto. Sin embargo, esto no era todo: en el verso ternario de Nekrasov ocurre con especial frecuencia que palabras de una o dos sílabas se encuentran en las partes no acentuadas de los pies y pierden su individualidad enfática, mientras que, por otro lado, se intensifica el ritmo colectivo: se sacrifica a las partes a favor del conjunto (como, por ejemplo, en el verso anapéstico «Volga, Volga, en primavera anegado», donde el primer «Volga» ocupa las dos depresiones del primer pie: Volga Vól). Nada de cuanto acabo de decir lo examina el propio Chernyshevski, pero es curioso que en sus versos, escritos durante sus noches siberianas en aquel terrible ternario cuya misma vulgaridad tiene un sabor de locura, Chernyshevski parodia sin darse cuenta el método de Nekrasov y lo lleva hasta el absurdo al introducir en las depresiones palabras de dos sílabas que normalmente no están acentuadas en la primera (como Volga) sino en la segunda, y haciéndolo tres veces en un solo verso —sin duda una supermarca: «Colinas remotas, remotas palmas, atónita muchacha del norte» (versos a su esposa, 1875). Repitamos: toda esta tendencia hacia un verso creado a imagen y semejanza de determinados dioses socioeconómicos era inconsciente por parte de Chernyshevski, pero sólo si se presta claridad a esta tendencia se puede entender el verdadero fondo de su extraña teoría. No comprendía en absoluto la esencia real, de violín, del anapesto; como tampoco comprendía el yambo, la más flexible de todas las medidas cuando se trata de transformar los acentos en movimientos escurridizos, en esas rítmicas desviaciones del metro que, debido a sus recuerdos del seminario, a Chernyshevski se le antojaban ilegítimas; y, finalmente, no comprendía el ritmo de la prosa rusa; es natural, por tanto, que el mismo método que aplicó para probar su teoría, se vengara de él: en sus citas de prosa, dividía el número de sílabas por el número de acentos y obtenía el resultado de tres y no el de dos, que según él hubiera obtenido de ser el metro binario más apropiado para la lengua rusa; pero es que no tenía en cuenta lo más importante: ¡los peones! Porque en los mismos pasajes que cita, partes enteras de frases siguen el ritmo fluido del verso libre, el más puro de todos los metros, es decir, ¡precisamente el yambo!

Me temo que el zapatero que visitó el taller de Apeles y criticó lo que no entendía, era un remendón mediocre. ¿Es todo realmente correcto desde el punto de vista matemático en el contenido de sus doctas obras económicas, cuyo análisis exige una curiosidad casi sobrehumana por parte del investigador? ¿Son realmente profundos sus comentarios sobre Mill (en que se esforzó por reconstruir ciertas teorías «de acuerdo con el nuevo elemento plebeyo del pensamiento y la vida»)? ¿Encajan realmente todas las botas que hizo? ¿O es simplemente la coquetería de un anciano lo que le impulsa, veinte años después, a recordar con complacencia los errores que cometió en sus cálculos logarítmicos relacionados con el efecto de ciertas mejoras agrícolas sobre la cosecha de cereales? Todo esto es triste, muy triste. Nuestra impresión general es que los materialistas de este tipo cayeron en un error fatal: descuidando la naturaleza de la cosa en sí, aplicaban su método más materialista únicamente a las relaciones entre los objetos, al vacío existente entre ellos y no a los objetos en sí; es decir, eran los metafísicos más ingenuos precisamente en el punto en que más necesitaban pisar terreno firme.

Una vez, en su juventud, hubo una mañana desdichada: le visitó un vendedor de libros a quien conocía, el viejo y narigudo Vasili Trofimovich, encorvado como una babayag¿ bajo el peso de un enorme saco de lona lleno de libros prohibidos y semiprohibidos. Pese a desconocer lenguas extranjeras, ser apenas capaz de escribir en caracteres latinos y pronunciar los títulos con espeso acento campesino, adivinaba por instinto la naturaleza subversiva de este o aquel alemán.

Aquella mañana vendió a Nikolai Gavrilovich (puestos ambos en cuclillas ante un montón de libros) un volumen de Feuerbach con los bordes de las páginas todavía sin cortar.

Por aquellos días se prefería a Andrei Ivanovich Feuerbach a Egor Fiodorovich Hegel. Homo feuerbachies un músculo cogitativo. Andrei Ivanovich creía que el hombre difiere del mono sólo en su punto de vista; sin embargo, no es probable que estudiara a los monos. Medio siglo después de él, Lenin refutó la teoría de que «la tierra es la suma de las sensaciones humanas» con «la tierra existió antes que el hombre»; y a su anuncio comercial: «Ahora convertimos la ignota "cosa en sí misma" de Kant en una "cosa para nosotros", mediante la química orgánica», añadió con total seriedad que «puesto que la alizarina ha existido en el carbón sin que lo supiéramos, las cosas deben existir independientemente de nuestro conocimiento.» De modo similar, Chernyshevski explicó: «Vemos un árbol; otro hombre mira el mismo objeto. Vemos en el reflejo de sus ojos que su imagen del árbol es igual que nuestro árbol. Así, pues, todos vemos los objetos tal como existen realmente.» Todas estas absurdas majaderías tienen su propia faceta cómica: es especialmente divertida la constante mención de los árboles por los materialistas, porque todos están muy poco familiarizados con la naturaleza, en especial con los árboles. Ese objeto tangible, que según Chernyshevski «actúa con mucha más fuerza que su propio concepto abstracto» (el Principio Antropológico de la Filosofía), está sencillamente más allá de su comprensión. ¡Contemplemos la terrible abstracción que resultó, en el análisis final, del materialismo»! Chernyshevski no sabía distinguir entre un arado y una soja de madera; confundía el madeira con la cerveza; era incapaz de nombrar una sola flor silvestre, salvo el escaramujo; y es característico que compensara esta deficiencia de conocimientos botánicos con la «generalización» que mantuvo con el convencimiento del ignorante de que «todas (las flores de la taiga siberiana) ¡son exactamente las mismas que florecen por toda Rusia!» Acecha un castigo secreto en el hecho de que él, que había construido su filosofía sobre la base de su conocimiento del mundo, se encontrara ahora, desnudo y solo, entre la naturaleza hechizada, de extraña exuberancia y todavía sólo descrita parcialmente, del nordeste de Siberia: castigo elemental, mitológico, que no habían tenido en cuenta sus jueces humanos.

Pocos años antes, la fragancia del Petrushkade Gogol se había explicado mediante el hecho de que todo lo existente era racional. Pero ya había pasado el tiempo del sincero hegelianismo ruso. Los moldeadores de la opinión eran incapaces de comprender la verdad vital de Hegel: verdad que no estaba estancada, como el agua poco profunda, sino que fluía como la sangre a través del mismo proceso de la cognición. A Chernyshevski le gustaba más la sencillez de Feuerbach. No obstante, siempre existe el peligro de que una letra caiga del cosmos, y Chernyshevski no soslayó este riesgo en su artículo «Propiedad común», en el que comenzó a operar con la tentadora tríada de Hegel, dando ejemplos tales como: la gaseiformidad del mundo es la tesis, mientras la blandura del cerebro es la síntesis; o aún más estúpido: un garrote que se convierte en una carabina. «En la tríada —dice Strannolyubski– se oculta una imagen vaga de la circunferencia que controla toda la vida de la mente, y la mente está limitada irremediablemente por ella. Éste es el tiovivo de la verdad, porque la verdad es siempre redonda; por consiguiente, en la evolución de las formas de la vida es posible cierta perdonable curvatura: la giba de la verdad; pero ninguna más.»

La «filosofía» de Chernyshevski se remonta a los enciclopedistas, y pasa por Feuerbach. Por otro lado, el hegelianismo aplicado, desviándose gradualmente hacia la izquierda, retrocedió a través del mismo Feuerbach hasta reunirse con Marx, que en su Sagrada Familiase expresa así:


...no se precisa gran inteligencia para distinguir una conexión entre la enseñanza del materialismo en relación con la innata tendencia al bien; la igualdad de capacidades del hombre —capacidades que generalmente se llaman mentales; la gran influencia sobre el hombre de las circunstancias externas; la experiencia omnipotente; dominio de la costumbre y la educación; la extrema importancia de la laboriosidad; el derecho moral al placer, y el comunismo.


Lo he puesto en verso libre para que fuera menos aburrido.

Steklov opina que, pese a su genio, Chernyshevski no puede equipararse a Marx, en relación con el cual es como el artesano Polzunov de Barnaul comparado con Watt. El propio Marx («burgués mezquino hasta la médula de los huesos», según el testimonio de Bakunin, que no podía soportar a los alemanes) se refirió una o dos veces a los «notables» escritos de Chernyshevski, pero dejó más de una nota despreciativa en los márgenes de la obra principal sobre economía «des grossen russischen Gelehrten» (Marx detestaba a los rusos en general). Chernyshevski le pagó con la misma moneda. Ya en los años setenta trataba todo lo nuevo con animosidad y negligencia. Sobre todo estaba harto de la economía, que ya había dejado de ser un arma para él y por esta razón adquirió en su mente el aspecto de un juguete inservible, de «ciencia pura». Lyatski se equivoca del todo cuando —con una pasión por analogías de navegación comunes a muchos– compara al exiliado Chernyshevski con un hombre «que observa desde una playa desierta el paso de un barco gigantesco (el de Marx) que va a descubrir nuevas tierras»; la expresión es particularmente desdichada en vista del hecho de que el propio Chernyshevski, como si adivinara la analogía y deseara refutarla por anticipado, dijo de Das Kapital (que le enviaron en 1872): «Lo hojeé pero no lo leí; arranqué sus páginas una por una, hice con ellas diminutos barcos(la cursiva es mía) y los lancé al Vilyui».

Lenin consideraba a Chernyshevski «el único escritor verdaderamente grande que consiguió mantenerse a un nivel de materialismo filosófico ininterrumpido desde los años cincuenta hasta 1888» (descontó un año). Cierto día ventoso, Krupskaya se volvió hacía Lunacharski y le dijo con suave tristeza: «No había casi nadie que inspirara tanta simpatía a Vladimir Ilyich... Creo que tenía mucho en común con Chernyshevski». «Sí, sin duda tenían mucho en común —añade Lunacharski, que al principio tendía a tratar esta observación con escepticismo—. Compartían la claridad de estilo y la movilidad del lenguaje... la anchura y profundidad de criterio, el fuego revolucionario... esa combinación de enorme contenido y exterior modesto, y finalmente, su común contextura moral.» Steklov califica el primer artículo de Chernyshevski, «El Principio Antropológico en Filosofía», de «el primer manifiesto filosófico del comunismo ruso»; es significativo que este primer manifiesto fuera una redacción de colegial, una evaluación infantil de las cuestiones morales más difíciles. «La teoría europea del materialismo —dice Strannolyubski, cambiando un poco la frase de Volynski– adoptó en Chernyshevski una forma simplificada, confusa y grotesca. Emitiendo una opinión desdeñosa e impertinente sobre Schopenhauer, bajo una de cuyas uñas críticas su propio pensamiento saltarín no habría sobrevivido ni un segundo, sólo reconoció entre todos los pensadores del pasado, por una extraña asociación de ideas y según sus recuerdos erróneos, a Spinoza y Aristóteles, de quienes pretendía ser el continuador.»

Chernyshevski apuntaba silogismos defectuosos; en cuanto les daba la espalda, los silogismos se desmoronaban y los clavos quedaban medio desprendidos. Al eliminar el dualismo metafísico, cayó en el dualismo gnoseológico, y tras haber aceptado con atolondramiento a la materia como el primer principio, se perdió sin remedio entre conceptos que presuponen algo que crea nuestra percepción del propio mundo exterior. El filósofo profesional Yurkevich no necesitó el menor esfuerzo para despedazarle. Yurkevich no dejaba de preguntarse: ¿Cómo explica Chernyshevski la transformación del movimiento espacial de los nervios en una sensación no espacial? En vez de replicar al detallado artículo del pobre profesor, Chernyshevski publicó exactamente un tercio de él en El Contemporáneo(es decir, lo máximo permitido por la ley) y lo interrumpió en mitad de una palabra, sin ningún comentario. No le importaban nada en absoluto las opiniones de los especialistas y, no veía ningún perjuicio en desconocer los detalles del tema sometido a examen: para él los detalles eran simplemente el elemento aristocrático en la nación de nuestras ideas generales.

«Su cabeza medita sobre los problemas de la humanidad... mientras su mano realiza una labor manual sencilla», escribió de su «obrero socialmente consciente» (y no podemos evitar acordarnos de aquellos grabados de los viejos atlas anatómicos, donde un adolescente de rostro simpático se apoya con desenvoltura contra una columna y muestra todas sus visceras al mundo educado). Pero el régimen político que debía aparecer como la síntesis del silogismo, donde la tesis era la comuna, se parecía menos a la Rusia soviética que a las utopías de su tiempo. El mundo de Fourier, la armonía de las doce pasiones, la felicidad de la vida colectiva, los obreros coronados de rosas —todo esto tenía que gustar a Chernyshevski, que siempre estaba buscando «coherencia». Soñemos con el falansterio que vive en un palacio: 1.800 almas —¡y todas felices! Música, banderas, pasteles. Los matemáticos gobiernan el mundo y lo gobiernan bien, además; la correspondencia establecida por Fourier entre nuestros deseos y la gravedad de Newton era especialmente cautivadora; definía la actitud de Chernyshevski hacia Newton para toda su vida, y es agradable comparar la manzana de este último con la manzana de Fourier, que costaba al viajante de comercio catorce sous en un restaurante de París, hecho que llevó a Fourier a meditar sobre el básico desorden del mecanismo industrial, del mismo modo la cuestión de los gnomos (pequeños campesinos) vinateros del valle del Mosela indujo a Marx a ocuparse de los problemas económicos: gracioso origen de ideas grandiosas.

Cuando defendía la propiedad comunal de la tierra, porque simplificaba la organización de asociaciones en Rusia, Chernyshevski estaba dispuesto a aceptar la emancipación de los campesinos sin tierra, cuya propiedad hubiera conducido a la larga a nuevos impedimentos. En este punto emanan chispas de su pluma. ¡La liberación de los siervos! ¡La era de las grandes reformas! No es de extrañar que en un arranque de intensa clarividencia el joven Chernyshevski anotara en su diario en 1848 (año al que alguien dio el apodo de «respiradero del siglo»): «¿Y si es cierto que estamos viviendo en tiempos de Cicerón y César, cuando seculorum novus nascitur ordo, y llega un nuevo Mesías y una nueva religión, y un mundo nuevo...?»

Los años cincuenta ya están en pleno auge. Se permite fumar por las calles. Se puede llevar barba. La obertura de Guillermo Tell provoca censuras estrepitosas en cada velada musical. Circulan rumores de que la capital se traslada a Moscú; de que se va a reemplazar el viejo calendario por el nuevo. Bajo esta pantalla Rusia está atareada reuniendo material para la primitiva pero sabrosa sátira de Saltikov. «Me gustaría saber qué son estas habladurías de que hay un nuevo espíritu en el aire —dijo el general Zubatov—; sólo los lacayos se han vuelto groseros, todo lo demás continúa como siempre.» Los terratenientes y sobre todo sus esposas empezaron a tener pesadillas que no figuraban en los libros sobre sueños. Una nueva herejía hizo su aparición: el nihilismo. «Doctrina escandalosa e inmoral que rechaza todo cuanto no se puede palpar», dice Dahl con un estremecimiento al definir esta extraña palabra (en la cual «nihil», nada, parece corresponder a «material»). Personas con órdenes sagradas tuvieron una visión: un enorme Chernyshevski pasea por el Nevsky Prospekt tocado con un sombrero de alas anchas y empuñando un garrote.

¡Y aquel primer edicto en nombre del gobernador de Vilno, Nazimov! ¡Y la firma del zar, tan bella, tan robusta, con dos rúbricas potentes y vigorosas, que más tarde sería rasgada por una bomba! Y el éxtasis de Nikolai Gavrilovich: «La bienaventuranza prometida a los humildes y pacificadores corona a Alejandro II con una felicidad que ninguno de los soberanos de Europa ha conocido...»

Pero poco después se formaron los comités provinciales, el ardor de Chernyshevski se enfrió: le encolerizó el egoísmo de los nobles en casi todos ellos. Su desilusión final llegó en la segunda mitad de 1858. ¡La cuantía de la compensación! La mezquindad de las asignaciones! El tono de El Contemporáneose hizo afilado y franco; las expresiones «infame» e «infamia» empezaron a animar de modo agradable las páginas de esta revista más bien aburrida.

La vida de su director no era rica en acontecimientos. Durante mucho tiempo el público no conoció su rostro. No se le veía por ninguna parte. Ya famoso, permanecía por así decirlo en los bastidores de su pensamiento ocupado y locuaz.

Siempre en bata, como era costumbre entonces (manchada incluso detrás con grasa de las velas), pasaba el día entero en su reducido estudio empapelado de azul —bueno para la vista —y con una ventana que daba al patio (y a un montón de troncos cubiertos de nieve), sentado ante un gran escritorio repleto de libros, galeradas y recortes. Trabajaba tan febrilmente, fumaba tanto y dormía tan poco que producía una impresión casi espeluznante: flaco, nervioso, de mirada turbia y penetrante, manos temblorosas, habla aturullada y espasmódica (en cambio, jamás tenía dolor de cabeza y se jactaba de ello como un signo de mente sana). Su capacidad de trabajo era monstruosa, como lo era, por cierto, la de la mayoría de los críticos rusos del siglo pasado. Dictaba a su secretario Studentski, ex seminarista de Saratov, la traducción de la historia de Schlosser, y mientras éste la pasaba al papel, Chernyshevski escribía un artículo para El Contemporáneoo leía algo, sin dejar de hacer anotaciones en los márgenes. Las visitas no dejaban de importunarle. No sabiendo como escapar de un visitante inoportuno, se enredaba cada vez más en una conversación, ante su gran desaliento. Apoyaba el codo en la repisa de la chimenea y, jugando con algo, hablaba con voz chillona y estridente, pero cuando sus pensamientos se desviaban, mascullaba palabras con monotonía y una abundancia de «bien...». Tenía un modo peculiar de reír entre dientes (que hacía sudar a León Tolstoi), pero cuando reía con ganas soltaba unas carcajadas ensordecedoras (gorjeos que Turguenev, al oírlos desde lejos, evadía echando a correr).

Los métodos de conocimiento como el materialismo dialéctico se parecen curiosamente a los poco escrupulosos anuncios de medicinas que curan al instante todas las enfermedades. Aun así, semejante medio puede ayudar, de vez en cuando, a vencer un resfriado. Había una clara muestra de arrogancia clasista en las actitudes de los escritores aristocráticos contemporáneos hacia el plebeyo Chernyshevski. Turguenev, Grigorovich y Tolstoi le llamaban «el caballero que olía a chinches» y entre ellos se burlaban de él de mil maneras diferentes. Una vez, en la casa de campo de Turguenev, los otros dos, junto con Botkin y Drushinin, compusieron y representaron una farsa doméstica. En una escena en que un sofá empezaba a arder, Turguenev tenía que salir con el grito... aquí los esfuerzos comunes de sus amigos le convencieron para que pronunciara las infortunadas palabras que alegaba haber dirigido en su juventud a un marinero durante un incendio a bordo de un barco: «Sálvame, sálvame, soy el único hijo de mi madre.» Con esta farsa, Grigorovich, que carecía totalmente de talento, urdió su mediocre Escuela de hospitalidad, a uno de cuyos personajes, el irritable escritor Chernushin, dotó con las facciones de Nikolai Gavrilovich: ojos de topo que miraban extrañamente de lado, labios finos, rostro plano y contraído, cabellos rígidos y despeinados en la sien izquierda y un eufemístico hedor de ron quemado. Es curioso que el notorio grito («¡Sálvame!», etc.) se atribuya aquí a Chernushin, lo cual corrobora la idea de Strannolyubski de que existía una especie de vínculo místico entre Turguenev y Chernyshevski. «He leído su repugnante libro (la disertación) —escribe el primero en una carta a sus compañeros de mofas—. ¡Raca, raca, raca! Ya sabéis que no hay nada más terrible en el mundo que esta maldición judía.»

«Esta "raca" o "raka" —observa, supersticioso, el biógrafo– acabó siete años después en Rakeev (el coronel de la policía que arrestó al hombre anatematizado), y Turguenev escribió la carta precisamente el 12 de julio, cumpleaños de Chernyshevski...» (se nos antoja que Strannolyubski lleva el asunto demasiado lejos).

Aquel mismo año apareció Rudin, de Turguenev, pero Chernyshevski no lo atacó (por su caricatura de Bakunin) hasta 1860, cuando Turguenev ya no era necesario para El Contemporáneo, al que abandonó a causa de un silbido de serpiente emitido por Dobrolyubov contra su «en la Víspera». Tolstoi no podía soportar a nuestro héroe: «No deja uno de oír —escribió– esa desagradable vocecita suya diciendo cosas obtusas y maliciosas... que no cesa de expresar su cólera desde un rincón hasta que alguien le dice "cierrra el pico" y le mira directamente a los ojos». «Los aristócratas se convertían en vulgares rufianes —observa Steklov a este respecto– cuando hablaban con inferiores o acerca de personas inferiores a ellos socialmente.» Sin embargo, «el inferior» no dejó de pagar su deuda; sabedor de cuánto valoraba Turguenev cualquier palabra en contra de Tolstoi, Chernyshevski, en los años cincuenta, se extendió libremente sobre la poshlost(vulgaridad) y hvastovstvo(fanfarronería) de Tolstoi —«la fanfarronería de un pavo real estúpido por una cola que ni siquiera cubre su vulgar trasero», etc. «Usted no es Ostrovski ni Tolstoi —añadía Nikolai Gavrilovich—, usted es un honor para nosotros» (y Rudin ya había aparecido —desde hacía dos años).

Las otras críticas literarias le flagelaban tanto como podían. El crítico Dudyshkin (en El Comentarista Nacional) le apuntó, irascible, con su pipa corta: «Para usted, la poesía es tan sólo capítulos de economía política puestos en verso.» Sus enemigos del campo místico hablaban del «pernicioso atractivo» de Chernyshevski, de su parecido físico con el Diablo (por ejemplo, el profesor Kostomarov). Otros periodistas de corte más sencillo, como Blagosvetlov (que se consideraba un caballero elegante y, pese a su radicalismo, tenía como paje a un negro verdadero, sin embetunar), hablaban de los chanclos sucios de Chernyshevski y sus atuendos de sacristán alemán. Nekrasov salió en defensa del «inteligente sujeto» (a quien había introducido en El Contemporáneo) con una débil sonrisa, y aunque admitió que había logrado otorgar un sello de monotonía a la revista, atiborrándola de cuentos mediocres que denunciaban el soborno y a la policía, encomió a su colega por sus fructíferos trabajos: gracias a él, la revista, que en 1858 tenía 4.700 suscriptores, tres años después los incrementó hasta 7.000. Las relaciones entre Nikolai Gavrilovich y Nekrasov eran amistosas, pero nada más; hay una insinuación referente a unas disposiciones financieras que le desagradaron. En 1883, con objeto de distraer al anciano, su primo Pypin le sugirió que escribiera algunos «retratos del pasado». Chernyshevski describió su primer encuentro con Nekrasov, con la meticulosidad y diligencia que ya nos son familiares (en que no podía faltar un complejo plano de todos sus movimientos por la habitación y que casi incluía el número de pasos), pormenor que sonaba como un insulto dirigido al Padre Tiempo y su honrado trabajo, si tenemos en cuenta que habían transcurrido treinta años desde que tuvieron lugar estas maniobras. Colocó a Nekrasov en el primer lugar entre todos los poetas (por encima de Pushkin y por encima de Lermontov y Koltsov). La Traviatahizo llorar a Lenin; de modo similar, Chernyshevski, que confesaba que la poesía del corazón le era más querida que la poesía de ideas, solía prorrumpir en llanto al leer aquellos versos de Nekrasov (¡aunque fueran yámbicos!) que expresaban todo cuanto él había experimentado, todos los tormentos de su juventud, todas las fases de su amor por su esposa. Y no es de extrañar: el pentámetro yámbico de Nekrasov nos encanta especialmente por su fuerza exhortatoria, suplicante y profética y por una cesura muy individual después del segundo pie, cesura que en Pushkin, por ejemplo, es un órgano rudimentario en la medida en que controla la melodía del verso, pero que en Nekrasov se convierte en un auténtico órgano respiratorio, como si hubiera pasado de tabique a foso, o como si la parte de dos pies del verso y la parte de tres pies se hubiesen apartado, dejando tras el segundo pie un intervalo lleno de música. Mientras escuchaba estos versos huecos, esta articulación gutural y sollozante:


¡Oh, no digas que tu vida ahora es sombría,


y no llames medio muerto a un carcelero.


Ante mí la Noche es abismal y fría.


Ante ti hay los brazos del Amor abiertos.


Sé que para ti hay otro más amado,


apiadarte y esperarme ahora te irrita.


¡Oh, ten paciencia! Mi fin ya está cercano,


¡Que el Destino acabe lo que empezó el Destino!




Chernyshevski no podía sustraerse al pensamiento de que su esposa no debía apresurarse a engañarle: no podía dejar de identificar la proximidad del fin con la sombra de la prisión, que ya se abatía sobre él. Y esto no era todo: resultaba evidente que esta conexión también la intuía —no en el sentido racional, sino en el órfico– el poeta que escribió estos versos, porque es precisamente su ritmo («¡Oh, no digas!») lo que halló un eco de extraña calidad obsesionante en el poema que escribió después sobre Chernyshevski:


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