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La dádiva
  • Текст добавлен: 21 сентября 2016, 16:35

Текст книги "La dádiva"


Автор книги: Владимир Набоков



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Le pasó por alto su parada, pero aún logró saltar en el jardín público, volviéndose rápidamente como se suele hacer al abandonar con precipitación un tranvía, y caminó por delante de la iglesia y a lo largo de Argamemnonstrasse. Mediaba la tarde, el cielo estaba despejado y la inmóvil y tranquila luz del sol prestaba a todos los objetos un aire de fiesta, pacífico y lírico. Una bicicleta, apoyada contra una pared de reflejos amarillos, se inclinaba un poco hacia fuera, como uno de los caballos laterales de una troika, pero aún más perfecta de forma era su sombra transparente en la pared. Un caballero de edad avanzada, rechoncho, que meneaba las orejas, se dirigía con apresuramiento a las pistas de tenis, vestido con una camisa de fantasía y pantalones de ciudad y cargado con tres pelotas grises en una red, y junto a él, caminando de prisa sobre suelas de goma, iba una muchacha alemana de tipo deportivo, que tenía la cara anaranjada y cabellos dorados. Detrás de las bombas de colores vivos de una gasolinera cantaba una radio, mientras sobre su pabellón destacaban contra el azul pálido del cielo unas letras verticales amarillas —el nombre de una marca de coches —y en la segunda letra, una «E» (lástima que no fuese en la primera, la «B», pues hubiera formado una viñeta alfabética) descansaba un mirlo blanco, de pico amarillo —para economizar—, que cantaba con más fuerza que la radio. La casa donde vivía Fiodor estaba en una esquina y sobresalía como una enorme nave roja, y ostentaba una compleja y vítrea estructura de torres en la proa, como si un arquitecto insulso y sosegado hubiera enloquecido de improviso y construido una salida hacia el cielo. En todos los balconcitos que circundaban la casa, hilera tras hilera, florecía algo verde, y sólo el de los Shchyogolev estaba indebidamente vacío, con una tiesto huérfano en el pretil y un cadáver de piel comida por las polillas puesto a airear.

Desde el primer día de su estancia en este piso, Fiodor, suponiendo que necesitaría una paz completa por las tardes, se reservó el derecho de cenar en su habitación. Allí le esperaban ahora sobre la mesa, entre sus libros, dos bocadillos grises con un brillante mosaico de salchichas, una taza de té frío y un plato de kissel rosado (del mediodía). Masticando y sorbiendo, volvió a abrir el 8X8(de nuevo le contempló un entremetido N. G. Ch.) y empezó a gozar con calma de un estudio en que las escasas piezas blancas parecían suspendidas sobre un abismo y no obstante ganaban la partida. Entonces vio cuatro encantadoras jugadas de un maestro americano, cuya belleza no sólo consistía en la oculta operación de mate, disimulada con inteligencia, sino también en que, como respuesta a un ataque tentador pero incorrecto, las negras, retirándose y bloqueando sus propias piezas, lograban construir justo a tiempo un hermético ahogo del rey. Luego, en una de las composiciones soviéticas (P. Mitrofanov, Tver) apareció un bello ejemplo de cómo fracasar estrepitosamente: las negras tenían NUEVE peones —tras haber añadido el noveno en el último momento, a fin de remediar un fallo, como si un escritor hubiese cambiado precipitadamente «es seguro que le hablarán» por el más correcto «sin duda le hablarán», olvidando que la frase siguiente era: «de su dudosa reputación».

De repente sintió un dolor amargo —¿por qué todo en Rusia era ahora tan ostentosamente vulgar, tan hosco y gris, cómo podía haberse dejado embaucar y confundir hasta este punto? ¿O acaso el antiguo impulso «hacia la luz» ocultaba un error fatal, que en el curso de su marcha hacia el objetivo se había hecho cada vez más evidente, hasta que se puso de manifiesto que esta «luz» ardía en la ventana de un director de prisión, y eso era todo? ¿Cuándo había surgido esta extraña dependencia entre el incremento de la sed y el enturbiamiento del manantial? ¿En los años cuarenta? ¿En los sesenta? Y ¿«qué hacer» ahora? ¿No se debía rechazar cualquier nostalgia de la patria, de cualquier patria que no fuera la que está en mí, dentro de mí, adherida a la piel de mis plantas como la arena plateada del mar, que vive en mis ojos, en mi sangre, que da profundidad y distancia al telón de fondo de todas las esperanzas de la vida? Algún día, interrumpiendo mi escritura, miraré por la ventana y veré un otoño ruso.

Unos amigos de los Shchyogolev, que se habían ido a Dinamarca a pasar el verano, dejaron una radio a Boris Ivanovich. Se le oía malgastar el tiempo con ella, quitando volumen a alaridos y estridencias, trasladando muebles espectrales. ¡Extraño pasatiempo! Mientras tanto, la habitación se había oscurecido; sobre los negros perfiles de las casas del otro lado del patio, donde las ventanas ya estaban iluminadas, el cielo tenía un matiz ultramarino, y en los cables negros que unían chimeneas negras brillaba una estrella —que, como cualquier estrella, sólo podía verse bien conmutando la visión, de modo que todo lo demás quedara desenfocado. Apoyó la mejilla en el puño y permaneció sentado ante la mesa, mirando por la ventana. En la distancia un gran reloj (cuya posición siempre se prometía determinar, pero siempre lo olvidaba, tanto más cuanto que nunca era audible bajo la capa de sonidos diurnos) dio lentamente las nueve. Era hora de ir al encuentro de Zina.

Solían encontrarse al otro lado del puente del ferrocarril, en una calle tranquila próxima al Grünewald donde los macizos de las casas (crucigramas oscuros en que no todo estaba lleno de luz amarilla) se veían interrumpidos por solares, huertos y carbonerías («los suspiros y cifras de la oscuridad» —un verso de Koncheyev), y donde había, por cierto, una notable valla hecha de otra que procedía de otro lugar (tal vez de otra ciudad) y que antes circundaba el campamento de un circo ambulante, pero ahora habían colocado las tablas en insensato desorden, como clavadas por un ciego, por lo que los animales circenses pintados una vez en ellas, mezclados durante el transporte, se habían desintegrado en sus partes componentes —aquí había la pata de una cebra, allí el lomo de un tigre, y el anca de un animal aparecía junto a la zarpa invertida de otro: se había cumplido la promesa de otra vida ulterior respecto a la valla, pero la ruptura de sus imágenes terrenas destruía el valor terreno de la inmortalidad; de noche, sin embargo, poco se podía ver de todo ello, mientras las sombras exageradas de las hojas (cerca se encontraba un farol) se dibujaban sobre las tablas con toda lógica, en un orden perfecto —esto servía como una compensación, tanto más cuanto que era imposible trasladarlas a otro lugar, ya que las tablas, al mezclarse, desharían el dibujo: sólo podían trasladarse in toto, junto con la noche entera.

Esperando su llegada. Siempre llegaba tarde, y siempre por un camino diferente del suyo. Así se ponía de manifiesto que incluso Berlín podía ser misterioso. Dentro de la flor del tilo parpadea el farol. Una quietud oscura y meliflua nos envuelve. Por el bordillo se escurre al pasar la propia sombra: así serpentea por una cepa una marta cibelina. El cielo nocturno se funde en un color de melocotón más allá de aquella verja. Allí centellea el agua, allí se muestra vagamente Venecia. Mira aquella calle —va directa hacia China, ¡y aquella estrella refulge sobre el Volga! Oh, júrame que confiarás en los sueños, y sólo creerás a la fantasía, y nunca dejarás que tu alma se oxide en la prisión, ni alargarás el brazo y dirás: una pared de piedra.

Siempre aparecía inesperadamente desde la oscuridad, como una sombra que abandona su elemento. Al principio sus tobillos cogían la luz: los movía muy juntos, como si caminara por una cuerda fina. Su vestido veraniego era corto, del mismo color que la noche, del color de los faroles y las sombras, de los troncos de los árboles y del brillante arroyo —más pálido que sus brazos desnudos y más oscuro que su rostro. Esta clase de verso libre dedicó Blok a Georgi Chulkov. Fiodor besó sus labios suaves, ella inclinó un momento la cabeza en su cuello y entonces, desasiéndose con rapidez, empezó a caminar a su lado, al principio con tanta pena en el rostro como si durante las veinte horas de su separación hubiese ocurrido un desastre sin precedentes, pero luego, poco a poco, se recobró y ahora sonreía —sonreía como nunca durante el día. ¿Qué era lo que más le fascinaba de ella? ¿Su comprensión perfecta, el grado absoluto de su instinto para todo lo que él mismo amaba? Al hablar con ella se podía avanzar sin puentes, y él apenas tenía tiempo de advertir alguna característica divertida de la noche antes de que ella la mencionara. Y no sólo Zina estaba hecha a medida para él, con inteligencia y elegancia, por un destino muy minucioso, sino que ambos, formando una sola sombra, estaban hechos a medida de algo no del todo comprensible, pero maravilloso y benévolo y que les rodeaba sin cesar. Cuando se instaló en casa de los Shchyogolev y la vio por primera vez, tuvo la sensación de que ya sabía muchas cosas acerca de ella, de que incluso su nombre le era familiar desde hacía tiempo, así como ciertas características de su vida, pero hasta que habló con ella fue incapaz de averiguar por qué y cómo lo sabía. Al principio sólo la veía a las horas de comer y la observaba con cuidado, estudiando todos sus movimientos. Ella casi no le hablaba, aunque por ciertos indicios —no tanto por las pupilas de sus ojos como por el brillo que parecía dirigido a él—, Fiodor sentía que ella se fijaba en cada mirada suya y que todos sus movimientos eran reducidos por el tenue velo de aquella misma impresión que estaba causando en él; y como a él le parecía imposible tener alguna parte en su vida, sufría cuando detectaba algo especialmente encantador en ella y le alegraba y aliviaba descubrir algún defecto en su belleza. Sus cabellos rubios, que radiante e imperceptiblemente se fundían en el aire soleado que rodeaba su cabeza, la vena azulada de su sien, otra en el cuello largo y suave, su mano delicada, su codo agudo, la estrechez de sus caderas, la debilidad de sus hombros y la peculiar inclinación hacia delante de su cuerpo lleno de gracia, como si el suelo sobre el que se apresuraba, ganando velocidad como una patinadora, tuviera siempre una ligera pendiente hacia el refugio de la silla o la mesa sobre la cual estaba el objeto que buscaba —todo esto lo percibía él con angustiosa claridad, y luego, durante el día, se repetía una infinidad de veces en su memoria, volviendo cada vez con más pereza, palidez e intermitencias, perdiendo vida y tamaño como resultado de las automáticas repeticiones de la imagen, que se desintegraba hasta convertirse en un mero apunte borroso en el que nada subsistía de la vida original; pero en cuanto la veía de nuevo, todo este trabajo subconsciente, encaminado a la destrucción de su imagen, cuyo poder temía cada vez más, quedaba anulado y la belleza resplandecía nuevamente —su proximidad, la alarmante accesibilidad de ella a su mirada, la unión reconstituida de todos los detalles. Si durante aquellos días hubiera tenido que declarar ante un tribunal pretersensorial (recuerda que Goethe dijo, señalando con el bastón el cielo estrellado: «¡Ahí está mi conciencia!»), no se habría decidido a decir que la amaba —porque hacía mucho tiempo que había comprendido que era incapaz de dar su alma entera a nada ni a nadie: su capital de trabajo le era demasiado necesario para sus asuntos privados; pero por otro lado, cuando la miraba alcanzaba inmediatamente (para volver a caer un minuto después) tales cumbres de ternura, pasión y piedad como muy pocos amores alcanzan. Y por la noche, especialmente tras largos períodos de trabajo mental, salía a medias del sueño, no por el camino de la razón, bien cierto, sino por la puerta trasera del delirio, con un arrebato demente y prolongado, sentía su presencia en la habitación, en un catre preparado con premura y de cualquier manera por un director de escena, a dos pasos de él, pero mientras alimentaba su ardor y se deleitaba en la tentación, en la pequeñez de la distancia, en las divinas posibilidades, que, incidentalmente, no tenían nada de la carne (o mejor, tenían algún dichoso sustituto de la carne, expresado en términos soñadores), le reconquistaba el olvido del sueño, al que volvía, impotente, pensando que todavía conservaba su premio. En realidad, ella nunca aparecía en sus sueños, se contentaba con delegar a diversas representantes y confidentes que no se le parecían pero que producían sensaciones que le ponían en ridículo —de lo cual era testigo la azulada aurora.

Y después, al despertarse completamente a los sonidos de la mañana, caía al instante en el mismo núcleo de la felicidad que le sorbía el corazón, y era algo bueno estar vivo, y en la niebla centelleaba algún suceso exquisito que estaba a punto de ocurrir. Pero al tratar de imaginar a Zina, todo cuanto veía era un débil esbozo al que su voz desde detrás de la pared era incapaz de dar vida. Y una hora o dos después la veía en la mesa y todo se renovaba, y una vez más comprendía que sin ella no habría aquella niebla de felicidad matutina.

Una tarde, quince días después de instalarse en la casa, ella llamó a su puerta y con pasos altivos y decididos y una expresión casi desdeñosa en el rostro, entró llevando en la mano un librito oculto bajo una funda rosa.

—Vengo a pedirle algo —dijo rápida y fríamente—. ¿Quiere firmarme esto?

Fiodor cogió el libro —y reconoció en él un ejemplar, agradablemente ajado y suavizado por dos años de uso (esto era algo nuevo para él), de su colección de poesías. Empezó con mucha lentitud a destapar su frasco de tinta —aunque otras veces, cuando quería escribir, el tapón salía disparado como el de una botella de champaña; mientras tanto, Zina, contemplando los dedos que forcejeaban con el tapón, añadió apresuradamente:

—Sólo su nombre, por favor, sólo su nombre.

F. Godunov-Cherdyntsev firmó con su nombre y ya estaba a punto de poner la fecha cuando cambió de opinión, temeroso de que ella detectara en esto una atención vulgar:

—Muy bien, gracias —dijo y salió, soplando sobre la página.

Dos días después era domingo, y alrededor de las cuatro resultó evidente de improviso que ella estaba sola en casa; él leía en su habitación; Zina estaba en el comedor y hacía frecuentes y breves viajes a su dormitorio, pasando por el recibidor y silbando mientras caminaba, y en sus pasos ligeros y enérgicos había un enigma topográfico, ya que una puerta del comedor daba directamente a su habitación. Pero nosotros estamos leyendo y continuaremos leyendo. «Más tiempo, más tiempo, y tanto tiempo como sea posible viviré en un país extraño. Y aunque mis pensamientos, mi nombre y mis obras pertenezcan a Rusia, yo mismo, mi organismo mortal, estará separado de ella» (y al mismo tiempo, durante sus paseos en Suiza, el hombre que sabía escribir así solía matar con su bastón los lagartos que se cruzaban en su camino —«la carnada del diablo» —como decía con la escrupulosidad de un ucraniano y el odio de un fanático). ¡Un regreso inimaginable! El régimen; ¡qué me importa! Bajo una monarquía —banderas y tambores; bajo una república —banderas y elecciones.

...Ella pasó de nuevo. No, leer era imposible —demasiado excitado, demasiado lleno de la sensación de que otro en su lugar saldría y se dirigiría a ella con casual desenvoltura; pero cuando se imaginó a sí mismo saliendo e irrumpiendo en el comedor sin saber qué decir, empezó a desear que ella saliera a la calle o que los Shcbyogolev volvieran a casa. Y en el mismo momento en que decidió dejar de escuchar y dedicar toda su atención a Gogol, Fiodor se levantó con rapidez y entró en el comedor.

Estaba sentada junto al balcón y, con los labios brillantes entreabiertos, enhebraba una aguja. A través de la puerta abierta se veía el balcón, pequeño y estéril, y se oía el ruido metálico y el chapoteo de las gotas de lluvia —era un denso y cálido chubasco de abril.

—Lo siento, no sabía que estaba aquí —dijo el embustero Fiodor—. Sólo quería decirle algo sobre aquel libro mío: no es nada serio, las poesías son malas, quiero decir, no todas son malas, pero sí hablando en general. Las que he venido publicando estos dos últimos años en la Gazeta son mucho mejores.

—Me gustó mucho la que recitó en aquella velada poética —observó ella—. La de la golondrina que clamó.

—Oh, ¿estuvo usted allí? Sí. Pero le aseguro que tengo algunas todavía mejores.

Ella saltó de pronto de la silla, tiró lo que zurcía sobre el asiento y, haciendo oscilar los brazos, se inclinó hacia delante, echó a andar con pasos pequeños y rápidos, entró en su habitación y volvió con algunos recortes de periódico —sus poesías y las de Koncheyev.

—Pero no creo tenerlo todo aquí —observó.

—Ignoraba que ocurrieran estas cosas —dijo Fiodor, y añadió torpemente—: Ahora les pediré que las perforen alrededor de todo su contorno, ya sabe, como cupones, para que pueda romperlas más fácilmente.

Ella continuó atareándose con una media estirada sobre un hongo de madera, y, sin levantar la vista, pero sonriendo con picardía, explicó:

—También sé que antes vivía en el siete de la calle Tannenberg. Yo iba allí a menudo.

—¿De verdad? —preguntó Fiodor, asombrado.

—Conozco a la mujer de Lorenz desde San Petersburgo, solía darme lecciones de dibujo.

—Qué extraño —dijo Fiodor.

—Ahora Romanov está en Munich —continuó ella—. Es un personaje muy censurable, pero siempre me han gustado sus cosas.

Hablaron de Romanov y de sus pinturas. Había alcanzado la plena madurez. Los museos ya compraban sus cuadros. Después de probarlo todo, cargado de experiencia, había vuelto a una expresiva armonía de línea. ¿Conoce a su «Futbolista»? Hay una reproducción en esta revista, aquí está. El rostro sudoroso, pálido, desfigurado por la tensión de un jugador, representado de cuerpo entero, que se prepara a toda velocidad para disparar contra la meta. Cabellos rojizos despeinados, una mancha de barro en la sien, tensos los músculos de su cuello desnudo. Una camiseta arrugada, empapada, de color violeta, pegada a su cuerpo en algunos lugares, tapa gran parte de sus pantalones cortos y está cruzada por la maravillosa diagonal de una profunda arruga. Se halla en el acto de lanzar en arco el balón; una mano levantada, con los dedos muy abiertos, participa del ímpetu y la tensión general. Pero lo más importante, naturalmente, son las piernas: un muslo blanco y brillante, una enorme rodilla llena de cicatrices, botas hinchadas por el barro, gruesas e informes, pero marcadas pese a ello por una gracia extraordinariamente potente y precisa. El calcetín se ha enrollado sobre una pantorrilla musculosa, un pie está enterrado en el espeso fango, el otro está a punto de dar un puntapié —¡y cómo! —al feo balón ennegrecido y todo esto contra un fondo gris oscuro saturado de nieve y lluvia. Mirando este cuadro uno siempre podía oír el silbido del proyectil de cuero, ver ya el desesperado salto del guardameta.

—Y sé otra cosa —dijo Zina—. Usted iba a ayudarme con una traducción. Charski le habló de ello, pero por alguna razón usted no compareció.

—Qué extraño —repitió Fiodor.

Hubo un portazo en el recibidor —era Marianna Nikolavna, que regresaba—, y Zina se levantó deliberadamente, reunió sus recortes y se fue a su habitación. Hasta más tarde Fiodor no comprendió porqué consideraba necesario actuar de esta manera, pero de momento le pareció una descortesía —y cuando la señora Shchyogolev entró en el comedor, dio la impresión de que él estaba robando azúcar del aparador.

Una tarde, pocos días después, oyó desde su habitación una conversación airada —cuyo motivo era que pronto llegarían los invitados y ya era hora de que Zina bajase a abrirles con la llave. La oyó salir, y tras una breve lucha interior, se inventó un paseo hasta la máquina del jardín público, por ejemplo, a buscar un sello. Para completar la ilusión, se puso sombrero, aunque jamás lo llevaba. La luz piloto se apagó mientras bajaba, pero inmediatamente sonó un clic y volvió a encenderse: era ella que había apretado el interruptor de la portería. La encontró ante la puerta de cristal, jugando con la llave que tenía enrollada en un dedo, toda ella brillantemente iluminada —resplandecía la seda turquesa de su blusón, sus uñas y el tenue vello de su antebrazo.

—Está abierta —dijo, pero Fiodor se detuvo, y ambos empezaron a mirar por el cristal la noche oscura y móvil, la farola de gas, la sombra de las verjas.

—Parece que no vienen —murmuró ella, haciendo sonar las llaves.

—¿Hace rato que espera? —preguntó él—. Si quiere, esperaré por usted —y en aquel momento se apagó la luz—. Si quiere, me quedaré aquí toda la noche —añadió en la oscuridad.

Ella rió, y luego suspiró de repente, como cansada de esperar. La cenicienta luz de la calle caía sobre ambos a través del cristal, y la sombra del dibujo de hierro de la puerta se ondulaba sobre ella y continuaba oblicuamente sobre él, como una bandolera, mientras un arco iris prismático reposaba en la pared. Y, como le ocurría con frecuencia —aunque esta vez era de un modo más profundo que nunca—, Fiodor sintió de improviso —en esta oscuridad de reflejes —la extrañeza de la vida, la extrañeza de su magia, como si por un instante se hubiera levantado uno de sus bordes y él hubiera vislumbrado su insólito forro. Cerca de su rostro había la mejilla suave y cenicienta de ella, cruzada por una sombra, y cuando de pronto Zina, con misteriosa perplejidad y un brillo vivaz en los ojos, se volvió hacia él y la sombra recayó en sus labios, cambiándola extrañamente, él aprovechó la libertad absoluta de este mundo de sombras para tomarla por los codos espectrales; pero Zina se escabulló del esbozo y con un rápido golpe del dedo restableció la luz.

—¿Por qué? —inquirió él.

—Se lo explicaré otro día —contestó Zina, sin dejar de mirarle.

—Mañana —dijo Fiodor.

—Muy bien, mañana. Pero quiero advertirle que en casa no habrá ninguna conversación entre usted y yo. Esto es definitivo y para siempre.

—En tal caso... —empezó él, pero en este punto el rechoncho coronel Kasatkin y su alta y marchita esposa aparecieron al otro lado de la puerta.

—Muy buenas tardes, preciosa —saludó el coronel, hendiendo la noche de un solo golpe. Fiodor salió a la calle.

Al día siguiente logró alcanzarla en la esquina cuando volvía del trabajo. Acordaron encontrarse después de cenar en un banco que él había elegido la noche anterior.

—Bien, ¿por qué? —preguntó Fiodor cuando se hubieron sentado.

—Por cinco razones —dijo ella—. En primer lugar porque no soy una chica alemana, en segundo lugar porque el miércoles pasado rompí con mi novio, en tercer lugar porque sería, bueno, inútil, en cuarto lugar porque usted no me conoce en absoluto, y en quinto lugar... —Enmudeció, y Fiodor besó cautelosamente sus blandos, tristes y ardorosos labios—. Por esto —añadió ella, colocando los dedos sobre los suyos y apretándolos con fuerza.

A partir de entonces se encontraron todas las tardes. Marianna Nikolavna, que nunca se atrevía a preguntar nada a Zina (la menor indicación de una pregunta provocaba la consabida tormenta), adivinó que su hija se encontraba con alguien, con tanta mayor razón cuanto que sabía lo del misterioso novio. Era una persona extraña, enfermiza e inestable (esto, al menos, era lo que Fiodor se imaginaba de él por la descripción que le hizo Zina, y, naturalmente, estas personas descritas suelen estar dotadas de una característica básica: jamás sonríen), a quien había conocido a los dieciséis años, hacía ya tres, y él tenía doce más que ella, en lo cual había también algo tenebroso, desagradable y amargado. Por añadidura, según la versión de Zina, se veían sin que nunca se llegara a expresar ningún sentimiento de amor, y como ella no hizo referencia ni a un solo beso, daba la impresión de que todo había sido únicamente una infinita sucesión de aburridas conversaciones. Zina se negó en redondo a revelar su nombre e incluso su tipo de trabajo (aunque dio a entender que, en cierto sentido, era un hombre genial), y Fiodor se lo agradecía en secreto, comprendiendo que un fantasma sin nombre ni entorno se desvanecería con más facilidad, pero sin embargo sentía punzadas de repugnantes celos que intentaba no analizar, pero estos celos estaban siempre a la vuelta de la esquina, y la idea de que en algún sitio, alguna vez, podía cruzar inadvertidamente su mirada con la de los ojos ansiosos y tristes de este caballero, hacía que todo cuanto le rodeaba adoptara hábitos nocturnos, como la naturaleza durante un eclipse. Zina juraba que nunca le había amado, que por falta de fuerza de voluntad había ido prolongando la inercia de una aventura amorosa con él y habría continuado haciéndolo de no ser por la aparición de Fiodor; pero éste no podía discernir en ella una carencia especial de fuerza de voluntad, sino más bien una mezcla de timidez femenina y decisión nada femenina en todas las cosas. Pese a la complejidad de la mente de Zina, mostraba con toda naturalidad una sencillez muy convincente, por lo que podía permitirse muchas cosas que otras personas eran incapaces de hacer impunemente, y la misma rapidez de su entendimiento se le antojaba a Fiodor completamente natural a la luz intensa de la sinceridad de ella.

En casa se comportaba de un modo que era monstruoso imaginar una cita nocturna con esta joven ceñuda y distante; pero no era fingimiento, sino otra forma de sinceridad inherente. Cuando una vez la detuvo, bromeando, en el reducido pasillo, Zina palideció de ira y aquel atardecer no acudió a la cita, y más tarde le obligó a jurar que nunca volvería a hacerlo. Él comprendió muy pronto porqué tenía que ser así: la situación doméstica era de tal gazmoñería que en este ambiente un fugitivo contacto de las manos entre un huésped y la hija del patrón se habría convertido simplemente en una «aventura».

El padre de Zina, Oscar Grigorievich Mertz, había muerto de angina de pecho en Berlín cuatro años atrás, e inmediatamente después de su muerte Marianna Nikolavna se casó con un hombre a quien Mertz no hubiera permitido traspasar su umbral, uno de esos rusos vulgares y engreídos que, cuando se presenta la ocasión, saborean la palabra «yid» como si fuera un higo carnoso. Pero cuando el buen Shchyogolev estaba ausente, aparecía tan orondo en la casa uno de sus dudosos amigos del negocio, un flaco barón báltico con quien Marianna Nikolavna le engañaba, y Fiodor, que había visto al barón una o dos veces, no podía evitar preguntarse con un estremecimiento de repugnancia qué podían encontrar el uno en el otro, y si encontraban algo, qué procedimiento adoptaba esta mujer madura y entrada en carnes y este viejo esqueleto de dientes podridos.

Si a veces era una tortura saber que Zina estaba sola en el piso y que su pacto le impedía hablarle, sufría una tortura completamente distinta cuando Shchyogolev se quedaba solo en casa. Como no amaba la soledad, Boris Ivanovich no tardaba en aburrirse, y, desde su habitación, Fiodor oía el ruidoso incremento de su tedio, como si una exuberancia de bardanas —que pronto crecían hasta su puerta —fuera invadiendo el piso. Suplicaba al destino que algo distrajera a Shchyogolev, pero (hasta que tuvo la radio) la salvación no llegaba. Inevitablemente, se oía el siniestro y cortés golpecito en la puerta, y Boris Ivanovich, sonriendo de forma horrible, se introducía de lado en la habitación. «¿Dormía? ¿Le molesto?», preguntaba al ver a Fiodor tendido sobre el sofá, y entonces, penetrando del todo, cerraba bien la puerta tras de sí y se sentaba a los pies de Fiodor, suspirando. «Un aburrimiento mortal, un aburrimiento mortal», decía, y se embarcaba en algún tema predilecto. Del reino de la literatura, tenía en gran estima L'homme qui assassina, de Claude Farrère, y en el de la filosofía había estudiado los Protocolos de los sabios de Sión. Era capaz de discutir sobre estos dos libros durante horas, y parecía que no había leído nada más en toda su vida. Era generoso con historias sobre la administración de justicia en provincias y con anécdotas judías. En lugar de «bebimos unas copas de champaña y nos fuimos», se expresaba de la siguiente manera: «Reventamos una botella de gaseosa, y hop.» Como ocurre con la mayoría de los charlatanes, sus reminiscencias contenían siempre un conversador extraordinario que le contaba un sinfín de cosas interesantes («No he conocido en toda mi vida a otro hombre tan inteligente», observaba con cierta descortesía) y como era imposible imaginar a Boris Ivanovich en el papel de interlocutor silencioso, había que admitir que se trataba de una forma especial de doble personalidad.

Una vez, al fijarse en unas hojas escritas que había sobre la mesa de Fiodor, dijo, adoptando un nuevo y emocionado tono de voz: «¡Ah, si tuviera tiempo, qué novela descorcharía! Tomada de la vida real. Imagínese algo así: un vejestorio —pero todavía en su mejor forma, fogoso, sediento de felicidad– va a conocer a una viuda y ésta tiene una hija, aún muy pequeñita —ya sabe a qué me refiero—, cuando nada se ha formado, pero pese a ello tiene un modo de andar que le trae a uno loco —una niña frágil, muy rubia, pálida, con ojeras azules —y, claro, ni siquiera mira al vejestorio. ¿Qué hacer? Bien, para abreviar, va y se casa con la viuda. Estupendo. Empiezan a vivir los tres juntos. Desde aquí se puede seguir indefinidamente —la tentación, el eterno martirio, el deseo, las locas esperanzas. Y el resultado, un mal cálculo. El tiempo vuela, él envejece, ella se hace un pimpollo, y no una salchicha. Pasa por tu lado y te chamusca con una mirada de desprecio. ¿Qué tal? ¿No le parece una especie de tragedia a lo Dostoyevski? Verá, esa historia le ocurrió a un gran amigo mío una vez en el país de las hadas, cuando Old King Cole era un viejo alegre», y Boris Ivanovich, desviando la mirada de sus ojos oscuros, frunció los labios y emitió un sonido ruidoso y melancólico.

«Mi media naranja —contó en otra ocasión —fue durante veinte años la esposa de un circunciso y se mezcló con toda una chusma de parientes políticos judíos. Tuve que hacer un gran esfuerzo para eliminar aquel tufo. Zina (llamaba alternativamente a su hijastra Zina o Aída, de acuerdo con su humor), gracias a Dios, no tiene nada específico; tendría usted que ver a su prima, una de esas morenitas gordas, ya sabe, con vello sobre el labio superior. De hecho, se me ha ocurrido pensar que a mi Marianna, cuando era madame Mertz, le interesaban otras cosas; ya sabe usted que no se puede evitar la atracción de la propia raza. Deje que ella misma le cuente cómo se ahogaba en aquel ambiente, qué clase de parentela adquirió —¡ oh, mein Gott! —todos graznando en la mesa y ella sirviendo el té. Y pensar que su madre era dama de honor de la emperatriz y que ella misma fue a la escuela Smolny para señoritas —y luego va y se casa con un judío– todavía no puede explicarse cómo ocurrió: dice que era rico y ella una estúpida, se conocieron en Niza y ella huyó a Roma con él —ya sabe, a! aire libre todo parecía diferente—, pero cuando el pequeño clan se cerró en torno a ella, comprendió que estaba atrapada.»


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