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La dádiva
  • Текст добавлен: 21 сентября 2016, 16:35

Текст книги "La dádiva"


Автор книги: Владимир Набоков



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Más allá estaban las tranquilas arenas del Gobi, en que duna tras duna se deslizaban cual una ola y revelaban un breve horizonte ocre, y lo único audible en el aire aterciopelado era la respiración acelerada y laboriosa de los camellos y el chirrido de sus grandes pies. La caravana seguía adelante: ascendía hasta la cresta de una duna, descendía luego, y al atardecer su sombra alcanzaba proporciones gigantescas. El diamante de cinco quilates de Venus desaparecía en el oeste junto con el fulgor de la puesta de sol, que lo deformaba todo con su luz descolorida, anaranjada y violeta. Y a mi padre le encantaba recordar que una vez, en 1893, en una puesta de sol semejante y en el mismo corazón del desierto de Gobi se cruzó —al principio los tomó por fantasmas proyectados por los rayos prismáticos —con dos ciclistas que llevaban sandalias chinas y redondos sombreros de fieltro y que resultaron ser los americanos Sachtleben y Alien que atravesaban toda Asia hasta Pekín para divertirse.

La primavera nos esperaba en las montañas de Nan-Shan. Todo la anunciaba: el burbujeo del agua de los arroyos, el trueno distante de los ríos, el silbido de los trepadores que vivían en agujeros en las laderas húmedas y resbaladizas de las colinas, el canto delicioso de las alondras locales, y «un conjunto de ruidos cuyos orígenes son difíciles de explicar» (frase de las notas de un amigo de mi padre, Grigori Efimovich Grum-Grshimaylo, que ha quedado impresa para siempre en mi memoria y llena de la asombrosa música de la verdad, porque no la escribió un poeta ignorante sino un naturalista genial). En las faldas meridionales ya habíamos encontrado nuestra primera mariposa interesante —la subespecie de Potanin del piérido de Butler —y en el valle al que descendimos por el cauce de un torrente encontramos un verdadero verano. Todas las laderas estaban salpicadas de anémonas y prímulas. La gacela de Prshevalski y el faisán de Strauch tentaban a los cazadores. ¡Y qué amaneceres había! Sólo en China es tan encantadora la niebla matinal; todo vibra en ella, los fantásticos perfiles de las chozas, los contornos de los riscos. Como hacia un abismo, el río fluye hacia la oscuridad del crepúsculo pre-matunino que aún reina en los desfiladeros, mientras más arriba, junto a aguas corrientes, todo brilla y centellea, y un numeroso grupo de urracas azules ya se ha despertado en los sauces del molino.

En compañía de quince soldados de infantería chinos, armados con alabardas y cargados con enormes estandartes de colores absurdamente vivos, cruzamos muchos pasos de montaña. Pese a ser pleno verano, las heladas nocturnas eran tan fuertes que por la mañana las flores estaban cubiertas por una película de escarcha y eran tan quebradizas que se rompían bajo los pies con un crujido breve y sorprendente; pero dos horas después, en cuanto el sol empezaba a calentar, la maravillosa flora alpina resplandecía de nuevo, el aire quedaba de nuevo perfumado de resina y miel. Arrimados a escarpados terraplenes, caminábamos bajo el cielo azul y cálido; los saltamontes salían de debajo de nuestros pies, los perros corrían con la lengua fuera, buscando refugio del calor en las cortas sombras proyectadas por los caballos. El agua de los pozos olía a pólvora. Los árboles parecían el delirio de un botánico: ¡un serbal blanco con bayas de alabastro o un abedul de corteza roja!

Con un pie sobre un fragmento de roca y apenas apoyado en el mango de su red, mi padre observa desde un alto espolón, desde las peñas glaciáricas de Tanegma, junto al lago Kuka-Nor —enorme extensión de agua azul oscuro. Abajo, en las estepas doradas, una manada de hemíonos pasa velozmente, y la sombra de un águila revolotea en los peñascos; arriba todo es paz, silencio, transparencia... y de nuevo me pregunto en qué piensa mi padre cuando no está ocupado cazando y se queda así, sin moverse... y aparece, por así decirlo, en la cresta de mi recuerdo, que me tortura, y embelesa —hasta el punto de sentir dolor, demencia de ternura, envidia y amor, que atormenta mi alma con su soledad inescrutable.

Hubo veces en qué, remontando el río Amarillo y sus afluentes, alguna espléndida mañana de septiembre, en las espesuras de lirios y hondonadas de las márgenes, él y yo atrapábamos la mariposa de alas bifurcadas de Elwes —maravilla negra con alas en forma de pezuña. En los atardeceres inclementes, antes de dormir, me leía a Horacio, Montaigne y Pushkin —los tres libros que hnbía traído consigo. Un invierno, mientras cruzábamos el hielo de un río, advertí en la distancia una línea de objetos oscuros, los grandes cuernos de veinte yacs salvajes sorprendidos mientras vadeaban por el hielo repentino; a través del espeso cristal podía verse claramente la postura de nadar que habían adoptado sus cuerpos; las hermosas cabezas levantadas sobre el hielo habrían parecido vivas sí los pájaros no hubieran vaciado ya sus ojos; y por alguna razón me acordé del tirano Shiusin, que solía abrir en canal a mujeres embarazadas, sólo por curiosidad, y que una fría mañana, al ver a unos porteadores vadear un río, ordenó que les amputaran las piernas hasta la espinilla para inspeccionar el estado de la médula de los huesos.

En Chang, durante un incendio (ardían unos troncos preparados para la construcción de una misión católica), vi a un chino de edad avanzada que, a segura distancia del fuego, echaba agua con decisión y asiduidad, incansablemente, sobre el reflejo de las llamas en las paredes de su casa; convencidos de la imposibilidad de probarle que su casa no ardía, le abandonamos a su infructuosa ocupación.

Con frecuencia teníamos que usar la fuerza para seguir nuestro camino, al no hacer caso de la intimidación y las prohibiciones de los chinos: una buena puntería es el mejor pasaporte. En Tatsien-Lu, lamas rapados al cero vagaban por las calles angostas y tortuosas propalando el rumor de que yo atrapaba niños para hervir una poción con sus ojos para el vientre de mi Kodak. En las faldas de una cordillera nevada, sepultada bajo la abundante espuma rosa de enormes rododendros (por las noches solíamos encender hogueras con sus ramas), busqué en mayo las larvas grises de topos anaranjados de la Apolo Imperial, y también sus crisálidas, sujetas a la parte inferior de una piedra con un hilo de seda. Recuerdo que aquel mismo día vislumbramos un oso blanco tibetano y descubrimos una nueva serpiente: se alimentaba de ratones, y el ratón que extraje de su estómago también resultó ser una especie aún no descrita. De los rododendros y los pinos cubiertos por un delicado liquen emanaba un violento olor a resina. Cerca de mí, unos hechiceros, que con mirada ladina y cautelosa competían entre sí, recogían para sus mercenarias necesidades ruibarbo chino, cuya raíz tiene un parecido extraordinario con una oruga, incluso hasta en sus patas abdominales y espiráculos —mientras yo encontraba bajo una piedra la oruga de una mariposa nocturna desconocida, que representaba, no de un modo general pero con absoluta precisión, una copia de aquella raíz, por lo que no estaba del todo claro cuál personificaba a cuál —o por qué.

En el Tibet todo el mundo miente: era endiabladamente difícil obtener los nombres exactos de los lugares o instrucciones sobre los caminos que había que seguir; involuntariamente, yo también les engañé: como eran incapaces de distinguir a un europeo rubio de uno canoso, me tomaban a mí, chico de cabellos desteñidos por el sol, por un hombre muy anciano. Por doquier podía leerse en las masas de granito la «fórmula mística», revoltijo de palabras chamanes que ciertos viajeros poéticos «traducen» bonitamente como: ¡oh, joya del loto, oh! Desde Lhasa me enviaron a una especie de funcionarios que me conjuraron a no hacer algo y me amenazaron con hacerme algo —yo les presté poca atención: sin embargo, recuerdo a un idiota, molesto, en gran manera, vestido de seda amarilla, que se cubría con una sombrilla roja; montaba a lomos de un mulo cuya natural melancolía se incrementaba con la presencia bajo sus ojos de gruesos carámbanos formados por lágrimas heladas.

Desde una gran altitud vi una depresión oscura y pantanosa que temblaba por el juego de innumerables manantiales y recordaba el cielo nocturno salpicado de estrellas —y así es cómo se llamaba: la Estepa Estrellada. Los pasos ascendían más allá de las nubes, las marchas eran penosas. Frotábamos las heridas de los animales con una mezcla de yodoformo y vaselina. A veces, después de acampar en un lugar completamente desierto, yo veía de pronto por la mañana que durante la noche había crecido a nuestros alrededor un ancho círculo de tiendas de bandoleros, que se antojaban hongos negros —los cuales, sin embargo, desaparecían rápidamente.

Después de explorar las antiplanicies del Tibet me dirigí a Lob-Nor a fin de regresar a Rusia desde allí. El Tarim, vencido por el desierto, exhausto, forma con sus últimas aguas un extenso pantano rebosante de juncos, el actual Kara-Koshuk-Kul, el Lob-Nor de Prshevalski —y el Lob-Nor del tiempo de los kans, diga lo que diga Ritthofen. Está ribeteado de salinas, pero el agua sólo es salada en los bordes —porque aquellos juncos no crecerían en torno a un lago salado. Una primavera pasé cinco días rodeándolo. Allí, entre juncos de seis metros de altura, tuve la suerte de descubrir una notable mariposa nocturna semiacuática con un rudimentario sistema venoso. La salina estaba salpicada de caparazones de moluscos. Al atardecer, los armoniosos y melódicos sonidos del vuelo de los cisnes reverberaban en el silencio; el amarillo de los juncos hacía resaltar con claridad el blanco sin brillo de las aves. En 1862, sesenta rusos de la antigua fe vivieron en estas zonas con sus mujeres e hijos durante medio año, tras lo cual se trasladaron a Turfan, y nadie sabe adonde se dirigieron desde allí.

Más adelante viene el desierto de Lob: pétrea llanura de hileras de precipicios de arcilla, y cristalinos estanques de sal; aquella mancha pálida que hay en el aire gris es un ejemplar aislado de la mariposa blanca de Roborovski, barrida por el viento. En este desierto se preservan trazas de un antiguo camino recorrido por Marco Polo seis siglos antes que yo; sus mojones son pilas de piedras. Del mismo modo que yo oyera en un desfiladero tibetano el interesante ruido de tambor que había asustado a nuestros primeros peregrinos, así en el desierto, durante las tormentas de arena, vi y oí lo mismo que Marco Polo: «el susurro de los espíritus llamándote a un lado» y el extraño temblor del aire: infinita sucesión de remolinos, caravanas y ejércitos de fantasmas que vienen a tu encuentro, miles de rostros espectrales que se te acercan a su manera incorpórea, te penetran, y se dispersan de improviso. En la segunda década del siglo xiv, cuando el gran explorador estaba agonizando, sus amigos se congregaron en torno a su lecho y le imploraron que se retractase de aquello que en su libro se les antojaba increíble —que aguara sus libros mediante supresiones juiciosas; pero él respondió que no había relatado siquiera la mitad de lo que en realidad había visto.

Todo esto permanecía de modo cautivador, lleno de color y aire, con animado movimiento en primer término y un fondo convincente; entonces, como humo que huye de una brisa, cambió y se dispersó —y Fiodor vio nuevamente los muertos y absurdos tulipanes del papel de las paredes, el montón de colillas en el cenicero y el reflejo de la lámpara en la ventana negra. Abrió la ventana de par en par. Las hojas escritas de su escritorio se revolvieron: una se dobló, otra resbaló hasta el suelo. La habitación se volvió húmeda y fría inmediatamente. Abajo, un automóvil pasaba con lentitud por la calle vacía y oscura —y, de modo extraño, esta misma lentitud recordó a Fiodor una multitud de cosas mezquinas y desagradables —el día ya pasado, la lección abandonada —y cuando pensó que a la mañana siguiente tendría que telefonear al anciano, un abominable abatimiento le oprimió el corazón. Pero cuando hubo cerrado la ventana, sintiendo ya el vacío entre sus dedos apretados, se volvió hacia la lámpara que esperaba pacientemente, hacia las esparcidas hojas del primer borrador, hacia la pluma todavía caliente que ahora se deslizó en su mano (justificando y llenando el vacío), y volvió en seguida a aquel mundo que era tan natural para él como la nieve para la liebre blanca o el agua para Ofelia.

Recordó con increíble claridad, como si hubiera preservado aquel día de sol en un estuche de terciopelo, el último regreso de su padre en julio de 1912. Elisaveta Pavlovna ya había recorrido los nueve kilómetros que les separaban de la estación para recibir a su marido: siempre le recibía a solas y siempre ocurría que nadie sabía a ciencia cierta por qué lado volverían, si por la derecha o la izquierda de la casa, ya que había dos caminos, uno más largo y llano —por la carretera y a través del pueblo; otro más corto y desigual —a través de Peshchanka. Por si acaso, Fiodor llevaba los pantalones de montar y ordenó que ensillaran su caballo, pero no se decidía a salir al encuentro de su padre por temor a equivocar el camino. Intentaba en vano llegar a un acuerdo con el tiempo hinchado y exagerado. Una rara mariposa cazada un día o dos antes entre los vaccinieos de una turbera aún no se había secado sobre el tablero: tocaba su abdomen una y otra vez con la punta de un alfiler —pero aún estaba blando, y esto significaba que era imposible quitar las tiras de papel que cubrían completamente las alas, cuya belleza tanto deseaba enseñar a su padre en todo su esplendor. Deambuló por la casa: sentía el peso y el dolor de su agitación, y envidiaba a los demás por su modo de pasar estos minutos grandes y vacíos. Desde el río llegaban los gritos extáticos de los chicos del pueblo que se bañaban en él, y este estrépito, jugaba constantemente en las profundidades del día veraniego, y sonaba como distantes ovaciones. Tania se columpiaba con fuerza y entusiasmo en el columpio del jardín, en pie sobre el asiento; la sombra violeta del follaje se proyectaba sobre su falda blanca con una variedad de colores que obligaba a pestañear, y su blusa lo mismo flotaba detrás de ella que se adhería a su espalda, diseñaba el hueco entre sus hombros echados hacia atrás; debajo de ella, un foxterrierladraba, otro perseguía un aguzanieves; las sogas crujían alegremente y daba la impresión de que Tania se elevaba de aquel modo para ver el camino por encima de los árboles. Nuestra institutriz francesa, bajo su sombrilla de moaré, compartía con rara urbanidad sus inquietudes («el tren llevaba un retraso de dos horas o tal vez no llegaría») con el señor Browning, a quien odiaba, mientras este último se golpeaba las polainas con la fusta —no era políglota. Yvonna Ivanovna iba de un porche a otro con la expresión de descontento con que saludaba todas las ocasiones alegres. En torno a las dependencias había una animación especial: los criados bombeaban agua y amontonaban leña, y el jardinero llegó cargado con dos cestas alargadas, manchadas de rojo, repletas de fresas. Shaksybay, kirguisentrado en años, corpulento, de rostro ancho, con intrincadas arrugas alrededor de los ojos, que había salvado la vida de Konstantin Kirilovich en 1892 (matando una osa que le atacaba) y que ahora vivía en paz, cuidando de su hernia, en la casa de Leshino, se había puesto el beshmet azul con bolsillos de media luna, botas lustrosas, casquete rojo con lentejuelas y faja de seda con borlas, e instalado en un banco junto al porche de la cocina, donde hacía ya bastante rato que tomaba el sol, cuyos rayos centelleaban en la cadena de plata del reloj que pendía sobre su pecho, en una espera tranquila y festiva. De repente, corriendo con dificultad por el sendero curvado que bajaba al río, apareció de entre las profundas sombras, con un salvaje brillo en los ojos y los labios dispuestos a emitir un grito, pero todavía silenciosos, el lacayo Kasimir, viejo, gris, con patillas: llegaba con la noticia de que en la curva más próxima se había oído el ruido de cascos sobre el puente (un rápido tamborileo sobre madera que se interrumpió inmediatamente) —garantía de que la victoria estaba a punto de enfilar el polvoriento camino paralelo al parque. Fiodor se lanzó en aquella dirección —entre los troncos de los árboles, sobre el musgo y los arándanos—, y allí podía verse, más allá de la senda marginal, sobre el nivel de los abetos jóvenes, la cabeza y las mangas añiles del cochero que se deslizaban con el ímpetu de una visión. Retrocedió corriendo —y el columpio abandonado aún temblaba en el jardín, mientras ante el porche se encontraba la victoria vacía, con la arrugada manta de viaje; su madre ya subía los peldaños, arrastrando tras ella un chal color de humo —y Tania colgada del cuello de su padre, quién con la mano libre se había sacado un reloj del bolsillo y le echaba una ojeada, porque siempre le gustaba saber a qué velocidad había llegado a casa desde la estación.

El año siguiente, ocupado con trabajo científico, no se desplazó a ninguna parte, pero en la primavera de 1914 ya empezó a preparar una nueva expedición al Tíbet con el ornitólogo Petrov y el botánico inglés Ross. La guerra con Alemania canceló bruscamente todo esto.

Consideraba la guerra un obstáculo molesto que cada vez fue siendo más molesto a medida que pasaba el tiempo. Por alguna razón, sus familiares estaban seguros de que Konstantin Kirilovich se alistaría como voluntario y marcharía inmediatamente a la cabeza de un destacamento: le consideraban un excéntrico, pero un excéntrico viril. De hecho, Konstantin Kirilovich, que ahora tenía más de cincuenta años, y conservaba grandes reservas de salud, agilidad y fuerza —y tal vez estaba más dispuesto que antes a vencer montañas, tanguts, mal tiempo y otros mil peligros que los sedentarios ni siquiera habían soñado —no sólo permaneció en su casa sino que intentó no darse cuenta d:; la guerra, y si alguna vez hablaba de ella, era con airado desprecio. «Mi padre —escribió Fiodor, recordando aquel tiempo– no sólo me enseñó muchas cosas sino que también adiestró mis pensamientos, como se adiestra una voz o una mano, según las reglas de su escuela. Así, yo sentía bastante indiferencia hacia la crueldad de la guerra; incluso admitía que se puede hallar cierta satisfacción en la puntería de un disparo, en el peligro de un reconocimiento, o en la delicadeza de una maniobra; pero estos pequeños placeres (que, además, están mejor representados en otros aspectos especiales del deporte, como la caza del tigre, tres en raya y el boxeo profesional) no compensaban en absoluto ese toque de deprimente idiotez inherente a cualquier guerra.»

Sin embargo, pese a la «antipatriótica posición de Kostia», como lo expresaba tía Xenia (mieniras, decidida y diestramente, empleaba «encumbradas relaciones» para ocultar a su marido, oficial del ejército, en las sombras de la retaguardia), la casa estaba inmersa en las preocupaciones de la guerra. Elisaveta Pavlovna se vio involucrada en la obra de la Cruz Roja, lo cual indujo a la gente a comentar que su energía «compensaba la indolencia de su marido», ya que éste «se interesaba más por los gusanos asiáticos que por la gloria de las armas rusas», como señaló un periódico impertinente. Los discos fonográficos entonaban las palabras de la canción de amor «La gaviota», disfrazándolas de caqui (... aquí viene un joven abanderado con una sección de infantería...); en la casa aparecieron afectadas enfermeras, con rizos que asomaban bajo las cofias de reglamento y que golpeaban con habilidad sus cigarrillos contra las pitilleras antes de encenderlos; el hijo del portero huyó hacia el frente y Konstantin Kirilovich recibió el encargo de gestionar su regreso; Tania empezó a frecuentar el hospital militar de su madre para dar lecciones de gramática rusa a un plácido y barbudo oriental cuya pierna iba a ser amputada aún más arriba en un intento de evitar la gangrena; Yvonna Ivanovna tejía mitones de lana; los días de fiesta, la artista de variedades Feona entretenía a los soldados con canciones de revista; el personal del hospital escenificó Vova hace lo que puede, comedia sobre los que desoían el llamamiento a filas; y los periódicos publicaban versos dedicados a la guerra:

¡Hoy eres el azote del destino contra nuestra amada patria, pero, con enorme alegría, la mirada rusa resplandecerá cuando vea al Tiempo marcando con imparcialidad al Afila germano con el estigma de la Vergüenza!

En la primavera de 1915, en lugar de trasladarnos de San Petersburgo a Leshino, que siempre parecía tan natural e inamovible como la sucesión de meses del calendario, fuimos a pasar el verano en nuestra finca de Crimea, en la costa entre Yalta y Alupka. En los prados inclinados del jardín increíblemente verde, con el rostro crispado por la angustia y las manos temblorosas de felicidad, Fiodor cazó mariposas meridionales; pero las auténticas rarezas de Crimea no se encontraban aquí, entre los mirtos, ceriflores y magnolias, sino mucho más arriba, en las montañas, entre las rocas de Ai-Petri y en la exuberante meseta del Yayla; aquel verano su padre le acompañó más de una vez por una senda entre los pinares para enseñarle, con una sonrisa condescendiente hacia esta insignificancia europea, la sátira recientemente descrita por Kusnetsov, que revoloteaba de piedra en piedra en el mismo sitio en que algún vulgar fanfarrón había grabado su nombre en la roca. Estos paseos eran la única distracción de Konstantin Kirilovich. No es que estuviera ceñudo o irritable (estos limitados epítetos no cuadraban con su estilo espiritual), sino inquieto, simplemente —y tanto Elisaveta Pavlovna como los niños sabían perfectamente cuál era su deseo. De pronto, en agosto, se marchó por breve tiempo; nadie sabía adonde, excepto sus más íntimos; su modo de encubrir el viaje habría excitado la envidia de cualquier terrorista que necesitara desplazarse; era gracioso y terrible a la vez imaginar cómo se hubiera frotado las manos la opinión pública rusa, de haber sabido que en el punto cumbre de la guerra Godunov-Cherdyntsev se había trasladado a Ginebra para entrevistarse con un profesor alemán, grueso, calvo y extraordinariamente jovial (también estuvo presente un tercer conspirador, un anciano inglés que llevaba gafas de fina montura y un holgado traje gris), que se habían reunido en una pequeña habitación de un hotel modesto para una consulta científica, y que, tras haber discutido lo necesario (el tema era una obra de muchos volúmenes, cuya publicación se continuaba tercamente en Stutt-gart con la prolongada cooperación de especialistas extranjeros en diferentes grupos de mariposas), se separaron apaciblemente —cada uno en su propia dirección. Pero este viaje no le animó; por el contrario, el sueño constante que le abrumaba incrementó aún más su presión secreta. En otoño regresaron a San Petersburgo; trabajaba arduamente en el quinto volumen de Mariposas diurnas y nocturnas del Imperio ruso, salía con muy poca frecuencia y —encolerizándose más por los errores de su adversario que los suyos propios– jugaba al ajedrez con el botánico Berg, que había enviudado recientemente. Echaba una ojeada a los diarios con una sonrisa irónica; se sentaba a Tania en las rodillas y se quedaba absorto, y la mano con que rodeaba el hombro redondo de Tania también se sumía en la abstracción. Una vez, en noviembre, le entregaron un telegrama mientras estaba sentado a la mesa; lo abrió, lo leyó para sus adentros, volvió a leerlo, a juzgar por el segundo movimiento de sus ojos, lo dejó a un lado, bebió un sorbo de oporto de una copa de oro en forma de cazo, y continuó imperturbablemente su conversación con un pariente pobre, anciano, bajo, con el cráneo cubierto de pecas, que venía a cenar dos veces al mes y traía invariablemente a Tania melcochas blandas y pegajosas —tyanushki. Cuando los invitados se hubieron marchado, se desplomó en un sillón, se quitó las gafas, se pasó la palma por toda la cara y anunció con voz serena que tío Oleg había sido gravemente herido en el estómago por un cascote (mientras trabajaba en un puesto de primeros auxilios bajo el fuego enemigo) —e inmediatamente surgió en el alma de Fiodor, lastimándola con sus bordes puntiagudos, uno de esos innumerables diálogos, deliberadamente grotescos, que los hermanos habían sostenido recientemente durante las comidas:

Tío OLEG (en un tono de burla):

Bueno, cuéntame, Kostia, ¿has visto alguna vez por casualidad en la reserva Wie el pajarito Fulano de tal?

Mi PADRE (lacónicamente):

Me temo que no.

Tío OLEG (animándose):

Y, Kostia, ¿has visto alguna vez el caballo de Popovski picado por la mosca de Popov?

Mi PADRE (aún más lacónico):

Nunca.

Tío OLEG (completamente en éxtasis):

¿Y has tenido ocasión, por ejemplo, de observar el movimiento en diagonal de un enjambre entóptico?

Mi PADRE (mirándole a los ojos):

Sí.

Aquella misma noche se marchó a Galitzia a buscarle, le trajo con extrema rapidez y comodidad, consiguió a los mejores médicos, Gershenzon, Yeshov, Miller-Melnitski, y asistió a dos prolongadas operaciones. Para Navidad su hermano ya estaba bien. Y entonces cambió algo en el estado de ánimo de Konstantin Kirilovich: sus ojos cobraron vida y se suavizaron, volvió a oírse el tarareo musical que solía emitir cuando estaba especialmente satisfecho de algo, se marchó a algún lugar, llegaron y desaparecieron ciertas cajas, en torno a esta misteriosa alegría del dueño de la casa se notaba una creciente sensación de perplejidad indefinida y expectante —y una vez que Fiodor pasaba por el salón dorado, bañado por el sol de primavera, se fijó de pronto en que el picaporte de bronce de la puerta blanca que conducía al estudio de su padre se movía pero no giraba, como si alguien lo tocara sin abrir la puerta; pero en seguida se abrió sin ruido y su madre salió con una sonrisa vaga y paciente en el rostro manchado de lágrimas, y al pasar junto a Fiodor hizo un extraño ademán de impotencia. Éste llamó a la puerta y entró en el estudio. «¿Qué quieres?», preguntó Konstantin Kirilovich sin levantar la vista ni parar de escribir. «Llévame contigo», dijo Fiodor.

El hecho de que en el momento más alarmante, cuando las fronteras de Rusia se estaban desmoronando y le devoraban las entrañas, Konstantin Kirilovich decidiera de repente abandonar a su familia durante dos años para realizar una expedición científica en un país remoto, se antojó un capricho salvaje, una frivolidad monstruosa a la mayoría de la gente. Se habló incluso de que el gobierno «no permitiría la compra de provisiones», que «aquel loco» no conseguiría compañeros de viaje ni animales de carga. Pero ya en Turquestán el olor peculiar de la época era apenas perceptible; prácticamente lo único que lo recordó fue una recepción organizada por los administradores de un distrito para recaudar fondos para la guerra (un poco más tarde estalló una rebelión entre los kirguises y cosacos en relación con el llamamiento a trabajar para la guerra). Justo antes de su marcha en junio de 1916, Godunov-Cherdyntsev fue a Leshino. desde la ciudad para despedirse de su familia. Hasta el último momento Fiodor soñó que su padre le llevaría consigo —en cierta ocasión había dicho que lo haría en cuanto su hijo cumpliera quince años. «Si los tiempos fueran otros, te llevaría», dijo ahora, como olvidando que para él el tiempo era siempre otro.

En sí misma, esta última despedida no se diferenció en nada de las precedentes. Después de la ordenada sucesión de abrazos que era costumbre en la familia, sus padres, provistos de idénticas gafas protectoras con anteojeras de gamuza, se instalaron en un coche deportivo rojo; los criados les rodearon; apoyado en su bastón, el anciano vigilante permanecía a cierta distancia, junto al álamo herido por un rayo; el conductor, hombre bajo y rechoncho que llevaba librea de pana y polainas anaranjadas —y tenía la nuca del color de la zanahoria y un topacio en la mano gordinflona—, dio un tirón con un terrible esfuerzo, dio otro tirón, puso el motor en marcha (sus padres empezaron a vibrar en sus asientos), corrió a sentarse ante el volante, movió una palanca, se puso los guantes y volvió la cabeza. Konstantin Kirilovich le hizo una seña pensativa y el coche empezó a moverse; el foxterrierse ahogaba a fuerza de ladridos mientra se removía salvajemente en los brazos de Tania, dando la vuelta al cuerpo y torciendo la cabeza por encima de su hombro; la roja parte trasera del coche desapareció en la curva y entonces, desde detrás de los abetos, llegó un quejido y el sonido de un brusco cambio de marchas, seguido de un murmullo en disminución; se hizo el silencio, pero pocos momentos después, desde el pueblo que estaba al otro lado del río llegó de nuevo el triunfal estrépito del motor, que fue extinguiéndose gradualmente —para siempre. Yvonna Ivanovna lloraba con profusión, y fue a buscar leche para el gato. Tania fingía que cantaba, y volvió a la casa fresca, resonante y vacía. La sombra de Shaksybay, muerto el pasado otoño, se deslizó del banco del porche y volvió a su bello y tranquilo paraíso, rico en ovejas y rosas.

Fiodor cruzó el parque, abrió la melodiosa puerta de torniquete y atravesó la carretera donde los gruesos neumáticos acababan de imprimir sus huellas. Una familiar belleza blanca y negra se elevó suavemente del suelo y describió un amplio círculo, para participar también en la despedida. Se adentró entre los árboles y, por un sendero sombreado donde doradas moscas pendían, temblando, de rayos transversales, llegó a su claro favorito, cenagoso, lozano, cuya humedad brillaba bajo el sol ardoroso. El significado divino de su claro del bosque se expresaba en sus mariposas. Todo el mundo habría encontrado algo aquí. El excursionista podría haber descansado sobre una cepa. El artista habría entrecerrado los ojos. Pero su verdad sólo podía ser profundizada por el amor amplificado por el conocimiento: por sus «órbitas bien abiertas» —para citar a Pushkin.

Emergidas recientemente y gracias a su coloración fresca, casi anaranjada, alegres Fritilarias Selene flotaban con una especie de encantadora timidez, con las alas extendidas y casi sin moverlas, como las aletas de una carpa dorada. Una cola de golondrina algo manchada ya, pero todavía fuerte, con un espolón de menos y exhibiendo su panoplia, descendió sobre una camomila, se apartó de ella, como si retrocediera, y la flor se enderezó y empezó a balancearse. Unas cuantas blancas de rayas negras revoloteaban perezosamente; dos o tres de ellas estaban salpicadas de la roja secreción de la crisálida (cuyas manchas en las paredes blancas de las ciudades predijeron a nuestros antepasados la caída de Troya, plagas, terremotos). Las primeras Aphantopus de anillos de chocolate aleteaban ya sobre la hierba con movimientos saltarines e inseguros; una mariposa Burnet, azul y roja, de antenas azules, que parecía un escarabajo disfrazado, se hallaba posada sobre una escabiosa en compañía de un jején. Abandonando apresuradamente el césped para posarse en la hoja de un álamo, una mariposa hembra de la col informó a su insistente perseguidor, mediante un extraño giro del abdomen y la posición plana de las alas (que recordaban unas orejas vueltas hacia atrás) de que ya estaba fecundada. Dos cobrizas teñidas de violeta (sus hembras aún no habían salido) se enredaron en un vuelo instantáneo, zumbaron, dieron vueltas una en torno a la otra, se movieran furiosamente, subieron cada vez más arriba —y de repente se separaron y volvieron a las flores. Una amandusazul incomodó al pasar a una abeja. Una Fritilaria Freya volaba entre las Selenas. Una mariposa colibrí, con el cuerpo de un abejorro y alas cristalinas que batía invisiblemente, rozó una flor desde el aire con su larga trompa prensil, voló a otra, y luego a una tercera. Toda esta vida fascinante, por cuya mezcla actual podía determinarse de manera infalible tanto la edad del verano (casi exactamente los días) como la situación geográfica de la región y la composición vegetal del claro —todo esto vivía y era genuino y siempre bello para él, y Fiodor lo percibió con una mirada experimentada y penetrante. De improviso colocó el puño sobre el tronco de un abedul y, apoyándose en él, prorrumpió en llanto.


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