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La dádiva
  • Текст добавлен: 21 сентября 2016, 16:35

Текст книги "La dádiva"


Автор книги: Владимир Набоков



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»Me he apartado del tema inmediato de mi artículo. Pero es que a veces se puede expresar la propia opinión con mucha mayor exactitud y autenticidad revoloteando en torno al tema —por sus fértiles alrededores... De hecho, el análisis de cualquier libro es torpe e inútil, y, además, no nos interesa la forma cómo el autor ha realizado su "tarea", ni siquiera la "tarea" en sí, sino sólo la actitud del autor hacia ella.

»Y añadamos esto: ¿Son realmente tan necesarias estas incursiones hacia el ámbito del pasado, con sus disputas estilizadas y su modo de vida artificialmente resucitado? ¿Quién quiere conocer las relaciones de Chernyshevski con las mujeres? En nuestra época amarga, tierna y ascética no hay lugar para esta clase de traviesa investigación, para esta literatura ociosa —que, de todos modos, no carece de cierta audacia arrogante que sin duda repelerá al lector mejor dispuesto.»

A partir de aquí, las críticas proliferaron. El profesor Anuchin, de la Universidad de Praga (figura pública muy conocida, hombre de manifiesta pureza moral y gran valor personal —el mismo profesor Anuchin que en 1922, poco antes de ser deportado de Rusia, cuando unos sujetos armados y vestidos con chaquetas de cuero fueron a arrestarle pero se interesaron por su colección de monedas antiguas y tardaban en llevárselo, había dicho serenamente, señalando su reloj: «Caballeros, la historia no espera.») publicó un análisis detallado de La vida de Chernyshevskien una revista de emigrados que aparecía en París.

«El año pasado (escribía) se publicó un libro notable del profesor Otto Lederer, de la Universidad de Bonn, Tres déspotas (Alejandro el Confuso, Nicolás el Glacial y Nicolás el Tedioso). Impulsado por un apasionado amor por la libertad del espíritu humano y un inflamado odio hacia sus opresores, el doctor Lederer fue injusto en algunas de sus apreciaciones al no tomar en consideración, por ejemplo, aquel fervor nacional ruso que encarnó con tanta fuerza el símbolo del trono; pero un celo excesivo, e incluso ceguera, en el proceso de denunciar el mal es siempre más comprensible y perdonable que la menor ironía —por muy ingeniosa que sea– a propósito de lo que la opinión pública considera objetivamente bueno. No obstante, el señor Godunov-Cherdyntsev ha elegido precisamente este segundo camino, el camino de la mordacidad ecléctica, para su interpretación de la vida y las obras de N. G. Chernyshevski.

»No cabe duda de que el autor ha estudiado a fondo, y a su modo con gran minuciosidad, el tema en cuestión; tampoco cabe duda de que su pluma tiene talento —algunas de las ideas que expresa y yuxtaposiciones de ideas son ciertamente perspicaces; pero a pesar de esto, su libro es repelente. Tratemos de examinar con calma esta impresión.

»Ha tomado una época determinada y elegido a uno de sus representantes. Pero, ¿ha asimilado el autor el concepto de "época"? No. Ante todo no se advierte en él ninguna conciencia de aquella clasificación del tiempo sin la cual la historia se convierte en una rotación arbitraria de puntos multicolores, en una especie de pintura impresionista con una figura que anda cabeza abajo contra un cielo verde que no existe en la naturaleza. Pero este método (que, por cierto, destruye cualquier valor erudito de la obra, pese a su jactanciosa erudición) no constituye la falta principal del autor. Su falta principal reside en el modo cómo describe a Chernyshevski.

»No tiene la menor importancia que Chernyshevski entendiera menos sobre cuestiones de poesía que un joven esteta de la actualidad. Carece de toda importancia que, en sur conceptos filosóficos, Chernyshevski permaneciera alejado de esas sutilezas trascendentales que gustan al señor Godunov-Cherdyntsev. Lo importante es que, cualesquiera que fuesen las opiniones de Chernyshevski sobre el arte y la ciencia, representaban el Weltanschauungde los hombres más progresistas de su época, y estaban además indisolublemente unidas al desarrollo de las ideas sociales, con su ardiente y beneficiosa fuerza activadora. Es en este aspecto, iluminado por esta única luz, que el sistema de pensamiento de Chernyshevski adquiere una significación que trasciende en grado superlativo el sentido de esos argumentos vacíos —sin ninguna conexión con la época de los años sesenta– que el señor Godunov-Cherdyntsev emplea al ridículizar con saña a su héroe.

»Pero no sólo se burla de su héroe: también se burla del lector. ¿Cómo calificar de otro modo el hecho de que entre las conocidas autoridades sobre Chernyshevski cite a una autoridad inexistente, a quien el autor pretende apelar? En cierto sentido sería posible, si no perdonar, al menos comprender científicamente la mofa de Chernyshevski, si el señor Godunov-Cherdyntsev fuera un apasionado partidario de aquellos a quienes Chernyshevski atacó. Al menos sería un punto de vista, y al leer el libro el lector haría un reajuste constante del enfoque parcial del autor, a fin de llegar de este modo a la verdad. Pero es una lástima que con el señor Godunov-Cherdyntsev no pueda hacerse ningún reajuste y su punto de vista esté "por doquier y en ninguna parte"; y no sólo esto, sino que en cuanto el lector, cuando empieza a descender por el curso de una frase, piensa que al fin ha llegado a un tranquilo meandro, a un ámbito de ideas que pueden ser contrarias a las de Chernyshevski pero al parecer comparte el autor —y, por tanto, pueden servir de base para el criterio y guía del lector—, el autor le da un capirotazo inesperado y derriba el apoyo imaginario, por lo que de nuevo vuelve a ignorar el bando en que milita el señor Godunov-Cherdyntsev en su campaña contra Chernyshevski —si está a favor de los partidarios del arte por el arte, o a favor del gobierno, o de otro enemigo de Chernyshevski a quien el lector no conoce. En cuanto a la burla a que somete a su héroe, el autor rebasa todos los límites. No hay detalle que desdeñe por demasiado repulsivo. Es probable que él replique que todos estos detalles se encuentran en el "Diario" del joven Chernyshevski; pero allí están en su lugar, en su propio ambiente, en la perspectiva y el orden correctos, entre muchos otros sentimientos e ideas que son mucho más valiosos. Pero el autor ha buscado y reunido precisamente éstos, como si alguien hubiera intentado reconstruir la imagen de una persona coleccionando sus pelos caídos, trozos de sus uñas y excreciones corporales.

»En otras palabras, el autor se mofa a lo largo de todo el libro de la personalidad de uno de los hijos más puros y valiosos de la Rusia liberal —y no digamos de los puntapiés con que recompensa a otros pensadores progresistas rusos, el respeto hacia los cuales es en nuestra conciencia una parte inmanente de su esencia histórica. En su libro, que se halla absolutamente fuera de la tradición humanitaria de la literatura rusa y, por tanto, fuera de la literatura en general, no hay falsedades auténticas (si exceptuamos al ficticio "Strannolyubski" ya mencionado, dos o tres detalles dudosos, y unos cuantos deslices de la pluma), pero la «verdad» que contiene es peor que la mentira más llena de prejuicios, porque semejante verdad está en contradicción directa con aquella verdad noble y casta (cuya ausencia despoja a la historia de aquello que el gran griego llamó tropotos) que es uno de los tesoros inalienables del pensamiento social ruso. En nuestros días, a Dios gracias, a los libros no se les quema en la hoguera, pero debo confesar que si aún existiera semejante costumbre, el libro del señor Godunov-Cherdyntsev podría considerarse con justicia el primer candidato para calentar una plaza pública.»

Después de esto Koncheyev expresó su opinión en la publicación literaria anual La Torre. Empezó dibujando la imagen de una huida durante una invasión o un terremoto, cuando la gente carga con todo lo que puede llevar y siempre hay alguien que acarrea el gran retrato enmarcado de un pariente olvidado hace tiempo. «Un retrato como éste (escribía Koncheyev) es para los intelectuales rusos la imagen de Chernyshevski, que los emigrados llevaron consigo al extranjero, espontánea pero casualmente, junto con otras cosas más útiles», y así es cómo Koncheyev explicaba la estupefacción causada por la aparición del libro de Fiodor Konstantinovich: «De repente alguien ha confiscado el retrato.» Más adelante, después de acabar de una vez por todas con las consideraciones de naturaleza ideológica y de embarcarse en un examen del libro como obra de arte, Koncheyev empezaba a elogiarlo de tal modo que, mientras leía la crítica, Fiodor sentía que se formaba en torno a su rostro una cadente aureola y que circulaba mercurio por sus venas. El artículo terminaba así: «¡Ay! Entre los emigrados será difícil hallar a una docena de personas capaces de apreciar el fuego y la fascinación de esta composición de fabuloso ingenio; y hasta sostendría que en la Rusia de hoy no encontraríamos ni siquiera a una que lo apreciase, si no me hubiese enterado de la existencia de dos personas, una de las cuales vive en la margen norte del Neva y la otra, en el remoto destierro siberiano.»

El órgano monárquico El Tronodedicó a La vida de Chernyshevski unas pocas líneas, en las cuales señalaba que cualquier valor que pudiera contener el desenmascaramiento de «uno de los mentores ideológicos del bolchevismo» quedaba completamente anulado por «el barato liberalismo del autor, que se pone del lado de su infortunado pero pernicioso héroe en cuanto el paciente zar de Rusia le ha confinado en lugar seguro... Y en general —añadía el crítico, Piotr Levchenko—, ya es hora de que deje de escribirse sobre las supuestas crueldades del "régimen zarista" en relación con las "almas puras" que no interesan a nadie. La francmasonería roja se regocijará ante la obra del conde Godunov-Cherdyntsev. Es lamentable que el portador de dicho nombre se ocupe en entonar himnos a los "ideales sociales" que desde hace mucho tiempo sólo son ídolos baratos».

El diario procomunista de Berlín, publicado en lengua rusa, ¡Arriba!(al cual la Gazetade Vasiliev calificaba invariablemente de «el reptil»), publicó un artículo dedicado a la celebración del centenario del nacimiento de Chernyshevski, que concluía así: «En nuestra bendita emigración también ha habido reacciones: con fanfarronería e insolencia, un tal Godunov-Cherdyntsev ha fraguado un opúsculo —para el que ha recogido material de todos los lugares imaginables– y ha publicado su vil difamación con el título de La vida de Chernyshevski. Un profesor de Praga se ha apresurado a considerar la obra "inteligente y concienzuda", y todo el mundo ha coincidido amistosamente. Está escrita con estilo ostentoso, que no difiere en modo alguno de los editoriales de Vasiliev sobre "El fin inminente del bolchevismo".»

Esta última ironía era especialmente divertida, teniendo en cuenta el hecho de que Vasiliev se opuso de manera rotunda a hacer la menor referencia al libro de Fiodor en su Gazeta, diciéndole con sinceridad (aunque el otro no había preguntado nada) que de no estar en relaciones tan amistosas con él, habría publicado una crítica devastadora —«no habría quedado ni una huella húmeda» del autor de La vida de Chernyshevski. En suma, el libro se vio rodeado de un buen ambiente de escándalo que favoreció las ventas; y al mismo tiempo, pese a los ataques, el nombre de Godunov-Cherdyntsev pasó inmediatamente a primer plano, y se elevó sobre la abigarrada tempestad de las opiniones de los críticos, a plena vista de todo el mundo, clara y firmemente. Pero había un hombre cuya opinión Fiodor ya no podía averiguar. Alexander Yakovlevich Chernyshevski murió poco antes de la aparición del libro.

Cuando en un funeral preguntaron al pensador francés Delalande por qué no se descubría ( ne se découvre pas), replicó: «Estoy esperando que lo haga primero la muerte» ( qu'elle se découvre la première). Hay en esto una carencia de gallardía metafísica, pero la muerte no merece nada más. El miedo origina un temor reverente, el temor reverente erige un altar para el sacrificio, su humo asciende hasta el cielo, donde adopta la forma de alas, y el miedo servil le dirige una oración. La religión tiene la misma relación con la condición divina del hombre que las matemáticas con su condición terrena: tanto la una como las otras son meramente las reglas del juego. Fe en Dios y fe en los números: fe local y fe de localización. Sé que la muerte por sí misma no tiene ninguna relación con la topografía del más allá, porque una puerta tan sólo es la salida de la casa y no una parte de sus alrededores, como un árbol o una colina. Hay que salir de algún modo, «pero me niego a ver en una puerta algo más que un agujero o un trabajo de carpintería» (Delalande, Discours sur les ombres, pág. 45). Y otra cosa: la desafortunada imagen de un «camino», a la que la mente humana se ha acostumbrado (la vida como una especie de viaje), es una ilusión estúpida: no vamos a ninguna parte, estamos sentados en casa. El otro mundo nos rodea siempre y no es en absoluto el fin de un peregrinaje. En nuestra casa terrena, las ventanas están reemplazadas por espejos; la puerta, hasta un momento determinado, está cerrada; pero el aire entra por las rendijas. «Para nuestros sentidos domésticos la imagen más accesible de nuestra comprensión futura de aquellos alrededores que nos serán revelados junto con la desintegración del cuerpo, es la liberación del alma de las cuencas de la carne y nuestra transformación en un ojo libre y completo, que puede ver simultáneamente en todas direcciones, o, dicho de otro modo: una percepción suprasensorial del mundo, acompañada de nuestra participación interna.» (Ibídem, pág. 64.) Pero todo esto son únicamente símbolos —símbolos que se convierten en una carga para la mente en cuanto ésta los mira de cerca.

¿No es posible comprenderlo con más sencillez, de un modo más satisfactorio para el espíritu, sin ayuda de este elegante ateo y también sin ayuda de credos populares? Porque la religión incluye una sospechosa facilidad de acceso general que destruye el valor de sus revelaciones. Si los pobres de espíritu entran en el reino de los cielos, puedo imaginarme la alegría que debe imperar allí. Ya he visto bastantes en la tierra. ¿Quién más compone la población del cielo? Multitudes de chillones predicadores, monjes desaliñados, montones de almas miopes y sonrosadas de manufactura más o menos protestante —¡qué mortal aburrimiento! Hace cuatro días que tengo mucha fiebre y no puedo leer. Es extraño —antes solía pensar que Yasha estaba siempre cerca de mí, que había aprendido a comunicarme con los espíritus, pero ahora, cuando quizás estoy moribundo, esta fe en los espíritus se me antoja algo terrenal, vinculado a las sensaciones terrenales más bajas y en modo alguno al descubrimiento de una América celestial.

Algo más sencillo. Algo más sencillo. ¡Algo inmediato! Un esfuerzo —y lo comprenderé todo. La búsqueda de Dios; la nostalgia de cualquier lebrel por un amo; dadme un jefe y caeré postrado ante sus enormes pies. Todo esto es terreno. Padre, maestro, rector, presidente de la junta, zar, Dios. Números, números —y uno ansia con tal fuerza encontrar el número más alto, para que todos los restantes puedan significar algo y trepar a alguna parte. No, de este modo se acaba en acolchados callejones sin salida —y todo deja de ser interesante.

Claro que me estoy muriendo. Estos pinchazos detrás y este dolor acerado son fáciles de comprender. La muerte se acerca a hurtadillas por la espalda y te agarra por los costados. Es gracioso que haya pensado en la muerte toda mi vida, y si he vivido, ha sido únicamente en el margen de un libro que nunca he podido leer. Veamos, ¿quién era? Oh, hace años, en Kiev... Dios mío, ¿cómo se llamaba? Sacaba de la biblioteca un libro escrito en una lengua que no conocía, lo llenaba de anotaciones y lo dejaba a la vista para que las visitas pensaran: sabe portugués, arameo. Ich habe dasselbe getan, yo he hecho lo mismo. Felicidad, tristeza —signos de interrogación en marge, mientras el contexto es absolutamente desconocido. Estupendo estado de cosas.

Es terriblemente doloroso dejar el seno de la vida. El horror mortal del nacimiento. L'enfant qui nait ressent les affres de sa mere. ¡Mi pobre y pequeño Yasha! Es muy extraño que al morir me aleje de él, cuando debería ser lo contrario —acercarme cada vez más... Su primera palabra fue muba, mosca. E inmediatamente después hubo una llamada de la policía: tenían que ir a identificar el cadáver. ¿Cómo le dejaré ahora? En estas habitaciones... No tendrá a nadie a quien rondar... Porque ella no lo advertiría... Pobre muchacha. ¿Cuánto? Cinco mil ochocientos... más aquel otro dinero... lo cual suma, veamos... ¿Y después? David podría ayudarme —o tal vez no.

... En general, no hay nada en la vida excepto prepararse para un examen —que, de todos modos, nadie puede aprobar. «Terrible es la muerte para hombre y acaro por igual.» ¿Pasarán por ella todos mis amigos? ¡Increíble! Eine alte Geschichte: el título de una película que Sandra y yo fuimos a ver la víspera de su muerte.

Oh, no. En ninguna circunstancia. Aunque ella lo mencione hasta cansarse. ¿No fue ayer cuando habló del asunto? ¿O hace miles de años? No, no me llevarán a ningún hospital, me quedaré aquí. Ya estoy harto de hospitales. Significaría volver a estar loco justo antes del fin. No, me quedaré aquí. Qué difícil es dar vueltas a nuestros pensamientos: como si fueran troncos. Me siento demasiado enfermo para morir.

«¿Cuál era el tema de su libro, Sandra? Vamos, dímelo, ¡tendrías que acordarte! Una vez hablamos de ello. Era sobre un sacerdote, ¿no? Oh, tú nunca... nada... Malo, difícil...»

A partir de esto apenas habló, pues cayó en un estado comatoso. Dieron permiso a Fiodor para entrar a verle, y nunca más olvidó los pelos blancos de sus mejillas hundidas, el color neutro de su calva y la mano, cubierta por una costra de eczema gris, moviéndose sobre la sábana como un cangrejo. Murió al día siguiente, pero antes tuvo un momento de lucidez, se quejó de dolores y dijo (la habitación estaba sumida en la penumbra, a causa de las persianas bajadas): «Qué tontería. Claro que no hay nada después.» Suspiró, escuchó el goteo y los truenos del otro lado de la ventana y repitió con extrema claridad: «No hay nada. Es tan evidente como el hecho de que está lloviendo.»

Y fuera, mientras tanto, el sol de primavera jugaba con la pizarra del tejado, en el cielo soñador no había una sola nube, la inquilina del piso de arriba regaba las flores de su balcón, y el agua goteaba hacia abajo con un sonido de tambor.

En la ventana de la empresa de pompas fúnebres, en la esquina de la Kaiserallee, se exhibía como incentivo (del mismo modo que la casa Cook exhibe un modelo Pullman) el interior de un crematorio en miniatura: hileras de sillitas frente a un pequeño pulpito y sentadas en ellas unas muñecas del tamaño del dedo auricular doblado, y al fondo, un poco apartada, se podía reconocer a la viuda por el medio centímetro cuadrado de pañuelo con que cubría su rostro. La seducción alemana de este modelo siempre había divertido a Fiodor, por lo que ahora resultaba algo repugnante entrar en un crematorio auténtico, donde bajo montañas de coronas de laurel un ataúd real que contenía un cuerpo real fue bajado entre pesados sones de música de órgano a ejemplares regiones inferiores, directamente al incinerador. Madame Chernyshevski no se cubría con un pañuelo y se mantenía inmóvil y erguida, con los ojos brillantes tras el velo de crespón negro. Las caras de amigos y conocidos tenían las expresiones mesuradas habituales en semejantes casos: una movilidad de las pupilas acompañada por cierta tensión en los músculos del cuello. El abogado Charski se sonó con sinceridad; Vasiliev, quien como figura pública tenía mucha experiencia en funerales, seguía puntillosamente las pausas del párroco (Alexander Yakovlevich había resultado protestante en el último momento). El ingeniero Kern dejaba centellear, impasible, los cristales de sus quevedos. Goryainov se aflojaba sin cesar el cuello de la camisa, pero no llegó al extremo de carraspear; las damas que solían visitar a los Chernyshevski formaban un compacto grupo; los escritores también —Lishnevski, Shajmatov y Shirin; había mucha gente a quien Fiodor no conocía —por ejemplo, un caballero muy pulcro, de barbita rubia y labios insólitamente rojos (al parecer, un primo del difunto), y también algunos alemanes, con los sombreros de copa sobre las rodillas y sentados con mucho tacto en la última hilera.

Al concluir el servicio, los asistentes, según lo dispuesto por el maestro de ceremonias del crematorio, tenían que acercarse a la viuda uno por uno y ofrecerle palabras de condolencia, pero Fiodor resolvió evitar esto y salió a la calle. Todo estaba mojado, lleno de sol, y tenía un brillo que se antojaba desnudo; en un negro campo de fútbol adornado con césped, unas colegialas hacían gimnasia en pantalones cortos. Detrás de la cúpula reluciente, gris como la gutapercha, del crematorio podían verse las torres color turquesa de una mezquita, y al otro lado de la plaza centelleaban las cúpulas verdes de una iglesia blanca, del tipo de la de Pskov, surgida recientemente de una casa de chaflán y que gracias al camuflaje arquitectónico parecía casi aislada. En una terraza, junto a la entrada del parque, dos boxeadores de bronce mal esculpidos y asimismo de reciente aparición, estaban inmovilizados en actitudes completamente contrarias a la armonía recíproca del pugilismo: en lugar de la gracia tensa, agachada, de músculos redondos, había dos soldados desnudos peleando en una casa de baños. Una cometa dirigida desde un espacio abierto detrás de unos árboles formaba un pequeño rombo carmesí en el alto cielo azul. Con sorpresa y desazón, Fiodor advirtió que era incapaz de fijar sus pensamientos en la imagen del hombre que acababa de ser reducido a cenizas y convertido en humo; trató de concentrarse, de imaginar el calor reciente de sus relaciones vivas, pero su alma se negó a moverse y permaneció con los ojos soñolientos y cerrados, satisfecha con su jaula. En lo único que se le ocurrió pensar fue en aquel verso del Rey Lear, que consiste enteramente en cinco «jamases». «Así que jamás volveré a verle», pensó, sin ninguna originalidad, pero este pequeño acicate pasó y no desplazó su alma. Trató de pensar en la muerte, pero en cambio se le ocurrió que el cielo suave, ribeteado lateralmente por una nube larga que se le antojaba un tierno y pálido borde de grasa, habría parecido una lonja de jamón si el azul hubiera sido rosa. Intentó imaginarse alguna clase de extensión de Alexander Yakovlevich al otro lado de la vida —pero al mismo tiempo observó, a través de la ventana de una tintorería próxima a la iglesia ortodoxa, a un empleado torturando un par de pantalones con diabólica energía y un exceso de vapor que recordaba el infierno. Intentó confesar algo a Alexander Yakovlevich y arrepentirse al menos de los pensamientos crueles y maliciosos que tuviera de modo efímero (en relación con la desagradable sorpresa que le preparaba con su libro) —y de pronto recordó una trivialidad vulgar: algo que le había dicho Shchyogolev: «Cuando muere un buen amigo mío, siempre pienso que hará algo allí arriba para mejorar mi destino, ¡ja, ja, ja!» Se hallaba en un estado de ánimo inquieto y confuso que le parecía incomprensible, tan incomprensible como todo lo demás: el cielo, aquel tranvía amarillo que pasaba traqueteando por los claros rieles del Hohenzollerdamm (con el que Yasha se había dirigido hacia la muerte), pero su enfado consigo mismo fue pasando gradualmente, y con una especie de alivio —como si la responsabilidad de su alma ya no fuera suya, sino de alguien que conociera el significado de todo aquello—, sintió que toda esta madeja de pensamientos casuales, así como todo lo demás —las costuras y la trama ínfima de este día primaveral, la ondulación del aire, los hilos bastos y enmarañados de sonidos confusos —era simplemente el revés de un tejido maravilloso en cuyo lado derecho se formaban e iban cobrando vida imágenes invisibles para él.

Se encontró junto a los púgiles de bronce; en los arriates que los circundaban se mecían pensamientos pálidos moteados de negro (algo similares, facialmente, a Charlie Chaplin); se sentó en un banco donde se había sentado una o dos noches con Zina —porque últimamente una especie de inquietud les había apartado mucho de aquella oscura y tranquila vereda en donde habían buscado refugio al principio. Muy cerca había una mujer, haciendo punto; a su lado un niño pequeño, enteramente vestido de lana azul celeste, que terminaba arriba en la borla de un gorro y abajo en unas tiras que abrazaban los pies, planchaba el banco con un tanque de juguete; los gorriones chirriaban en los arbustos y de vez en cuando realizaban excursiones conjuntas al césped o a las estatuas; de los álamos blancos llegaba un olor pegajoso, y, mucho más allá de la plaza, el crematorio y su cúpula tenían ahora un aspecto ahito y reluciente. Fiodor veía desde la distancia cómo se dispersaban unas figuras diminutas... incluso fue capaz de distinguir a alguien que conducía a Alexandra Yakovlevna a un automóvil de juguete (mañana tendría que ir a visitarla), y a un grupo de sus amigos congregándose en una parada de tranvía; éste los ocultó un momento al inmovilizarse, y luego, como por arte de magia, los hizo desaparecer al ponerse en marcha.

Fiodor ya estaba a punto de dirigirse a su casa cuando una voz balbuciente le llamó desde atrás: era Shirin, autor de la novela El abismo blanquecino (con un epígrafe del Libro de Job), que había sido muy bien recibida por los críticos de la emigración. («¡Oh, Señor y Padre nuestro! Por Broadway, entre un febril tintineo de dólares, hetairas y hombres de negocios con polainas, empujándose y cayendo sin aliento, corrían tras el becerro de oro, que se abría camino entre los rascacielos y, vuelto el demacrado rostro hacia el cielo eléctrico, lanzaba bramidos. En París, en una tabernucha de mala muerte, el viejo Lachaise, en un tiempo pionero de la aviación y ahora vagabundo decrépito, pisoteaba con sus botas a una vieja prostituta, Boule de Suif. Oh, Señor, ¿por qué? De un sótano moscovita emergió un asesino, se puso en cuclillas junto al arroyo y empezó a llamar a un cachorro peludo: pequeño, repetía, pequeño... En Londres, damas y caballeros bailaban el jimmiey sorbían aperitivos, mirando de vez en cuando hacia un cuadrilátero donde al final del decimoctavo asalto un negro gigantesco derribó y dejó sin sentido sobre la lona a su rubio adversario. Entre los hielos árticos, el explorador Ericson se sentó sobre una caja vacía y pensó tristemente: "¿Será el polo?"... Ivan Chervyakov recortaba cuidadosamente el dobladillo de su único par de pantalones. ¡Oh, Dios mío!, ¿por qué permites todo esto?») El propio Shirin era un hombre corpulento, de cabellos rojizos y muy cortos, que iba siempre mal afeitado y llevaba unas grandes gafas tras las cuales, como en dos acuarios, nadaban dos ojos transparentes y minúsculos —completamente incapaces de impresiones visuales—. Era ciego como Milton, sordo como Beethoven y, para colmo, zoquete. Una bienaventurada ineptitud para la observación (y de ahí una completa falta de información sobre el mundo circundante —y una total incapacidad de dar nombre a cualquier cosa) se encuentra con frecuencia entre los literatos rusos del montón, como si un destino benéfico trabajase para negar la bendición del conocimiento sensorial a los carentes de talento a fin de que no despilfarren tontamente el material. A veces ocurre, claro, que uno de esos ignorantes tiene una lamparita encendida en su interior —para no hablar de esos conocidos ejemplos en que, por un capricho de la emprendedora naturaleza, que adora los reajustes y sustituciones chocantes, esa luz interior es de una claridad asombrosa– suficiente para despertar envidia en el más rubicundo talento. Pero incluso Dostoyevski nos recuerda siempre de algún modo una habitación donde arde una lámpara durante el día.

Mientras cruzaba el parque con Shirin, Fiodor sintió un placer desinteresado al pensar que tenía por compañero a un hombre ciego, sordo y sin olfato que consideraba este estado con total indiferencia, aunque a veces no le importaba suspirar con ingenuidad por el alejamiento de la naturaleza sufrido por el intelectual: Lishnevski había contado hacía poco que en una cita con Shirin en el Jardín Zoológico, cuando tras una hora de conversación le mencionó por casualidad a una hiena que paseaba por su jaula, resultó que Shirin apenas tenía idea de que hay animales cautivos en los jardines zoológicos, y después de echar una breve ojeada a la jaula, observó automáticamente: «Es cierto, nosotros no sabemos gran cosa del mundo animal», y en seguida continuó hablando de lo que más le preocupaba en la vida: las actividades y composición del comité de la Sociedad de Escritores Rusos en Alemania. Y ahora se encontraba en un estado de gran agitación porque «se había producido un determinado acontecimiento».

El presidente de aquel comité era Georgui Ivanovich Vasiliev, y había buenas razones para ello: su reputación antes del advenimiento de los soviéticos, sus numerosos años de actividad editorial y, lo más importante, aquella honradez inexorable y casi temible por la que su nombre era famoso. Por otro lado, su mal genio, su rigor de polemista y (pese a su gran experiencia pública) su ignorancia completa de la gente, no sólo no perjudicaban a esta honradez sino que le comunicaban, por el contrario, cierto sabor picante. Él descontento de Shirin no iba dirigido contra él sino contra los cinco miembros restantes del comité, en primer lugar porque ninguno de ellos (que, por cierto, constituían las dos terceras partes de la sociedad) era escritor profesional, y, en segundo lugar, porque tres de ellos (incluyendo el tesorero y el vicepresidente) eran si no bribones, como sostenía el parcial Shirin, al menos cómplices de sus arteras y vergonzosas actividades. Hacía ya algún tiempo que un asunto bastante cómico (opinaba Fiodor) y absolutamente desgraciado (en términos de Shirin) se producía en relación con los fondos de la sociedad. Cada vez que un miembro pedía un préstamo o una subvención (entre los que existía la misma diferencia que entre un arriendo de noventa y nueve años y una propiedad de por vida), se hacía necesario seguir la pista de estos fondos, que al menor intento de acercamiento se convertían en algo tan fluido y etéreo como si estuvieran siempre situados en lugares equidistantes entre tres puntos representados por el tesorero y dos miembros del comité. La caza se complicaba todavía más por el hecho de que Vasiliev no se hablaba desde hacía mucho tiempo con ninguno de estos tres miembros, con los que incluso se negaba a comunicarse por escrito, y en los últimos tiempos concedía créditos y subvenciones de su propio bolsillo, dejando que otros le pagaran con dinero procedente de la sociedad. Este dinero se obtenía siempre en cantidades pequeñas, y siempre resultaba que el tesorero lo había pedido prestado a una persona ajena al sindicato, por lo que las transacciones nunca significaban un cambio en el estado fantasmal de la tesorería. Últimamente, los miembros de la sociedad que pedían ayuda con más frecuencia estaban visiblemente nerviosos. Se había convocado una reunión general para el mes siguiente, y Shirin preparaba para ella un plan de acción muy firme.


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