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La dádiva
  • Текст добавлен: 21 сентября 2016, 16:35

Текст книги "La dádiva"


Автор книги: Владимир Набоков



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¡Oh, no digas que ha olvidado la cautela,


él mismo es culpable de su propio Destino...!




Por esto, los sonidos de Nekrasov le agradaban a Chernyshevski; es decir, daba la casualidad de que satisfacían aquella estética elemental que siempre confundió con su propio sentimentalismo circunstancial. Después de describir un gran círculo, de contemplar muchas cuestiones referentes a la actitud de Chernyshevski hacia diversas ramas del conocimiento, y sin haber estropeado ni por un momento la suavidad de nuestra curva, hemos vuelto ahora con fuerza renovada a su filosofía del arte. Ha llegado la hora de resumirla.

Como el resto de nuestros críticos radicales, con su debilidad por las victorias fáciles, se abstenía de dedicar cumplidos lisonjeros a las damas escritoras, y flagelaba con energía a Evdokia Rastopchin o Avdotia Glinka. «Una jerga incorrecta y descuidada» (como lo expresa Pushkin) le dejaba indiferente. Tanto él como Dobrolyubov desollaban con deleite a las coquetas literarias —pero en la vida real... Bueno, contemplen lo que hicieron con ellos, miren cómo les retorcieron y torturaron con alegres carcajadas (así ríen las ninfas acuáticas en los ríos que fluyen cerca de las ermitas y otros lugares de salvación) las hijas del doctor Vasiliev.

Sus gustos eran eminentemente sólidos. Hugo le dejaba epaté. Le impresionaba Swinburne (lo cual, pensándolo bien, no es nada extraño). En la lista de libros que leyó en la fortaleza, el nombre de Flaubert está escrito con una «o» —y, de hecho, le colocó debajo de Sacher-Masoch y Spielhagen. Le gustaba Béranger del mismo modo que gustaba al francés corriente y moliente. «Por favor —exclama Steklov—, ¿quién dice que este hombre no era poético? ¿Acaso ignoran que declamaba a Béranger y Ryleyev con lágrimas de arrobamiento?» Sus gustos no se congelaron hasta llegar a Siberia —y por una extraña delicadeza del destino histórico, Rusia no produjo durante los veinte años de su exilio un solo escritor genuino (hasta Chejov) cuyos comienzos no hubiera visto él mismo durante el período activo de su vida. Por conversaciones sostenidas con él en Astracán resulta aparente que:

«Sí, señor, es el título de conde lo que me hizo considerar a Tolstoi "un gran escritor de la nación rusa"»; y cuando visitantes fastidiosos le preguntaban quién era a su juicio el mejor escritor viviente, nombraba a una completa nulidad: Maxim Belinski.

En su juventud anotó en su diario: «La literatura política es la más elevada.» Durante los años cincuenta, en una larga discusión sobre Belinski (Vissarion, claro), algo que el gobierno desaprobaba, le abonó diciendo que «la literatura tiene que ser la doncella de una u otra tendencia ideológica», y que los escritores «incapaces de sentir simpatía por lo que se está consiguiendo a nuestro alrededor por la fuerza del movimiento histórico... nunca, en ninguna circunstancia, producirán nada grande», porque «la historia no conoce ninguna obra de arte que haya sido creada exclusivamente por la idea de la belleza». En los años cuarenta Belinski mantuvo que «se puede incluir sin reservas a George Sand en la lista de poetas europeos (en el sentido alemán de Dichter), mientras que la yuxtaposición del nombre de Gogol con los de Homero y Shakespeare ofende tanto a la decencia como al sentido común», y que «no sólo Cervantes, Walter Scott y Cooper, como artistas, sino también Swift, Sterne, Voltaire y Rousseau tienen una importancia incomparable e inconmensurablemente mayor en toda la historia de la literatura que Gogol». Belinski fue secundado tres décadas más tarde por Chernyshevski (cierto que cuando George Sand ya había ascendido a la buhardilla, y Cooper descendido al cuarto de los niños), quien dijo que «Gogol es una figura menor en comparación, por ejemplo, con Dickens, Fielding o Sterne».

¡Pobre Gogol! Su exclamación (como la de Pushkin), «¡ Rus!», es repetida de buen grado por los hombres de los años sesenta, pero ahora la troica necesita carreteras pavimentadas, porque incluso la toska(nostalgia) rusa se ha hecho utilitaria. ¡Pobre Gogol! Estimando al seminarista en el crítico Nadeshdin (que solía escribir «literatura» con tres «t»), Chernyshevski consideraba que su influencia sobre Gogol habría sido más beneficiosa que la de Pushkin, y lamentaba que Gogol no supiera qué eran los principios. ¡Pobre Gogol! Incluso aquel bufón sombrío del padre Matvey le había implorado que renunciara a Pushkin...

Lermontov salió mejor parado. Su prosa arrancó a Belinski (que tenía debilidad por las conquistas de la tecnología) la sorprendente y encantadora comparación de Pechorin a una máquina de vapor, que aplasta a todos los imprudentes que se ponen al alcance de sus ruedas. Los intelectuales de la clase media descubrieron en su poesía algo de la vena socio-lírica que más adelante se llamó «nadsonismo». En este sentido, Lermontov fue el primer Nadson de la literatura rusa. El ritmo, el tono, el idioma diluido en lágrimas del verso «cívico», incluido aquello de «como víctimas caísteis en el fatídico debate» (la famosa canción revolucionaria de los primeros años de nuestro siglo), todo esto se remonta a versos de Lermontov del estilo de éstos:


¡Adiós, amado compañero nuestro!


¡Ay, qué breve fue tu estancia en la tierra,


cantor de ojos azules!


Has merecido una sencilla cruz de madera,


y con nosotros vivirá tu recuerdo para siempre...




La verdadera magia de Lermontov, las sutiles perspectivas de su poesía, su pintoresquismo paradisíaco y el tañido transparente de lo celestial en su verso húmedo —esto, naturalmente, era del todo inaccesible para la comprensión de hombres del temple de Chernyshevski.

Ahora nos estamos acercando a su punto más vulnerable; porque desde hace mucho tiempo se acostumbra a medir el grado de aptitud, inteligencia y talento de un crítico ruso por el rasero de su actitud hacia Pushkin. Y así seguirá haciéndose hasta que la crítica literaria rusa deseche sus libros de texto sociológicos, religiosos, filosóficos y otros, que sólo ayudan a la mediocridad a admirarse a sí misma. Sólo entonces seréis libres de decir lo que se os antoje: entonces podréis criticar a Pushkin por cualquier traición de su exigente musa y al mismo tiempo preservar vuestro talento y vuestro honor. Reprochadle que haya permitido a un hexámetro introducirse en los pentámetros de Boris Godunov(escena novena), cometido un error métrico en la línea vigésimo primera de «El banquete durante la plaga», repetido la frase «cada minuto» ( pominutno) cinco veces en dieciséis versos en «La ventisca», pero, por el amor de Dios, detened esta chachara insustancial.

Strannolyubski compara con sagacidad las opiniones críticas de los años sesenta referentes a Pushkin con la actitud hacia él, tres décadas antes, del jefe de policía conde Benckendorff o la del director de la tercera sección, Von Fock. En verdad, la mayor alabanza de Chernyshevski a un escritor, como la del soberano Nicolás I o del radical Belinski, era: sensato. Cuando Chernyshevski o Pisarev calificaban la poesía de Pushkin de «hojarascn y lujo», se limitaban a repetir a Tolmachyov, autor de Elocuencia militar, que en los años treinta había tildado a la misma de: «bagatelas y burbujas». Cuando Chernyshevski dijo que Pushkin era «sólo un mediocre imitador de Byron», reprodujo con monstruosa exactitud la definición del conde Vorontsov (jefe de Pushkin en Odesa): «Un mediocre imitador de Lord Byron.»La idea favorita de Dobrolyubov de que «Pushkin carecía de una educación sólida y profunda» va de la mano de la observación de Vorontsov: «No se puede ser un poeta auténtico sin trabajar constantemente para ampliar los propios conocimientos, y los suyos son insuficientes.» «Para ser un genio no basta con haber fabricado Eugenio Onegin», escribió el progresista Nadeshdin, comparando a Pushkin con un sastre, con un inventor de estilos de chaleco, concertando así un pacto intelectual con el reaccionario conde Uvarov, ministro de Educación, quien observó con motivo de la muerte de Pushkin: «Escribir coplas no significa hacer una gran carrera.»

Chernyshevski equiparaba al genio con el sentido común. Si Pushkin era un genio, se preguntaba, perplejo, ¿cómo había que interpretar la profusión de correcciones en sus borradores? Se puede comprender cierto «pulido» de una copia en limpio, pero esto era el trabajo en sucio. Tendría que fluir sin esfuerzo, ya que el sentido común habla inmediatamente, pues sabe lo que quiere decir. Además, como persona ridículamente ajena a la creación artística, suponía que el «pulido» tenía lugar sobre el papel, mientras el «verdadero trabajo» —es decir, «la tarea de formar el plan general» —ocurría «en la mente» —otro signo de aquel peligroso dualismo, de aquella hendidura en su «materialismo», de la que más de una serpiente habría de salir para morderle durante su vida. La originalidad de Pushkin le daba miedo. «Las obras poéticas son buenas cuando todos (la cursiva es mía) dicen después de leerlas: sí, esto no sólo es verosímil, sino que no podría ser de otro modo, porque siempre ha sido así.»

Pushkin no figura en la lista de libros enviados a Chernyshevski a la fortaleza, y no es extraño: pese a los servicios de Pushkin («inventó la poesía rusa y enseñó a la sociedad a leerla» —dos afirmaciones completamente falsas), era ante todo un escritor de breves e ingeniosos versos sobre los pequeños pies femeninos —y «pies pequeños», en la entonación de los años sesenta– cuando toda la naturaleza había sido entregada al prosaísmo: travka(diminutivo de «hierba») y pichushki(«pajarito») —tenía un significado muy diferente de los «petits pieds» de Pushkin, algo que ahora estaba más cerca del empalagoso «Füsschen» Le asombraba en especial (como también a Belinski) que Pushkin se volviera tan «reservado» hacia el final de su vida. «Se terminaron aquellas amistosas relaciones cuyo monumento sigue siendo el poema "Arion"», explica Chernyshevski como de paso, pero esta referencia casual al tema prohibido del decembrismo rebosaba de significado sagrado para el lector de El Contemporáneo(a quien de pronto imaginamos mordiendo distraída y ávidamente una manzana —transfiriendo a ella su hambre de lectura, para volver en seguida a comer las palabras con los ojos). Por consiguiente, Nikolai Gavrilovich debió irritarse bastante por una indicación escénica en la penúltima escena de Boris Godunov, indicación que se le antojaba una alusión taimada y una usurpación de laureles cívicos poco merecidos por el autor de tan «vulgares bobadas» (véanse las observaciones de Chernyshevski acerca del poema «Estambul es ahora loado por los cristianos»): «Pushkin llega rodeado por el pueblo.»

«Leyendo a los críticos más abusivos —escribió Pushkin durante un otoño en Boldino—, les encuentro tan divertidos que no comprendo cómo pude enfadarme con ellos; creo que si quisiera burlarme de ellos, no se me ocurriría nada mejor que reimprimirlos sin el menor comentario.» Es curioso que Chernyshevski hiciera exactamente lo mismo con el artículo del profesor Yurkevich: ¡grotesca repetición! Y ahora «una rotatoria mota de polvo ha quedado atrapada en un rayo de luz de Pushkin, que ha penetrado por entre las celosías del pensamiento crítico ruso», para usar la cáustica metáfora de Strannolyubski. Estamos pensando en la siguiente escala mágica del destino: en su diario de Saratov, Chernyshevski aplicó a sus galanteos dos versos de «Las noches egipcias» de Pushkin, citando pésimamente el segundo, con una deformación característica (en él, que carecía de oído): «Yo (él) acepté el reto del deleite / como habría aceptado el reto de la guerra (en vez de «como aceptaría en tiempos de guerra / el reto de una salvaje batalla»). Por este «habría», el destino —aliado de las musas (y él mismo un experto en modos condicionales), se vengó de él —¡y con qué refinado disimulo en la evolución del castigo!

¿Qué conexión pudo haber entre su malhadada cita y la observación de Chernyshevski diez años después (en 1862): «Si la gente pudiera anunciar todas sus ideas respecto a los asuntos públicos en... asambleas, no habría necesidad de escribir artículos sobre ellas en las revistas»? Sin embargo, en este punto Némesis ya se está despertando. «En lugar de escribir, hablaríamos —continúa Chernyshevski—, y si estas ideas tuvieran que llegar a oídos de quienes no participaron en la asamblea, podría tomarlas un taquígrafo.» Y la venganza se da a conocer: en Siberia, donde sus únicos oyentes eran las alondras y los yacuts, estaba obsesionado por la imagen de un «estrado» y una «sala de conferencias», donde era tan cómodo reunir a la gente y verla conmovida, porque, en fin de cuentas, él, como el repentista de Pushkin (el de «Las noches egipcias»), aunque peor versificador, había elegido como profesión —y más tarde como ideal irrealizable– variaciones sobre un tema determinado; en el mismo crepúsculo de su vida compone una obra en la cual encarna su sueño: desde Astracán, no mucho tiempo antes de su muerte, envía a Lavrov su «Veladas en casa de la princesa Starobelski» para la revista literaria Pensamiento ruso (que no vio la posibilidad de publicarlo), y adjunta «Una Inserción» —dirigida directamente al tipógrafo:

En la parte donde dice que la gente ha pasado del, salón comedor al salón propiamente dicho, que ha sido dispuesto para que todos escuchen el cuento de hadas de Vyasovski, y donde hay una descripción del arreglo de la sala... la distribución de los taquígrafos de ambos sexos en dos mesas separadas no está indicada o lo está de modo poco satisfactorio. En mi borrador, esta parte dice así: «A ambos lados del estrado había dos mesas para los taquígrafos... Vyasovski fue hacia ellos, estrechó sus manos y estuvo charlando con ellos mientras el público ocupaba sus puestos.» Las líneas de la copia corregida, cuyo sentido corresponde al pasaje citado de mi borrador, deben reemplazarse ahora por las líneas siguientes: «Los hombres, formando un marco apretado, estaban cerca del escenario y junto a las paredes, detrás de las últimas sillas; los músicos y sus atriles ocupaban ambos lados del escenario... El repentista, saludado por aplausos ensordecedores que provenían de todas partes...»

Perdón, perdón, lo hemos mezclado todo —hemos tomado un extracto de «Las noches egipcias» de Pushkin. Reconstruyamos la situación: «Entre el estrado y el hemiciclo delantero de la sala (escribe Chernyshevski a un tipógrafo inexistente), un poco a la derecha y la izquierda de la plataforma, había dos mesas; en la de la izquierda, frente al estrado, si se miraba desde el centro de los hemiciclos...», etc., etc. —con muchas más palabras similares, ninguna de las cuales expresaba nada.

«Aquí hay un tema para usted —dijo Charski al repentista—. El propio poeta elige los temas de sus poemas; la multitud no tiene derecho a dirigir su inspiración.»

Hemos recorrido mucho camino conducidos por el ímpetu y la revolución del tema de Pushkin en la vida de Chernyshevski; mientras tanto, un nuevo personaje —cuyo nombre ya ha irrumpido una o dos veces con impaciencia en nuestra disertación– espera para hacer su entrada. Es el momento oportuno para su aparición —y aquí llega ya, con el abrigo de uniforme, muy abotonado, de cuello azul, del universitario, oliendo claramente a chestnost'(«principio progresista»), desgarbado, de ojos diminutos y miopes y una escasa chorrera de Newport (aquella barbe en collier que parecía tan sintomática a Flaubert); ofrece su mano como una estocada; es decir, lanzándola hacia delante de un modo raro, con el pulgar hacia fuera, y se presenta con voz de bajo, confidencial y acatarrada: Dobrolyubov.

Chernyshevski recordó su primer encuentro (en verano de 1856) treinta años después (cuando también él escribía sobre Nekrasov) con su familiar riqueza de pormenores, ya esencialmente enfermizo e impotente, pero aún capaz, al parecer, de una mente irreprochable en cuanto a sus transacciones con el tiempo. La amistad vinculó a estos dos hombres con una unión monogramática que cien siglos no podrían deshacer (por el contrario: su firmeza aumenta en la conciencia de la posteridad). Éste no es lugar para extendernos sobre las actividades literarias del más joven de los dos. Limitémonos a decir que era de una tosquedad grosera y una ingenuidad no menos vulgar; que en la revista satírica El Silbato se mofaba del distinguido doctor Pirogov mientras parodiaba a Lermontov (el uso de algunos poemas líricos de Lermontov como fundamento para bromas periodísticas acerca de personas y sucesos estaba, en general, tan extendido que a la larga se convirtió en una caricatura del mismo arte de la parodia); digamos asimismo, con palabras de Strannolyubski, que «gracias al ímpetu conferido por Dobrolyubov, la literatura bajó rodando por un plano inclinado, con el resultado inevitable de que cuando hubo llegado a cero, fue puesta entre comillas: el estudiante trajo algo de "literatura"» (refiriéndose a folletos de propaganda). ¿Qué más se puede añadir? ¿El humor de Dobrolyubov? ¡Oh, aquellos benditos tiempos en que «mosquito» era gracioso por sí mismo, un mosquito que se posaba en la nariz de alguien, doblemente gracioso, y un mosquito que volando llegaba hasta el interior de una oficina gubernamental y allí mordía a un funcionario hacía desternillar de risa a todos los oyentes!

Mucho más atractivo que la crítica obtusa y aburrida de Dobrolyubov (de hecho, esta pléyade de críticos radicales escribía con los pies) es el aspecto frívolo de su vida, esa deportividad febril y romántica que más adelante proporcionó a Chernyshevski el material para las «intrigas amorosas» de Levitski (en El prólogo). Dobrolyubov era extraordinariamente propenso a enamorarse (aquí le vemos jugando con asiduidad a durachki, sencillo juego de cartas, con un general muy condecorado a cuya hija está haciendo la corte). Tenía una chica alemana en Staraya Russa, vínculo fuerte y oneroso. Chernyshevski le impedía en toda la extensión de la palabra estas visitas inmorales: forcejeaban entre sí durante mucho rato, hasta quedar exhaustos y sudorosos —rodaban por el suelo, chocaban con los muebles—, y sin decir palabra, su jadeo era lo único que se oía; entonces, tropezando el uno contra el otro, empezaban a buscar sus gafas debajo de las sillas que habían derribado. A principios de 1859 llegó a oídos de Chernyshevski el rumor de que Dobrolyubov (igual que d'Anthés), con objeto de ocultar su «intriga» con Olga Sokratovna, pretendía casarse con la hermana de ésta (que ya tenía novio). Las dos mujeres hacían objeto a Dobrolyubov de bromas muy pesadas; le llevaban a bailes de máscaras disfrazado de capuchino o vendedor de helados y Je confiaban todos sus secretos. Los paseos con Olga Sokratovna «le dejaban totalmente perplejo». «Sé que no voy a ganar nada con esto —escribió a un amigo—, porque no tenemos ni una sola conversación en la cual ella deje de mencionar que aunque yo sea un buen hombre, soy demasiado torpe y casi repulsivo. Comprendo que además no debería intentar ningún provecho, ya que, en cualquier caso, siento más afecto por Nikolai Gavrilovich que por ella. Pero me resulta imposible dejarla en paz.» Cuando oyó el rumor, Nikolai Gavrilovich, que no se hacía ilusiones respecto a la moral de su esposa, sintió pese a ello cierto resentimiento: la traición era doble; entre él y Dobrolyubov hubo una explicación franca y poco después embarcó para Londres con el propósito de «apalear a Herzen» (como dijo posteriormente) es decir, propinarle una buena reprimenda por sus ataques contra aquel mismo Dobrolyubov en el Kolokol (La campana), periódico liberal publicado en el extranjero, pero de opiniones menos radicales que el endémico El Contemporáneo.

Sin embargo, el objeto de este encuentro no se limitó tal vez a interceder por su amigo: Chernyshevski (en especial después, en relación con su muerte) manejó con mucha habilidad el nombre de Dobrolyubov «como una cuestión de táctica revolucionaria». Según ciertos rumores del pasado, su principal objeto al visitar a Herzen era discutir la publicación en el extranjero de El Contemporáneo: todo el mundo tenía el presentimiento de que no tardarían en cerrarlo. Pero, en general, este viaje está rodeado de tanto misterio y ha dejado tan pocas huellas en los escritos de Chernyshevski que uno casi preferiría, pese a. los hechos, considerarlo apócrifo. Él, que siempre se había interesado por Inglaterra, alimentado su alma con Dickens y su mente con el Times—¡con qué avidez debió absorberla, cuántas impresiones debió acumular, con qué insistencia habría vuelto más tarde a su memoria! La realidad es que Cheynyshevski nunca hablaba de su viaje y siempre que alguien le presionaba, respondía con brevedad: «Bueno, no hay nada que contar —había niebla, el barco se balanceó, ¿qué más puede haber?» Así, la propia vida (como muchas otras veces) refutó su axioma: «El objeto tangible actúa con mucha más fuerza que el concepto abstracto del mismo.»

Sea como fuere, el 26 de junio (¿Nuevo Estilo?) de 1859, Chernyshevski llegó a Londres (todo el mundo creía que estaba en Saratov) y permaneció allí hasta el día 30. Un rayo oblicuo perfora la niebla de estos cuatro días: madame Tuchkov-Ogaryov cruza un salón y sale a un jardín soleado: lleva en brazos a su hija de un año, vestida con una pequeña esclavina de encaje. En el salón (la acción tiene lugar en Putney, en casa de Herzen) Alexander Ivanovich pasea de arriba abajo (estos paseos interiores estaban muy de moda aquellos días) con un caballero de estatura mediana y rostro poco atractivo, «pero iluminado por una expresión maravillosa de abnegación y sumisión al destino» (que con toda probabilidad fue una jugarreta de la memoria del biógrafo, quien recordaría aquel rostro a través del prisma de un destino ya cumplido). Herzen presentó a su compañero a la dama. Chernyshevski acarició los cabellos de la niña y dijo con su voz pausada: «Yo también tengo niños, pero apenas les veo.» (Solía confundir los nombres de sus hijos: el pequeño Victor estaba en Saratov, donde no tardó en morir, porque el destino de los niños no perdona tales fallos de la pluma, pero envió un beso al «pequeño Sasha», que ya había sido trasladado a San Petersburgo.) «Di hola, danos la mano —dijo Herzen con rapidez, y en seguida contestó a algo que había mencionado Chernyshevski —: Sí, exactamente —ésa es la razón de que los enviaran a las minas de Siberia»; y madame Tuchkov salió flotando al jardín y el rayo oblicuo se extinguió para siempre. Diabetes y nefritis, además de tuberculosis, acabaron pronto con la vida de Dobrolyubov. Estaba moribundo a finales de otoño de 1861; Chernyshevski le visitaba a diario y de allí se dirigía a sus asuntos de conspirador, asombrosamente bien ocultos de los espías de la policía. Se le suele considerar autor de la proclama «A los siervos de los terratenientes». «No se hablaba mucho», recuerda Shelgunov (que escribió otra proclama: «A los soldados»); y es evidente que ni siquiera Vladislav Kostomarov, impresor de estas soflamas, sabía con certeza si Chernyshevski era el autor. El estilo recuerda mucho el de los vulgares carteles del conde Rastopchin contra la invasión napoleónica: «De modo que éste es el resultado de esta libertad auténtica... Y que los tribunales sean justos y todos iguales ante la justicia... ¿Qué sentido tiene sofocar un alboroto en una sola aldea?» Si esto lo escribió Chernyshevski (a propósito, «bulga», «alboroto», es una palabra del Volga), desde luego, otro lo retocó.

Según una información procedente de la organización para la Libertad del Pueblo, Chernyshevski sugirió a Sleptsov y sus amigos, en julio de 1861, que formaban una célula básica de cinco —el núcleo de una sociedad «clandestina»—. El sistema consistía en que cada miembro formase, a su vez su propia célula, conociendo así solamente a ocho personas. El centro era el único que conocía a todos los miembros. Sólo Chernyshevski los conocía a todos. Esta versión no parece libre de cierta estilización.

Pero, repitámoslo: era idealmente cauteloso. Tras los desórdenes estudiantiles de octubre de 1861, fue puesto bajo vigilancia permanente, pero el trabajo de los agentes no se distinguió por su sutileza: la cocinera de Nikolai Gavrilovich era la mujer del portero de la casa: anciana alta, de mejillas encarnadas, que tenía un nombre algo inesperado: Musa. Sobornarla fue fácil —cinco rublos para café, al que era muy aficionada—. A cambio Musa solía proporcionar a la policía el contenido de la papelera de su amo.

Mientras tanto, el 17 de noviembre de 1861, a los veinticinco años de edad, murió Dobrolyubov. Fue enterrado en el cementerio Volkov «en un sencillo ataúd de roble» (en tales casos el ataúd es siempre sencillo), al lado de Belinski. «De pronto se adelantó un caballero enérgico y de rostro afeitado», recuerda un testigo (el aspecto de Chernyshevski aún no era conocido), y como había acudido poca gente, y esto le irritaba, empezó a hablar de ello con detallada ironía. Mientras hablaba, Olga Sokratovna se estremecía por los sollozos, apoyada en el brazo de uno de aquellos leales estudiantes que siempre la acompañaban; otro, además de su gorra de uniforme, sostenía la gorra de mapache del «jefe», quien, con el abrigo de piel desabrochado —pese al frío glacial—, sacó un cuaderno y empezó a leer con voz airada y didáctica las toscas y grises poesías de Dobrolyubov sobre los principios honrados y la muerte inminente; la escarcha blanca brillaba en los abedules; y un poco apartado, junto a la temblorosa madre de uno de los sepultureros, con botas nuevas de fieltro y lleno de humildad, se encontraba un agente de la policía secreta. «No —concluyó Chernyshevski—, no estamos aquí para hablar del hecho de que la censura, al hacer trizas sus artículos, provocó en Dobrolyubov una enfermedad de riñon. Para su gloria, hizo lo suficiente. Ya no le quedaban motivos para seguir viviendo. A los hombres de su temple y sus aspiraciones, la vida sólo puede ofrecer dolores y aflicción. Los principios honrados fueron su enfermedad fatal», y señalando con el cuaderno enrollado el lugar adyacente y vacío del otro lado de la tumba, Chernyshevski exclamó: «¡No hay ningún hombre en Rusia digno de ocupar esa sepultura!» (Lo había: Pisarev la ocupó poco después.)

Es difícil sustraerse a la impresión de que Chernyshevski, que en su juventud había soñado con ser el dirigente de un levantamiento nacional, se deleitaba ahora en el aire enrarecido del peligro que le acechaba. Adquirió esta significación en la vida secreta de su patria de una manera inevitable, por un acuerdo con su época, por un parecido de familia del cual él mismo tenía conciencia. Parecía que ahora sólo necesitaba un día, una hora de suerte en el juego de la historia, un momento de unión apasionada entre la casualidad y el destino, para elevarse muy alto. Se esperaba una revolución en 1863, y en el gabinete del futuro gobierno constitucional, él figuraba como primer ministro. ¡Cómo alimentaba aquel precioso ardor que crepitaba dentro de él! Aquel «algo» misterioso del que habla Steklov a pesar de su marxismo, y que se extinguió en Siberia (aunque quedó la «cultura» y la «lógica» e incluso lo «implacable»), existía sin duda alguna en Chernyshevski y se manifestó con insólita energía poco antes de su exilio a Siberia. Magnético y peligroso, era esto lo que asustaba al gobierno, mucho más que cualquier proclamación. «Esta pandilla demente tiene sed de sangre, de atrocidades —decían, con excitación, los informes—. Librémonos de Chernyshevski...»

«Desolación... Solitarias cordilleras... Multitud de lagos y pantanos... Escasez de las cosas más esenciales... administradores ineptos... (todo esto) agota incluso la paciencia del genio.» (Esto es lo que copió, para El Contemporáneo, del libro del geógrafo Selski sobre la provincia de Yakutsk —pensando en ciertas cosas, suponiendo ciertas cosas —tal vez por un presentimiento.)

En Rusia, el departamento de censura nació antes que la literatura; su fatídica prioridad ha sido siempre evidente: ¡y qué gran impulso era darle un pellizco retorcido! Las actividades de Chernyshevski en El Contemporáneose convirtieron en una burla voluptuosa de la censura, que era sin discusión una de nuestras instituciones más notables. Y precisamente entonces, en un momento en que las autoridades temían, por ejemplo, que «en las notas musicales se ocultaran escritos antigubernamentales en clave» (y por ello emplearon a expertos muy bien pagados para descifrarlos), Chernyshevski estaba divulgando frenéticamente a Feuerbach en su revista, bajo la pantalla de un elaborado tono bufonesco. Siempre que, en artículos sobre Garibaldi o Cavour (uno rehuye contar los kilómetros de letra pequeña que este hombre infatigable tradujo del Times), en sus comentarios sobre sucesos en Italia, añadía entre paréntesis, con machacona insistencia, a casi cada frase: «Italia», «en Italia», «Estoy hablando de Italia» —el ya corrompido lector sabía que se estaba refiriendo a Rusia y la cuestión campesina. O bien: Chernyshevski fingía que charlaba de lo primero que le venía a las mientes, sólo para distraerse con una chachara incoherente y vacía —y de improviso, rayada y moteada con palabras, vestida con un camuflaje verbal, la idea importante que deseaba comunicar se deslizaba entre la hojarasca. Después, toda la gama de estas «payasadas» fue relacionada cuidadosamente por Vladimir Kostomarov para información de la policía secreta; trabajo vil, pero que en esencia proporcionaba una imagen verdadera de los «planes especiales de Chernyshevski».

Otro Kostomarov, profesor éste, dice en alguna parte que Chernyshevski era un excelente jugador de ajedrez. En realidad, ni Kostomarov ni Chernyshevski sabían mucho de este juego. Es cierto que Nikolai Gavrilovich compró un ajedrez en su juventud, intentó incluso estudiar un manual, logró aprender más o menos los movimientos de las piezas y se ocupó de ello durante bastante tiempo (ocupación que anotó muy detalladamente); al final, cansado de este inútil pasatiempo, regaló ajedrez y manual a un amigo. Quince años después (al recordar que Lessing había conocido a Mendelssohn ante un tablero) fundó el Club de Ajedrez de San Petersburgo, que se inauguró en enero de 1862, existió hasta finales de la primavera, se desintegraba gradualmente v hubiera desaparecido por sí mismo de no haber sido cerrado en relación con los «incendios de San Petersburgo». Se trataba simplemente de un círculo literario y político situado en la llamada Casa Ruadze. Chernyshevski llegaba y se sentaba ante una mesa, la golpeaba con una torre (que él llamaba «castillo») y relataba anécdotas inocuas. El radical Serno-Solovievich hacía su aparición (ésta es una pincelada turgueneviana) y entablaba una conversación con alguien en un rincón apartado. Estaba casi vacío. La fraternidad alcohólica —los mediocres escritores Pomyalovski, Kurochkin y Krol– vociferaba en el bar. Por cierto, que el primero de ellos predicaba un poco por su cuenta, promoviendo la idea de un trabajo literario en común. «Organicemos —decía– una sociedad de obreros-escritores que investiguen diversos aspectos de nuestra vida social, tales como: mendigos, camiseros, faroleros, bomberos, y después publiquemos todo este material en una revista especializada.» Chernyshevski se burló de él y corrió un necio rumor sobre ello, de que Pomyalovski «le había puesto verde». «Todo son mentiras, le respeto demasiado para hacer una cosa así», le escribió Pomyalovski.


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