Текст книги "La dádiva"
Автор книги: Владимир Набоков
Жанр:
Классическая проза
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Esto es maravilloso, pensó Fiodor, casi sonriendo de alegría. ¡Qué inteligente, qué graciosamente taimada y qué esencialmente buena es la vida! Ahora descubrió en las facciones del lector del periódico una suavidad tan propia de sus paisanos —en los rabillos de los ojos, en las grandes ventajas de la nariz, en el bigote de corte ruso —que se le antojó extraño e incomprensible a la vez, que alguien pudiera equivocarse. Su mente se había animado por este inesperado respiro y tomado ya un giro diferente. El alumno a quien iba a visitar era un viejo judío escasamente educado, pero exigente, que el año anterior había concebido el súbito deseo de aprender a «charlar en francés», lo cual le parecía al anciano más factible y más apropiado para su edad, carácter y experiencia de la vida que el árido estudio de la gramática de una lengua. Invariablemente, gimiendo y mezclando multitud de palabras rusas y alemanas con un pellizco de francés, describía al principio de la lección su cansancio tras el trabajo del día (era director de una importante fábrica de papel), y de estas prolongadas lamentaciones pasaba a una discusión —¡en francés!—, hundiéndose inmediatamente hasta las orejas en una oscuridad impenetrable, sobre política internacional, y de esto esperaba milagros: que todo este material deshilvanado, viscoso y aburrido, comparable al transporte de piedras por una carretera desdibujada, se convirtiera de pronto en un lenguaje de filigrana. Privado totalmente de la capacidad de recordar palabras (y gustándole hablar de esto no como un defecto sino como una interesante característica de su naturaleza), no sólo no aprendía nada sino que incluso logró en un año de estudio olvidar las pocas frases francesas que sabía al conocerle Fiodor, y sobre cuya base el anciano había pensado construir, en tres o cuatro sesiones, su propio París portátil, ligero y animado. Por desgracia, el tiempo pasaba infructuosamente, con lo que se demostraba la inutilidad del esfuerzo y la imposibilidad del sueño —y entonces el profesor resultó inexperto y se perdió totalmente cuando el pobre director de fábrica necesitó con urgencia una información exacta (¿cómo es en francés «cilindro para grabar en el papel la marca de agua»?), pero, por delicadeza, renunció en seguida a una contestación, y ambos se sintieron momentáneamente avergonzados, como el adolescente y la doncella de un antiguo idilio que se tocan sin darse cuenta. Poco a poco se fue haciendo insoportable. Como el alumno se refería con creciente desánimo al cansancio de su cerebro y aplazaba las lecciones una y otra vez (¡la voz celestial de su secretaria por teléfono era la melodía de la felicidad!), le parecía a Fiodor que el hombre se había convencido finalmente de la ineptitud de su maestro, pero prolongaba el mutuo tormento por piedad de sus pantalones gastados y continuaría haciéndolo hasta la tumba.
Y ahora, sentado en el tranvía, vio con claridad inefable que dentro de siete u ocho minutos entraría en el conocido estudio, amueblado con bestial lujo berlinés, se instalaría en el profundo sillón de cuero junto a la baja mesa de metal, ante una caja de cigarrillos abierta en su honor y una lámpara en forma de globo terrestre, encendería un cigarrillo, cruzaría las piernas con afectada desenvoltura y se enfrentaría a la mirada angustiada y sumisa de su imposible alumno, oiría claramente su suspiro y el inevitable «Nu, voui» con que entreveraba sus respuestas; pero, de pronto, el alma de Fiodor, la desagradable sensación de retraso cedió el lugar a la decisión rotunda y excesivamente alegre de no aparecer para la lección —bajar en la próxima parada y volver a casa y al libro a medio leer, a sus inquietudes espirituales, a la niebla feliz en que flotaba su verdadera vida, al trabajo dichoso, complejo y devoto que le ocupaba desde hacía ya casi un año. Sabía que hoy le pagarían varias lecciones, sabía que de no ser así tendría que volver a fumar y comer al fiado, pero estaba completamente reconciliado con esto a cambio de aquel ocio enérgico (todo está aquí, en esta combinación), a cambio de la excelsa holgazanería que se estaba permitiendo. Y no era la primera vez que se la permitía. Tímido y exigente, viviendo siempre cuesta arriba, gastaba todas sus fuerzas en la persecución de los innumerables seres que surgían en su interior, como al amanecer en una arboleda mitológica, ya no podía forzarse a convivir con la gente ni por dinero ni por placer, y por ello era pobre y solitario. Y, como si desafiara al destino vulgar, era agradable recordar que en verano no había acudido a una fiesta dada en una «villa residencial» solamente porque los Chernyshevski le habían indicado que asistiría un hombre que «tal vez podría ayudarle»; o que el otoño anterior no había encontrado tiempo para ponerse al habla con una oficina de divorcios que necesitaba un traductor —porque estaba componiendo un drama en verso, porque el abogado que le prometió este ingreso era inoportuno y estúpido, porque, finalmente, lo pospuso demasiado y después fue incapaz de decidirse.
Se abrió camino hasta la plataforma del coche. Entonces el viento le azotó cruelmente, por lo que Fiodor se apretó el cinturón del impermeable y se ajustó la bufanda, pero ya había perdido la pequeña cantidad de calor acumulada en el tranvía. Ya no nevaba, pero nadie sabía adonde había ido la nieve; sólo quedaba una humedad ubicua, puesta de manifiesto tanto por el silbido de los neumáticos de los coches como por la aguda y tenaz tortura en las orejas, el fastidioso chillido de las bocinas, la oscuridad del día, que temblaba de frío, de tristeza, de asco hacia sí mismo, el especial tono amarillento de los escaparates ya iluminados, los reflejos y refracciones, las luces líquidas y toda este enfermizo derroche de luz eléctrica. El tranvía llegó a la plaza, frenó casi dolorosamente y se detuvo, pero era sólo una parada intermedia, porque enfrente, junto a la isla de piedra atestada de gente que esperaba para subir, había otros dos tranvías parados, ambos con coches acoplados, y esta aglomeración inerte era asimismo prueba de la desastrosa imperfección del mundo en que Fiodor continuaba residiendo. No pudo soportarlo más, bajó de un salto y alcanzó en dos pasos el cuadrado resbaladizo de otra línea de tranvías con la cual, jugando sucio, podía volver a su propio distrito con el mismo billete —que servía para un trasbordo pero nunca para un viaje de vuelta; pero el honrado cálculo oficial de que un pasajero sólo podía viajar en una dirección se veía burlado en ciertos casos por el hecho de que, si se conocían los itinerarios, era posible convertir imperceptiblemente en un arco un viaje de ida, volviendo al origen de la línea. Este inteligente sistema (muestra evidente de cierto fallo puramente alemán en la planificación de itinerarios de tranvía) era muy del agrado de Fiodor; sin embargo, por distracción, por incapacidad de apreciar una ventaja material durante cualquier período de tiempo, y por estar pensando ya en otra cosa, pagó automáticamente otro billete que había esperado ahorrarse. E incluso así el engaño prosperó, incluso así fue la compañía de transportes urbanos y no él quien perdió dinero, y además una suma mucho, mucho mayor de lo que cabía esperar (¡el precio de un billete del Nord Express!): después de cruzar la plaza y entrar en una calle transversal, se dirigió a la parada del tranvía a través de una espesura de abetos, pequeña, a primera vista, que estaban a la venta por ser ya vísperas de Navidad; entre ellos formaban una especie de reducida avenida; haciendo oscilar los brazos mientras caminaba, rozó las agujas húmedas con las yemas de los dedos, pero pronto la minúscula avenida se ensanchó, el sol lo invadió todo y él emergió en una terraza de jardín sobre cuya arena suave y rojiza se podían distinguir las notas distintivas de un día de verano: las marcas de las patas del perro, las huellas punteadas de un aguzanieves, la raya Dunlop de la bicicleta de Tania, que se dividía en dos olas al llegar a la curva, y el hueco de un tacón donde, con un mudo y ligero movimiento que tal vez contuvo un cuarto de pirueta, había bajado de ella y empezado a andar, sosteniendo el manillar con una mano. Una vieja casa de madera del estilo llamado «abietáceo», pintada de color verde pálido, al igual que las tuberías de desagüe, con dibujos tallados bajo el tejado y un alto cimiento de piedra (en cuya masilla gris uno podía imaginarse que veía las grupas redondas y rosadas de caballos emparedados), una casa grande, resistente y extraordinariamente expresiva, con balcones al nivel de las ramas y verandas decoradas con cristales preciosos, se adelantó para recibirle entre una nube de golondrinas, con todos los toldos extendidos, el pararrayos hendiendo el cielo azul y las blancas y brillantes nubes abriéndose en un abrazo infinito. Sentados en los escalones de piedra del porche principal, iluminada de frente por el sol, están: su padre, recién llegado, evidentemente, de un rato de natación, envuelta la cabeza en una toalla peluda que esconde —¡y cómo le gustaría verlos! —sus cabellos oscuros, con hebras grises, que terminan en una punta sobre la frente; su madre, toda de blanco, mira frente a ella y abraza juvenilmente las rodillas; a su lado, Tania, con una blusa amplia y el extremo de su trenza negra sobre el cuello y la raya de sus cabellos inclinada, sostiene en los brazos a un foxterriercuya boca está abierta en una ancha sonrisa a causa del calor; más arriba, Yvonna Ivanovna, que por alguna razón no ha salido bien y tiene las facciones desdibujadas, mientras el talle esbelto, el cinturón y la cadena del reloj son claramente visibles; a un lado, más abajo, reclinado y con la cabeza apoyada en la falda de la joven de cara redonda (cinta de terciopelo en el cuello, lazos de seda) que daba a Tania lecciones de música, el hermano de su padre, fornido médico militar, bromista y muy guapo; todavía más abajo, dos colegiales ceñudos y desabridos, primos de Fiodor: uno con gorra de colegial, el otro sin ella —y este último caería muerto siete años después en la batalla de Melitopol; al fondo, en la arena, exactamente en la misma actitud que su madre —el propio Fiodor, tal como era entonces, aunque había cambiado poco desde aquella época, dientes blancos, cejas negras, cabellos cortos, desabrochada la camisa. No recordaba quién la había tomado, pero esta fotografía descolorida, efímera y en general insignificante (había muchas más y mejores), que ni siquiera servía para sacar copias, era la única que se había salvado, por un milagro, y se había convertido así en inestimable; llegó a París entre los objetos personales de su madre y ésta se la llevó a él, a Berlín, en las pasadas Navidades; porque ahora, cuando elegía un regalo para su hijo, no se guiaba por lo que era más valioso sino por aquello de lo que más le costaba separarse.
Había pasado dos semanas con él, después de una separación de tres años, y en el primer momento en que, empolvada hasta adquirir una palidez de muerte, con guantes negros y medias negras y un viejo abrigo de piel de foca, la vio descender los peldaños metálicos del vagón, mirando con igual rapidez primero a él y luego a lo que pisaba, y entonces, con el rostro convulso por el dolor de la felicidad, le abrazó, gemía de dicha y le besó en cualquier parte —la oreja, el cuello—, a Fiodor le pareció que la belleza de todo cuanto le inspiraba orgullo había palidecido, pero cuando su visión se ajustó al crepúsculo del presente, tan diferente al principio de la luz de la memoria, que ya se alejaba, volvió a reconocer en ella todo cuanto había amado: el puro contorno de su rostro, que se estrechaba hacia la barbilla, el juego veleidoso de aquellos ojos cautivadores, verdes, marrones y amarillos, bajo las cejas de terciopelo, el paso largo y ligero, la avidez con que encendió un cigarrillo en el taxi, la atención con que miró de pronto —nada confusa, sin embargo, por la excitación del encuentro, como le hubiese ocurrido a cualquier otra persona —la grotesca escena que ambos advirtieron: un motorista imperturbable cargado con un busto de Wagner en el sidecar; y cuando se aproximaban a la casa, la luz del pasado ya había alcanzado al presente, lo había empapado hasta el punto de saturación, y todo volvió a ser lo que fuera en este mismo Berlín tres años antes, como fuera una vez en Rusia, como había sido y sería para siempre.
Encontraron una habitación libre en casa de Frau Stoboy, y allí, la primera tarde (un neceser abierto, anillos sobre el lavabo de mármol), tendida en el sofá y mientras comía con su habitual rapidez las uvas, de las cuales no podía prescindir un solo día, habló de lo que mencionaba constantemente desde hacía casi nueve años, repitió una vez más —sombríamente, con incoherencia, con vergüenza, desviando la mirada, como si confesara algo secreto y terrible, que cada día estaba más convencida de que el padre de Fiodor vivía, que su luto era ridículo, que la vaga noticia de su muerte nadie la había confirmado, que estaba en algún lugar del Tíbet, en China, prisionero, en la cárcel, en una desesperada situación de molestias y privaciones, que convalecía de una larguísima enfermedad– y que de repente, abriría la puerta con estrépito y pisando con fuerza el umbral, entraría en la habitación. Y estas palabras hicieron que Fiodor se sintiera en un grado todavía mayor que antes feliz y asustado al mismo tiempo. Acostumbrado a la fuerza, después de tantos años, a considerar muerto a su padre, intuía algo grotesco en la posibilidad de su vuelta. ¿Era admisible que la vida pudiera realizar no sólo milagros, sino milagros necesariamente desprovistos (de otro modo no podrían soportarse) del menor indicio de lo sobrenatural? El milagro de su regreso consistiría en su naturaleza terrena, en su compatibilidad con la razón, en la rápida introducción de un suceso increíble en la sucesión aceptada y comprensible de los días ordinarios; pero cuanto más crecía con los años la necesidad de tal naturalidad, tanto más difícil resultaba para la vida el hecho de admitirla, y ahora lo que le alarmaba no era simplemente imaginar un fantasma, sino imaginar uno que no sería temible. Había días en que a Fiodor se le antojaba que de improviso, en la calle (en Berlín hay pequeños callejones sin salida donde al atardecer el alma parece disolverse), le abordaría un anciano de setenta años, vestido con harapos de cuento de hadas, con barba hasta los ojos, que le haría un guiño y diría, como había sido su costumbre: «¡Hola, hijo!» Su padre se le aparecía a menudo en sueños, como recién llegado de unos monstruosos trabajos forzados, donde había sufrido torturas físicas que estaba prohibido mencionar, y ahora, con ropa interior limpia —era imposible pensar en el cuerpo que había debajo—, una expresión nada característica de malhumor desagradable y momentáneo, la frente sudorosa y los dientes apenas visibles, estaba sentado a la mesa en el círculo de su familia enmudecida. Pero cuando, superando la sensación de falsedad del mismo estilo impuesto al destino, se obligaba a imaginar la llegada de su padre vivo, entrado en años pero indudablemente el suyo, y la explicación más completa y más convincente posible de su silenciosa ausencia, se sentía sobrecogido, no de felicidad, sino de un terror enfermizo —que, sin embargo, desaparecía en seguida y daba paso a un sentimiento de armonía satisfecha cuando situaba este encuentro más allá del límite de la vida terrena.
Pero, por otro lado... Sucede que te prometen un gran éxito a largo plazo, en el cual no crees ya desde el principio, tan diferente es del resto de las ofertas del destino, y si de vez en cuanto piensas en él, es como quien dice para mimar a tu fantasía, pero cuando, por fin, un día cualquiera en que sopla viento del oeste, llega la noticia —destruyendo simple, instantánea y decisivamente toda esperanza de ella—, te asombra de repente descubrir que aunque no lo creías, habías vivido con el sueño todo este tiempo, sin advertir su presencia constante y cercana, y este sueño se ha hecho tan enorme e independiente que no puedes eliminarlo de tu vida sin practicar un agujero en esta vida. Así Fiodor, contra toda lógica y sin atreverse a imaginar su realización, vivía con el sueño familiar del regreso de su padre, sueño que había embellecido misteriosamente su vida, la había elevado, en cierto modo, sobre el nivel de las vidas circundantes, y capacitado para ver toda clase de cosas interesantes y remotas, del mismo modo que, cuando era niño, su padre solía levantarle por los codos para que pudiese ver qué había de interesante al otro lado de una cerca.
Después del primer atardecer, cuando renovó su esperanza y se convenció de que la misma esperanza alentaba en su hijo, Elisaveta Pavlovna no volvió a referirse a ello con palabras, pero, como de costumbre, existía implícita en todas sus conversaciones, especialmente porque no conversaban mucho en voz alta: con frecuencia, tras varios minutos de animado silencio, Fiodor comprendía de improviso que todo el rato ambos sabían muy bien qué contenía este lenguaje doble, casi sub-gramíneo, que emergía en una sola corriente, como una palabra comprendida por los dos. Y a veces jugaban así: sentados de lado, imaginaban en silencio que cada uno daba el mismo paseo por Leshino, salían del parque, tomaban el sendero que bordeaba el campo (había un río a la izquierda, detrás de los alisos), cruzaban el umbroso cementerio donde cruces manchadas de sol medían algo terriblemente grande con sus brazos y donde resultaba un poco embarazoso arrancar las frambuesas, cruzaban el río, iban otra vez hacia arriba, a través del bosque, hasta una nueva curva del río, hasta el Pont des Vaches y más allá, por entre los pinos y a lo largo del Chemin du Pendu —apodos familiares que no ofendían sus oídos rusos porque habían sido inventados cuando sus abuelos eran niños. Y de pronto, en medio de este paseo silencioso dado por dos mentes, usando, según las reglas del juego, el patrón de un paso humano (podrían haber volado sobre todas sus propiedades en un solo instante), ambos se detenían y decían hasta dónde habían llegado, y cuando resultaba, como ocurría a menudo, que ninguno de los dos había adelantado al otro, habían hecho un alto en el mismo soto, la misma sonrisa aparecía en la madre y el hijo y brillaba a través de su común lágrima.
Muy pronto reanudaron el ritmo interno de la comunicación, porque había muy pocas novedades que no —supieran ya gracias a las cartas. Ella le contó con todo lujo de detalles la reciente boda de Tania, que estaría en Bélgica hasta enero con un marido que Fiodor aún no conocía, caballero agradable, silencioso, muy cortés y del todo insignificante «que trabajaba en el campo de la radio»; y le contó que cuando regresaran, ella se trasladaría a vivir con ellos a un piso nuevo de una casa enorme próxima a una de las puertas de París: estaba contenta de dejar el hotel pequeño de escalera empinada y oscura, donde vivía con Tania en una habitación diminuta pero de muchos rincones, totalmente ocupada por un espejo y visitada por chinches de diverso calibre —desde bebés rosados y transparentes hasta adultos marrones y correosos—, que primero se congregaban tras el calendario de pared que ostentaba un paisaje ruso de Levitán, y luego más cerca del campo de acción, en el bolsillo interior del empapelado roto, directamente sobre la cama de matrimonio; pero la agradable perspectiva de un nuevo hogar no estaba exenta de temor: profesaba cierta antipatía a su yerno y había algo forzado en la alegre y exagerada felicidad de Tania —«Verás, no es del todo de nuestra clase», confesó, subrayando sus palabras con una tensión en las mandíbulas y una mirada baja; pero aquello no era todo, y además Fiodor ya sabía algo de otro hombre a quien Tania amaba sin que ése le correspondiera.
Salían con frecuencia; como siempre, Elisaveta Pavlovna parecía buscar algo, recorriendo velozmente el mundo con una mirada ligera de sus ojos resplandecientes. Las vacaciones alemanas resultaron húmedas, los charcos daban a las aceras el aspecto de estar llenas de agujeros, las luces de los árboles navideños ardían, opacas, en los escaparates, y aquí y allí, en las esquinas de las calles, un Santa Claus comercial con abrigo rojo y mirada hambrienta distribuía volantes. Un malvado había tenido la idea de colocar en el escaparate de unos almacenes maniquíes esquiadores sobre nieve artificial bajo la Estrella de Belén. Una vez vieron un modesto desfile comunista chapoteando en el barro —con banderas mojadas—; la mayoría de los manifestantes parecían maltratados por la vida, algunos eran jorobados, otros cojos o enfermos, y había muchas mujeres de aspecto humilde y varios reposados burgueses de poca monta. Fiodor y su madre fueron a echar una ojeada a la casa de apartamentos donde los tres habían vivido durante dos años, pero el portero ya no era el mismo, el antiguo propietario había muerto, extraños visillos pendían tras las familiares ventanas, y ya no quedaba nada que sus corazones pudieran reconocer. Fueron a un cine donde proyectaban una película rusa que mostraba con especial complacencia los goterones de sudor que rodaban por las caras de los obreros de una fábrica, mientras el dueño de la fábrica fumaba todo el tiempo un cigarro. Y, por supuesto, la llevó a ver a madame Chernyshevski.
La presentación no fue un éxito completo. Madame Chernyshevski recibió a su invitada con una ternura melancólica destinada a expresar que la experiencia del dolor las había unido larga e íntimamente; pero lo que más interesaba a Elisaveta Pavlovna era qué pensaba la otra de los versos de Fiodor y por qué no escribía a nadie sobre ellos. «¿Puedo abrazarla antes de que se vaya?», inquirió madame Chernyshevski, poniéndose anticipadamente de puntillas —era bastante más baja que Elisaveta Pavlovna, quien se inclinó hacia ella con una sonrisa inocente y radiante que destruyó por completo el significado del abrazo. «No importa, hay que ser valiente —dijo la dama, y les acompañó hasta el descansillo, al tiempo que se cubría el mentón con el peludo chal que la envolvía—. Hay que ser valiente; yo he aprendido a serlo tanto que podría dar lecciones de resistencia, pero creo que usted también ha pasado con honores por esta escuela.»
«¿Sabes una cosa? —observó Elisaveta Pavlovna mientras bajaba ligera pero cautelosamente las escaleras, sin volverse a mirar a su hijo—. Creo que compraré tabaco y papel para cigarrillos, de otro modo resultan muy caros —y añadió inmediatamente, con la misma voz—: Dios mío, qué lástima me inspira.» Y, en efecto, era imposible no apiadarse de madame Chernyshevski. Hacía tres meses que su marido estaba internado en un instituto para enfermos mentales, «un semimanicomio», como bromeaba él mismo en sus momentos de lucidez. Fiodor no le había visitado desde octubre, y una sola vez. En una sala bien amueblada encontró a un Chernyshevski más gordo, más sonrosado, afeitado a la perfección y completamente loco, calzado con zapatillas de goma y cubierto con una capa impermeable con capucha. «¡Cómo! ¿Está usted muerto?», fue lo primero que preguntó, más descontento que sorprendido. En su calidad de «Presidente de la Sociedad para la Lucha con el Otro Mundo», inventaba continuamente métodos para evitar la infiltración de fantasmas (su médico, que empleaba un nuevo sistema de «connivencia lógica», no se oponía a ello), y ahora, basándose probablemente en su cualidad no conductora en otra esfera, estaba probando la goma, pero era evidente que los resultados habían sido casi siempre negativos hasta ahora, porque cuando Fiodor fue a coger una silla que estaba algo apartada, Chernyshevski dijo con irritación: «Déjela, ya ve que hay dos sentados en ella», y este «dos» y la tiesa capa que soltaba agua a cada movimiento, y la presencia silenciosa del enfermero, como si se tratara de una visita en la cárcel, y toda la conversación del paciente se le antojaron a Fiodor una vulgarización caricaturesca, insoportable, de aquel estado de ánimo complejo, transparente y todavía noble, aunque demente a medias, en que Chernyshevski se había comunicado recientemente con su difunto hijo. Con las inflexiones de comedia vulgar que antes reservaba para las bromas —pero que ahora usaba en serio—, se embarcó en prolongadas lamentaciones, por algún motivo todas en alemán, sobre el hecho de que la gente gastara dinero en inventar cañones antiaéreos y gases venenosos y no le importara otra lucha millones de veces más importante. Fiodor tenía en la sien un arañazo ya cicatrizado —aquella mañana se había dado un golpe contra el radiador al recuperar apresuradamente el tapón de un tubo de pasta dentífrica que había rodado hasta allí. De pronto, Chernyshevski interrumpió su discurso, señaló el arañazo con aprensión y ansiedad: «Was haben Sie da?», preguntó con una mueca de dolor, y en seguida sonrió de modo desagradable y, con enfado y agitación crecientes, empezó a decir que no podían tomarle el pelo —había reconocido al instante, dijo, un reciente suicidio. El enfermero se acercó a Fiodor y le pidió que se marchara. Y mientras caminaba por el jardín de fúnebre exuberancia, junto a arriates donde florecían dalias de color carmesí, en un sueño bienaventurado y un reposo eterno, en dirección al banco donde le esperaba madame Chernyshevski (quien no entraba nunca a ver a su marido, pero pasaba días enteros en la inmediata proximidad del edificio, preocupada, activa, siempre con paquetes) —caminando por la abigarrada grava, entre arbustos de mirto que se antojaban muebles, y tomando por paranoicos a los visitantes con quienes se cruzaba, el trastornado Fiodor no dejaba de reflexionar sobre el hecho de que la desgracia de los Chernyshevski parecía ser una variación burlona del tema de su propio pesar bañado en esperanza, y hasta mucho después no comprendió todo el refinamiento del corolario y todo el equilibrio irreprochable con que estos sonidos colaterales habían sido incluidos en su propia vida.
Tres días antes de la marcha de su madre tuvo lugar en una gran sala de actos bien conocida.por los rusos de Berlín y que pertenecía a una sociedad de dentistas, a juzgar por los retratos de venerables odontólogos que miraban desde las paredes, una velada literaria abierta en que también tomó parte Fiodor Konstantinovich. Había acudido poca gente y hacía frío; junto a las puertas merodeaban, fumando, los mismos representantes de la intelectualidad rusa local que había visto mil veces y, como de costumbre, al ver un rostro conocido y amable, Fiodor se apresuraba a ir a su encuentro con sincero placer, que se convertía en aburrimiento tras el primer arranque de conversación. Elisaveta Pavlovna estaba acompañada en la primera fila por madame Chernyshevski, y por el hecho de que su madre volvía la cabeza de un lado a otro mientras se arreglaba el peinado, Fiodor, que paseaba por el vestíbulo, concluyó que le interesaba muy poco la compañía de su vecina. Por fin dio comienzo el programa. El primero en leer fue un escritor de fama que en su tiempo había aparecido en todas las críticas rusas, anciano de cabellos grises y rostro afeitado, que recordaba algo a una abubilla, con ojos demasiado bondadosos para la literatura; con una voz de inflexión corriente leyó un relato sobre la vida de San Petersburgo en vísperas de la revolución, que incluía a una vampiresa que aspiraba éter, elegantes espías, champaña, Rasputin y puestas de sol apocalípticamente apopléticas sobre el Neva. Después un tal Kron, que escribía bajo el seudónimo de Rostislav Strannyy(Rostislav el Extraño), les deleitó con una larga historia sobre una romántica aventura en la ciudad de los cien ojos, bajo cielos desconocidos; por consideración a la belleza había colocado los epítetos después de los nombres, los verbos también se habían escapado Dios sabe dónde y por alguna razón repetía una docena de veces la palabra storoshko, «cautelosamente». («Ella, cautelosamente, dejó caer una sonrisa»; «Los castaños florecieron, cautelosamente».) Después del descanso afluyeron los poetas: un joven alto, de cara muy pequeña, otro, más bien bajo, pero con una gran nariz, una dama entrada en años que llevaba gafas, otra, más joven, otro —y, finalmente, Koncheyev, que en contraste con la triunfante precisión y refinamiento de los demás, murmuró sus versos en voz baja y cansada; pero había, independientemente, tal música en ellos, era tal el abismo de significado de los versos oscuros en apariencia, tan convincentes eran los sonidos y de modo tan inesperado, de las mismas palabras que rimaba cualquier poeta surgía, jugaba y se desvanecía, sin saciar jamás la sed, una perfección única que no tenía parecido con las palabras ni las necesitaba, que por primera vez en toda la velada el aplauso no fue fingido. El último en aparecer fue Godunov-Cherndyntsev. De los poemas escritos durante el verano, leyó los que tanto gustaban a Elisaveta Pavlovna —sobre Rusia:
Los abedules amarillos, mudos en el cielo azul...
y sobre Berlín, empezando con la estrofa:
Aquí está todo en lamentable estado; la luna, incluso, es demasiado tosca aunque, dice el rumor, viene directa de Hamburgo, donde hacen estas cosas... y el que la conmovía más que ninguno, aunque no se le ocurría conectarlo con el recuerdo de una mujer joven, muerta hacía mucho tiempo, a quien Fiodor amó a las dieciséis años:
Una noche, entre el crepúsculo y el río, en el viejo puente estábamos tú y yo. «¿Olvidarás algún día —pregunté —ese vencejo que acaba de pasar?» Y tú respondiste, muy seria: «¡Jamás!» ¡Y qué sollozos nos hicieron temblar, y qué grito, en su vuelo, emitió la vida!
Hasta la muerte, hasta mañana, hasta siempre,
tú y yo una noche en el viejo puente.
Pero se hacía tarde, mucha gente se movía ya hacia la salida, una dama se estaba poniendo el abrigo de espaldas al estrado, los aplausos fueron escasos... La noche húmeda brillaba en la calle, con un viento huracanado: nunca, nunca llegaremos a casa. Pero, no obstante, llegó un tranvía, y colgado de una correa, en el pasillo, al lado de su madre sentada junto a la ventana, Fiodor pensó con repentina aversión en los versos que había escrito aquel día, en las fisuras de las palabras, por donde se escapaba la poesía, y al mismo tiempo con altiva y gozosa alegría, con impaciencia apasionada, ya estaba buscando la creación de algo nuevo, algo todavía desconocido, genuino, que correspondiera plenamente al don que sentía en su interior como una carga.








