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La dádiva
  • Текст добавлен: 21 сентября 2016, 16:35

Текст книги "La dádiva"


Автор книги: Владимир Набоков



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Yasha y yo entramos en la Universidad de Berlín casi al mismo tiempo, pero no le conocí, pese a que debimos cruzarnos muchas veces. La diversidad de asignaturas —él estudiaba filosofía, yo estudiaba infusorios —disminuyó la posibilidad de nuestra asociación. Si ahora retornase al pasado, enriquecido en un solo aspecto —conciencia de la actualidad —y siguiera con exactitud todos los vericuetos de mis pasos, seguramente me fijaría en su rostro, ahora tan familiar para mí a través de las fotografías. Es curioso: cuando nos imaginamos volviendo al pasado con el contrabando del presente, qué extraño sería encontrar allí, en lugares inesperados, a los prototipos de los conocidos de hoy, tan jóvenes y frescos, que en una especie de demencia lúcida no te reconocen; así, por ejemplo, una mujer a quien amas desde ayer, aparece como una niña, prácticamente a tu lado en un tren lleno de gente, mientras el transeúnte casual que quince años atrás te preguntó una dirección en la calle, ahora trabaja en tu misma oficina. Entre esta multitud del pasado, sólo alrededor de una docena de caras adquirirían esta importancia anacrónica: los triunfos más bajos transfigurados por el resplandor del as. Y entonces, cuán confiadamente podríamos... Pero, ay, incluso logramos, en un sueño, realizar este viaje de vuelta, en la frontera del pasado tu intelecto presente queda invalidado por completo, y en el ambiente de una clase reunida con atolondramiento por el torpe encargado de los accesorios de la pesadilla, vuelves a no saberte la lección —con todos los matices olvidados de aquellas viejas congojas escolares.

En la universidad, Yasha intimó con dos condiscípulos, Rudolf Baumann, alemán, y Olia G., compatriota suya —los periódicos en lengua rusa no publicaron su nombre completo. Era una muchacha de su misma edad y clase social, e incluso, creo, de su misma ciudad. Sin embargo, sus familias no se conocían. Yo sólo tuve ocasión de verla una vez, en una velada literaria unos dos años después de la muerte de Yasha —recuerdo su frente notablemente despejada y clara, sus ojos color de aguamarina y su boca grande y roja con vello negro sobre el labio superior y un grueso lunar en el centro; tenía los brazos cruzados sobre sus pechos suaves, y en seguida despertó en mí todas las asociaciones literarias indicadas, como el polvo de un bello atardecer de verano y el umbral de una posada de carretera y la mirada observadora de una chica aburrida. En cuanto a Rudolf, nunca le vi, y sólo puedo concluir por las palabras de otras personas que llevaba peinado hacia atrás el cabello rubio pálido y era rápido de movimientos y bien parecido —de una forma dura y musculosa, semejante a un perro de caza. Así, pues, empleo un método diferente para estudiar a cada uno de los tres individuos, lo cual afecta a la vez su sustancia y su coloración, hasta que, en el último momento, los rayos de un sol que es el mío y no obstante me resulta incomprensible, les da de pleno y los iguala en el mismo estallido de luz.

Yasha escribía un diario y en sus notas definió con claridad las relaciones mutuas entre él, Rudolf y Olia como «un triángulo inscrito en un círculo». El círculo representaba la amistad normal, sencilla, «euclidiana» (como él lo expresaba) que les unía a los tres, de modo que si sólo hubiera existido el círculo, su unión habría permanecido feliz, despreocupada e íntegra. Pero el triángulo inscrito dentro de él era un sistema diferente de relaciones, complejo, de formación dolorosa y lenta, que tenía una existencia propia, independiente por completo del recinto común de su amistad uniforme. Éste era el vulgar triángulo de la tragedia, formado dentro de un círculo idílico, y la mera presencia de una estructura tan sospechosamente pura, para no hablar del elegante contrapunto de su evolución, jamás me hubiera permitido convertirla en un cuento corto o una novela.

«Estoy ferozmente enamorado del alma de Rudolf —escribía Yasha en su estilo agitado y neorromántico—. Amo sus proporciones armoniosas, su salud, su alegría de vivir. Estoy ferozmente enamorado de esta alma desnuda, bronceada, ágil, que tiene una respuesta para todo y marcha por la vida de la misma manera que una mujer que confía en sí misma va por un salón de baile. No puedo imaginar sino del modo más complejo y abstracto, en comparación con el cual Kant y Hegel son un juego de niños, el violento éxtasis que experimentaría si... ¿Si qué? ¿Qué puedo hacer con su alma? Esto es lo que me mata —esta nostalgia de una herramienta misteriosa (así anhelaba Albrecht Koch «una lógica dorada» en un mundo de dementes). Mi sangre palpita, mis manos se hielan como las de una colegiala cuando me quedo a solas con él, y él lo sabe y siente aversión hacia mí y no oculta su repugnancia. Estoy ferozmente enamorado de su alma —y esto es tan estéril como estar enamorado de la luna.»

Los escrúpulos de Rudolf son comprensibles, pero si se examina el asunto desde más cerca, se sospecha que tal vez la pasión de Yasha no era tan anormal y que, después de todo, su excitación se parecía mucho a la de numerosos muchachos rusos de mediados del siglo pasado, que temblaban de felicidad cuando, levantando las sedosas pestañas, su pálido maestro —futuro guía, futuro mártir—, se volvía hacia ellos; y yo me habría negado a ver en el caso de Yasha una desviación incorregible si Rudolf hubiera sido en un grado mínimo un maestro, un mártir o un guía; y no lo que era en realidad, un «Bursch» cualquiera, un «buen chico» alemán, pese a cierta propensión a la poesía tenebrosa, la música pobre y el arte desequilibrado —lo cual no le afectaba en modo alguno aquella solidez fundamental que había cautivado a Yasha, o creía que le había cautivado.

Hijo de un respetable y estúpido profesor y de la hija de un funcionario civil, había crecido en un maravilloso ambiente burgués, entre un aparador como una catedral y los lomos de libros adormecidos. Tenía buen carácter, aunque no era bueno; sociable, pero un poco asustadizo; impulsivo, y al mismo tiempo calculador. Se enamoró decididamente de Olia después de una excursión en bicicleta con ella y Yasha por la Selva Negra, viaje que, como más tarde testificó en el juicio, «nos abrió los ojos a los tres»; se enamoró de ella al nivel más bajo, primitiva e impacientemente, pero recibió de ella una brusca repulsa, intensificada por el hecho de que Olia, muchacha indolente, codiciosa y lánguidamente extravagante, «comprendió que se había enamorado» de Yasha (en aquellos mismos bosques de abetos, junto al mismo lago negro y redondo), y esto oprimió tanto a este último como a Rudolf el ardor de Yasha, y a ella misma el ardor de Rudolf, por lo que la relación geométrica de sus sentimientos mutuos quedó completa, recordando las interconexiones tradicionales y algo misteriosas entre las dramatis personae de los dramaturgos franceses del siglo XVIII, donde X es la amante de Y («enamorado de Y») e Y es el amant de Z («enamorado de Z»).

Cuando llegó el invierno, el segundo invierno de su amistad, ya tenían una conciencia clara de la situación; dedicaron el invierno a estudiar su condición de inevitable. En apariencia todo iba bien: Yasha leía incesantemente; Rudolf jugaba a hockey, empujando con maestría el disco de goma sobre el hielo; Olia estudiaba historia del arte (que, en el contexto de la época, suena —como el tono de todo el drama en cuestión– a nota insoportablemente típica y, por tanto, falsa); sin embargo, por dentro se desarrollaba un tormento oculto y doloroso que se volvió formidablemente destructivo en el momento en que estos infortunados jóvenes empezaron a encontrar cierto placer en su triple tortura.

Durante largo tiempo respetaron el acuerdo tácito (sabiendo cada uno, sin vergüenza ni remedio, todo sobre los demás) de no mencionar nunca sus sentimientos cuando los tres estuvieron juntos; pero en cuanto uno de ellos estaba ausente, los otros dos empezaban, sin que pudieran evitarlo, a discutir su pasión y su sufrimiento. Por alguna razón celebraron la víspera del Año Nuevo en el restaurante de una de las estaciones de Berlín —tal vez porque en las estaciones ferroviarias el equipaje de tiempo es particularmente impresionante —y después fueron a pasear por el barro multicolor de calles torvas y festivas, y Rudolf propuso irónicamente un brindis al descubrimiento de su amistad —y desde entonces, al principio con discreción, pero pronto con todo el arrebato de la franqueza, discutieron sus sentimientos estando presentes los tres. Fue entonces cuando el triángulo empezó a corroer su circunferencia. Los padres de Chernyshevski, así como los de Rudolf y la madre de Olia (escultora, obesa, de ojos negros y todavía guapa, de voz suave, que había enterrado a dos maridos y solía llevar largos collares que parecían cadenas de bronce), no sólo no intuían que se estaba fraguando algo fatídico, sino que habrían replicado confiadamente (de haber surgido un preguntón vano entre los ángeles que ya convergían, pululaban y se atareaban profesionalmente en torno a la cuna de un pequeño y oscuro revólver recién nacido) que todo iba bien, que todo el mundo era feliz. Después, sin embargo, cuando hubieron ocurrido los hechos, sus burladas memorias realizaron grandes esfuerzos para encontrar trazas y pruebas de lo que iba a suceder en el curso rutinario de los días de idéntico matiz —y, sorprendentemente, las encontraron. Así madame G., cuando fue a dar el pésame a madame Chernyshevski, creyó totalmente lo que decía al insistir en que había tenido presentimientos de la tragedia durante mucho tiempo —desde el día en que entró en el salón sumido en la penumbra y vio, en actitudes inmóviles en el sofá, adoptando las diversas inclinaciones dolientes de las alegorías que se ven en los bajorrelieves de las lápidas, a Olia y sus dos amigos, reunidos en silencio; fue sólo una fugaz y momentánea armonía de sombras, pero madame G. aseguró haberse fijado en aquel momento, o, con más probabilidad, lo archivó para volver a él unos meses después.

En primavera el revólver había crecido. Pertenecía a Rudolf, pero durante mucho tiempo pasó del uno al otro discretamente, como un cálido anillo que se desliza por un cordel en un juego de salón, o una carta marcada. Por extraño que parezca, la idea de desaparecer los tres juntos a fin de restablecer —ya en un mundo diferente —un círculo ideal e impecable, la defendía más encarnizadamente Olia, aunque ahora es difícil determinar quién la propuso primero y cuándo. En esta empresa, el papel de poeta lo asumió Yasha —su posición parecía la más desesperada, ya que, después de todo, era la más abstracta; sin embargo, hay penas que no se curan con la muerte, puesto que pueden ser tratadas mucho más sencillamente por la vida y sus cambiantes anhelos: una bala material carece de poder contra ellas, mientras que, por otro lado, soluciona perfectamente bien las pasiones más groseras de corazones como los de Rudolf y Olia.

Habían hallado una solución y las discusiones al respecto se hicieron fascinantes. A mediados de abril, algo ocurrió en el piso que tenían entonces los Chernyshevski, que al parecer sirvió de impulso final para el áénouement. Los padres de Yasha se habían ido pacíficamente al cine de enfrente. Rudolf se emborrachó de manera inesperada y dio rienda suelta a sus instintos, Yasha le apartó de Olia y todo esto sucedió en el cuarto de baño, y poco después Rudolf, llorando, empezó a recoger el dinero que de un modo u otro se le había caído de los bolsillos del pantalón, y qué opresión sentían los tres, qué vergüenza, y qué tentador era el alivio ofrecido por la escena final programada para el día siguiente.

Después de comer, el jueves, día dieciocho, que también era el decimoctavo aniversario de la muerte del padre de Olia, provisto del revólver, que a estas alturas ya era muy fornido e independiente, y con un tiempo diáfano y frágil (con un húmedo viento del oeste y el color violeta de los pensamientos en todos los jardines), salieron en el tranvía 57 hacia el Grünewald, donde planeaban encontrar un lugar solitario y matarse de un tiro uno después del otro. Se quedaron en la plataforma trasera del tranvía, los tres con gabardina y rostros hinchados y pálidos —y la gorra de gran visera de Yasha, que no llevaba desde hacía unos cuatro años y que por alguna razón se había puesto hoy, le otorgaba un aspecto extrañamente plebeyo; Rudolf iba destocado y el viento despeinaba sus cabellos rubios, apartados de las sienes; Olia se apoyaba en la barandilla, agarrando el hierro negro con una mano firme y blanca que tenía un anillo prominente en el índice —y contemplaba con los ojos semicerrados las calles que se deslizaban tras ella, y todo el rato pisaba por error el pedal del suelo que accionaba la suave campanilla (destinado al pie enorme y pétreo del conductor cuando la parte trasera del coche se convirtiera en la delantera). Desde el interior del coche y a través de la puerta, Yuli Filippovich Posner, ex tutor de un primo de Yasha, se dio cuenta de la presencia del grupo. Asomándose con rapidez —era una persona decidida y confiada—, hizo una seña a Yasha, quien, al reconocerle, fue hacia dentro.

«Me alegro de haberle encontrado», dijo Posner, y después de explicar con todo lujo de detalles que iba con su hija de cinco años (sentada a solas junto a una ventanilla con la flexible nariz apretada contra el cristal) a visitar a su mujer a una clínica de maternidad, sacó la cartera y de ésta su tarjeta de visita, y entonces, aprovechando una parada fortuita del tranvía (el trole se había desenganchado del cable en una curva), tachó su antigua dirección con una pluma y escribió encima la nueva. «Tenga —dijo—, dé esto a su primo en cuanto regrese de Basilea y recuérdele, por favor, que aún tiene varios libros míos que necesito, que necesito mucho.»

El tranvía pasaba a gran velocidad por el Hohenzollerndamm y en la plataforma trasera Olia y Rudolf continuaban viajando al aire libre con la misma seriedad de antes, pero había ocurrido un cambio misterioso: por el acto de dejarles solos, aunque fue un momento (Posner y su hija bajaron muy pronto), Yasha había roto la alianza, por así decirlo, e iniciado su separación, de modo que cuando se reunió con ellos en la plataforma ya estaba solo, aunque ninguno de los tres lo supiera, y la grieta invisible, de acuerdo con la ley que rige todas las grietas, continuó moviéndose y ensanchándose.

En la soledad del bosque primaveral, donde los abedules grisáceos y mojados, particularmente los más pequeños, se agrupaban, inexpresivos, con toda su atención vuelta hacia sí mismos; no lejos del lago plomizo (en cuya vasta orilla no se veía ni un alma, excepto un hombrecillo que tiraba un palo al agua a instancias de su perro), encontraron fácilmente un cómodo lugar solitario y en seguida pusieron manos a la obra; para mayor exactitud, Yasha puso manos a la obra: poseía aquella honradez de espíritu que imparte al acto más temerario una sencillez casi cotidiana. Dijo que se mataría él primero por ser el mayor (tenía un año más que Rudolf y un mes más que Olia) y esta simple observación hizo innecesaria la jugada de echarlo a suertes, que probablemente, en su vulgar ceguera, le hubiera designado a él de todos modos; y despojándose de la gabardina y sin despedirse de sus amigos (lo cual era bien natural teniendo en cuenta su idéntico destino), en silencio, con torpes prisas, bajó la pendiente resbaladiza, cubierta de agujas de pino, hasta llegar al barranco, tan tapizado de matorrales y ramas de roble que, pese a la diafanidad de abril, le ocultaba completamente de los otros.

Estos dos permanecieron largo rato esperando el disparo. No llevaban cigarrillos, pero Rudolf fue lo bastante listo para palpar el bolsillo de la gabardina de Yasha, donde encontró un paquete sin abrir. El cielo se había encapotado, los pinos susurraban con cautela y desde abajo parecía que sus ramas ciegas buscasen algo a tientas. Muy arriba y fabulosamente veloces, con los largos cuellos estirados, pasaron volando dos patos salvajes, uno algo detrás del otro. Después, la madre de Yasha solía enseñar la tarjeta de visita, Ing. Dipl. Julius Posner, en cuyo reverso Yasha había escrito a lápiz: Mamá, papá, aún estoy vivo, tengo mucho miedo, perdonadme. Rudolf no pudo soportarlo más y bajó a ver qué le ocurría. Yasha estaba sentado sobre un tronco entre las hojas aún no contestadas del año anterior, pero no se volvió sólo dijo: «Acabo en seguida.» Había algo rígido en su espalda, como si estuviera controlando un dolor acervo. Rudolf volvió a reunirse con Olia, pero en cuanto la hubo alcanzado ambos oyeron el sordo chasquido del disparo, mientras en la habitación de Yasha la vida continuó unas horas más como si nada hubiese ocurrido —la piel de plátano en un plato, el volumen de poemas de Annenski, El arca de ciprés, y el de Kodasevich, La lira pesada, sobre una silla junto a la cama; la raqueta de ping-pongsobre el diván; murió instantáneamente; sin embargo, para revivirle, Rudolf y Olia le arrastraron por entre los matorrales hasta los juncos y allí le salpicaron y frotaron desesperadamente, de modo que estaba todo manchado de tierra, sangre y lodo cuando la policía encontró el cuerpo. Entonces ambos empezaron a pedir socorro a gritos, pero no acudió nadie: hacía mucho rato que el arquitecto Ferdinand Stockschmeisser se había marchado con su empapado setter.

Volvieron al lugar donde habían esperado el disparo y aquí el crepúsculo empieza a descender sobre la historia. Lo único claro es que Rudolf, ya fuera porque se le ofrecía cierta vacante terrena o porque era simplemente un cobarde, perdió todo deseo de suicidarse, y Olia, aunque hubiera persistido en su intención, no podía hacer nada, ya que él había ocultado inmediatamente el revólver. Permanecieron mucho rato en el bosque, que ya era frío y oscuro y donde crepitaba una llovizna obcecada, hasta una hora estúpidamente tardía. Dice el rumor que fue entonces cuando se convirtieron en amantes, pero esto sería demasiado perentorio. Alrededor de medianoche, en la esquina de una calle llamada poéticamente Senda de Lilas, un sargento de policía escuchó con escepticismo su horrible y voluble relato. Existe una especie de estado histérico que adopta la apariencia de la fanfarronería infantil.

Si madame Chernyshevski hubiera conocido a Olia en seguida después del suceso, tal vez éste habría adquirido una especie de sentido sentimental para ambas. Por desgracia, el encuentro se produjo varios meses después, porque, en primer lugar, Olia se marchó, y en segundo, el dolor de madame Chernyshevski no adquirió inmediatamente aquella forma industriosa e incluso extasiada que Fiodor encontró cuando apareció en escena. En cierto sentido, Olia no tuvo suerte: ocurrió que había vuelto para la fiesta de compromiso de su hermanastro y la casa estaba llena de invitados; y cuando madame Chernyshevski llegó sin avisar, bajo un tupido velo de luto, con una selección variada de sus dolientes archivos (fotografías cartas) en el bolso, bien preparada para el éxtasis de lágrimas compartidas, fue recibida por una joven perezosamente cortés y perezosamente impaciente, con un vestido que se transparentaba a medias, labios muy rojos y gruesa nariz empolvada de blanco, y desde la pequeña antesala a donde condujo a la invitada podía oírse el lamento de un fonógrafo, y, como es natural, no se produjo una comunión de almas. «Me limité a darle una buena ojeada», contó madame Chernyshevski, tras lo cual recortó cuidadosamente muchas fotografías tanto a Olia como a Rudolf; no obstante, este último la había visitado en seguida, caído de rodillas a sus pies y golpeado su cabeza contra la esquina blanda del diván, yéndose después con su maravilloso paso elástico hacia la Kurfürstendamm, que rutilaba tras un chaparrón de primavera.

La muerte de Yasha causó el efecto más doloroso en su padre. Tuvo que pasar todo el verano en un sanatorio y nunca se restableció del todo: el tabique que dividía la temperatura ambiente de la razón del mundo infinitamente odioso, frío y fantasmal en que había entrado Yasha se derrumbó de improviso, y restaurarlo era imposible, por lo que hubo que cubrir la brecha de forma provisional y tratar de no mirar el temblor de los pliegues. A partir de aquel día, el otro mundo empezó a filtrarse en su vida; pero no había manera de resolver esta constante comunicación con el espíritu de Yasha y al final habló de ello a su mujer, con la vana esperanza de hacer así inofensivo el fantasma alimentado por el secreto; el secreto debió volver, porque pronto hubo de buscar de nuevo la ayuda tediosa, esencialmente mortal, de cristal y goma de los médicos. De este modo vivía sólo a medias en este mundo, al cual se agarraba tanto más ávida y desesperadamente, y cuando uno escuchaba su conversación vivaz y miraba sus facciones regulares, resultaba difícil imaginar las experiencias sobrenaturales de este hombre bajo, rechoncho, de aspecto saludable, con su calva y los escasos cabellos a ambos lados, pero todavía era más extraña la convulsión que le desfiguraba súbitamente; el hecho de que a veces, durante semanas enteras, llevase un guante de algodón gris en la mano derecha (sufría un eczema) también insinuaba un misterio pavoroso, como si, repelido por el tacto impuro de la vida, o quemado por otra existencia, reservara su apretón desnudo para encuentros inhumanos, apenas imaginables. Mientras tanto, nada se detuvo con la muerte de Yasha y estaban sucediendo muchas cosas interesantes: en Rusia se observaba un incremento de abortos y el retorno de las villas veraniegas; en Inglaterra había huelgas de una u otra clase; Lenin tuvo una muerte chapucera; murieron la Duse, Puccini y Anatole France; Mallory e Irvine perecieron cerca de la cumbre del Everest; y el anciano príncipe Dolgoruki, con zapatos de cuero trenzado, visitó secretamente Rusia para ver de nuevo el alforfón en flor; mientras en Berlín aparecieron taxis de tres ruedas, sólo para desaparecer poco después, y el primer dirigible cruzó lentamente el océano y los diarios hablaron mucho de Coué, Chang Tsolin y Tutankhamen, y un domingo, un joven comerciante berlinés y su amigo cerrajero salieron de excursión al campo en una gran carreta de cuatro ruedas, con sólo un ligerísimo olor de sangre, alquilado a su vecino, el carnicero: dos gruesas sirvientas y los dos hijos pequeños del comerciante iban sentados en sillas de terciopelo en la carreta, los niños lloraban, el comerciante y su amigo tragaban cerveza y excitaban a los caballos, el tiempo era espléndido, por lo que, en su euforia, chocaron a propósito con un ciclista astutamente acorralado, le golpearon con violencia en la zanja, destrozaron su carpeta (era pintor) y siguieron su camino, muy felices, y el artista, cuando hubo recobrado el sentido, les alcanzó en el jardín de una posada, pero el policía que trató de establecer sus identidades también fue golpeado, tras lo cual continuaron felices por la carretera, y cuando vieron que las motos de la policía estaban ganando terreno, abrieron fuego con sus revólveres y en el tiroteo que se armó una bala mató al hijo de tres años del alegre comerciante.

—Escuche, tenemos que cambiar de tema —dijo en voz baja madame Chernyshevski—. Me da miedo que mi marido oiga cosas como ésta. Usted tiene una poesía nueva, ¿verdad?, Fiodor Konstantinovich va a leernos una poesía —proclamó en voz alta, pero Vasiliev, medio recostado, sostenía en una mano una monumental boquilla con un cigarrillo sin nicotina, y con la otra despeinaba distraídamente a la muñeca, que ejecutaba toda clase de evoluciones emocionales en su regazo, continuó explicando durante más de medio minuto que este alegre incidente lo había investigado el día anterior ante un tribunal.

—No llevo nada encima y no sé nada de memoria —repitió varias veces Fiodor.

Chernyshevski se volvió con rapidez hacia él y colocó sobre su manga la mano pequeña y peluda.

—Tengo la impresión de que aún está enfadado conmigo. ¿No? ¿Palabra de honor? Después he comprendido que era una broma cruel. No tiene buen aspecto. ¿Cómo le va todo? Aún no me ha explicado por qué ha cambiado de domicilio.

Lo explicó: a la pensión donde vivía desde hacía un año y medio llegaron de improviso unos conocidos suyos, pelmazos muy bondadosos, inocentemente inoportunos, que no dejaban de «entrar para charlar un rato». Al cabo de poco tiempo, Fiodor tuvo la sensación de que la pared que separaba su habitación de la suya se había derrumbado, dejándole indefenso. Naturalmente, en el caso del padre de Yasha hubiera sido inútil cualquier cambio de domicilio.

Vasiliev se había levantado. Silbando con suavidad, ligeramente inclinada su enorme espalda, examinaba los libros de las estanterías; sacó uno, lo abrió, dejó de silbar y, jadeando, empezó a leer para sus adentros la primera página. Su lugar en el diván fue ocupado por Liubov Markovna y su voluminoso bolso: ahora que sus ojos cansados estaban desnudos, su expresión se suavizó, y con una mano raramente mimada empezó a acariciar la nuca dorada de Tamara.

—¡Sí! —exclamó bruscamente Vasiliev, cerrando el libro de golpe e introduciéndolo en el primer hueco disponible—. Todo en este mundo ha de tener un fin, camaradas. En cuanto a mí, mañana he de levantarme a las siete.

El ingeniero Kern echó una ojeada a su muñeca.

—¡Oh, quédese un poco más! —pidió madame Cherny-shevski, implorando con sus ojos azules, y volviéndose hacia el ingeniero, que se había levantado y estaba detrás de su silla vacía, que movió un poco hacia un lado (así un comerciante ruso, tras saciarse de té, colocaría el vaso boca abajo sobre el platillo), empezó a hablar sobre la conferencia que él había prometido pronunciar en la reunión del próximo sábado —su título era «Alexander Blok en la guerra».

—Por error he puesto «Blok y la guerra» en las invitaciones —dijo ella—, pero no importa, ¿verdad?

—Por el contrario, importa mucho —replicó Kern con una sonrisa en los labios delgados, pero con odio tras los gruesos cristales de sus gafas, sin separar las manos, que tenía cruzadas sobre el abdomen—. «Blok en la guerra» expresa el sentido apropiado —la naturaleza personal de las propias observaciones del orador, mientras «Blok y la guerra», perdóneme, es filosofía.

Y ahora todos empezaron a difuminarse gradualmente, a agitarse con la oscilación casual de una niebla, y luego a desvanecerse todo; sus contornos, enroscándose en forma de nudo cruzado simple, ya se evaporaban, aunque aquí y allí fulguraba todavía un punto brillante —el destello cordial de un ojo, el centelleo de una pulsera; hubo también una reaparición momentánea de la frente surcada de Vasiliev, que estrechaba la mano ya en disolución de alguien, y al final hubo una visión flotante de paja color de pistacho decorada con rosas de seda (el sombrero de Liubov Markovna), y ahora todo había desaparecido, y en el salón difuso, sin un solo sonido, en zapatillas, entró Yasha, creyendo que su padre ya se había retirado, y con un tintineo mágico, a la luz de linternas rojas, seres confusos estaban reparando la acera en la esquina de la plaza, y Fiodor, que no tenía dinero para el tranvía, iba andando a su casa. Había olvidado pedir prestados a los Chernyshevski aquellos dos o tres marcos que le habrían sacado del apuro hasta que le pagaran una lección o traducción: esta idea no le hubiera causado inquietud de no estar dominado por una sensación general de abatimiento que consistía en aquel maldito desengaño (se había imaginado con tanta claridad el éxito de su libro), en un helado agujero en su zapato izquierdo y en el temor de la noche inminente en un lugar nuevo. Estaba cansado, insatisfecho consigo mismo por haber desperdiciado los tiernos comienzos de la noche, y le atormentaba la sensación de que había un cauce de pensamiento que no había seguido hasta su conclusión durante el día y ahora nunca podría terminar.

Caminaba por calles que ya se habían insinuado hacía tiempo en su conocimiento —y como si esto no fuera suficiente, esperaban afecto; incluso habían adquirido por anticipado, en sus recuerdos futuros, un lugar junto a San Petersburgo, una tumba adyacente; caminaba por estas calles oscuras y relucientes y las casas ciegas retrocedían, se acercaban furtivamente al cielo pardo de la noche berlinesa, que, no obstante, tenía sus puntos claros aquí y allá, puntos que se derretían bajo la mirada de uno y permitían al cielo obtener unas cuantas estrellas. Por fin, aquí está la plaza donde cenamos y la alta iglesia de ladrillos y el álamo todavía transparente, parecido al sistema nervioso de un gigante; aquí, también, están los retretes públicos, que recuerdan la casita de mazapán de Baba Yaga. En la penumbra del jardincillo público cruzado oblicuamente por la débil luz de una farola, la hermosa muchacha que durante los últimos ocho años se había negado a encarnarse (tan vivo era el recuerdo de su primer amor), se hallaba sentada en un banco de un gris ceniciento, pero cuando se aproximó, vio que lo que estaba sentado era la sombra inclinada del tronco del álamo. Entró en su calle, sumergiéndose en ella como en agua fría —se sentía tan reacio a volver, tanta melancolía le auguraba aquella habitación, aquel armario malévolo, aquel diván. Localizó la puerta principal (disfrazada por la oscuridad) y sacó las llaves. Ninguna de ellas le abrió la puerta.

«¡Qué es esto...! —masculló de malhumor, mirando el manojo de llaves, y entonces, furiosamente, empezó a introducirlas de nuevo—. ¡Qué diablos!», exclamó y retrocedió un paso a fin de levantar la cabeza y distinguir el número de la casa. Sí, era ésta. Ya estaba a punto de inclinarse una vez más ante la cerradura cuando se le ocurrió una verdad repentina: claro, éstas eran las llaves de la pensión, que por error se había llevado en el bolsillo de la gabardina cuando hizo el traslado por la mañana, y las nuevas debían estar en la habitación en la cual ahora sentía muchos más deseos de entrar que un momento antes.

En aquellos días, los porteros de Berlín eran en su mayor parte opulentos fanfarrones que tenían esposas corpulentas y pertenecían, por mezquinas consideraciones burguesas, al partido comunista. Los rusos blancos que eran sus inquilinos se acobardaban ante ellos: acostumbrados a la sumisión, nos arrogamos la sombra de la supervisión dondequiera que estemos. Fiodor comprendía a la perfección que era una estupidez tener miedo de un patán con una nuez movible, pero aun así no podía decidirse a despertarle después de medianoche, arrancarle de su gigantesco colchón de plumas, realizar el acto de pulsar el timbre (a pesar de que era más que probable que nadie contestara, por mucho que apretase); no podía decidirse a hacerlo, especialmente porque no poseía aquella moneda de diez pfennigs sin la cual era inconcebible pasar por delante de la palma, severamente ahuecada a la altura de la cadera, segura de recibir su tributo.


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