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La dádiva
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Текст книги "La dádiva"


Автор книги: Владимир Набоков



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Un solo deber recaía sobre mí, ocuparme del rebaño de mi padre, y pronto empecé a entonar himnos para ensalzar con ellos al Señor.

En 1875 (a Pypin) y de nuevo en 1888 (a Lavrov) envía «un antiguo poema persa»: ¡algo espantoso! En una de las estrofas, el pronombre «su» es repetido siete veces («Su país es estéril, Sus cuerpos descarnados, Y a través de sus prendas rotas pueden verse sus costillas. Sus caras son anchas, y sus facciones, planas; En sus gruesas facciones el alma no habita)», mientras que en las monstruosas cadenas del caso genitivo («De alaridos de dolor de sus ansias de sangre»), ahora, en su despedida de la literatura, bajo un sol muy próximo al horizonte, se encuentra la prueba de la conocida afición del autor a la congruencia, a los vínculos. Escribe cartas conmovedoras a Pypin, en que expresa su obstinado deseo de contrariar al gobierno y ocuparse en la literatura: «Este libro (La academia de montañas azules, firmado por Denzil Elliot —fingiendo así que se trata de una traducción del inglés) es de gran mérito literario... Soy paciente, pero tengo la esperanza de que nadie intente impedirme que trabaje para mi familia... Soy famoso en la literatura rusa por mi estilo descuidado... Cuando quiero, también sé escribir en toda clase de buenos estilos.»


¡Llorad, oh, por Lilibeo, con vosotros lloraremos!


¡Llorad, oh, por Agrigento, y esperemos los refuerzos!




«¿Qué es este himno a la Doncella de los Cielos? Un episodio del cuento en prosa del nieto de Empédocles... ¿Y qué es el cuento del nieto de Empédocles? Uno de los innumerables cuentos que hay en La academia de montañas azules. La duquesa de Cantershire ha zarpado en un yate con un grupo de elegantes amigos para ir por el canal de Suez hasta las Indias orientales, a fin de visitar su diminuto reino al pie de las Montañas Azules, cerca de Golconda. Allí se dedican a lo que se dedican las personas buenas e inteligentes: narran cuentos —cuentos que seguirán en los próximos paquetes de Denzil Elliot al editor de El mensajero de Europa» (Stasyulevich —que no publicó nada de todo esto).

Uno siente vértigo, las cartas oscilan y se desvanecen ante la vista —y aquí reanudamos el tema de las gafas de Chernyshevski. Pidió a su familia que le enviara unas nuevas; pero, a pesar de sus esfuerzos para explicarlo bien gráficamente, se equivocó, y seis meses después recibió unos cristales de «cuav tro y medio en lugar de cinco o cinco y cuarto».

Desahogaba su pasión por la enseñanza escribiendo a Sasv ha sobre el matemático Fermat; a Misha, sobre la lucha entre papas y emperadores, y a su mujer, sobre medicina, Carlsbad e Italia... El asunto terminó como tenía que terminar: las autoridades le pidieron que dejase de escribir «cartas eruditas». Esto le ofendió y trastornó tanto que durante seis me, ses no escribió ninguna carta (las autoridades no consiguiera obtener de él aquellas humildes peticiones que Dostoyevski por ejemplo, solía enviar desde Semipalatinsk a los poderosos de este mundo). «No hay noticias de papá —escribió Olga Sokratovna a su hijo en 1879—. Me pregunto, querido, si aún estará vivo», y se le puede perdonar mucho por esta entonación.

Pero otro mequetrefe de nombre también terminado ei «ski» surge de pronto como extra: el 15 de marzo de 1881, «su desconocido alumno Vitevski», como se recomienda a s¡mismo, pero que según información de la policía es un médico aficionado a empinar el codo, del hospital de Stavropol, le envía un telegrama a Vilyuisk, en que protesta con calor corrió pletamente superfluo contra una opinión anónima de que Chet, nyshevski fue responsable del asesinato del zar: «Sus obrai rebosan paz y amor. Usted nunca lo deseó (es decir, el ases nato).» Y ya fuera a causa de estas palabras ingenuas o de cualquier otra cosa, el gobierno se ablandó y a mediados de junio mostró al inquilino de la cárcel un poco de bondat) compasiva: hizo empapelar las paredes de su domicilio de «gris perlecon un ribete», y cubrir el techo con percal, cosai que costaron, ambas, a Hacienda, 40 rublos y 88 copecs; es decir, algo más que el abrigo de Yakovlev y el café de Musa, Y al año siguiente, la porfía sobre el fantasma de Chernys hevski tocó a su fin, tras unas negociaciones entre la Guardia de Seguridad Voluntaria (la policía secreta) y el comité ejecutivo del movimiento clandestino Libertad Popular con relación al mantenimiento de la ley y el orden durante la coronación de Alejandro III, en las cuales se adoptó la decisión de que si la coronación transcurría sin incidentes, Chernyshevski sería puesto en libertad: de este modo fue intercambiado por zares —y viceversa (proceso que posteriormente encontró su expresión material cuando las autoridades soviéticas sustituyeron en Saratov la estatua de Alejandro II por la suya). Un año después, en mayo, se presentó una petición, en nombre de sus hijos (él, naturalmente, no sabía nada de esto), redactada en el estilo más florido y lacrimoso imaginable. El ministro de Justicia, Nabokov, hizo el informe pertinente y «Su Majestad se dignó permitir el traslado de Chernysehvski a Astracán».

A finales de febrero de 1883 (el tiempo, sobrecargado, ya tenía dificultades en arrastrar su destino), los gendarmes, sin decirle una sola palabra de la resolución, se lo llevaron de improviso a Irkutsk. No importaba —abandonar Vilyuisk era por sí mismo un acontecimiento feliz, y más de una vez durante el viaje de verano por el largo Lena (que revelaba tanto parecido con el Volga en sus meandros), el anciano se puso a bailar, entonando hexámetros dactilicos. Pero en septiembre el viaje terminó, y con él la sensación de libertad. Ya la primera noche, Irkutsk le apareció la misma clase de casamata en lo más profundo de una región remota. Por la mañana le visitó el jefe de la gendarmería, Keller. Nikolai Gavrilovich se sentó, apoyó el codo en la mesa y no contestó en seguida. «El emperador le ha perdonado», dijo Keller, y lo repitió en voz más alta al ver que el otro parecía medio dormido o confuso. «¿A mí?», exclamó de repente el anciano, y entonces se levantó, puso las manos en los hombros del heraldo y, meneando la cabeza, prorrumpió en llanto. Por la tarde, sintiéndose como convaleciente de una larga enfermedad, pero todavía débil, impregnado todo su ser de una niebla deliciosa, tomó el té en casa de los Keller, habló sin cesar y contó a los niños de la familia «cuentos de hadas más o menos persas —sobre asnos, bandidos y rosas...», como recordó uno de sus oyentes. Cinco días más tarde fue llevado a Krasnoyarsk, de allí a Orenburg —ya finales de otoño, entre seis y siete de la tarde, cruzó Saratov con caballos de posta; allí, ea el patio de una posada contigua a la gendarmería, en medio de una oscuridad móvil, un viejo farol se balanceaba tanto al viento que era imposible distinguir con claridad el rostro cambiante, joven, viejo, joven de Olga Sokratovna, enmarcado por un pañuelo de lana —había acudido con precipitación a este encuentro inesperado; y aquella misma noche (¿quién podría adivinar sus pensamientos?) Chernyshevski tuvo que continuar su viaje.

Con gran maestría y la máxima intensidad expresiva (casi podría tomarse por compasión), Strannolyubski describe su llegada a la residencia de Astracán. Nadie le recibió con los brazos abiertos, nadie le invitó, y muy pronto se dio cuenta de que todos los planes grandiosos que le habían sostenido en el exilio tendrían que reducirse ahora a una serenidad neciamente lúcida e imperturbable.

A sus enfermedades siberianas, Astracán añadió la fiebre amarilla. Se resfriaba con frecuencia. Sufría intensas palpitaciones del corazón. Fumaba mucho y sin freno. Pero lo peor de todo era que estaba nervioso en extremo. En medio de una conversación, saltaba de su asiento en un extraño arrebato: movimiento brusco que parecía datar del día de su arresto, cuando corrió a su estudio, adelantándose al funesto Rakeyev. Por la calle se le podía confundir con un artesano viejo; tenía los hombros caídos y llevaba un barato traje de verano y una gorra deformada. «Pero, dígame...» «Pero, ¿no cree usted...?» «Pero...»; chismosos casuales solían importunarle con preguntas absurdas. El actor Syroboyarski no dejaba de preguntarle: «¿Me caso o no?» Hubo dos o tres últimas denuncias que se extinguieron como cohetes húmedos. La sociedad en que se movía consistía en varios armenios que se habían afincado allí —tenderos de comestibles y merceros—. La gente educada se sorprendía de que no se interesara mucho por los asuntos públicos. «Bueno, ¿qué quieren que piense de todo ello? —replicaba de malhumor—. Nunca he presenciado la vista de un juicio ni acudido a una reunión del zemstvo...»

Con la raya del pelo muy recta, orejas descubiertas demasiado grandes para ella y un «nido de pájaro» sobre la coronilla, aquí la tenemos otra vez (ha traído dulces y gatitos de Saratov); en sus labios alargados hay la misma sonrisa un poco burlona, su martirizado ceño es algo más marcado, y las mangas de su vestido están ahora hinchadas sobre los hombros. Ya tiene más de cincuenta años (1833-1918), pero su carácter sigue siendo el mismo, neurótico, malicioso; sus ataques histéricos culminan a veces en fuertes convulsiones.

Durante estos seis últimos años de su vida, pobre, viejo e indeseable, Nikolai Gavrilovich traduce, con la regularidad de una máquina, volumen tras volumen de la Historia Universal, de George Weber, para el editor Soldatenkov —y al mismo tiempo, impulsado por su vieja e irreprimible necesidad de airear sus opiniones, va intentando gradualmente pasar a través de Weber algunas de sus propias ideas. Firma su traducción «Andreyev»; y en su reseña del primer volumen (en El examinador, febrero de 1884) un crítico observa que «debe tratarse de una especie de seudónimo, ya que en Rusia hay tantos Andreyev como Ivanov y Petrov»; a lo cual siguen punzantes alusiones a la pesadez del estilo y una pequeña reprimenda: «El señor Andreyev no tenía necesidad de extenderse, en su Prefacio, sobre los méritos y defectos de Weber, a quien el lector ruso conoce desde hace mucho tiempo. Su libro de texto apareció ya en los años cincuenta y simultáneamente tres volúmenes de su Curso de Historia Universal, traducidos por E. y V. Korsh... Haría bien en no ignorar las obras de sus predecesores.»

E. Korsh, amante de la terminología arcaica rusa en lugar de la aceptada por los filósofos alemanes, era yn un hombre de ochenta años, ayudante de Soldatenkov, y con la ventaja que esto le confería leyó al «traductor de Astracán», introduciendo correcciones que encolerizaron a Chernyshevski, quien en sus cartas al editor empezó a «despedazar» a Evgeniy Fiodorovich de acuerdo con su viejo sistema, y a exigir furiosamente, al principio, que dieran a leer las pruebas a alguien «que comprenda mejor que no hay otro hombre en Rusia que conozca mejor que yo el lenguaje literario ruso», y después, cuando hubo logrado lo que quería, recurrió a otro método: «¿Pueden interesarme realmente tales bagatelas? Sin embargo, si Korsh quiere continuar leyendo las pruebas, pídale que no haga correcciones, pues son totalmente ridículas.» Con no menos amargo placer se ensañó también con Zaharyn, quien en su bondad había hablado a Soldatenkov de entregar una cantidad mensual (200 rublos) a Chernyshevski en vista del despilfarro de Olga Sokratovna. «Fue usted engañado por el descaro de un hombre cuya mente estaba nublada por una borrachera», escribió Chernyshevski a Soldatenkov, y poniendo en movimiento todo el aparato de su lógica —oxidada, agrietada, pero todavía sinuosa—, justificó al principio su ira con el hecho de que le tomaban por un ladrón que deseaba adquirir capital, y después explicó que su indignación era en realidad fingida para proteger a Olga Sokratovna: «Gracias a que se enteró de su despilfarro por la carta que yo le escribí a usted, ya que no le hice caso cuando me pidió que suavizara mi expresión, no hubo convulsiones.» En este punto (finales de 1888) se publicó otra crítica —ahora del décimo volumen de Weber. El terrible estado de su ánimo, su orgullo herido, la excentricidad de un anciano y los últimos e impotentes intentos de acallar el silencio (una proeza aún más difícil que el intento de Lear de acallar la tormenta), todo esto se ha de tener en cuenta cuando se lee a través de sus gafas la crítica aparecida en el interior de la portada rosa de El mensajero de Europa:

«... Por desgracia, parece ser, por el Prefacio, que el traductor ruso sólo permaneció fiel a sus sencillos deberes de traductor en los seis primeros volúmenes, pero al empezar el séptimo se impuso a sí mismo un deber nuevo... "desbrozar" a Weber. Es difícil agradecerle una clase de traducción en que el autor es "retocado", y aún más si el autor es una autoridad de la talla de Weber.»

«Se diría —observa aquí Strannolyubki (que a veces mezcla un poco sus metáforas)– que con este puntapié el destino había dado el último toque pertinente a la cadena de retribución que forjó para él.» Pero no es así. Todavía nos queda para considerar un castigo más —el más terrible, el más completo, el definitivo.

Entre todos los locos que hicieron trizas la vida de Chernyshevski, el peor fue su hijo; no el menor, naturalmente, Mijail (Misha), que llevaba una vida tranquila y trabajaba con afición en cuestiones de tarifas (era empleado del departamento de ferrocarriles): era fruto del «elemento positivo» de su padre y actuó como un buen hijo, pues cuando (1896-1898) su hermano pródigo (he ahí una imagen moralizadora) publicaba sus Cuentos fantásticosy una colección de fútiles poesías, él iniciaba piadosamente su monumental edición de las obras de su difunto padre, que ya casi había concluido cuando murió, en 1924, rodeado de la estima general —diez años después de haber muerto de repente Alexander (Sasha), en la pecadora Roma, en una habitacioncita de suelo de piedra, declarando su amor sobrehumano por el arte italiano y gritando en el ardor de una violenta inspiración que si la gente le escuchara, ¡la vida sería diferente, muy diferente! Creado al parecer con todo cuanto su padre no podía soportar, Sasha, apenas salido de la adolescencia, cultivó una gran pasión por todo lo siniestro, quimérico e incomprensible para sus contemporáneos —se enfrascó en E. T. A. Hoffman y Edgar Poe, le fascinaban las matemáticas puras, y un poco más tarde fue uno de los primeros rusos en apreciar a los «poetes maudits» franceses. El padre, vegetando en Siberia, no podía ocuparse del desarrollo de su hijo (que fue educado por los Pypin), y lo que averiguó, lo interpretó a su manera, tanto más cuanto que todos le ocultaron la enfermedad mental de Sasha. Sin embargo, la pureza de estas matemáticas empezó a irritar gradualmente a Chernyshevski —y es fácil de imaginar con qué sentimientos leería el joven las largas cartas de su padre, que se iniciaban con una broma de calculada jovialidad y luego (como las conversaciones de aquel personaje de Chejov, que solían empezar tan bien —«un ex alumno, ¿sabe?, un idealista incurable...») concluían con airados insultos; esta pasión por las matemáticas no sólo le encolerizaba como manifestación de algo no utilitario: al mofarse de todo lo moderno, Chernyshevski, a quien la vida había dejado atrás, se desahogaba contra todos los innovadores, excéntricos y fracasados de este mundo.

Su bondadoso primo Pypin le envía a Vilyuisk, en enero de 1875, una descripción mejorada de su hijo estudiante, y le informa de lo que podía ser grato para el creador de Rajmetov(Sasha, escribió, había encargado una pelota de metal de siete kilos para hacer gimnasia) y de lo que debía halagar a cualquier padre: con ternura reprimida, Pypin, recordando su amistad juvenil con Nikolai Gavrilovich (a quien debía muchas cosas), relata que Sasha es tan torpe y tan anguloso como era su padre, y también se ríe en el mismo tono atiplado... De improviso, en otoño de 1877, Sasha se alistó en el regimiento Nevski de infantería, pero antes de llegar al frente (se estaba librando la guerra ruso-turca) cayó enfermo de tifus (en sus constantes infortunios se advierte el legado de su padre, que también solía romperlo todo). Al volver a San Petersburgo se instaló a vivir solo, daba lecciones y publicaba artículos sobre la teoría de la probabilidad. A partir de 1882 su enfermedad mental se agravó, y más de una vez tuvo que ser recluido en un sanatorio. Le daba miedo el espacio, o, más exactamente, temía caer en una dimensión diferente, y a fin de no perecer se agarraba continuamente a las faldas seguras y sólidas —con pliegues euclidianos —de Pelagueya Nikolayevna Fanderflit (nacida Pypin).

Continuaron ocultando este hecho a Chernyshevski, que ahora ya residía en Astracán. Con una especie de sádica obstinación, con una dureza pedante que igualaba la de cualquier burgués acomodado de Dickens o Balzac, llamaba en sus cartas a su hijo «monstruo ridículo» y «mendigo excéntrico», y le acusaba del deseo de «seguir siendo un mendigo». Finalmente, Pypin no pudo soportarlo más y explicó a su primo con cierto ardor que, aunque Sasha no hubiera llegado a ser «un negociante frío y calculador», había adquirido en cambio «un alma pura y honorable».

Y de pronto Sasha llegó a Astracán. Nikolai Gavrilovich vio aquellos ojos radiantes y saltones, oyó aquel lenguaje extraño y evasivo... Empleado del petrolero Nobel y después de recibir de éste el encargo de acompañar una barcaza por del Volga, Sasha, cuando se hallaba en camino, un mediodía caluroso, satánico y empapado de petróleo, lanzó al aire la gorra de contable, tiró al agua tornasolada el manojo de llaves y se marchó a Astracán. Aquel mismo verano aparecieron, en El mensajero de Europa, cuatro poesías suyas; se advierte en ellas un destello de talento:


Si las horas de la vida te parecen amargas,


no vituperes a la vida, porque es mejor


admitir que tu culpa es haber nacido


con un corazón afectuoso en el pecho.


Y si no es tu deseo reconocer siquiera


tan evidente imperfección...



(A propósito, observemos el fantasma de una sílaba adicional en las «horas de la vi-ida», que corresponde a shis-en', en lugar de shisn', lo cual es extremadamente característico de los poetas rusos desequilibrados de tipo melancólico: un defecto causado, al parecer, por la carencia de algo en sus vidas, algo que podría haber convertido la vida en una canción. Sin embargo, el último verso citado tiene una auténtica cadencia poética.)

El domicilio común de padre e hijo era un infierno común. Chernyshevski provocaba a Sasha angustiosos insomnios con sus interminables amonestaciones (como «materialista», tenía la fanática insolencia de suponer que la causa principal de la dolencia de Sasha era su «lastimoso estado material»), y él mismo sufría más de lo que había sufrido incluso en Siberia. Ambos respiraron con alivio cuando Sasha se marchó aquel invierno, al principio a Heidelberg con la familia que le empleó como tutor y después a San Petersburgo, para «una necesaria consulta médica». Infortunios mezquinos y falsamente graciosos continuaban salpicándole. Nos enteramos por una carta de su madre (1888) que un día en que «Sasha sintió el deseo de irse a pasear, la casa donde vivía fue destruida por un incendio», y todo cuanto poseía ardió con ella; y ahora, completamente derrotado, se trasladó a la casa de campo de Strannolyubski (¿el padre del crítico?).

En 1889, Chernyshevski recibió autorización para ir a Saratov. Cualesquiera que fuesen las emociones que esto despertara en él, las envenenó una preocupación familiar intolerable: Sasha, que siempre había sentido una pasión patológica por las exposiciones, emprendió de repente un feliz y costoso viaje a la famosa Exposition universellede París, como se quedó sin un céntimo en Berlín, fue necesario enviarle dinero a nombre del cónsul, a quien se rogó que le mandara a su casa; pero no: cuando obtuvo el dinero Sasha se dirigió a París, contempló a sus anchas «la maravillosa rueda y la torre gigantesca y afiligranada», y de nuevo se quedó sin un céntimo.

El febril trabajo de Chernyshevski en enormes masas de Weber (que convirtió su cerebro en una fábrica de trabajos forzados y, de hecho, representó la mayor burla del pensamiento humano) no cubría gastos inesperados —y dictando día tras día, dictando siempre, tenía la impresión de que ya no podía continuar, no podía seguir convirtiendo la historia del mundo en rublos– y al mismo tiempo le atormentaba el pánico de que Sasha llegase a Saratov directamente desde París. El 11 de octubre escribió a su hijo que su madre le enviaba dinero para que regresara a San Petersburgo y —por millonésima vez– le aconsejó que aceptara cualquier empleo e hiciera todo cuanto le ordenasen sus superiores: «Tus sermones ignorantes y ridículos a tus superiores, éstos no los pueden tolerar» (así termina el «tema de ejercicios escritos»). Sin dejar de estremecerse y murmurar, selló el sobre y fue él mismo a la estación a echar la carta al correo. Por la ciudad silbaba un viento cruel, que ya en la primera esquina heló los huesos del airado anciano cubierto por un abrigo ligero. Al día siguiente, pese a tener fiebre, tradujo dieciocho páginas de letra pequeña; el día 13 quiso continuar, pero le convencieron para que desistiera; el 14 empezó a delirar: «Inga, inc(palabras sin sentido, después un suspiro) estoy muy extraño... Párrafo... Si pudieran enviarse unos treinta mil soldados suecos a Schleswig-Holstein, aplastarían fácilmente a todas las fuerzas danesas y conquistarían... todas las islas, excepto, tal vez, Copenhague, que resistirá con obstinación, pero en noviembre, pongamos el nueve entre paréntesis, Copenhague también se rendirá, punto y coma; los suecos convirtieron en plata brillante a toda la población de la capital danesa, desterraron a Egipto a todos los hombres enérgicos de los partidos patrióticos... Sí, sí, ¿dónde estaba...? Punto y aparte...» Continuó delirando así durante mucho rato: saltaba de un Weber imaginario a unas memorias imaginarias de su propia cosecha, hablaba prolongada y laboriosamente del hecho de que «el mínimo destino de este hombre ya está decidido, no hay salvación para él... Aunque microscópica, se ha encontrado en su cuerpo una diminuta partícula de pus, su destino ya está decidido...». ¿Hablaba de sí mismo, era en sí mismo donde sentía esta partícula diminuta que había ido corroyendo misteriosamente todo cuanto hizo y experimentó en su vida? Pensador, trabajador infatigable, mente lúcida que poblaba sus utopías con un ejército de taquígrafos; ahora vivía para ver a un secretario tomando nota de su delirio. Por la noche del 16 sufrió un ataque; sintió que la lengua se espesaba en su boca; tras lo cual no tardó en morir. Sus últimas palabras (a las tres de la madrugada del 17) fueron: «Es extraño: en este libro no hay una sola mención de Dios.» Es una lástima que no sepamos con precisión qué libro estaba leyendo para sus adentros.

Ahora yacía rodeado de los muertos volúmenes de Weber; unas gafas dentro de su estuche representaban un estorbo para todo el mundo.

Habían transcurrido sesenta y un años desde 1828, cuando en París aparecieron los primeros ómnibuses y cuando un sacerdote de Saratov anotó en su breviario: «12 de julio, a las tres de la mañana, ha nacido un hijo, Nikolai... Bautizado en la mañana del día 13, antes de la misa. Padrino: Arcipreste Fiod. Stef. Vyazovski...». Posteriormente, Chernyshevski dio este nombre al protagonista y narrador de sus novelas siberianas, y por una extraña coincidencia fue así, o casi así (F. V...ski) como firmó un poeta desconocido (en la revista Siglo, noviembre de 1909) catorce versos dedicados, según la información que poseemos, a la memoria de N. G. Chernyshevski, soneto mediocre, pero curioso, que reproducimos íntegro:


¿Qué dirá la voz de su lejano descendiente:


elogiará tu vida o clamará, rotunda,


que ha sido espantosa?


¿Que tal vez otra vida pudo ser menos amarga?


¿Que fue elección tuya?


¿Que tu mejor acción prevaleció, encendiendo


tu árida obra con la poesía del Bien,


y coronó las canas del martirio cautivo


con un cerrado círculo de etéreo fulgor?




CAPÍTULO QUINTO



Alrededor de quince días después de su aparición, La vida de Chemyshevski fue saludada por el primer eco ingenuo. Valentín Linyov (en un periódico de los emigrados rusos publicado en Varsovia) escribía lo siguiente:

«El nuevo libro de Boris Cherdyntsev comienza con seis versos que el autor, por alguna razón, llama soneto (?) y a esto sigue una descripción pretenciosamente caprichosa de la bien conocida vida de Chemyshevski.

»Chernyshevski, dice el autor, era hijo de "un bondadoso clérigo" (pero no menciona cuando ni donde nació); terminó el seminario y cuando su padre, después de una vida santa que inspiró incluso a Nekrasov, falleció, su madre envió al joven a estudiar a San Petersburgo, donde en seguida, prácticamente en la estación, intimó con los "moldeadores de opinión", como los llamaban entonces, Pisarev y Belinski. El joven entró en la universidad, se dedicó a inventos técnicos, trabajó mucho y tuvo su primera aventura romántica con Lyubov' Yegorovna Lobachevski, que le contagió el amor por el arte. Sin embargo, tras una pelea por motivos románticos con un oficial, en Pavlovsk, se vio obligado a regresar a Saratov, donde se declaró a su futura esposa y poco después se casó con ella.

»Volvió a Moscú, se entregó a la filosofía, escribió mucho (la novela ¿Qué vamos a hacer?) y trabó amistad con los escritores destacados de su tiempo. Poco a poco se fue introduciendo en la labor revolucionaria y, después de una reunión turbulenta, durante la cual habló junto con Dorbolyubov y el conocido profesor Pavlov, que entonces era aún muy joven, Chernyshevski tuvo que marchar al extranjero. Vivió un tiempo en Londres, donde colaboró con Herzen, pero al fin volvió a Rusia y fue arrestado inmediatamente. Acusado de planear el asesinato de Alejandro II, Chernyshevski fue sentenciado a muerte y ejecutado en la plaza pública.

»Tal es en resumen la historia de la vida de Chernyshevski, y todo hubiera ido bien si el autor no hubiese considerado necesario adornar su relato con una multitud de detalles inútiles que oscurecen el sentido y con toda clase de largas digresiones sobre los temas más diversos. Y lo peor de todo es que, tras describir la escena de la ejecución en la horca, no se da por satisfecho con este final de su héroe y por espacio de muchas páginas ilegibles medita sobre lo que habría ocurrido "si" —si Chernyshevski no hubiera sido ejecutado sino desterrado a Siberia, por ejemplo, como Dostoyevski.

»El autor escribe en un lenguaje que tiene poco en común con el ruso. Le encanta inventar palabras. Le gustan las frases largas y complicadas, como, por ejemplo: "El destino los clasifica (?) anticipándose (?) a las necesidades del investigador (?)", o bien pone máximas solemnes, pero no del todo gramaticales, en boca de sus personajes, como "El propio poeta elige los temas de sus poesías, la multitud no tiene derecho a dirigir su inspiración".»

Casi simultáneamente con esta entretenida crítica apareció la de Christopher Mortus (París), la cual despertó en Zina tal indignación, que a partir de entonces sus ojos despedían chispas y se dilataban las ventanas de su nari2 a la menor mención de este nombre.

«Al hablar de un joven autor que comienza (escribía Mortus con calma) uno suele sentir cierta timidez: ¿No se le alarmará, no se le ofenderá con una observación demasiado "cruda"? Me parece que en el caso presente no hay motivo para tales temores. Godunov-Cherdyntsev es un novel, desde luego, pero un novel dotado de una extrema confianza en sí mismo, y es probable que alarmarle no sea una cuestión fácil. Ignoro si su libro presagia o no "logros" futuros, pero si éste es un comienzo, no se le puede llamar un comienzo muy alentador.

»Permítanme explicar esto. Estrictamente hablando, no tiene la menor importancia que el esfuerzo de Godunov-Cherdyntsev sea estimable o estéril. Un hombre escribe bien, otro lo hace mal, y a todos nos espera al final del camino el tema "que nadie puede evadir". Creo que se trata de algo muy diferente. Ya ha pasado para siempre la época dorada en que el crítico o el lector podía interesarse ante todo por la calidad "artística" o el grado exacto de talento de un libro. Nuestra literatura de la emigración —estoy hablando de literatura auténtica e "indiscutible"– las personas de gusto impecable me comprenderán —se ha vuelto más simple, más seria, más árida– a costa del arte, tal vez, pero que en compensación produce (en ciertas poesías de Tsypovich y Boris Barski y en la prosa de Koridonov...) sonidos de tal tristeza, de tal música, de tal encanto divino e "impotente", que en verdad no vale la pena añorar lo que Lermontov llamó "los torpes cantos de la tierra".

»Por sí misma, la idea de escribir un libro sobre una destacada figura pública de los años sesenta no tiene nada de reprensible. Uno se sienta a escribirlo —estupendo—; se publica —estupendo; se han publicado libros peores—. Pero el estado de ánimo general del autor, el "ambiente" de su pensamiento nos llena de dudas extrañas y desagradables. Me abstendré de discutir la pregunta: ¿Es apropiada la aparición de este libro en el momento actual? ¡Después de todo, nadie puede prohibir a una persona que escriba lo que se le antoje! Pero me parece —y no soy el único en sentirlo —que en el fondo del libro de Gudonov-Cherdyntsev se oculta algo que es, en esencia, carente del todo de tacto, algo discordante y ofensivo... Tiene derecho, naturalmente (aunque incluso esto podría ponerse en duda), a adoptar esta o aquella actitud hacia "los hombres de los años sesenta", pero al "desprestigiarles" tiene que despertar sin remedio en cualquier lector sensible sorpresa y repugnancia. ¡Qué poco importante es todo esto! ¡Qué inoportuno! Permítanme que explique lo que quiero decir. El hecho de que sea precisamente ahora, precisamente hoy cuando se efectúe esta vulgar operación es, por sí mismo, una afrenta a aquel algo significativo, amargo y palpitante que está madurando en las catacumbas de nuestra era. Oh, ya lo sabemos, los "hombres de los años sesenta" y en particular Chernyshevski, expresaron en sus juicios literarios muchas cosas equivocadas y tal vez ridículas. ¿Quién está libre de este pecado? Y, ¿es un pecado tan grande, después de todo? Pero en la "entonación" general de su crítica se advertía cierta clase de verdad —verdad que, por muy paradójico que parezca, no ha estado nunca tan próxima a nosotros ni sido tan comprensible como ahora, precisamente ahora. No estoy hablando de sus ataques a los que se dejaban sobornar ni a la emancipación femenina... ¡No es ésta la cuestión! Creo que seré debidamente comprendido (en la medida en que podemos comprender a otra persona) si digo que en un sentido infalible y definitivo sus necesidades y las nuestras coinciden. Oh, ya sé, nosotros somos más sensibles, más espirituales, más "musicales" que ellos, y nuestro objetivo final —bajo ese cielo negro y resplandeciente donde transcurre la vida —no es la "comuna" ni el "derrocamiento del déspota". Pero Nekrasov y Lermontov, en especial este último, están más cerca de nosotros que Pushkin. Elijo sólo este ejemplo, el más sencillo de todos, porque aclara inmediatamente nuestra afinidad —cuando no parentesco– con ellos. Aquella frialdad, aquella afectación, aquella cualidad "irresponsable" que intuían en ciertas partes de la poesía de Pushkin, también la percibimos nosotros. Se puede objetar que nosotros somos más inteligentes, más receptivos... Muy bien, convengo en ello; pero en esencia no es una cuestión del "racionalismo" de Chernyshevski (o de Belinski o Dobrolyubov, los nombres y las fechas no importan), sino del hecho de que entonces, igual que ahora, las personas espiritualmente progresistas comprendían que el mero "arte" y la "lira" no eran un pábulo suficiente. Nosotros, sus refinados y fatigados nietos, también queremos algo que esté por encima de todo lo humano; exigimos los valores que son esenciales para el alma. Este "utilitarismo" es tal vez más elevado que el suyo, pero en ciertos aspectos es incluso más urgente que el que ellos predicaron.


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