Текст книги "La dádiva"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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En una gran sala de conferencias situada en la misma Casa Ruadze tuvo lugar, el 2 de marzo de 1862, la primera alocución pública de Chernyshevski (si exceptuamos la defensa de su tesis doctoral y el discurso fúnebre entre la escarcha). Oficialmente, los ingresos de la velada se repartirían entre los estudiantes necesitados; pero de hecho se trataba de ayudar a los prisioneros políticos Mijailov y Obruchev, arrestados recientemente. Rubinstein interpretó con brillantez una marcha en extremo incitante. El profesor Pavlov habló del milenio de Rusia —y añadió ambiguamente que si el gobierno se detenía en el primer paso (la emancipación de los campesinos), «se detendría al borde de un abismo —que oyeran los que tenían oídos». (Le oyeron; fue expulsado inmediatamente.) Nekrasov leyó unos versos mediocres, pero «llenos de fuerza», dedicados a la memoria de Dobrolyubov, y Kurochkin leyó una traducción de «El pajarito» de Béranger (la languidez del cautivo y el arrebato de la súbita libertad); la alocución de Chernyshevski versó también sobre Dobrolyubov. Saludado con un aplauso general (la juventud de aquellos días aplaudía con las palmas ahuecadas, por lo que el resultado se parecía a una salva de cañón), permaneció un rato sonriendo y parpadeando. Por desgracia, su aspecto no agradó a las damas que esperaban con avidez al tribuno —cuyo retrato era imposible de obtener. Dijeron que tenía un rostro poco interesante y llevaba el pelo cortado a la moujik, y por alguna razón no vestía frac sino una chaqueta corta con trencillas y una horrible corbata —«una catástrofe en color» (Olga Ryshkov, Una mujer de los años sesenta: Memorias). Además, se presentó muy poco preparado, la oratoria era nueva para él, y al tratar de ocultar su agitación adoptó un tono de conversación que se antojó demasiado modesto a sus amigos y demasiado familiar a sus detractores. Empezó hablando sobre su cartera (de la que extrajo un cuaderno de notas), y manifestó que su detalle más notable era la cerradura, provista de una pequeña rueda dentada: «Miren, se le da una vuelta y la cartera queda cerrada, y si se desea cerrarla con seguridad todavía mayor, se hace girar en sentido inverso y la rueda se desprende y puede guardarse en el bolsillo, y en el lugar que ocupaba hay arabescos tallados; muy bonito, pero que muy bonito.» Entonces, con voz alta y edificante empezó a leer un artículo de Dobrolyubov que todo el mundo conocía, pero de repente se interrumpió y (como en las digresiones del autor en ¿Qué hacer?), en tono íntimo y confidencial se puso a explicar con gran lujo de detalles que él no había sido el guía de Dobrolyubov; mientras hablaba, jugaba sin cesar con la cadena del reloj —algo que se grabó en las mentes de todos los biógrafos y suministraría un tema a los periodistas burlones; pero, pensándolo bien, tal vez jugaba con el reloj porque ya le quedaba muy poco tiempo (¡sólo cuatro meses!). Su tono de voz, «négligé con espíritu», como solían decir en el seminario, y la completa ausencia de insinuaciones revolucionarias molestó a su auditorio; no tuvo ningún éxito, mientras Pavlov fue casi llevado en hombros. El biógrafo Nikoladze observa que en cuanto Pavlov fue desterrado de San Petersburgo, la gente comprendió y apreció la cautela de Chernyshevski; éste, en cambio, cuando estaba en el yermo siberiano, donde a veces se le aparecía en sueños febriles un auditorio ávido y atento, lamentó profundamente aquel discurso insulso, aquel fracaso, y se reprochaba a sí mismo no haberse valido de aquella oportunidad única (¡puesto que de todos modos ya estaba condenado!) para pronunciar desde aquel estrado de la Sala Ruadze una alocución fogosa y enérgica, la misma que con toda probabilidad pronunciaría el héroe de su novela cuando, a su regreso a la libertad, tomara un droskiy gritara al conductor: «¡A las Galerías!»
Los acontecimientos se sucedieron con mucha rapidez aquella ventosa primavera. Se declararon incendios aquí y allí. Y de pronto —contra este telón de fondo negro y anaranjado—, una visión. Corriendo con el sombrero en la mano, Dostoyevski pasa como una exhalación: ¿a dónde?
El lunes de Pentecostés (28 de mayo de 1862) sopla un fuerte viento; una conflagración se ha iniciado en la Ligovka y luego los incendiarios prenden fuego al Palacio Apraxin. Dostoyevski corre, los bomberos galopan «y al pasar se reflejan cabeza abajo en los globos polícromos de los escaparates de las farmacias» (como lo vio Nekrasov). Y más allá, espesas oleadas de humo sobre el canal Fontanka se mueven en dirección a la calle Chernyshyov, donde no tarda en elevarse una nueva columna negra... Mientras tanto, Dostoyevski ya ha llegado. Ha llegado al corazón de la negrura, a casa de Chernyshevski, a quien suplica histéricamente que ponga fin a todo esto. Aquí hay dos aspectos interesantes: la fe en los poderes satánicos de Nikolai Gavrilovich y los rumores de que los incendios provocados se llevan a cabo de acuerdo con el mismo plan elaborado por los Petrashevskian, nada menos que en 1849.
Agentes secretos, en tonos que tampoco carecían de horror místico, informaron de que durante la noche, en el momento cumbre del desastre, «se oyeron carcajadas procedentes de la ventana de Chernyshevski». La policía le había dotado de una habilidad demoníaca y olía un truco en cada uno de sus movimientos. La familia de Niolai Gavrilovich se fue a pasar el verano a Pavlovsk, a pocos kilómetros de San Petersburgo, y allí, pocos días después de los incendios, el 10 de junio para ser exactos (crepúsculo, mosquitos, música), un tal Lyubetski, mayor ayudante del regimiento de ulanos de la guardia, hombre apuesto, de nombre dulce como un beso, se fijó al salir del coche en dos mujeres que andaban dando brincos como dos locas, y tomándolas en la sencillez de su corazón por dos jóvenes Camelias (mujeres de vida fácil), «intentó agarrarlas a ambas por la cintura». Los cuatro estudiantes que las acompañaban, le rodearon y amenazaron con un justo castigo, ya que, dijeron, una de las damas era la esposa del escritor Chernyshevski y la otra, su cuñada. ¿Cuál es la intención del marido, en opinión de la policía? Intenta llevar el caso ante el tribunal de la asociación de oficiales —no por consideraciones de honor sino simplemente con el propósito clandestino de enfrentar a los militares y los universitarios. El 5 de julio tuvo que visitar el Departamento de la Policía Secreta en relación con su denuncia. Potapov, el jefe, rechazó su petición, pues, según la información de que disponía, el ulano estaba dispuesto a pedir disculpas. Chernyshevski renunció a sus reclamaciones y, cambiando de tema, preguntó: «Dígame, el otro día envié a mi familia a Saratov y estoy a punto de reunirme con ellos para descansar (ya habían clausurado El Contemporáneo); pero si debiera llevar a mi esposa a un balneario del extranjero —verá usted, padece dolores nerviosos—, ¿podría yo marcharme sin impedimentos?» «Claro que sí», contestó Potapov de buen humor; y dos días después tuvo lugar el arresto.
A todo esto le precedió el siguiente suceso: en Londres acaba de inaugurarse una «exposición universal» (el siglo XIX tuvo una insólita afición a exhibir su riqueza —legado abundante y de mal gusto que el siglo actual ha derrochado); allí se han congregado turistas y comerciantes, corresponsales y espías; un día, durante un enorme banquete, Herzen, haciendo gala de una repentina imprudencia, entregó, a la vista de todo el mundo, a un tal Vetoshnikov, que se preparaba para volver a Rusia, una carta dirigida al periodista radical Serno-Solovievich, a quien se pedía que llamase la atención de Chernyshevski hacia el anuncio aparecido en La Campana en relación con su buena disposición a publicar El Contemporáneoen el extranjero. Los ágiles pies del mensajero apenas habían tenido tiempo de pisar las arenas rusas cuando fue detenido. Chernyshevski vivía entonces cerca de la iglesia de San Vladimir (más tarde también definió sus direcciones de Astracán por su proximidad a este o aquel edificio sagrado), en una casa donde antes viviera Muravyov (más tarde ministro del gabinete), a quien había descrito con tan impotente odio en El prólogo. El 7 de julio fueron a verle dos amigos: el doctor Bokov (quien posteriormente solía enviarle consejos médicos al exilio) y Antonovich (miembro de «País y Libertad», quien, pese a su estrecha amistad con Chernyshevski, no sospechaba que éste tenía conexiones con dicha sociedad). Se encontraban en el salón, donde poco después se les unió el coronel Rakeev, oficial de policía uniformado de negro, robusto, de perfil desagradable y feroz. Se sentó con la actitud de un invitado; en realidad, había venido a arrestar a Chernyshevski. Una vez más, pautas históricas entran en aquel extraño contacto «que estremece al jugador que pueda haber en los historiadores» ( Strannolyubski): se trataba del mismo Rakeev que, como personificación de la despreciable cobardía del gobierno, había sacado a hurtadillas de la capital el ataúd de Pushkin para enviarlo a un destierro póstumo. Después de charlar unos minutos para guardar las apariencias, Rakeev informó a Chernyshevski con una sonrisa cortés (que «provocó escalofríos» en el doctor Bokov) de que le gustaría hablar con él a solas. «En tal caso, vamos a mi estudio», contestó Chernyshevski y se dirigió a él con tanta precipitación que Rakeev, si bien no del todo desconcertado —tenía demasiada experiencia para ello—, no consideró posible, en su papel de invitado, seguirle con la misma rapidez. Pero Chernyshevski volvió inmediatamente, y la nuez de la garganta se le movía de modo convulsivo mientras tragaba algo con un poco de té frío (tragó papeles, según la siniestra suposición de Antonovich), y, mirando por encima de las gafas, cedió el paso al visitante. Sus amigos, a falta de algo mejor que hacer (esperar en el salón, donde la mayoría de los muebles estaban cubiertos por fundas, se antojaba demasiado triste), salieron a dar un paseo («No puede ser... no puedo creerlo», no dejaba de repetir Bokov), y cuando volvieron a la casa, la cuarta de la cañe Bolshoi Moskovski, se alarmaron al ver ahora frente a la puerta —en una especie de espera humilde, y por ello aún más repugnante —un carruaje celular. Primero entró Bokov a despedirse de Chernyshevski, y después Antonovich. Nikolai Gavrilovich estaba sentado ante su mesa, jugando con unas tijeras, mientras el coronel se hallaba a su lado, con una pierna sobre la otra; charlaban —todavía para salvar las apariencias —sobre las ventajas de Pavlovsk en comparación con otras áreas de vacaciones. «Y además, la gente que va allí es estupenda», decía el coronel con una tos silenciosa.
—¡Cómo ¿Tú también te vas sin esperarme? —inquirió Chernyshevski, volviéndose hacia su apóstol.
—Por desgracia, tengo que... —repuso Antonovich con gran confusión.
—Muy bien, adiós, entonces —dijo Nikolai Gavrilovich en un jocoso tono de voz, y, levantando mucho la mano, la bajó con rapidez y agarró la de Antonovich: un tipo de despedida entre camaradas que después adoptaron muchos de los revolucionarios rusos.
«¡Así pues —exclama Strannolyubski al principio del mejor capítulo de su incomparable monografía—, Chernyshevski ha sido arrestado!» Aquella noche la noticia de la detención vuela por toda la ciudad. Muchos corazones rebosan de indignación. Muchos puños se cierran con fuerza... Pero hubo bastantes que sintieron un placer maligno: «Aja, ya han encerrado a ese rufián, ya nos hemos librado de ese descarado patán y sus aullidos», como dijo la novelista (algo chiflada, de todos modos, Kojanovski. En seguida, Strannolyubski hace una notable descripción del complejo trabajo que debieron realizar las autoridades a fin de inventar pruebas «que tenía que haber y no había», pues la situación era muy curiosa: no podían agarrarse a nada, en términos jurídicos, por lo que hubo que elevar un andamiaje para que la ley trepase por él e iniciara su trabajo. Laboraron con «cantidades falsas», al suponer que podrían eliminar todas las falsedades cuando el vacío abarcado por la ley estuviera lleno de algo real. El caso ideado contra Chernyshevski era un fantasma; pero era el fantasma de una culpa genuina; y después —desde fuera, artificialmente, por una ruta tortuosa– consiguieron encontrar cierta solución al problema que casi coincidía con la verdadera.
Tenemos tres puntos: C, K, P. Se dibuja un cateto, CK. Para dar realce a Chernyshevski las autoridades eligieron a un corneta ulano retirado, Vladislav Dmitrievich Kostomarov, quien el pasado agosto había sido degradado a soldado raso por imprimir publicaciones subversivas —hombre algo loco y con una pizca de pechorinismo que, además, escribía versos: dejó una huella de escolopendra en la literatura como traductor de poetas extranjeros. Se dibuja otro cateto, KP. El crítico Pisarev escribe sobre estas traducciones en el periódico La palabra rusa: reprende al autor por «El fulgor de la magnífica tiara, como un faro» (de Hugo), alaba su versión «sencilla y sentida» de algunos versos de Burns (que rezaban así: «Y ante todo, ante todo / Que los hombres sean honrados / roguemos para que sean entre sí / hermanos ante todo...», etcétera), y en relación con el informe de Kostomarov a sus lectores de que Heine había muerto impenitente, el crítico aconseja con picardía al denunciante que «eche una buena ojeada a sus propias actividades públicas». El trastorno mental de Kostomarov se pone de manifiesto en su florida grafomanía, en la insensata composición sonámbula (aunque sea hecha a medida) de ciertas cartas falsificadas, rebosantes de frases en francés; y, en fin, en su humor macabro: firmaba sus informes a Putilin (el detective): Veo jan Otchenashenko (Teofanes Padrecitonuestro) o Ventseslav Lyutyy (Wenceslao El Fiero). Y era, en efecto, fiero en su taciturnidad, funesto y falso, jactancioso y servil. Dotado de curiosas habilidades, sabía escribir con caligrafía femenina, lo cual explicaba con el hecho de que «bajo la luna llena le visitaba el espíritu de la reina Tamara». La pluralidad de caligrafías que sabía imitar, además de la circunstancia (otra de las bromas del destino) de que su escritura normal recordaba la de Chernyshevski, incrementó considerablemente el valor de este traidor hipnótico. Como prueba indirecta de que Chernyshevski había escrito la proclama «A los siervos de los terratenientes», la primera tarea que confiaron a Kostomarov fue fabricar una nota, supuestamente de Chernyshevski, que contuviera el encargo de alterar una palabra de la proclama; la segunda fue preparar una carta (a «Alexei Nikolayevich») que suministraría la prueba de la participación activa de Chernyshevski en el movimiento revolucionario. Tanto lo uno como lo otro Kostomarov lo confeccionó en un momento. La falsificación de la escritura es evidente: al principio su autor se esmeró, pero al parecer no tardó en encontrar tedioso el trabajo y lo continuó a toda prisa: tomemos como ejemplo la palabra «yo», ya (formada en escritura rusa de modo algo parecido al dele de un corrector de galeradas). En los manuscritos auténticos de Shernyshevski termina con una trazo hacia fuera, recto y enérgico —e incluso se curva un poco hacia la derecha—, mientras que en la falsificación este trazo se curva con una especie de extraño garbo hacia la izquierda superior, como si el ya estuviera saludando militarmente.
Durante estos preparativos, Nikolai Gavrilovich permaneció encerrado en el revellín Alekseyevski de la Fortaleza de Pedro y Pablo, muy cercano a Pisarev, que tenía veintiún años y había sido encarcelado cuatro días antes que él: ya está dibujada la hipotenusa, CP, y el fatídico triángulo CPK ha quedado consolidado. Al principio, la vida en la prisión no agobió a Chernyshevski; la ausencia de visitantes inoportunos parecía incluso placentera... pero el silencio de lo desconocido pronto empezó a exacerbarle. Una «profunda» estera se tragaba sin dejar huella los pasos de los centinelas que recorrían los pasillos... El único sonido procedente del exterior tara el clásico carillón de un reloj, que vibraba largamente en los oídos... Era una vida cuya descripción exige a un escritor una abundancia de puntos suspensivos... Se trataba de aquel maligno aislamiento ruso del que procedía el sueño ruso de una multitud benigna. Levantando una esquina de la cortina de bayeta verde, el centinela podía mirar al prisionero por la mirilla de la puerta; éste se hallaba sentado en su catre de madera verde o en una silla también verde, vestido con una bata de paño y una gorra de visera —estaba permitido llevar el propio tocado siempre que no fuera un sombrero de copa—, lo cual habla a favor del sentido de la armonía del gobierno pero crea, por la ley de los negativos, una imagen bastante tenaz (en cuanto a Pisarev, se cubría con un fez). También le permitían una pluma de ganso, y podía escribir sobre una mesita verde provista de un cajón corredizo, «cuyo fondo, como el talón de Aquiles, no había sido pintado» (Strannolyubski).
Pasó el otoño. Un retoño de serbal crecía en el patio de la prisión. Al prisionero número nueve no le gustaba pasear; sin embargo, al principio salía todos los días, pues suponía (tipo de suposición muy característico de él) que durante este tiempo registrarían su celda, y en consecuencia, una negativa a salir de paseo haría sospechar a la administración que ocultaba algo en ella; pero cuando se hubo convencido de que no era así (dejando hilos en varios sitios como marcas), se sentaba a escribir sin temores: en invierno ya había terminado la traducción de Schlosser y empezado a traducir a Gervinus y T. B. Macaulay. También escribió una o dos cosas suyas. Recordemos el «Diario» —y de uno de nuestros párrafos muy anteriores elijamos los cabos sueltos de algunas frases que trataban por anticipado de sus escritos en la fortaleza... o no —retrocedamos, si no tienen inconveniente, todavía más lejos, al «tema lacrimógeno» que empezó sus rotaciones en las páginas iniciales de nuestra historia tan misteriosamente giratoria.
Tenemos ante nosotros la famosa carta a su esposa, fechada el 5 de diciembre de 1862: un diamante amarillo entre el polvo de sus numerosas obras. Examinamos esta escritura de aspecto tosco y feo, pero asombrosamente legible, con los resueltos trazos al final de las palabras, con enroscadas erres y pes, y las amplias y fervorosas cruces de los «signos duros», y nuestros pulmones se dilatan con una emoción pura que no hemos sentido desde hace mucho tiempo. Strannolyubski califica, con justicia, a esta carta como el principio del breve florecimiento de Chernyshevski. Todo el fuego, todo el poder de la mente y la voluntad, todo cuanto tenía que estallar por fuerza en la hora de un levantamiento nacional, estallar y empuñar con potencia, aunque fuera por poco tiempo, el poder supremo... tirar violentamente de las riendas y tal vez enrojecer de sangre el labio de Rusia, el corcel encabritado; todo esto encontraba ahora una salida malsana en su correspondencia. Puede decirse de hecho que aquí estaba el objetivo y la corona de la dialéctica de toda su vida, que durante mucho tiempo se había ido acumulando en profundidades ahogadas; estas epístolas férreas, impulsadas por la furia, a la comisión que examinaba su caso, las cuales incluía en las cartas a su esposa, la rabia exultante de sus argumentos y esta megalomanía con rumor de cadenas. «La gente nos recordará con gratitud», escribió a Olga Sokratovna, y la razón le asistió: fue precisamente este sonido lo que encontró eco y se extendió por toda la restante parte del siglo, haciendo latir los corazones de millones de intelectuales de provincias con una ternura noble y sincera. Ya nos hemos referido a aquella parte de la carta en que habla de sus planes para compilar diccionarios. Después de las palabras «igual que Aristóteles», siguen éstas: «Sin embargo, ya he empezado a hablar de mis pensamientos; son secretos; no debes contar a nadie lo que digo sólo para ti.» «Aquí —comenta Steklov—, sobre estas dos líneas, cayó una lágrima, y Chernyshevski tuvo que escribir de nuevo las letras emborronadas.» Esto no es del todo cierto. La lágrima cayó (cerca del doblez de la hoja) antes de escribir estas dos líneas; Chernyshevski sólo tuvo que repetir dos palabras, «secretos» y «lo que» (una al principio de la primera línea, y la otra al principio de la segunda), palabras que cada vez empezó a trazar sobre el trozo húmedo y que, por tanto, quedaron inacabadas.
Dos días después, cada vez más encolerizado y más convencido de su invulnerabilidad, empezó a «maltratar» a sus jueces. Esta segunda carta a su esposa puede dividirse en varios puntos: Primero: Ya te dije en relación con los rumores de mi posible arresto que no estaba mezclado en ningún asunto y que el gobierno tendría que pedirme disculpas si me arrestaba. Segundo: Supuse esto porque sabía que me estaban siguiendo; se jactaban de hacerlo muy bien, y yo confiaba en su jactancia, porque calculaba que al enterarse de cómo vivía y qué hacía, sabrían que sus sospechas eran infundadas. Tercero: Fue un cálculo estúpido, porque también sabía que en nuestro país la gente es incapaz de hacer algo como es debido. Cuarto: Así, con mi arresto han comprometido al gobierno. Quinto: ¿Qué podemos hacer nosotros? ¿Disculparnos? Pero, ¿y si «él» no acepta la disculpa y dice: Usted ha comprometido al gobierno, y mi deber es explicarlo a este mismo gobierno? Sexto: Por consiguiente, aplazaremos este desagradable asunto. Séptimo: Pero el gobierno pregunta de vez en cuando si Chernyshevski es culpable, y, finalmente, el gobierno obtendrá una respuesta. Octavo: Esta respuesta es lo que estoy esperando.
«Se trata de la copia de una curiosa carta de Chernyshevski —añadió Potapov a lápiz—. Pero se equivoca: nadie tendrá que pedir disculpas.»
Pocos días más tarde empezó a escribir su novela, ¿Qué hacer?, y el 15 de enero ya había enviado la primera remesa a Pypin; una semana después mandó la segunda, y Pypin entregó ambas a Nekrasov para El Contemporáneo, que de nuevo tenía permiso para aparecer (a partir de febrero). También lo obtuvo La palabra rusa, tras una suspensión similar de ocho meses; y en la impaciente espera de ganancias periodísticas, el peligroso vecino tocado con un fez ya había mojado su pluma.
Es grato poder afirmar que en esta coyuntura una fuerza misteriosa resolvió tratar de salvar a Chernyshevski, al menos de este apuro. Estaba pasando una temporada muy difícil; ¿cómo evitar un sentimiento de compasión? El día 28, como el gobierno, exasperado por sus ataques, le negó la autorización para ver a su esposa, inició una huelga de hambre: estas huelgas eran entonces una novedad en Rusia y el exponente que encontraban era torpe. Los guardianes advirtieron que adelgazaba, pero al parecer se comía los alimentos... Sin embargo, cuando cuatro días más tarde, alarmados por el fétido olor de la celda, los centinelas la registraron y comprobaron que los alimentos sólidos estaban ocultos tras los libros, mientras la sopa de col había sido vertida por las hendiduras. El domingo, 3 de febrero, alrededor de la una de la tarde, el médico militar de la fortaleza examinó al prisionero y encontró que estaba pálido, tenía la lengua bastante clara y el pulso un poco débil; y aquel mismo día y a la misma hora Nekrasov, de regreso a su casa (en la esquina de las calles Liteynaya y Basseynaya) en un trineo de alquiler, perdió el paquete de papel rosado que contenía dos manuscritos, ambos gastados en los bordes y titulados ¿Qué hacer? Mientras recordaba toda su ruta con la lucidez de la desesperación, olvidó el hecho de que cuando se acercaba a su casa había dejado el paquete junto a sí con objeto de sacar la bolsa del dinero; y justo entonces el trineo había cambiado de dirección... un crujido mientras patinaba... y ¿Qué hacer? cayó rodando sin que nadie lo advirtiera: éste fue el intento de la fuerza misteriosa —en este caso, centrífuga– de confiscar el libro cuyo éxito estaba destinado a causar un efecto tan desastroso en el destino de su autor. Pero el intento falló: el paquete rosado lo recogió de la nieve que rodeaba al hospital Marynski un pobre oficinista, cargado con una familia numerosa. Cuando llegó a su casa, se caló las gafas y examinó su hallazgo... vio que era el principio de cierta clase de obra literaria y, sin un solo temblor, y sin quemarse los perezosos dedos, lo apartó a un lado. «¡Destruyalo!», suplicó una voz indefensa: en vano. La Gaceta Policíaca, de San Petersburgo, publicó el anuncio de su pérdida. El oficinista llevó el paquete a la dirección indicada y recibió la prometida recompensa: cincuenta rublos de plata.
Mientras tanto, los carceleros habían empezado a dar a Nikolai Gavrilovich gotas para estimular el apetito; las tomó dos veces y entonces, con grandes sufrimientos, anunció que no volvería a tomarlas porque no se negaba a comer por falta de apetito sino por capricho. En la mañana del día 6, «debido a falta de experiencia en discernir los síntomas del dolor», puso fin a la huelga de hambre y desayunó. El día 12, Potapov informó al comandante de que la comisión no podía permitir que Chernyshevski viera a su esposa hasta que estuviera completamente restablecido. Al día siguiente, el comandante anunció que Chernyshevski estaba bien y escribía a toda marcha. Olga Sokratovna llegó con grandes lamentaciones —sobre su salud, sobre los Pypin, sobre la escasez de dinero—, y después, entre lágrimas, se echó a reír al fijarse en la incipiente barba de su marido, y, finalmente, reanudó sus quejas y le abrazó.
—Basta ya, basta ya, querida —le decía él con mucha calma, con el tono pausado que mantenía invariablemente en sus relaciones con ella: en realidad, la amaba con pasión y sin esperanza.
—Ni yo ni nadie tiene ninsún motivo para pensar que no me pondrán en libertad —añadió al despedirse, con énfasis especial.
Pasó otro mes. El 23 de marzo tuvo lugar la confrontación con Kostomarov. Vladislav Dmitrievich estaba ceñudo y se enredaba con sus propias mentiras. Chernvshevski, con una lisera sonrisa de repugnancia, le replicó con brusquedad v desdén. Su superioridad era manifiesta. «¡Y pensar —exclama Steklov– que en estos días estaba escribiendo el vigoroso ¿Qué hacer?»
¡Qué lástima! Escribir ¿Qué hacer? en la fortaleza fue menos sorprendente que temerario, incluso por la misma razón de que las autoridades lo incorporaron a su caso. En general, la historia de la aparición de esta novela es muy interesante. La censura permitió que fuera publicado en El Contemporáneo, suponiendo que el hecho de que una novela que era «antiartística en grado máximo» desprestigiaría, sin duda alguna, la autoridad de Chernyshevski, y le convertiría en blanco de todas las burlas. Y, de hecho, ¿qué valor tienen, por ejemplo, las escenas «ligeras» de la novela? «Verochka tenía que beber media copa por su boda, media copa por la tienda y media copa a la salud de Julie (¡prostituta parisiense redimida que ahora es la mejor amiga de una de las protagonistas!) Ella y Julie se pusieron a jugar, con gritos y estrépito... Empezaron a luchar y ambas cayeron sobre el sofá... ya no querían levantarse, por lo que siguieron gritando y riendo hasta quedarse dormidas.» A veces el giro de una frase huele al popular lenguaje de los cuarteles y a veces a... Zoschchenko: «Después del té... fue a su habitación y se echó. Ahí la tenemos, leyendo en el cómodo lecho, pero el libro se evapora ante su vista y ahora Vera Pavlovna piensa: "¿Por qué será que en cierto modo me siento últimamente algo aburrida?"» Hay asimismo muchos solecismos encantadores; valga un ejemplo: cuando uno de los personajes, médico, tiene pulmonía y llama a un colega: «Durante mucho rato se palparon los costados de uno de ellos».
Pero nadie se burló. Ni siquiera los grandes escritores rusos se burlaron. Incluso Herzen, que lo encontraba «abyectamente escrito», lo calificó en seguida de este modo: «Por otro lado, hay muchas cosas buenas y sanas.» Pese a ello, no pudo evitar la observación de que la novela no termina sencillamente con un falansterio, sino con «un falansterio en un burdel». Pero, naturalmente, ocurrió lo inevitable: Chernvshevski, con su gran pureza (no había estado nunca en un burdel), con su ineenua aspiración de dotar al amor comunal de atavíos de especial belleza, involuntaria e inconscientemente, debido a la sencillez de su imaginación, había conseguido encontrar aquellos mismos ideales desarrollados por la tradición y la rutina en las casas de mala reputación; su alegre «velada de baile», basada en la libertad e igualdad en las relaciones entre ambos sexos (primero desaparece una. pareja y luego otra y vuelven otra vez), recuerda muchísimo los bailes del final de la Casa de Madame Tellier.
Y pese a todo es imposible hojear esta vieja revista (marzo de 1863), que contiene la primera entrega de la novela, sin cierta emoción: en ella hay también la poesía de Nekrasov, «Ruido verde» («Resiste mientras aún puedas resistir...»), y la irónica crítica de la novela amorosa Príncipe Serebryannyy, de Alexei Tolstoi... En lugar de las esperadas mofas, un ambiente de adoración general y piadosa se creó en torno a ¿Qué hacer? Se leyó como se leen los libros litúrgicos; ni una sola obra de Turguenev o Tolstoi produjo tan considerable impresión. El inspirado lector ruso supo ver lo bueno que el novelista sin talento había querido expresar sin conseguirlo. Parecía que ahora, al comprender su error de cálculo, el gobierno interrumpiría la publicación por entregas de ¿Qué hacer? Se comportó con mucha más inteligencia.
El vecino de Chernyshevski también había escrito algo. Recibía El Contemporáneo, y el 8 de octubre envió desde la fortaleza un artículo a La palabra rusa, «Pensamientos sobre las novelas rusas», acerca del cual el Senado informó al gobernador general que, en realidad, tan sólo era un análisis de la novela de Chernyshevski, con alabanzas de esta obra y una exposición detallada de las ideas materialistas que contenía. A fin de caracterizar a Pisarev, se indicaba que era víctima de «dementia maloncholica», de la que ya había sido tratado: en 1859 estuvo recluido cuatro meses en un manicomio.