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La dádiva
  • Текст добавлен: 21 сентября 2016, 16:35

Текст книги "La dádiva"


Автор книги: Владимир Набоков



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PROSTITUTA PRIMERA

Todo es agua. Así lo dice mi cliente Thales.

PROSTITUTA SEGUNDA

Todo es aire, según me ha dicho el joven Anaxímenes.

PROSTITUTA TERCERA

Todo son números. Mi calvo Pitágoras no puede equivocarse.

PROSTITUTA CUARTA

Heráclito, al acariciarme murmura: «Todo es fuego.»

COMPAÑERO SOLITARIO (entrando) Todo es destino.

Había además dos coros, uno de los cuales conseguía representar de algún modo las olas de De Broglie y la lógica de la historia, mientras el otro coro, el bueno, discutía con él. «Marinero Primero, Marinero Segundo, Marinero Tercero», continuó Busch, enumerando a los personajes con su nerviosa voz de baio ribeteada de humedad. También aparecían tres vendedoras de flores: «Mujer de los lirios», «Mujer de las violetas» y «Mujer de diferentes flores». De repente algo cedió: en el auditorio empezó a haber pequeños corrimientos de tierra.

Al poco rato se formaron por toda la habitación ciertas líneas eléctricas de diversas direcciones —una red de miradas intercambiadas entre tres o cuatro, luego cinco o seis, y después diez personas, que representaban a un tercio de los presentes. Lenta y cautelosamente, Koncheyev sacó un gran volumen del estante junto al que estaba sentado (Fiodor observó que era un álbum de miniaturas persas), y dándole vueltas con la misma lentitud, empezó a mirarlo con ojos miopes. Madame Chernyshevski tenía una expresión dolida y asombrada, pero obedeciendo a su ética secreta, ligada en cierto modo al recuerdo de su hijo, se obligaba a escuchar. Busch leía con rapidez, sus mandíbulas relucientes giraban, la herradura de su corbata negra lanzaba destellos, mientras, bajo la mesa, mantenía los pies torcidos hacia dentro —ya medida que el estúpido simbolismo de la tragedia se hacía cada vez más profundo, más complicado y menos comprensible, la hilaridad contenida con dolor y subterráneamente incontenible necesitaba una salida con desesperación creciente, y muchos se estaban ya inclinando, con miedo a mirar, y cuando en la plaza empezó el Baile de los Enmascarados, alguien —fue Getz– tosió, y junto con la tos se oyó un jadeo adicional, y entonces Getz se cubrió la cara con las manos y al cabo de un rato emergió de nuevo con una expresión de insensata vivacidad y la calva húmeda, mientras Tamara se había echado simplemente en el diván y se contorsionaba como en los dolores del parto, y Fiodor, que carecía de protección, derramaba torrentes de lágrimas, torturado por el obligado silencio de lo que ocurría en su interior. De forma inesperada, Vasiliev se removió en su silla tan laboriosamente que una pata se partió en dos con un crujido y Vasiliev se tambaleó con una expresión cambiada, pero no se cayó, y este suceso, nada gracioso por sí mismo, sirvió de pretexto para que una explosión elemental y orgiástica interrumpiera la lectura, y mientras Vasiliev trasladaba su mole a otra silla, Hermán Ivanovich Busch, frunció su magnífico pero estéril ceño, anotó algo en el manuscrito con un resto de lápiz, y en el alivio de la calma una mujer sin identificar pronunció algo en un gemido aislado y final, pero Busch ya continuaba:

MUJER DE LOS LIRIOS

Hoy estás muy inquieta por algo, hermana.

MUJER DE DIFERENTES FLORES

Sí, el divino me ha dicho que mi hija se casará con el transeúnte de ayer.

HIJA

Oh, ni siquiera me fijé en él.

MUJER DE LOS LIRIOS

Y él no se fijó en ella.

«¡Bravo, bravo!», terció el coro, como en el Parlamento británico. De nuevo hubo una ligera conmoción: un paquete de cigarrillos vacío, en que el obeso abogado había escrito algo, inició un viaje por toda la habitación, y todo el mundo siguió las etapas de este viaje; lo escrito debía ser extremadamente gracioso, pero nadie lo leyó, sino que lo pasó dócilmente de mano en mano, pues iba destinado a Fiodor, y cuando por fin llegó a su poder, leyó lo siguiente: Después quiero discutir con usted un pequeño negocio.

El último acto tocaba a su conclusión. El dios de la risa abandonó imperceptiblemente a Fiodor, quien miraba con abstracción el brillo de su zapato. A la fría orilla desde la barca. El derecho le apretaba más que el izquierdo. Koncheyev hojeaba las últimas páginas del álbum con la boca entreabierta. «Zanaves(telón)», exclamó Busch, acercando la última sílaba en lugar de la primera.

Vasiliev anunció que habría un descanso. La mayor parte del auditorio tenía un aspecto ajado y lánguido, como después de una noche en un vagón de tercera clase. Busch había enrollado el manuscrito hasta formar un tubo grueso y ahora, desde un rincón lejano, le parecía oír en el estruendo de voces constantes oleadas de admiración; Liubov Markovna le ofreció un poco de té y entonces su rostro voluntarioso adoptó una expresión indefensa y suave, y, lamiéndose los labios con fruición, se inclinó hacia el vaso que le habían ofrecido. Fiodor observó esto desde lejos con cierta sensación de pasmo, mientras oía lo siguiente a sus espaldas:

—¡Le ruego que me dé una explicación! (La voz airada de madame Chernyshevski.)

—Bueno, ya sabe usted que estas cosas ocurren... (Con acento culpable, el jovial Vasiliev.)

—Le pido una explicación.

—Pero, querida señora, ¿qué puedo hacer yo?

—¿Acaso no lo leyó antes? ¿No se lo llevó a la redacción? Creía que usted había dicho que era una obra seria e interesante. Una obra importante.

—Sí, es verdad, fue la primera impresión, después de hojearla —no tomé en consideración cómo sonaría —¡me engañaron! En realidad es desconcertante. Pero acerqúese a él, Alexandra Yakovlevna, dígale algo.

El abogado agarró a Fiodor por el hombro.

—Usted es la persona que estoy buscando. Se me ha ocurrido de improviso que aquí hay algo para usted. Fue a verme un cliente mío —necesita una traducción alemana de unos documentos para un caso de divorcio, ¿comprende? Los alemanes que le llevan el asunto tienen en la oficina una chica rusa, pero al parecer ella sólo puede hacer una parte, y necesitan a alguien que la ayude con el resto. ¿Lo haría usted? Escuche, déme su número de teléfono. Gemacht.

—Señoras y caballeros, tomen asiento, por favor —resonó la voz de Vasiliev—. Ahora discutiremos la obra que se ha leído. Los que deseen participar, firmen aquí.

En aquel momento Fiodor vio que Koncheyev, agachándose y con la mano detrás de la solapa, daba un tortuoso rodeo hacia la salida. Fiodor le siguió, casi olvidándose de su revista. En la antesala se les unió el viejo Stupishin; se trasladaba con frecuencia de una habitación alquilada a otra, pero vivía siempre tan lejos del centro que estos cambios, importantes y complicados para él, a los demás se les antojaban sucesos de un mundo etéreo, situado más allá del horizonte de los problemas humanos. Se rodeó el cuello con una exigua bufanda de rayas grises y la sostuvo con la barbilla a la manera rusa, mientras, también a la manera rusa, se ponía el abrigo mediante varias sacudidas dorsales.

—Vaya, nos ha deleitado, ciertamente —dijo mientras bajaban, acompañados por la criada, que llevaba la llave de la puerta.

—Confieso que no he escuchado con mucha atención —comentó Koncheyev.

Stupishin se fue a esperar un raro y casi legendario tranvía, mientras Godunov-Cherdyntsev y Koncheyev se alejaron en la dirección opuesta, para caminar hasta la esquina.

—Qué tiempo tan desagradable —observó Godunov-Cherdyntsev.

—Sí, hace mucho frío —convino Koncheyev.

—Abominable. ¿Y en qué parte vive usted?

—En Charlottenburg.

—Vaya, vaya, eso está muy lejos. ¿Va a pie?

—Oh, sí, a pie. Creo que aquí debo...

—Sí, usted tuerce a la derecha y yo voy recto.

Se despidieron. «¡Brr, vaya viento!»

—Espere, espere un momento —le acompañaré hasta su casa. Seguramente usted es trasnochador como yo y no tengo que explicarle el oscuro hechizo de los paseos sobre piedra. ¿De modo que no ha escuchado a nuestro pobre conferenciante?

—Sólo al principio, y luego sólo a medias. Sin embargo, no creo que fuera tan malo.

—Estaba examinando miniaturas persas de un libro. ¿Se ha fijado en una —¡un parecido asombroso! —de la colección de la Biblioteca Pública de San Petersburgo —obra, creo, de Riza Abbasi, que tendrá unos trescientos años? El hombre arrodillado que lucha con las crías de los dragones, de nariz grande, mostachos —¡Stalin!

—Sí, creo que ésa es la mejor de todas. A propósito, he leído su muy notable colección de poesías. De hecho, claro, no son más que los modelos de sus novelas futuras.

—Sí, algún día escribiré prosa en que «el pensamiento y la música estén unidos como los pliegues de la vida en el sueño».

—Gracias por tan cortés cita. Siente un amor genuino por la literatura, ¿verdad?

—Creo que sí. Verá, tal como yo lo veo, sólo hay dos clases de libros: para la cabecera y la papelera. O amo fervientemente a un escritor, o le desecho por completo.

—Un poco severo, ¿no? Y algo peligroso. No olvide que toda la literatura rusa es la literatura de un solo siglo y, después de las supresiones más indulgentes, no ocupa más de tres mil a tres mil quinientas páginas impresas, y sólo la mitad de esto es digno de la estantería, y apenas de la mesilla de noche. Ante tal escasez cuantitativa, hemos de resignarnos al hecho de que nuestro Pegaso es moteado, a que no todo es malo en un mal escritor, ni todo bueno en uno bueno.

—Tal vez pueda darme algunos ejemtslos para que yo se los rerute.

—Ciertamente: si usted abre Goncharov, o...

—¡Alto ahí! No me diga que tiene una palabra amable para Oblomov—aquel primer «Ilych» que fue la ruina de Rusia —y el goce de quienes critican la sociedad. ¿O acaso quiere discutir las miserables condiciones higiénicas de las seducciones victorianas? ¿Crinolina y húmedo banco de jardín? ¿O tal vez el estilo? ¿Qué me dice de su «Precipicio», cuando Rayski aparece en momentos de meditación con «una rosada humedad brillando entre sus labios»? Lo cual me recuerda en cierto modo a los protagonistas de Pisemski, cada uno de los cuales, bajo la tensión de una emoción violenta, ¡«se da masaje al corazón con la mano»!

—Aquí voy a acorralarle. ¿No hay cosas buenas en el mismo Pisemski? Por ejemplo, esos lacayos que durante el baile juegan a pelota con la bota de terciopelo de una dama, horriblemente gastada y llena de barro. ¡Aja! Y puesto que hablamos de autores de segunda categoría, ¿qué opina de Leskov?

—Bien, veamos... En su estilo surgen divertidos anglicismos como «eto byla durnaya veshch» (fue una mala cosa) en lugar del sencillo «plokjo délo». En cuanto a la complicada distorción de sus retruécanos —No, perdóneme, no los encuentro divertidos. Y su verbosidad– ¡Dios mío! Su «Soboryane» podría condensarse fácilmente en dos feuffletons de periódico. Y no sé quiénes son peores —sus virtuosos británicos o sus virtuosos clérigos.

—Y no obstante... ¿y su imagen de Jesús, «el espiritual galileo, frío y bondadoso, con una túnica del color de la ciruela madura»? ¿O su descripción del bostezo de un perro, con «su azulado paladar como untado de pomada»? ¿O aquel rayo que de noche ilumina nítidamente la habitación, hasta el óxido de magnesio que queda en una cuchara de plata?

—Sí, admito que tiene una sensibilidad latina para lo azul: lividus. Lyov Tolstoi, por otro lado, prefería los matices violetas y la dicha de caminar descalzo con los grajos sobre la tierra rica y oscura de los campos arados.

—Pero ya hemos pasado a la primera fila. No me diga que no puede encontrar puntos débiles incluso en ella. En historias tales como «Tempestad de nieve».

—Deje en paz a Pushkin: es la reserva de oro de nuestra literatura. Y ahí está la canasta de Chejov, que contiene alimentos suficientes para años venideros, y un cachorro llorón y una botella de vino de Crimea.

—Espere, volvamos a los antepasados. ¿Gogol? Creo que podemos aceptar su «organismo entero». ¿Turguenev? ¿Dostoyevski?

—El manicomio convertido en Belén —eso es Dostoyevski. «Con una reserva», como dice nuestro amigo Mortus. En los «Karamazov» hay una marca circular dejada por una copa de vino húmeda en una mesa al aire libre. Vale la pena recordarlo si se utiliza el enfoque de usted.

—Pero no me diga que todo es bueno en Turguenev. ¿Recuerda esos ineptos tête-à-têtes en glorietas de acacias? ¿Los gruñidos y estremecimientos de Bazarov? ¿Su excitación nada convincente a propósito de aquellas ranas? Y en general, no sé si usted puede soportar la particular entonación de los puntos suspensivos de Turguenev al final de una «frase que se extingue» y los finales sentimentales de sus capítulos. ¿O deberíamos perdonar todos sus pecados por el resplandor gris de las sedas negras de madame Odintsev y las patas traseras estiradas de algunas de sus frases llenas de gracia, aquellas posturas de conejo adoptadas en el descanso por sus lebreles?

—Mi padre solía encontrar toda clase de errores en las escenas de caza y descripciones de la naturaleza de Turguenev y Tolstoi, y en cuanto al desgraciado Aksakov, no discutamos siquiera sus lamentables deslices en este terreno.

—Ahora que hemos apartado los cadáveres, tal vez podríamos pasar a los poetas. Veamos. A propósito, hablando de cadáveres, ¿se le ha ocurrido alguna vez que en el poema corto más famoso de Lermontov el «cadáver familiar» del final es extremadamente gracioso? Lo que de verdad quería decir era «cadáver del hombre que ella conoció un día». El conocimiento póstumo es injustificado y carece de sentido.

—Últimamente es Tiutchev quien comparte más a menudo mi dormitorio.

—Respetable invitado. ¿Y qué opina usted de los yambos de Nekrasov —o no le gusta?

—Oh, sí. En sus mejores versos hay un tañido de guitarra, un sollozo y un suspiro que Fet, por ejemplo, artista más refinado, no posee.

—Tengo la impresión de que la debilidad secreta de Fet es su racionalismo y su insistencia en la antítesis. —No se le ha escapado a usted, ¿verdad?

—Nuestros necios escritores de la escuela de intención social le criticaron por razones equivocadas. No, yo puedo perdonárselo todo por «tintineó en el prado entenebrecido», por «lágrimas de rocío extasiado que derramó la noche», por la mariposa que «respira» y agita las alas.

—Y así pasamos al siglo siguiente: cuidado con el escalón. Usted y yo empezamos a entusiasmarnos por la poesía en nuestra adolescencia, ¿verdad? Refresque mi memoria —¿cómo era?– «cómo palpitan los bordes de las nubes»... ¡Pobre y querido Balmont!

—O, iluminadas por Blok, «Nubes de solaz quimérico». Oh, pero habría sido un crimen ser exigente en esto. En aquellos días mi mente aceptaba extática, agradecida y completamente, sin críticas mordaces, a los cinco poetas cuyos nombres empezaban con «B» —los cinco sentidos de la nueva poesía rusa.

—Me gustaría saber cuál de los cinco representa al gusto. Sí, sí, ya sé —hay aforismos que, como los aviones, sólo se sostienen mientras están en movimiento. Pero hablábamos del amanecer. ¿Cómo empezó para usted?

—Cuando mis ojos se abrieron al alfabeto. Lo siento, esto suena a pretensión, pero lo cierto es que he padecido desde la infancia la más intensa y elaborada audition coloree.

—De modo que usted también, como Rimbaud, podría haber...

—Escrito no un mero soneto sino un voluminoso opus, con tonos auditivos que él jamás soñó. Por ejemplo, las diversas y numerosas «a» de las cuatro lenguas que hablo difieren para mí en matiz, que va desde el negro lacado al gris astilloso —como distintas clases de madera. Le recomiendo mi «m» de franela rosa. No sé si usted recuerda el algodón aislante que se quitaba en primavera junto con las ventanas para tormentas. Pues bien, eso es mi «y» rusa, o mejor «yu», tan desaliñada e insulsa que las palabras se avergüenzan de empezar con ella. Si tuviera a mano algunas pinturas, mezclaría para usted el siena quemado y el sepia, a fin de imitar el color del sonido «en» de la gutapercha; y apreciaría mis radiantes «s» si yo pudiera verter en sus manos juntas algunos de los zafiros luminosos que toqué siendo niño, temblando, y sin comprender por qué mi madre, vestida para un baile, sollozando incontrolablemente, dejaba caer sus tesoros celestiales desde su abismo a la palma de su mano, y luego al terciopelo negro de sus estuches, y de pronto lo cerraba todo bajo llave y no iba a ninguna parte, a pesar de la apasionada persuasión de su hermano, que no cesaba de pasear por todas las habitaciones, dando capirotazos a los muebles y encogiendo las charreteras, y si uno apartaba ligeramente la cortina de la ventana lateral del mirador, podía ver, a lo largo de la orilla del río, fachadas en la negrura azulada de la noche, la magia inmóvil de una iluminación imperial, el fulgor siniestro de monogramas de diamantes, bombillas coloreadas de diseños en corona...

—En suma, Buschstaben von Feuer... letras de fuego. Sí, ya conozco lo que sigue. ¿Quieres que sea yo quien termine este cuento trivial y emotivo? Su deleite en cualquier poesía que encontraba. A los diez años ya escribía dramas, y a los quince, elegías —y todas sobre crepúsculos, crepúsculos... La «incógnita» de Blok, que «pasó lentamente entre los borrachos». A propósito, ¿quién era ella?

—Una casada joven. Duró algo menos de dos años, hasta mi huida de Rusia. Era hermosa y dulce —ya sabe, de ojos grandes y manos ligeramente huesudas —y de algún modo he permanecido fiel a ella hasta el día de hoy. Su afición a la poesía se limitaba a letras de canciones gitanas, adoraba el póquer y murió de tifus... —Dios sabe dónde, Dios sabe cómo.

—¿Y ahora? ¿Diría usted que vale la pena seguir escribiendo poesías?

—¡Oh, decididamente! Hasta el fin. Soy feliz incluso en este momento, pese al dolor degradante de mis pies comprimidos. A decir verdad, siento de nuevo aquella turbulencia, aquella excitación... Volveré a pasar toda la noche...

—Demuéstremelo. Veamos cómo funciona: Es con esto, que la lenta y negra barca... No, intentémoslo de nuevo: A través de la nieve que cae sobre el agua jamás helada... Sigamos intentándolo: Bajo la nieve lenta y vertical, con un tiempo gris que cabalga sobre el Leteo, en la estación habitual, con esto saltaré algún día a la orilla. Ya está mejor, pero tenga cuidado de no derrochar la excitación.

—Oh, no se preocupe. Lo que quiero decir es que es imposible no ser feliz con esta sensación cosquilleante en la piel de tu frente...

—... como por un exceso de vinagre en remolachas picadas. ¿Sabe qué acaba de ocurrírseme? Aquel río no es el Leteo sino la laguna Estigia. No importa. Prosigamos. Y ahora una rama torcida se acerca a la barca, y Carente, en la oscuridad, la alcanza con el bichero, la atrapa, y muy...

—...lentamente la corteza gira, la corteza silenciosa. ¡A casa, a casa! Esta noche quiero componer con la pluma en la mano. ¡Qué luna! Qué olor negro de hojas y tierra viene de detrás de aquella cerca.

—Y qué lástima que nadie haya oído el brillante coloquio que tanto me hubiera gustado sostener con usted.

No importa, no será desperdiciado. Estoy contento de que haya ocurrido así. ¿A quién le importa que en realidad nos separásemos en la primera esquina, y que yo haya recitado un diálogo ficticio conmigo mismo, tal como me lo ha suministrado un manual de aprenda por sí mismo inspiración literaria?


CAPÍTULO SEGUNDO



La lluvia aún caía ligeramente, pero, con la elusiva premura de un ángel, ya había aparecido un arco iris. Con lánguida admiración de sí mismo, verde rosado y con un fulgor purpúreo en su borde interior, pendía suspendido sobre el campo segado, encima y delante de un bosque distante, a través del cual dejaba ver una trémula porción. Aisladas flechas de lluvia que habían perdido el ritmo, el peso y la capacidad de producir algún sonido, caían al azar, aquí y allí, bajo el sol. En el cielo lavado por la lluvia, desde detrás de una nube negra, una nube de seductora blancura se estaba liberando y brillaba con todo el esplendor de una moldura monstruosamente complicada.

«Vaya, vaya, se acabó», dijo en voz baja y emergió de debajo del nutrido grupo de álamos situado en la resbaladiza y arcillosa carretera zemskaya(rural) —¡y qué justa esta designación! —que descendía hasta una hondonada, y reunía allí todos sus surcos en un barranco apaisado, lleno hasta el borde de espeso café crème.

¡Amado mío! ¡Dibujo de tintes elíseos! Una vez, en Ordos, mi padre trepó a una colina después de una tormenta e inadvertidamente entró en la base de un arco iris —¡el más raro de los sucesos!—, encontrándose en un aire coloreado, en un juego de luces como en el paraíso. Dio un paso más y abandonó el paraíso.

El arco iris ya se estaba desvaneciendo. La lluvia había cesado del todo, hacía un calor asfixiante, un tábano de ojos satinados se posó en su manga. Un cuco empezó a llamar en un soto, con apatía, casi inquisitivamente: el sonido se hinchó como una cúpula y, nuevamente como una cúpula, incapaz de encontrar una solución. Era probable que el pobre y rechoncho pájaro hubiera volado lejos, pues todo se repitió desde el principio al estilo de un reflejo reducido (buscaba, quién sabe, un lugar para el mejor y más triste efecto). Una mariposa enorme, de vuelo plano, negra y azulada con una franja blanca, describió un arco sobrenaturalmente suave, se posó en la tierra húmeda, plegó las alas y con ello desapareció. Esta es de la clase que de vez en cuando te trae, jadeando, un muchacho campesino, aprisionándola en su gorra con ambas manos. Ésta es de la clase que se eleva desde los lentos cascos del dócil caballito del médico, cuando éste, sosteniendo en el regazo las riendas casi superfluas, o las ata a la barra delantera, se dirige pensativamente hacia el hospital por el umbroso camino. Pero hay ocasiones en que uno se tropieza con cuatro alas blancas y negras, con reverso color de ladrillo, diseminadas como naipes por la senda del bosque: el resto lo ha devorado un pájaro desconocido.

Saltó por encima de un charco en que dos escarabajos se aferraban a una brizna de paja y se estorbaban mutuamente, e imprimió su planta en el borde del camino: huella muy significativa, que siempre mira hacia arriba y siempre ve a aquel que ha desaparecido. Mientras atravesaba un campo, solo, bajo la magnífica velocidad de las nubes, recordó que, con sus primeros cigarrillos en su primera pitillera, había abordado a un viejo labrador para pedirle fuego; el campesino extrajo una caja de su pecho macilento y se la alargó sin sonreír, pero soplaba el viento, una cerilla tras otra se apagó apenas encendida, y después de cada una se sintió más avergonzado, mientras el hombre observaba con indiferente curiosidad los dedos impacientes del joven despilfarrador.

Se adentró más en el bosque; habían colocado tablas en el sendero, negras y viscosas, que tenían adheridas amentos y hojas de un marrón rojizo. ¿Quién habría dejado caer un hongo, después de romper su abanico blanco? En respuesta llegó el eco de unos gritos: un grupo de muchachas cogía setas y arándanos, ¡éstos parecían mucho más oscuros en las cestas que en sus tallos! Entre los abedules había un viejo conocido, con doble tronco, una lira de abedul, y junto a él un viejo poste con una tabla; nada podía distinguirse en ella salvo agujeros de bala; una vez su tutor inglés había disparado contra ella con una Browning —también él se llamaba Browning—; y entonces su padre había tomado la pistola, llenado de balas el cargador, con rapidez y destreza, y borrado una nítida K con siete disparos.

Más lejos, una orquídea de pantano florecía sin ceremonia en un tramo de terreno cenagoso, tras el cual se vio obligado a cruzar un camino vecinal, y a la derecha vio brillar una blanca puerta de torniquete: la entrada al parque. Adornado con helechos en el exterior, bordeado de exuberantes jazmines y madreselvas en el interior, oscurecido en algunos lugares por agujas de abeto y aclarado en otros por hojas de álamo, este parque enorme, denso, de múltiples sendas, se mantenía en un equilibrio de sol y sombra, que de noche a noche formaba en su variabilidad una armonía peculiar y única. Si en la avenida palpitaban círculos de luz cálida, era seguro que una franja de grueso terciopelo se extendía en la distancia, tras la cual venía otra vez un tamiz leonado y más lejos, al fondo, una rica negrura que, transferida al papel, sólo satisfacía al acuarelista mientras la pintura permanecía húmeda, por lo que tendría que pintar capa tras capa para mantener su belleza —que se desvanecería inmediatamente. Todas las sendas llevaban a la casa, pero pese a la geometría, daba la impresión de que el camino más corto no era la recta avenida, esbelta y lisa, con una sombra sensitiva (que se elevaba, como una mujer ciega, para salir a tu encuentro y tocarte la cara) y un estallido de luz esmeralda en el mismo extremo, sino cualquiera de sus tortuosas vecinas, llenas de malas hierbas. Avanzó por su senda favorita ha( ia la casa todavía invisible, por delante del banco donde, según la tradición establecida, sus padres solían sentarse la víspera de las partidas regulares de su padre: él, con las rodillas separadas, hacía girar entre sus manos las gafas o un clavel, mantenía la cabeza baja, con un sombrero de paja sobre la coronilla y una sonrisa taciturna, casi burlona, en torno a los ojos semicerrados y en las comisuras de los labios, cerca de las raíces de su bien cuidada barba; y su madre le contaba algo, desde el lado, desde debajo de su gran sombrero blanco y tembloroso; o practicaba pequeños agujeros en la arena con la punta de su sombrilla. Pasó junto a una gran roca por la que trepaban ramas de serbal (una se había vuelto para echar una mano a las jóvenes), junto a un terreno que había sido un estanque en tiempos de su abuelo y junto a unos abetos bajos, que solían parecer redondos en invierno, bajo el peso de la nieve; la nieve acostumbraba caer lentamente y muy enhiesta, y podía seguir cayendo así tres días, cinco meses, nueve años —y ya, delante de él, en un espacio claro cruzado por puntos blancos, podía verse una vaga mancha amarilla, que de pronto quedaba enfocada, se estremecía, se espesaba y se transformaba en un tranvía; y la nieve húmeda seguía cayendo, oblicuamente, cubriendo la superficie izquierda de un pilar de cristal, la parada del tranvía, mientras el asfalto permanecía negro y desnudo, como incapaz por naturaleza de aceptar algo blanco, y entre los letreros de las farmacias, papelerías y tiendas de ultramarinos qué flotaban ante sus ojos, y que al principio eran incluso incomprensibles, sólo uno parecía escrito en ruso: Kakao. Mientras tanto, todo cuanto acababa de imaginar con tanta claridad pictórica (lo cual era sospechoso por sí mismo, como la intensidad de los sueños en un momento inoportuno del día o después de un somnífero) pali—.deció, se oxidó y desintegró, y al mirar a su alrededor (como en un cuento de hadas desaparecen las escaleras detrás de quien las está montando), todo se derrumbó y desapareció, una última configuración de los árboles, como personas venidas a despedir a alguien y ya desvanecidas, un trozo de arco iris descolorido por la lluvia, la senda de la que sólo quedaba el gesto de una curva, una mariposa prendida de un alfiler, con sólo tres alas y sin abdomen, un clavel en la arena, junto a la sombra del banco, los últimos detalles más persistentes, y un momento después Fiodor cedió todo esto sin lucha a su présente, y directamente de sus reminiscencias (rápidas e insensatas, que le visitaban como el ataque de una enfermedad fatal a cualquier hora y en cualquier lugar), directamente del paraíso de invernadero del pasado, subió a un tranvía berlinés.

Se dirigía a una lección, llegaba tarde, como de costumbre, y también como de costumbre le invadía un odio vago, maligno y profundo hacia la torpe lentitud del medio de transporte menos dotado de todos, hacia las calles familiares sin remedio y feas sin remedio que se deslizaban al otro lado de la ventanilla húmeda, y más que nada, hacia los pies, costados y cuellos de los pasajeros nativos. Su corazón sabía que también podía incluir entre ellos a individuos auténticos, completamente humanos, de pasiones altruistas, tristezas puras e incluso recuerdos que brillarían durante toda su vida, pero por alguna causa tenía la impresión de que todos estos ojos fríos y resbaladizos, que le miraban como si llevase un tesoro ilegal (lo cual, esencialmente, era cierto respecto a su don), sólo podían pertenecer a brujas maliciosas y buhoneros pervertidos. La opinión rusa de que el alemán es vulgar en grupos reducidos y en grupos numerosos, insoportablemente vulgar, era, estaba convencido, una opinión indigna de un artista; pero a pesar de ello le acometió un temblor, y solamente el sombrío cobrador, de ojos inquietos y con un parche en el dedo, buscando eterna y laboriosamente un equilibrio y lugar para pasar entre las convulsas sacudidas del coche y el apretado número de pasajeros que iban de pie, parecía por su aspecto exterior, si no un ser humano, por lo menos el pariente pobre de un ser humano. En la segunda parada, un hombre flaco que llevaba un abrigo corto de cuello de piel de zorro, un sombrero verde y polainas raídas, se sentó enfrente de Fiodor. Al acomodarse le rozó con la rodilla y con la esquina de una voluminosa cartera con asa de cuero, y este detalle trivial convirtió su irritación en una especie de puro furor, por lo que miró fijamente al recién llegado, leyó sus facciones, concentró instantáneamente en él todo su pecaminoso odio (hacia esta pobre nación, lastimosa y moribunda) y supo con precisión por qué le odiaba: por aquella frente estrecha, por aquellos ojos pálidos por Vollmilchy Extrastark, lo cual comportaba la legal existencia de lo diluido y lo artificial; por su burlón sistema de ademanes (amenazando a los niños, no como nosotros —con un dedo tieso, perpetuo recordatorio del Juicio divino—, sino con un dígito horizontal, imitando a un palo); por su afición a las vallas, las hileras, la mediocridad; por el culto a la oficina; por el hecho de que si escuchas su voz interna (o cualquier conversación en la calle), oirás inevitablemente cifras, dinero; por un humor de retrete y tosca risa; por la gordura de los traseros de ambos sexos, aunque el resto del sujeto no sea grueso; por la falta de delicadeza; por la visibilidad de la limpieza —el brillo de los fondos de las sartenes en la cocina y la bárbara suciedad de los cuartos de baño; por su debilidad por los trucos sucios, por buscar trucos sucios, por el abominable objeto pegado cuidadosamente a las barandillas de los jardines públicos; por el gato ajeno ensartado vivo como venganza de un vecino, con un alambre minuciosamente retorcido en un extremo; por su crueldad en todo, satisfecha de sí misma, considerada natural; por la amabilidad inesperada y entusiasta con que cinco transeúntes te ayudan a recoger del suelo unos cuartos de penique; por... De este modo enumeró los puntos de su parcial acusación, mirando al hombre que tenía delante —hasta que éste se sacó del bolsillo un ejemplar del periódico de Vasiliev y tosió a gusto con entonación rusa.


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