Текст книги "La dádiva"
Автор книги: Владимир Набоков
Жанр:
Классическая проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 5 (всего у книги 28 страниц)
«Qué desastre, qué desastre», murmuró, y se apartó sintiendo a sus espaldas el peso de una noche de insomnio, dispuesto a abrumarle de la cabeza a los pies, un gemelo de plomo que debería llevar a alguna parte. «Qué estúpido, kak glupo», añadió, pronunciando el ruso glupo con una «i» suave francesa, como solía hacer su padre de un modo distraído y algo jocoso cuando estaba perplejo.
Se preguntó qué haría ahora. ¿Esperar a que alguien saliera? ¿Tratar de encontrar al vigilante de noche que, envuelto en su capa negra, comprobaba las cerraduras de las puertas en los barrios residenciales? ¿Obligarse a sí mismo a despertar a toda la casa tocando el timbre? Fiodor empezó a recorrer la acera de un extremo a otro. La calle despertaba ecos y estaba completamente vacía. Encima de ella pendían faroles de un blanco lechoso, cada uno de su propio cable transversal; bajo el más próximo, un círculo fantasmal se columpiaba con la brisa a través del húmedo asfalto. Y este movimiento oscilante, que no tenía relación aparente con él, empujaba con el sonido sonoro de su tambor algo que había estado descansando al borde de su alma, y ahora, no ya con la anterior llamada distante sino con una vibración fuerte y cercana, entonó: «Gracias, patria mía, por tu remota...» e inmediatamente, en una onda de rebote, «y cruel niebla a la que debo gratitud...». Y de nuevo, alejándose en busca de una respuesta: «... que tú no adviertes...». Hablaba consigo mismo como un sonámbulo mientras caminaba por una acera inexistente; guiaba sus pies una conciencia local, mientras el principal Fiodor Konstantinovich y, de hecho, el único Fiodor Konstantinovich que importaba, ya estaba vislumbrando la siguiente y confusa estrofa, que oscilaba a pocos metros de distancia y estaba destinada a resolverse en una armonía aún ignota, pero específicamente prometida. «Gracias, patria mía...», empezó de nuevo, en voz alta, con renovado ímpetu, pero de pronto la acera se convirtió en piedra bajo sus pies, todo a su alrededor empezó a hablar a la vez, y, repentinamente sereno, se acercó con rapidez a la puerta de su casa, porque ahora había una luz detrás de ella.
Una mujer de mediana edad, pómulos altos y con una chaqueta de astracán sobre los hombros, abría la puerta a un hombre y se detenía junto a él en el umbral. «No olvides hacerlo, querido», decía con voz insulsa e indiferente cuando Fiodor llegó sonriendo, y la reconoció al instante: aquella misma mañana, ella y su marido habían ido a recibir su mobiliario. Pero también reconoció al visitante que salía —era el joven pintor Romanov, a quien había visto un par de veces en la redacción de Palabra Libre. Con expresión de sorpresa en su rostro delicado, cuya pureza helénica sucumbía ante dientes mates y torcidos, saludó a Fiodor; éste se inclinó torpemente ante la dama, que se ajustaba la chaqueta sobre un hombro, y echó a correr escaleras arriba, con enormes zancadas, tropezando de modo horrible en el descansillo y continuando el ascenso con la mano apoyada en la barandilla. Frau Stoboy, en bata, con los ojos cansados, le inspiró terror, pero esto no duró mucho. Ya en su habitación, buscó a tientas el interruptor y lo encontró con dificultad. Sobre la mesa, vio las llaves rutilantes y el libro blanco. Eso se acabó, dijo para sus adentros. Hacía muy poco tiempo que había repartido copias entre sus amigos, con dedicatorias pretenciosas o triviales, y ahora le avergonzaba acordarse de ellas y que durante los últimos días se hubiera alimentado del gozo de su libro. Aunque, después de todo, no había ocurrido gran cosa: la decepción de hoy no excluía la recompensa de mañana o pasado mañana; sin embargo, el sueño ya empezaba a empalagarle y el libro yacía sobre la mesa, totalmente encerrado en sí mismo, delimitado y concluido, y ya no emanaba los rayos potentes y alegres de antes.
Un momento después, en la cama, cuando sus pensamientos ya habían empezado a recogerse para la noche y su corazón se hundía en la nieve de la somnolencia (siempre tenía palpitaciones cuando se adormecía), Fiodor se aventuró imprudentemente a repetirse la poesía inacabada —sólo para gozarla una vez más antes de la separación del sueño; pero él era débil, y ella fuerte, palpitante y ávida de vida, por lo que en un momento le conquistó, le puso la piel de gallina, le llenó la cabeza de un zumbido celestial, y por ello encendió otra vez la luz, prendió un cigarrillo y, tendido boca arriba, con la sábana hasta el mentón y los pies destapados, como el Sócrates de Antokolski (con un dedo del pie en la humedad de Lugano), se abandonó a todas las exigencias de la inspiración. Se trataba de una conversación con mil interlocutores, de los cuales sólo uno era genuino, y éste debía ser atrapado y conservado al alcance del oído. Qué difícil es, y qué maravilloso... Y en estas charlas entre tamtams, apenas conocidos por mi espíritu... Después de unas tres horas de concentración y ardor, peligrosos para la vida, consiguió dilucidarlo todo, hasta la última palabra, y decidió que mañana lo traspasaría al papel. Al separarse de ellos, trató de recitar en voz baja los versos acertados, cálidos y lozanos:
Gracias, patria mía; a tu remota y cruel niebla debo mi gratitud. Por ti poseído, por ti ignorado, para mis adentros hablo de ti. Y en estas charlas entre sonámbulos, mi ser más íntimo sabe apenas si es mi demencia que divaga o tu propia melodía que crece.
Y ahora, al darse cuenta de que esto contenía cierto significado, lo persiguió con interés y lo aprobó. Exhausto, feliz, con las plantas heladas (la estatua yace medio desnuda en un parque sombrío), creyendo todavía en la bondad e importancia de lo que había realizado, se levantó para apagar la luz. Con el camisón roto, el pecho flaco y las piernas largas y peludas, de venas color turquesa, al descubierto, se retrasó ante el espejo, examinando con la misma curiosidad solemne, y sin reconocerse del todo, aquellas cejas anchas, aquella frente con la punta de cabellos muy cortos. En el ojo izquierdo se había roto un pequeño vaso y el carmesí que lo invadía desde el rabillo prestaba cierta cualidad traviesa al oscuro centelleo de la pupila. ¡Dios mío, cuánto pelo en estas mejillas hundidas tras unas pocas horas nocturnas, como si el calor húmedo de la composición hubiera estimulado también el cabello! Dio la vuelta al interruptor, pero la mayor parte de la noche se había disuelto y todos los pálidos y helados objetos de la habitación se antojaban personas llegadas para recibir a alguien en un brumoso andén de estación.
Durante mucho rato no pudo conciliar el sueño: cáscaras de palabras descartadas obstruían e irritaban su cerebro y pinchaban sus sienes, y no había manera de deshacerse de ellas. Mientras tanto, la habitación se había aclarado bastante y en algún lugar —lo más probable en la hiedra —alocados gorriones chillaban ensordecedoramente, todos juntos, sin escucharse entre sí: gran recreo en una pequeña escuela.
Así empezó la vida en su nueva madriguera. Su patrona no podía acostumbrarse a sus hábitos de dormir hasta el mediodía, almorzar nadie sabía qué o dónde, y cenar ante un grasiento papel de envolver. Al final, su libro de poesía no obtuvo ninguna crítica (ya había dado por sentado que ocurriría automáticamente así y ni siquiera se había tomado la molestia de enviar ejemplares a los críticos), salvo una breve nota en la Gazeta de Vasiliev, firmada por el comentarista financiero, que expresaba una opinión optimista de su futuro literario y citaba una estrofa con un mortal error de imprenta. Llegó a conocer mejor la calle Tannenberg y ésta le confió sus secretos más queridos: tales como el hecho de que en el sótano de la casa contigua vivía un viejo zapatero llamado Kanarienvogel, y en efecto, había una jaula, pero sin su cautivo amarillo, en la ventana medio ciega, entre muestras de zapatos remendados; en cuanto a los zapatos de Fiodor, el zapatero le miró por encima de las gafas con montura de acero, propios de su gremio, y se negó a remendarlos; así que Fiodor empezó a pensar en comprarse otro par. También se enteró del nombre de los inquilinos de arriba: un día subió por error hasta el descansillo superior y leyó en una placa de latón Carl Lorentz, Geschichtsmaler, y en otra ocasión Romanov, con quien se encontró en la esquina y que compartía un estudio con el Geschichtsmaler en otra parte de la ciudad, contó a Fiodor unas cuantas cosas sobre él: era muy trabajador, conservador y misántropo y h¡bía pasado toda su vida pintando desfiles, batallas, y el fant isma imperial con su estrella y banda, merodeando en el parque de Sans-Souci —y ahora, en la república sin uniformes, vivía empobrecido y amargado. Antes de 1914 gozaba de distinguida reputación, había visitado Rusia para pintar el encuentro del kaiser con el zar, y mientras pasaba el invierno en San Petersburgo, conoció a su actual esposa, Margarita Lvovna, que entonces era una joven y encantadora aficionada que se interesaba por todas las artes. Su amistad en Berlín con el pintor ruso emigrado comenzó por casualidad, como resultado de un anuncio en la prensa. Este Romanov era de corte muy diferente. Lorentz le profesaba un afecto sombrío, pero desde el día en que se inauguró la primera exhibición de Romanov (en la cual presentaba el retrato de la Condesa de X, totalmente desnuda y con marcas del corsé en el estómago, sosteniendo su propia imagen reducida a un tercio de su tamaño), le consideró un loco y un estafador. Sin embargo, muchos se sentían cautivados por el don atrevido y original del joven artista; le predecían éxitos extraordinarios e incluso algunos veían en él al fundador de una escuela neonaturalista: se decía que tras superar todas las pruebas del llamado modernismo, había llegado a un arte narrativo renovado, interesante y algo frío. En sus primeras obras aún se advertía cierta huella del estilo del caricaturista —por ejemplo, en aquel cuadro suyo llamado «Coincidencia», en el cual, en un poste de anuncios, entre los colores vivos y notablemente armoniosos de carteles de teatro, nombres de astros del cine y otras mezclas de transparente colorido, podía leerse un anuncio sobre la pérdida de un collar de brillantes (con recompensa para quien lo encontrara), y este mismo collar yacía allí, en la acera, a los pies del poste, lanzando destellos con su fuego inocente. Sin embargo, en su «Otoño», el maniquí negro del sastre, con un desgarrón en el costado, tirado a una zanja entre magníficas hojas de arce, ya era la expresión de una calidad más pura; los entendidos veían en él un abismo de tristeza. Pero su mejor obra hasta la fecha seguía siendo la adquirida por un magnate inteligente, que ya había sido reproducida con profusión, llamada «Cuatro ciudadanos atrapando un canario»; los cuatro, anchos de hombros, iban vestidos de negro y llevaban sombreros de copa (aunque, por alguna razón, uno de ellos iba descalzo) y estaban colocados en actitudes extrañas, exultantes y al mismo tiempo, circunspectas bajo el follaje brillante de sol de un tilo recortado en forma cuadrada en el cual se ocultaba el pájaro, tal vez el que se había escapado de la jaula de mi remendón. Me emocionaba confusamente el arte extraño, bello, pero malsano, de Romanov; percibía en él una prevención y una advertencia al mismo tiempo: al estar muy distanciado de nú propio arte, iluminaba simultáneamente para él los peligros del camino. En cuanto al hombre en sí, le encontraba aburrido hasta el punto de repugnarme —no podía soportar su habla extremadamente rápida y balbuciente, acompañada de un giro automático y sin la menor relevancia de sus ojos brillantes. «Escuche —me dijo, escupiéndome a la barbilla—, ¿por qué no me permite presentarle a Margarita Lorentz? Me ha dicho que le lleve a su casa alguna noche —venga, celebramos pequeñas soirées en el estudio —ya sabe, con música, bocadillos, pantallas rojas —y acude mucha gente joven —la chica Polonski, los hermanos Shidlovski, Zina Mertz...»
Estos nombres me eran desconocidos; no sentía ningún deseo de pasar veladas en compañía de Vsevolod Romanov, ni me interesaba en absoluto la esposa de cara chata de Lorenz —así que no sólo no acepté la invitación sino que desde entonces empecé a rehuir al artista.
Por la mañana el grito del vendedor de patatas «Prima Kartoffel!» resonaba en la calle, con un sonsonete alto y disciplinado (¡pero cómo palpita el corazón del joven tubérculo!), o bien un bajo sepulcral proclamaba «Blumenerde!» Al ruido de las alfombras al ser sacudidas se unía a veces un organillo, pintado de marrón y montado sobre escuálidas ruedas de carro, con un dibujo circular en la parte delantera que representaba un idílico arroyo; y el organillero, dándole a la manivela ora con la mano derecha, ora con la izquierda, entonaba un apagado «o solé mió». Aquel sol ya me invitaba a la plaza. En su jardín, un joven castaño, que aún era incapaz de andar solo y por esto lo sostenía un palo, se adornó de improviso con una flor de mayor tamaño que el suyo. Sin embargo, las lilas no florecieron durante mucho tiempo; pero cuando por fin decidieron hacerlo, en una sola noche, que dejó un considerable número de colillas bajo los bancos, circundaron el jardín con rizada exuberancia. Detrás de la iglesia, en una tranquila callejuela, las acacias blancas dejaron caer sus pétalos un grisáceo día de junio, y el asfalto oscuro más próximo a la acera dio la impresión de estar salpicado de crema de trigo. En los arriates de rosas que rodeaban la estatua de un corredor de bronce, la Gloria de Holanda separaba los bordes de sus pétalos rojos, seguida del General Arnold Janssen. Un día feliz y sin nubes del mes de julio, tuvo lugar una representación muy lograda de un vuelo de hormigas: las hembras se remontaron en el aire, y los gorriones, remontándose a su vez, las devoraron; y en los lugares donde nadie las molestaba se arrastraban por la grava y soltaban sus débiles alas de actor. Los periódicos informaron de que como resultado de una ola de calor, en Dinamarca se observaban muchos casos de locura: la gente se arrancaba las ropas y saltaba a los canales. Polillas macho volaban de un lado a otro en salvajes zigzagues. Los tilos pasaron por todas sus complicadas, aromáticas y desordenadas metamorfosis.
Fiodor, en mangas de camisa, sin calcetines y con zapatos de lona, pasaba la mayor parte del día en un banco añil del jardín público, con un libro en los largos y bronceados dedos; y cuando el sol quemaba demasiado, apoyaba la cabeza en el respaldo caliente del banco y cerraba los ojos durante largos ratos; las ruedas fantasmales de la jornada ciudadana giraban en el interior escarlata y sin fondo, y las chispas de voces infantiles pasaban velozmente, y el libro, abierto en su regazo, era cada vez más pesado y menos parecido a un libro; pero ahora el escarlata se oscurecía tras una nube pasajera y él, levantando el cuello sudoroso, abría los ojos y de nuevo contemplaba el parque, el césped con las margaritas, la grava recién regada, la niña que jugaba sola a la pata coja, el cochecito infantil y el bebé, consistente en dos ojos y un sonajero rosa, y el viaje del disco cegado, vivo, y radiante a través de la nube. Entonces todo volvía a brillar, en la calle moteada de sol, bordeada de árboles inquietos, pasaba con estruendo un camión de carbón, cuyo sucio conductor, en su elevado asiento, apretaba entre los dientes el tallo de una hoja verde esmeralda.
Al atardecer iba a dar una lección —a un hombre de negocios de pestañas rubias, que le miraban con perplejidad malévola mientras Fiodor, sin darse cuenta, le leía a Shakespeare; o a una colegiala que llevaba un jersey negro y a quien a veces sentía deseos de besar en la nuca inclinada y amarillenta; o a un tipo jovial y corpulento que había servido en la Marina imperial, que decía es? (sí-sí) y obtnosgovat' (deducir), y se estaba preparando para dat' drapu (largarse) a México, para huir en secreto de su amante, vieja apasionada y triste, que pesaba cien kilos, y que casualmente había huido a Finlandia en el mismo trineo que él, y desde entonces, en perpetuo tormento de celos, le alimentaba con pasteles de carne, budines de crema, setas adobadas... Además de estas lecciones de inglés, había lucrativas traducciones comerciales —informes sobre la baja conductividad del sonido de los pavimentos de baldosas, o tratados sobre cojinetes de bolas; y, finalmente, obtenía una renta modesta, pero especialmente preciada, de sus poesías líricas, que componía en una especie de trance embriagado, y siempre con el mismo fervor nostálgico y patriótico; algunas no se materializaban en forma definitiva, sino que se disolvían, fertilizando las profundidades más íntimas, mientras otras, completamente pulidas y equipadas con todas sus comas, iban con él hasta la redacción del periódico, primero en un metro cuyos reflejos brillantes ascendían con rapidez por los barrotes verticales de latón, y luego en el extraño vacío de un ascensor hasta el piso noveno, donde, al final de un pasillo del color de la arcilla para modelar, en una pequeña habitación que olía «al cadáver en descomposición de la actualidad» (como solía decir el cómico número uno de la oficina), se hallaba el secretario, persona flemática y mofletuda, sin edad y virtualmente sin sexo, que más de una vez había salvado la situación cuando, airados por algún artículo del periódico liberal de Vasiliev, llegaban amenazadores camorristas, trotskistas alemanes contratados in situ, o algún robusto fascista ruso, bribón y místico.
El teléfono sonaba como un cencerro; surgían pruebas onduladas; el crítico teatral leía un periódico ruso de Vilna. «¡Cómo! ¿Que le debemos dinero? Nada de eso», decía el secretario. Cuando se abría la puerta de la derecha, podía oírse la sonora voz de Getz dictando, o a Stupishin carraspeando, y entre el tecleo de varias máquinas de escribir, distinguirse el rápido parloteo de Tamara.
A la izquierda estaba la oficina de Vasiliev; su chaqueta de lustrina le tiraba a la altura de los gruesos hombros cuando, en pie ante el atril que usaba como escritorio, resoplaba como una potente máquina, mientras escribía, con su caligrafía desaseada y numerosos borrones de colegial, el editorial titulado: «Ningún progreso a la vista» o «La situación en China»..Se detenía de repente, ensimismado, hacía un ruido semejante al de una lima de metal al rascarse la ancha mejilla barbuda con un dedo, y entrecerraba un ojo, sombreado por una espesa ceja negra que no tenía un solo pelo gris —que aún hoy es recordada en Rusia. Junto a la ventana (al otro lado de la cual había un edificio de oficinas similar, en el que se efectuaban trabajos de reparación a tan gran altura que a uno se le antojaba que podrían aprovechar la ocasión para arreglar el mellado desgarrón de los grises nubarrones), había un plato hondo con una naranja y media y un apetitoso frasco de yogur, y en el armario inferior, cerrado con llave, de las estanterías se guardaban cigarros prohibidos y un gran corazón azul y rojo. Sobre una mesa se amontonaban periódicos soviéticos atrasados, libros baratos de cubiertas chillonas, cartas —en que se suplicaba, recordaba, reprobaba—, la piel de media naranja, una página de periódico con una ventana recortada y una fotografía de la hija de Vasiliev, que vivía en París, joven con un encantador hombro desnudo y cabellos de un rubio ceniza: era una actriz sin éxito y se hacía frecuente mención de ella en la columna de cine de la Gazeta: «... nuestra dotada compatriota Silvina Lee...» —aunque nadie había oído hablar de tal compatriota.
Vasiliev aceptaba y publicaba de buen grado las poesías de Fiodor, no porque le gustaran (en general, ni siquiera las leía) sino porque le resultaba del todo indiferente lo que pudiese adornar la parte no política del periódico. Después de calcular de una vez por todas el nivel de cultura por debajo del cual no podía caer, por naturaleza, un colaborador determinado, Vasiliev le dio carta blanca, aunque dicho nivel se remontara apenas por encima de cero. Y las poesías, por ser una mera bagatela, pasaban casi enteramente sin control, se introducían gota a gota por hendiduras en donde se hubieran encallado necedades de más peso y volumen. ¡Pero qué chillidos de alegría y excitación se oían en todas las jaulas de pavos reales de nuestra poesía emigrada, desde Letonia a la Riviera! ¡Han publicado la mía! ¡Y la mía! En cuanto a Fiodor, que opinaba que sólo tenía un rival —Koncheyev (quien, a propósito, no era colaborador de la Gazeta)—, no se preocupaba de sus vecinos de imprenta y gozaba de sus propias poesías al igual que los demás. Había veces que no podía esperar al correo de la tarde para recibir su ejemplar y se compraba uno media hora antes en la calle, y con todo descaro, apenas algo alejado del quiosco, aprovechando la luz rojiza próxima a los puestos de fruta, donde montañas de naranjas despedían fulgores en el azul del incipiente crepúsculo, desdoblaba el periódico —ya veces no encontraba nada: otra cosa la había reemplazado; pero si la encontraba, ordenaba bien las páginas y, mientras reanudaba la marcha por la acera, leía su poesía varias veces, variando las entonaciones internas; es decir, imaginaba uno por uno los diversos modos mentales de leer la poesía, que tal vez ya estaban leyendo ahora aquellos cuya opinión consideraba importante —y en cada una de estas encarnaciones diferentes sentía de una manera casi física un cambio en el color de sus ojos, y también en el color de detrás de los ojos, y en el sabor de la boca, y cuanto más le gustaba el chef-d'oeuvre du jour, tanto más perfecta y suculentamente podía leerlo a través de los ojos ajenos.
Después de malgastar así el verano, después de dar a luz, criar y dejar de amar para siempre unas dos docenas de poesías, salió un día claro y fresco, un sábado (esta noche es la reunión) para hacer una compra importante. Las hojas caídas no yacían planas sobre la acera, sino retorcidas y rígidamente encorvadas, por lo que de cada una asomaba un borde azul de sombra. Con una escoba a cuestas y un delantal limpio, la viejecita de rostro afilado y pies desproporcionadamente grandes salió de su casa de mazapán con ventanas de caramelo. ¡Sí, era otoño! Caminaba con alegría; todo iba bien: la mañana le había traído una carta de su madre, que tenía intención de venir a verle por Navidad, y a través de su deteriorado calzado veraniego notó el suelo con sensibilidad extraordinaria cuando pasó por un trozo sin pavimentar, junto a solitarios huertos de ligero olor a quemado, entre casas que volvían hacia ellos la negrura desprendida de sus paredes exteriores, y allí, frente a la filigrana de los emparrados, crecían coles con gotas grandes y brillantes, y los tallos azulados de claveles marchitos, y girasoles, que inclinaban sus grandes caras de perro dogo. Durante mucho tiempo había querido expresar de algún modo que era en los pies donde tenía la sensación de Rusia, que podía tocarla y reconocerla toda con sus plantas, como un ciego toca con las palmas. Y fue una lástima llegar al final de aquel tramo de tierra parda y rica y tener que pisar una vez más la resonante acera.
Una joven vestida de negro, de frente brillante y ojos rápidos e inquietos, se sentó a sus pies por octava vez, de lado sobre un taburete, sacó con destreza un zapato estrecho del crujiente interior de su caja, separó los codos al estirar los bordes, miró abstraídamente hacia un lado mientras aflojaba los cordones, y entonces, se extrajo del pecho un calzador, se dirigió al pie grande, tímido y mal zurcido de Fiodor. Milagrosamente, el pie pudo meterse, pero una vez dentro, quedó completamente ciego: el movimiento de los dedos no produjo efecto en la suavidad de la tirante piel negra. La dependienta ató los cordones con rapidez fenomenal, y tocó la punta con dos dedos. «Perfecto —dijo—. Los zapatos nuevos son siempre un poco... —prosiguió muy de prisa, y levantó los ojos castaños—. Claro que si usted quiere podemos retocarlos. Pero le ajustan muy bien, ¡véalo usted mismo!» Y le condujo al aparato de rayos X y le enseñó donde colocar el pie. Al mirar por la abertura de cristal vio, contra un fondo luminoso, sus propias falanges, negras y netamente separadas. Con esto, con esto saltaré a la orilla. Desde la barca de Carón. Después de ponerse el otro zapato, caminó por la alfombra de un extremo a otro de la tienda, al tiempo que miraba de reojo el espejo que le llegaba al tobillo y reflejaba su bonito paso y sus pantalones, que parecían haber doblado su edad. «Sí, me va bien», dijo en tono pusilánime. Cuando era niño solían rascar la reluciente suela negra con un abotonador, para que no resbalara. Se los llevó a la lección debajo del brazo, llegó a casa, cenó, se los puso, los admiró con reparo y salió hacia la reunión.
La reunión se celebraba en el piso más bien pequeño y patéticamente adornado de unos parientes de Liubov Markovna. Una muchacha pelirroja, con un vestido verde que le llegaba por encima de sus rodillas, estaba ayudando a la criada estoniana (que conversaba con ella en un fuerte murmullo) a servir el té. Entre la gente conocida, y también algunas caras nuevas, Fiodor distinguió en seguida a Koncheyev, que acudía por primera vez. Miró la figura de hombros redondos, casi jorobada, de este hombre reticente cuyo misterioso talento sólo podría ser mantenido a raya por unas gotas de veneno en una copa de vino —este hombre omnisciente con quien aún no había tenido ocasión de sostener la larga charla que deseaba en sus sueños y en cuya presencia él, se retorcía, ardía y llamaba inútilmente a sus propias poesías para que vinieran en su ayuda, se sentía un mero contemporáneo. Ese rostro joven era el típico de la Rusia central y parecía un poco vulgar, vulgar de un modo extrañamente anticuado; lo limitaba por arriba un cabello ondulado y por abajo un cuello almidonado, y al principio Fiodor experimentó en presencia de este hombre una inquietud melancólica... Pero tres damas le estaban sonriendo desde el sofá, Chernyshevski le hacía una reverencia desde lejos, Getz levantaba como un estandarte una revista que había traído para él, que contenía «Principio de un largo poema», de Koncheyev y un artículo de Christopher Mortus titulado «La voz de la María de Pushkin en la poesía contemporánea». A sus espaldas, alguien pronunció con la entonación de una respuesta aclaratoria, «Godunov-Cherdyntsev». No importa, no importa, pensó Fiodor rápidamente, sonrió para sus adentros, miró a su alrededor y golpeó el extremo de un cigarrillo contra su pitillera con el blasón del águila, no importa, ya nos enfrentaremos algún día él y yo, y veremos quién gana.
Tamara le indicó una silla vacía, y mientras se dirigía hacia ella creyó oír de nuevo el tono sonoro de su nombre. Cuando los jóvenes de su edad, amantes de la poesía, en algunas ocasiones le seguían con aquella mirada especial que resbala como una golondrina por el espejo del corazón del poeta, sentía en su interior la sacudida de un orgullo profundo y estimulante; era el heraldo de su fama futura; pero había también otra fama terrena —el eco fiel del pasado: le enorgullecía la atención de sus jóvenes coetáneos, pero no le halagaba menos la curiosidad de las personas entradas en años, que veían en él al hijo del gran explorador, valiente y excéntrico, que había descubierto animales nuevos en el Tibet, el macizo del Pamir y otras tierras azules.
«Escuche —dijo madame Chernyshevski con su radiante sonrisa—, quiero presentarle a...» Le presentó a un tal Skvortsov, recientemente escapado de Moscú; era un sujeto amable y tenía arrugas parecidas a rayos en torno a los ojos, la nariz en forma de pera, la barba escasa y una mujer vivaz, juvenil, melodiosamente habladora, que llevaba un chal de seda —en resumen, una pareja del tipo más o menos académico que tan familiar le resultaba a Fiodor a través del recuerdo de la gente que solía rodear a su padre. Skvortsov, en términos corteses y correctos, empezó a expresar su asombro por la total falta de información en el extranjero sobre las circunstancias de la muerte de Konstantin Kirillovich: «Nosotros pensábamos —intervino su esposa —que en la patria era de esperar que no se supiera nada.» «Sí —continuó Skvortsov—, recuerdo con terrible claridad que un día asistí a una cena en honor del padre de usted, y Kozlov —Piotr Kuzmich—, el explorador, observó ingeniosamente que Godunov-Cherdyntsev consideraba el Asia central como su coto de caza privado. Sí... esto pasó hace mucho tiempo, no creo que usted hubiera nacido aún.»
En este momento Fiodor advirtió de repente que maiame Chernyshevski le dirigía una mirada triste, significativa y cargada de compasión. Interrumpiendo bruscamente a Skvortsov, empezó a interrogarle, sin mucho interés, acerca de Rusia. «¿Cómo decírselo...? —replicó este último—. Verá, ocurre lo siguiente...»
«¡Hola, hola, querido Fiodor Konstantinovich!» Un grueso abogado que parecía una tortuga sobrealimentada gritó esta frase por encima de la cabeza de Fiodor, aunque ya le estrechaba la mano mientras se abría camino entre la gente, y ahora ya estaba saludando a otra persona. Entonces Vasiliev se levantó de su asiento y, apoyándose un momento en la mesa, con los dedos abiertos, en una posición característica de tenderos y oradores, anunció que se abría la reunión. «El señor Busch —añadió —nos leerá ahora su nueva tragedia filosófica.»
Hermán Ivanovich Busch, caballero de Riga, simpático, tímido, macizo y entrado en años, con una cabeza parecida a la de Beethoven, se sentó ante una mesita de estilo Imperio, emitió un sonido gutural y desdobló su manuscrito; sus manos temblaban perceptiblemente y continuaron temblando durante toda la lectura.
Se vio desde el principio que el camino conducía al desastre. El acento burlesco y los extravagantes solecismos del caballero de Riga eran incompatibles con la oscuridad de su significado. Cuando, ya en el prólogo, apareció un «compañero solitario» ( odinokyi sputniken vez de odinokyi putnik, viajero solitario) recorriendo aquel camino, Fiodor aún confiaba inútilmente en que fuera una paradoja metafísica y no un lapso traidor. El Jefe de la Guardia Municipal, al no admitir al viajero, repitió varias veces que «no pasaría más allá» (que debía rimar con «batalla»). La ciudad era costera (el compañero solitario venía del interior) y en ella se divertía la tripulación de un barco griego. Esta conversación se desarrollaba en la Calle del Pecado:








