Текст книги "La dádiva"
Автор книги: Владимир Набоков
Жанр:
Классическая проза
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Con el tiempo justo para su siguiente prueba, Fiodor salió con él, y éste, mientras le acompañaba hasta la esquina, intentó recoger unas cuantas expresiones inglesas gratis, pero Fiodor, con seco deleite, pasó al ruso. Se separaron en el cruce. Era un cruce ventoso y desmedrado, que no llegaba del todo a la categoría de plaza a pesar de tener una iglesia, y un jardín público, y una farmacia en la esquina, y unos retretes públicos rodeados de tuyas, e incluso un islote triangular con un quiosco, ante el cual los conductores de tranvía se regalaban con un vaso de leche. Multitud de calles divergentes en todas direcciones, que saltaban de las esquinas y bordeaban los mencionados lugares de oración y refrigerio, lo convertían todo en uno de estos pequeños grabados esquemáticos en que están representados, para edificación de motoristas incipientes, todos los elementos de la ciudad, todas sus posibilidades de choque. A la derecha se veían las puertas de la estación terminal de tranvías y tres hermosos abedules perfilados contra el fondo de cemento, y si, por ejemplo, un conductor distraído olvidaba detenerse ante el quiosco, tres metros antes de la parada (una mujer cargada de paquetes intentaba invariablemente apearse y todo el mundo se lo impedía), a fin de desviar el trole con la punta de su vara de hierro (por desgracia, tal distracción no ocurría casi nunca), el tranvía entraría solemnemente bajo la cúpula de cristal donde pasaba la noche y era atendido. La iglesia que se elevaba a la izquierda estaba rodeada de un bajo cinturón de hiedra; en el arriate que la circundaba crecían varios oscuros arbustos de rododendros con flores de color púrpura, y por las noches solía verse aquí a un hombre misterioso con una misteriosa linterna, que buscaba gusanos en la hierba —¿para sus pájaros, para pescar? Frente a la iglesia, al otro lado de la calle, bajo los destellos de un rociador de césped que giraba con el fantasma de un arco iris en sus brazos húmedos, estaba el verde césped apaisado del jardín público, con árboles jóvenes a ambos lados (un abeto plateado entre ellos) y un sendero en forma de pi, en cuyo lugar más sombreado había una pista de arena para los niños. Detrás del jardín había un campo de fútbol abandonado, a lo largo del cual Fiodor avanzaba hacia la Kurfürstendamm. El verde de los tilos, el negro del asfalto, los neumáticos de camión apoyados contra las rejas de una tienda de accesorios para coches, la radiante y joven novia en un anuncio de una marca de margarina, el azul del rótulo de una taberna, el gris de las fachadas, que envejecían a medida que se acercaban a la avenida —todo esto centelleó a su paso por centésima vez. Como siempre, cuando estaba a pocos pasos de la Kurfürstendamm vio su autobús dando la vuelta delante de él; la parada estaba inmediatamente después de la esquina, pero Fiodor no llegó a tiempo y se vio obligado a esperar el siguiente. Encima de la entrada de un cine habían erigido un gigante de cartón negro, con los pies abiertos, la mancha de un bigote en el rostro blanco, un bombín en la cabeza y un bastón torcido en la mano. En la terraza de un café cercano y en sillones de mimbre se arrellanaban hombres de negocios en actitudes idénticas, con las manos en idéntica posición sobre el regazo, todos ellos muy parecidos entre sí en lo referente a narices y corbatas pero probablemente distintos en el grado de su solvencia; y junto a la acera había un coche pequeño con una aleta muy deteriorada, ventanillas rotas y un pañuelo ensangrentado sobre el estribo; media docena de personas continuaban a su alrededor, mirándolo con la boca abierta. Todo estaba salpicado de sol; un hombre diminuto, de barba teñida, que llevaba polainas de tela, tomaba el sol en un banco verde, de espaldas al tráfico, mientras en la acera de enfrente una anciana mendiga, de rostro sonrosado, cuyas piernas habían sido amputadas justo en la pelvis, se hallaba como un busto apoyada contra una pared, vendiendo paradójicos cordones de zapatos. Entre las casas se veía un solar vacío y en él, modesta y misteriosamente, algo estaba en flor; más allá, las continuas y grises fachadas posteriores de las casas, que parecían haberse vuelto para marcharse, ostentaban blanquecinos dibujos, extraños, atractivos y al parecer completamente autónomos, que recordaban un poco los canales de Marte y también algo muy distante y olvidado a medias, como una expresión accidental de un cuento de hadas escuchado una vez o un viejo paisaje de una comedia desconocida.
Por la escalera de caracol del autobús recién llegado bajaba un par de encantadoras piernas de seda: sabemos, naturalmente, que de esto han abusado hasta la saciedad los esfuerzos de mil escritores masculinos, pero no obstante, estas piernas bajaban —y engañaban: el rostro era repelente. Fiodor subió, y el revisor, desde el piso de arriba, golpeó la chapa con la palma para indicar al conductor que ya podía arrancar. Por este lado, los extremos de suaves ramas de arce rozaban el anuncio de pasta dentífrica —y habría sido agradable mirar la calle desde el piso superior, ennoblecida por la perspectiva, de no ser por el eterno y gélido pensamiento: ahí está, una variante de hombre, especial, rara, aún no descrita ni denominada, que se ocupa en Dios sabe qué, corriendo de lección en lección, que malgasta su juventud en una tarea vacía y aburrida, en la mediocre enseñanza de lenguas extranjeras —cuando tiene su propia lengua, con la que puede hacer lo que quiera —un enano, un mamut, un millar de nubes diferentes. Lo que realmente debería enseñar era aquel algo misterioso y refinado que solamente él —entre diez mil, cien mil, tal vez incluso un millón de hombres —sabía cómo se enseñaba: por ejemplo —pensar a múltiples planos: uno mira a una persona y la ve tan claramente como si estuviera hecha de cristal y uno fuera el soplador, y al mismo tiempo, sin interferir en absoluto con aquella claridad, uno observa también alguna insignificancia —como la similitud de la sombra del auricular del teléfono con una hormiga gigante, ligeramente aplastada, y (todo esto de modo simultáneo) a esta convergencia se une un tercer pensamiento —el recuerdo de una tarde soleada en una pequeña estación ferroviaria rusa; es decir, imágenes que no tienen una conexión racional con la conversación que uno está sosteniendo mientras la mente da vueltas en torno al exterior de las propias palabras y al interior de las del interlocutor. O bien: una piedad lacerante —hacia la caja de hojalata en un montón de basura, hacia el envoltorio de cigarrillos de la serie Trajes Nacionales pisada sobre el barro, hacia la pobre palabra repetida al azar por la criatura bondadosa, débil y amable que acaba de ser reprendida por nada, hacia todos los desechos de la vida que, por medio de una momentánea destilación alquímica —el «experimento real»—, se convierte en algo valioso y eterno. O bien: la sensación constante de que nuestros días aquí son sólo calderilla, céntimos que tintinean en la oscuridad, y que en alguna parte está acumulada la verdadera riqueza, de la cual la vida tendría que saber cómo obtener dividendos en forma de sueños, lágrimas de felicidad, montañas distantes. Todo esto y mucho más (empezando con el muy raro y doloroso «sentido del cielo estrellado», que al parecer sólo se menciona en un tratado [ Viajes del espíritu, de Parker], y terminando con sutilezas profesionales en la esfera de la literatura seria), podría enseñar él, y enseñarlo bien, a quienquiera que lo deseara, pero nadie lo deseaba —y nadie podía desearlo, pero era una lástima, cobraría cien marcos por hora, como ciertos profesores de música. Y al mismo tiempo encontraba divertido refutarse a sí mismo: todo esto es una insensatez, las sombras de la insensatez, sueños presuntuosos. Soy sencillamente un pobre y joven ruso que vende el excedente de su educación de caballero, mientras garabatea versos en su tiempo libre; éste es el total de mi pequeña inmortalidad. Pero ni siquiera esta sombra de pensamiento polifacético, este juego de la mente consigo misma, tenía presuntos alumnos.
El autobús seguía su marcha —y al poco rato llegó a su destino —la casa de una mujer sola y solitaria, muy atractiva a pesar de sus pecas, que siempre llevaba un vestido negro escotado y tenía unos labios como lacre en una carta que no contiene nada. Miraba continuamente a Fiodor con curiosidad pensativa, pero no sólo no se interesaba por la notable novela de Stevenson que leían juntos desde hacía tres meses (y previamente habían leído a Kipling al mismo ritmo) sino sin comprender una sola frase, y anotaba palabras como se anota la dirección de alguien a quien se sabe que nunca se visitará. Incluso ahora —o con más exactitud, precisamente ahora y con mayor agitación que antes, Fiodor (pese a estar enamorado de otra que era incomparable en fascinación e inteligencia) se preguntó qué ocurriría si colocaba la palma sobre esta mano un poco temblorosa, de uñas puntiagudas, que se hallaba tan invitadoramente próxima —y porque sabía que ocurriría, el corazón empezó a latirle con fuerza y los labios se le secaron al instante; en este punto, sin embargo, le serenó involuntariamente cierta entonación de ella, su risita, el olor de un perfume que siempre usaban las mujeres a quienes gustaba, mientras que a él le resultaba insoportable su fragancia vulgar y empalagosa. Era una mujer vacía y taimada, con apatía en el alma; pero incluso ahora, que la lección había terminado y ya volvía a estar en la calle, se sintió dominado por una vaga sensación de fastidio; podía imaginar mucho mejor que antes, en su presencia, lo alegre y dócilmente que su cuerpo pequeño y compacto habría respondido probablemente a todo, y con dolorosa claridad vio en un espejo imaginario su mano en la espalda de ella y la cabeza de suaves cabellos de un castaño rojizo echada hacia atrás, y entonces, de modo significativo, el espejo se vació y él sintió la más trivial de todas las sensaciones de la tierra: la punzada de una oportunidad perdida.
No, no era así —no había perdido nada. El único deleite de estos abrazos irrealizables era su facilidad de evocación. Durante los últimos diez años de juventud solitaria y reprimida, vividos sobre un risco donde siempre había un poco de nieve y que estaba muy alejado de la pequeña ciudad cervecera al pie de la montaña, se había acostumbrado a la idea de que entre el engaño del amor casual y la dulzura de su tentación existía un vacío, una brecha en la vida, una ausencia de cualquier acción real por su parte, por lo que a veces, cuando miraba a una muchacha, imaginaba simultáneamente la estupenda posibilidad de dicha y repugnancia por su inevitable imperfección —cargaba este instante con una imagen romántica, pero disminuía su tríptico por la parte del centro. Sabía, por tanto, que su lectura de Stevenson nunca la interrumpiría una pausa dantesca, sabía que si tenía lugar tal interrupción, no sentiría nada, excepto una frialdad devastadora, porque las exigencias de la imaginación eran imposibles de satisfacer, y porque la vacuidad de una mirada, perdonada a causa de unos ojos húmedos y bellos, correspondía inevitablemente a un defecto todavía oculto —la expresión vacua de los pechos, que era imposible perdonar. Pero a veces envidiaba la sencilla vida amorosa de otros hombres y su probable modo de silbar mientras se quitaban los zapatos.
Después de cruzar la plaza Wittenberg, donde, como en una película en color, las rosas se mecían con la brisa en torno a unas antiguas escaleras que conducían a una estación de metro, se dirigió a la librería rusa: entre lecciones había una rendija de tiempo libre. Como ocurría siempre que pasaba por esta calle (que empezaba bajo las promesas de unos enormes almacenes donde se vendían todas las formas del mal gusto local, y terminaba después de varios cruces en una calma burguesa, con sombras de álamos en el asfalto, lleno de rayas hechas con tiza para el juego del aeroplano), encontró a un anciano escritor de San Petersburgo, morbosamente amargado, que llevaba abrigo en verano para ocultar el mal estado de su traje, hombre de terrible delgadez, ojos pardos saltones, arrugas de escrupulosa repugnancia en torno a la boca de simio y un largo pelo curvado que crecía de un gran poro negro de su ancha nariz —detalle que atraía mucho más la atención de Fiodor Konstantinovich que la conversación de este astuto intrigante, que en cuanto encontraba a alguien se embarcaba en algo parecido a una fábula, larga y complicada anécdota de antaño que resultaba ser simplemente el preludio de algún divertido chisme sobre un mutuo conocido. Fiodor acababa de deshacerse de él cuando divisó a otros dos escritores, un moscovita triste y de buen carácter cuyo porte y aspecto recordaba algo al Napoleón del período insular, y un poeta satírico del periódico ruso emigrado de Berlín, hombre frágil, de ingenio bondadoso y voz baja y ronca. Estos dos, como su predecesor, aparecían invariablemente en esta zona, que usaban para lentos paseos, ricos en encuentros, por lo que parecía que a esta calle alemana se había incorporado el fantasma vagabundo de un bulevar ruso, o era, por el contrario, una calle rusa donde tomaban el aire varios nativos, rodeados de los pálidos fantasmas de innumerables extranjeros que pululaban entre estos nativos como una alucinación familiar y apenas perceptible. Charlaron sobre el escritor que acababan de encontrar, y Fiodor se escabulló. A los pocos pasos distinguió a Koncheyev, que mientras caminaba iba leyendo el folletín de la última página del periódico ruso emigrado de París, con una sonrisa angelical en su cara redonda. El ingeniero Kern salió de una tienda rusa de comestibles, al tiempo que metía con cuidado un paquetito en la cartera que apretaba contra su pecho, y en una calle transversal (como la confluencia de personas en un sueño o en el último capítulo de Humo, de Turguenev), vislumbró a Marianna Nikolavna Ehchyogolev con otra dama, bigotuda y muy corpulenta, que tal vez era madame Abramov. Inmediatamente después, Alexander Yakovlevich Chernyshevski cruzó la calle —no, se equivocaba—, un desconocido que ni siquiera se le parecía mucho.
Fiodor Konstantinovich llegó a la librería. En el escaparate, entre los zigzags, dientes de rueda y numerales de las cubiertas soviéticas (era la época en que estaba de moda poner títulos como Tercer amor, El sexto sentido y Punto diecisiete), vio varias publicaciones emigradas nuevas: una maciza novela del general Kachurin, La princesa roja, Comunicación; de Koncheyev, las ediciones de bolsillo, blancas y puras, de dos novelistas venerables, una antología de poesía recitable publicada en Riga, el volumen minúsculo, del tamaño de la palma, de una poetisa joven, un manual Qué debe saber un conductor, y la última obra del doctor Utin, Los cimientos de un matrimonio feliz. Había también varios viejos grabados de San Petersburgo —en uno de los cuales una transposición espejada había puesto la columna rostrada en el lado incorrecto de los edificios contiguos.
El propietario de la tienda no estaba: había ido al dentista, y ocupaba su lugar, de manera bastante accidental, una joven que leía en un rincón y en una posición muy incómoda la traducción rusa de El túnel, de Kellerman. Fiodor Konstantinovich se acercó a la mesa donde se hallaban los periódicos emigrados. Desdobló el suplemento literario del Noticias ruso de París y vio, con un escalofrío de excitación repentina, que el folletín de Christopher Mortus estaba dedicado a Comunicación. «¿Y si lo aniquila?», logró pensar Fiodor con loca esperanza, oyendo, sin embargo, ya en sus oídos no la melodía de la crítica sino el vasto estruendo de una alabanza ensordecedora. Ávidamente, empezó á leer.
«No recuerdo quién dijo —tal vez Rosanov en alguna parte», comenzaba furtivamente Mortus; y después de esta cita nada auténtica y de algunas ideas expresadas por alguien en un café de París después de una conferencia, se dedicaba a estrechar estos círculos artificiales en torno a la Comunicación, de Koncheyev; pero aun así, ni siquiera al final tocó el centro, y sólo de vez en cuando dirigió un hipnótico gesto en su dirección desde la circunferencia —para volver a girar de nuevo. El resultado era algo parecido a esas espirales negras sobre círculos de cartón que giran eternamente en los escaparates de las heladerías berlinesas, en un insensato esfuerzo por convertirse en ojos de buey.
Se trataba de una «reprimenda» venenosamente despreciativa, sin una sola observación directa, sin un solo ejemplo —y no eran tanto las palabras del crítico como toda su actitud lo que convertía en un fantasma vago y lastimoso un libro que Mortus tenía que haber leído con deleite y del que se guardaba de extraer citas para no perjudicarse a sí mismo con la disparidad entre lo que escribía y aquello sobre lo cual escribía; la crítica entera parecía una séance para convocar a un espíritu acerca del cual ya se ha anunciado previamente que es, si no un fraude, al menos una ilusión de los sentidos. «Éstas poesías —terminaba Mortus —causan en el lector una aversión indefinida pero insuperable. Las personas que admiran el talento de Koncheyev las encontrarán probablemente encantadoras. No lo discutiremos —tal vez lo sean. Pero en estos tiempos difíciles de nuevas responsabilidades, cuando el mismo aire está cargado de una sutil angoisse moral (cuya conciencia es el signo infalible de autenticidad en un poeta contemporáneo), pequeñas poesías, abstractas y melodiosas, sobre visiones soñadoras son incapaces de seducir a nadie. Y verdaderamente, uno las deja con una especie de alivio para pasar a cualquier clase de «documento humano», a lo que puede leerse «entre líneas» en ciertos escritores soviéticos (aunque carezcan de talento), a una confesión ingenua y dolida, a una carta particular dictada por la emoción y la desesperanza.»
Al principio Fiodor Konstantinovich sintió un placer agudo, casi físico, con la lectura de este artículo, pero se dispersó inmediatamente y fue reemplazado por una sensación extraña, como si hubiera tomado parte en un asunto turbio y malévolo. Recordó la sonrisa de Koncheyev de hacía sólo un momento —a propósito de estas mismas líneas, naturalmente —y se le ocurrió que una sonrisa similar podría dirigirse a él, a Gudonov-Cherdyntsev, a quien la envidia había aliado con el crítico. Ahora recordó que el propio Koncheyev, en sus críticas —desde las alturas y, de hecho, con la misma falta de escrúpulos —había atacado más de una vez a Mortus (que en la vida privada, dicho sea de paso, era una mujer de mediana edad, madre de familia, autora en su juventud de excelentes poesías aparecidas en la revista de San Petersburgo, Apolo, y que ahora vivía modestamente a dos pasos de la tumba de Marie Bashkirtsev, y padecía una incurable enfermedad de los ojos que prestaba a cada línea de Mortus una especie de valor trágico). Y cuando Fiodor se dio cuenta de la hostilidad infinitamente halagadora de este artículo, se sintió decepcionado porque nadie escribía así acerca de él.
Hojeó también un pequeño semanario ilustrado que publicaban en Varsovia unos emigrados rusos y encontró una crítica del mismo libro, pero de corte totalmente distinto. Era una critique-bouffe. El redactor local Valentín Linyov, que en algunos números solía desgranar sus informes, imprudentes y no del todo gramaticales impresiones literarias, no sólo era famoso por su incapacidad de criticar un libro con coherencia, sino también por no haberlo leído hasta el final. Usando alegremente al autor como plataforma de lanzamiento, entusiasmado por sus propias paráfrasis, extrayendo frases aisladas en apoyo de sus incorrectas conclusiones, interpretando mal las páginas iniciales y siguiendo a partir de allí una pista falsa, se abría camino hasta el penúltimo capítulo en el estado de bienaventuranza de un pasajero que no sabe (y en su caso, no sabrá nunca) que se ha equivocado de tren. Ocurría invariablemente que después de hojear a ciegas una novela larga o un cuento corto (el tamaño no influía en absoluto), daba al libro un final de su propia cosecha —en general, exactamente opuesto a la intención del autor. En otras palabras, si, por ejemplo, Gogol hubiera sido un contemporáneo y Linyov escribiera acerca de él, Linyov permanecería firme en la inocente convicción de. que Jlestakov era realmente el inspector general. Pero cuando, como ahora, escribía sobre poesía, empleaba ingenuamente el sistema de las llamadas «pasarelas entre citas». Su discusión del libro de Koncheyev se reducía a las respuestas que daba en nombre del autor a una especie de cuestionario de álbum (¿Su flor favorita? ¿Héroe favorito? ¿Qué virtud aprecia más?): «Al poeta —Linyov escribía sobre Koncheyev– le gusta (seguía un rosario de citas, obligatoriamente deformadas por su combinación y las exigencias del caso acusativo). Teme (más sangrientas cepas de verso). Se distrae con (méme jeu); pero por otro lado (tres cuartos de línea convertidos mediante citas en una declaración categórica); a veces le parece que» —y aquí Linyov extraía sin darse cuenta algo más o menos entero:
¡Días de vides maduras! En las avenidas, estatuas azuladas. Los cielos claros apoyados en los hombros de nieve de la patria.
—y era como si la voz de un violín hubiese ahogado súbitamente el zumbido de un cretino patriarcal.
Encima de otra mesa, un poco más lejos, estaban las ediciones soviéticas, y uno podía inclinarse sobre la ciénaga de revistas moscovitas, sobre un infierno de tedio, e incluso tratar de desentrañar la angustiosa contracción de las siglas, llevadas como reses al matadero por toda Rusia y que recordaban de manera horrible las letras de los vagones de carga (los golpes de los parachoques, el estruendo metálico, el engrasador jorobado con su linterna, la penetrante melancolía de las estaciones desiertas, el temblor de los raíles rusos, las infinitas líneas ferroviarias). Entre La Estrellay La linterna roja(estremeciéndose bajo el humo del tren) había una edición de la revista de ajedrez soviética 8X8. Mientras Fiodor la hojeaba, deleitándose en el lenguaje humano de los diagramas de problemas, se fijó en un breve artículo que llevaba la fotografía de un anciano de barba rala, con mirada de fuego tras las gafas; el artículo se titulaba «Chernyshevski y el ajedrez». Pensó que esto podría divertir a Alexander Yakovlevich, y en parte por esta razón y en parte porque en general le gustaban los problemas de ajedrez, tomó la revista; la muchacha, dejando de mal grado a Kellerman, «no podía decir» cuánto costaba, pero sabedora que, de todos modos, Fiodór estaba en deuda con la tienda, le permitió con indiferencia que se la llevara. Él se marchó con la agradable sensación de que podría distraerse en casa. Como no sólo sabía resolver muy bien los problemas, sino que además poseía hasta el grado máximo el don de componerlos, encontraba en ellos, además de un descanso de sus esfuerzos literarios, ciertas misteriosas lecciones. Como escritor conseguía algo semejante a la misma esterilidad de estos ejercicios.
Componer problemas de ajedrez no suponía ser necesariamente un buen jugador. Fiodor jugaba de manera mediocre y de mala gana. Le fatigaba y enfurecía la disonancia entre la falta de nervio de su mente en el proceso de la competición y la hipotética brillantez a que aspiraba. Para él, la construcción de un problema difería del juego casi del mismo modo que un soneto verificado difiere de las polémicas de los publicistas. La composición de uno de estos problemas se iniciaba lejos del tablero (como la composición del verso empieza lejos del papel), con el cuerpo en posición horizontal sobre el sofá (es decir, cuando el cuerpo se convierte en una distante línea azul oscuro: su propio horizonte), y de pronto, gracias a un impulso interno que no se distinguía de la inspiración poética, vislumbraba un extraño método para encarnar esta o aquella refinada idea para un problema (por ejemplo, la combinación de dos temas, el indio y el de Bristol —o algo completamente nuevo). Durante un rato se recreaba con los ojos cerrados en la pureza abstracta de un plan sólo realizado en el ojo de su mente; entonces abría con premura su tablero de tafilete y la caja de pesadas piezas, las colocaba de cualquier modo, al azar, e inmediatamente se ponía de manifiesto que la idea surgida con tanta pureza en su cerebro exigiría, sobre el tablero —a fin de liberarla de su gruesa y tallada cáscara —inconcebibles esfuerzos, un máximo de tensión mental, infinitos intentos e inquietudes y, sobre todo, ese ingenio constante con el cual, en el sentido del ajedrez, se construye la verdad. Lograba la máxima exactitud de expresión, la máxima economía de fuerzas armoniosas. Después de cavilar sobre las posibilidades, excluir de uno y otro modo construcciones engorrosas, los riesgos y trampas de los peones de apoyo y de luchar con duales. Si no hubiera estado seguro (como lo estaba también en el caso de la creación literaria) de que la realización del plan ya existía en algún otro mundo, desde el cual la transfería a éste, el complejo y prolongado trabajo sobre el tablero habría sido un peso intolerable para su mente, puesto que debería conceder, junto con la posibilidad de realización, la posibilidad de su imposibilidad. Poco a poco, piezas y escaques empezaban a cobrar vida e intercambiar impresiones. El crudo poder de la reina se transformaba en un poder refinado, restringido y dirigido por un sistema de brillantes palancas; los peones se hacían más inteligentes; los caballos se movían con un caracoleo español. Todo había adquirido sentido y, al mismo tiempo, todo quedaba oculto. Cada creador es un intrigante; y todas las piezas que personificaban sus ideas sobre el tablero estaban aquí como conspiradores y hechiceros. Su secreto no se revelaba de forma espectacular hasta el instante final.
Uno o dos toques más de refinamiento, otra verificación —y el problema estaba terminado. Su clave, la primera jugada de las blancas, se ocultaba bajo su aparente absurdo —pero era precisamente en la distancia entre esta jugada y el deslumbrante desenlace donde residía uno de los principales méritos del problema; y el modo como una pieza, como engrasada con aceite, seguía con suavidad a otra después de deslizarse por todo el campo y lograba introducirse bajo su brazo, constituía un placer casi físico, la estimulante sensación de un acierto ideal. Ahora brillaba sobre el tablero, como una constelación, una cautivadora obra de arte, un planetario de pensamientos. Todo había alegrado la vista del jugador de ajedrez: el ingenio de las amenazas y las defensas, la gracia de su movimiento concatenado, la pureza de los mates (sendas balas para el número exacto de corazones); cada una de las pulidas piezas parecía hecha especialmente para su escaque; pero tal vez lo más fascinante de todo era el fino tejido de la argucia, la abundancia de jugadas insidiosas (cuya refutación tenía su propia belleza accesoria), y de pistas falsas cuidadosamente preparadas para el lector.
La tercera lección de aquel viernes era con Vasiliev. El editor del diario emigrado de Berlín había establecido relaciones con un oscuro periódico inglés y ahora colaboraba con él con un artículo semanal sobre la situación en la Rusia soviética. Como poseía cierta noción de la lengua, preparaba un borrador de su artículo, con lugares en blanco y frases rusas entremezcladas, y exigía de Fiodor una traducción literal de las frases que suelen encontrarse en los editoriales: sólo se es joven una vez, siempre ocurren milagros, esto es un león y no un perro (Krilov), las desgracias nunca vienen solas, desnudar a un santo para vestir a otro, factótum, amo de nadie, echar margaritas a los puercos, la necesidad es madre de la invención, es sólo una riña entre novios, quien no se contenta es porque no quiere, Dios los cría y ellos se juntan, los pobres siempre salen perdiendo, a lo hecho, pecho, necesitamos la Reforma, no reformas. Y muy a menudo aparecía la expresión «produjo la impresión de una bomba». El trabajo de Fiodor consistía en dictar el artículo de Vasiliev, ya corregido, directamente al mecanógrafo —esto le parecía extraordinariamente práctico a Vasiliev, pero en realidad el dictado requería un tiempo monstruoso debido a las angustiadas pausas. Pero, por extraño que parezca, el método de usar antiguos dichos y fábulas resultó una forma condensada de expresar algo de las «moralités» características de todas las manifestaciones conscientes de las autoridades soviéticas: al leer el artículo terminado, que se le antojaba un disparate mientras lo dictaba, Fiodor detectaba bajo la torpe traducción y los efectos periodísticos del autor el movimiento de una idea lógica y vigorosa, que avanzaba con seguridad hacia su objetivo —y lograba un tranquilo jaque mate en la esquina.
Al acompañarle después hasta la puerta, Vasiliev, frunciendo de repente y con furia sus pobladas cejas, dijo con rapidez:
—Bueno, ¿ha visto qué han hecho con Koncheyev? Me imagino cómo debe haberle afectado, vaya golpe, vaya fracaso.
—No le importa nada, lo sé seguro —replicó Fiodor, y en el rostro de Vasiliev apareció una expresión de momentáneo desengaño.
—Oh, sabe disimularlo —argüyó astutamente, animándose de nuevo—. En realidad debe estar pasmado.
—No lo creo —dijo Fiodor.
—En cualquier caso, lo lamento sinceramente por él —terminó Vasiliev, con el aspecto de alguien que no tiene el menor deseo de consolarse de su pena.
Algo cansado pero contento de que hubiese terminado su jornada laboral, Fiodor Konstantinovich subió a un tranvía y abrió su revista (de nuevo aquella visión del rostro inclinado de Chernyshevski —todo cuanto sé de él es que era «una jeringa de ácido sulfúrico», como creo que dice Rosanov en alguna parte, y que escribió la novela ¿Qué hacer?, la cual se confunde en mi mente con el libro de otro escritor social, ¿Culpa de quién?). Se quedó absorto en el examen de los problemas y pronto se satisfizo pensando que, de no ser por dos últimas jugadas geniales de un viejo maestro ruso y algunas interesantes reproducciones de publicaciones extranjeras, no merecería comprar este 8X8. Los concienzudos ejercicios de los jóvenes autores soviéticos no eran tanto «problemas» como «tareas»: trataban exhaustivamente este o aquel tema mecánico (especie de «clavar» y «desclavar») sin el menor indicio de poesía; eran tiras cómicas de ajedrez, nada más, y las piezas, avanzando a empellones, realizaban su torpe trabajo con seriedad proletaria, y se reconciliaban con la presencia de soluciones dobles en las insulsas variantes y con la aglomeración de peones policía.








