Текст книги "La dádiva"
Автор книги: Владимир Набоков
Жанр:
Классическая проза
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La víspera de la marcha se quedaron hasta muy tarde en la habitación de Fiodor, ella, en el sillón, iba zurciendo con facilidad y destreza (cuando antes no sabía siquiera coser un botón) sus lastimosas prendas, mientras él, en el sofá, se mordía las uñas y leía un libro grueso y deteriorado; antes, en su adolescencia, había pasado de largo algunas páginas —«Angelo», «Viaje a Arzrum»—, pero en los últimos tiempos era precisamente en ellas donde encontraba un placer especial. Acababa de llegar a las palabras: «La frontera tenía algo misterioso para mí; viajar era mi sueño favorito desde la infancia», cuando de pronto sintió una punzada dulce y potente. Sin comprenderlo todavía, dejó el libro a un lado y alargó a tientas la mano hacia una caja de cigarrillos de manufactura doméstica. En aquel momento su madre, sin levantar la cabeza, observó: «¡Imagínate qué se me ha ocurrido recordar! Esas graciosas rimas sobre polillas y mariposas que él y tú compusisteis juntos mientras íbamos de paseo, ¿te acuerdas? ''Tu franja azul, Catócala, se ve a través de su párpado gris."» «Sí —contestó Fiodor—, algunas eran verdaderas epopeyas: "Una hoja muerta no es más blanquecina que una arbórea recién nacido."» ¡Qué sorpresa fue! Su padre acababa de traer de sus viajes el primer espécimen, hallado durante la marcha inicial a través de Siberia —aún no había tenido tiempo de describirlo—, y el primer día después de su regreso, en el parque de Leshino, a dos pasos de la casa, sin pensar para nada en lepidópteros, mientras paseaba con su mujer e hijos, tiraba una pelota de tenis para los foxterriers, se recreaba en su vuelta, en el tiempo apacible y en la salud y alegría de su familia, pero al mismo tiempo observaba inconscientemente con el ojo experimentado del cazador hasta el último insecto de su camino, señaló repentinamente a Fiodor con la punta del bastón una gorda polilla Epicnoptera, de un gris rojizo, de la clase que imita a las hojas, que colgaba dormida de un tallo bajo de un arbusto; estuvo a punto de seguir caminando (los miembros de esta especie se parecían mucho), pero de pronto se puso en cuclillas, arrugó la frente, inspeccionó su hallazgo y exclamó con voz jubilosa: «¡Vaya, es increíble! ¡No tendría que haber ido tan lejos!» «Yo siempre lo he dicho», intercaló su mujer con una carcajada. El peludo y pequeño monstruo que tenía en la mano pertenecía a la nueva especie que acababa de traer —¡y ahora aparecía aquí, en la provincia de San Petersburgo, cuya fauna había sido tan bien investigada! Pero, como ocurre a menudo, el ímpetu de la poderosa coincidencia no se detuvo aquí, fue capaz de una nueva fase: sólo unos días más tarde su padre se enteró de que esta nueva polilla había sido incluida entre los especímenes de San Petersburgo por un colega suyo, y Fiodor lloró toda la noche: ¡se habían adelantado a su padre!)
Y ahora Elisaveta Pavlovna estaba a punto de regresar a París. Esperaron largo rato en el estrecho andén, junto al ascensor del equipaje, mientras en las otras vías los tristes trenes urbanos se detenían un momento y cerraban después sus puertas con estrépito. Entró velozmente el expreso de París. Su madre subió al vagón e inmediatamente sacó la cabeza por la ventanilla, sonriente. Ante el cercano y opulento coche cama, despidiendo a una anciana de aspecto sencillo, había una pareja: una belleza pálida, de labios rojos, con un abrigo de seda negra y alto cuello de piel, y un famoso piloto acrobático; todo el mundo le observaba, miraban su bufanda, su espalda, como esperando encontrar alas en ella.
—Tengo que hacerte una sugerencia —dijo su madre en tono alegre cuando se separaron—. Me han sobrado unos setenta marcos que a mí no me sirven de nada, y tú tienes que comer mejor. No puedo ni mirarte, estás tan delgado. Toma, cógelos.
– Avec joie—contestó él, e inmediatamente se imaginó un pase de un año para la biblioteca pública, chocolate con leche y alguna mercenaria muchacha alemana que, en sus momentos más bajos, siempre deseaba conseguir para sí.
Pensativo, abstraído, vagamente atormentado por la idea de que en sus conversaciones con su madre había olvidado decir lo principal, Fiodor volvió a su casa, se quitó los zapatos, rompió la esquina de una barra de chocolate junto con el papel de plata, se acercó el libro que había dejado abierto sobre el sofá... «La cosecha ondeaba, esperando la hoz.» ¡De nuevo aquella punzada divina! ¡Cómo le inspiraba, cómo se insinuaba, la frase sobre el Terek («¡A fe que el río era pavoroso!) o —incluso más certera e íntimamente:– sobre las mujeres tártaras: «Montaban a caballo, envueltas en yashmaks: todo cuanto podía verse eran sus ojos y los tacones de sus zapatos.»
Así escuchaba el sonido más puro del diapasón de Pushkin —y ya sabía con exactitud qué requería de él este sonido. Dos semanas después de la marcha de su madre le escribió sobre lo que había concebido, lo que le había ayudado a concebir el ritmo transparente de «Arzrum», y ella contestó como si ya lo hubiera sabido:
—Hacía mucho tiempo que no era tan feliz como lo he sido contigo en Berlín, pero ten cuidado, esta empresa no es nada fácil. El corazón me dice que la llevarás a cabo magníficamente, pero recuerda que necesitas mucha información exacta y muy poco sentimentalismo familiar. Si te hace falta algo, te diré lo que pueda, pero ocúpate de la investigación especial allí donde estás y, aún más importante, procúrate todos sus libros y los de Grigori Efimovich, y los del Gran Duque, y muchos otros; naturalmente, ya sabes cómo obtener todo esto, y asegúrate de ponerte en contacto con Vasili Germanovich Krüger, averigua si aún sigue en Berlín, recuerdo que una vez viajaron juntos, y dirígete a otras personas, tú sabes a quién mejor que yo, escribe a Avinov, a Verity, escribe a aquel alemán que solía visitarnos antes de la guerra, ¿Benhaas? ¿Bahnhaas? Escribe a Stuttgart, a Londres, a Tring, que está en Oxford, a todas partes, débrouille-toi, porque yo no sé nada de estas cuestiones y todos estos nombres solamente me suenan en el oído. Pero qué segura estoy de que lo conseguirás, cariño mío.
No obstante, continuó esperando —el trabajo en perspectiva era un soplo de dicha, y temía que la premura estropeara esta dicha, aparte de que la compleja responsabilidad de la obra le asustaba, aún no estaba preparado para ella. Siguiendo su programa de entrenamiento durante toda la primavera, se alimentó de Pushkin, inhaló a Pushkin (el lector de Pushkin ve incrementada la capacidad de sus pulmones). Estudió la exactitud de las palabras y la pureza absoluta de su conjunción; llevó la transparencia de la prosa hasta los límites del verso libre y entonces la dominó: en esto le ayudó un ejemplo vivo de la prosa de Pushkin en Historia de la rebelión de Vugachiov:
Dios nos libre de ver un motín ruso sin sentido y sin piedad...
A fin de fortalecer los músculos de su musa se llevaba en sus caminatas páginas enteras de Pugachiov aprendidas de memoria, como un hombre que emplease una barra de hierro en lugar de un bastón. Desde un cuento de Pushkin se aproximó a él Karolina Schmidt, «muchacha cargada de colorete, de apariencia modesta y sumisa», que adquirió la cama en que falleció Schoning. Pasado el bosque de Grunewald, un administrador de correos que se parecía a Simeón Vyrin (de otro cuento), encendía su pipa junto a la ventana, donde también había macetas con flores de balsamina. El sarafan de la Damisela convertida en Campesina podía verse entre los arbustos de alisos. Se hallaba en aquel estado de ánimo y de mente «en que la realidad, cediendo a las fantasías, se funde con ellas en las nebulosas visiones del primer sueño».
Pushkin entró en su sangre. A la voz de Pushkin se unió la voz de su padre. Besó la mano pequeña y cálida de Pushkin, tomándola por otra mano grande que olía al kalach del desayuno (un bollo blando). Recordó que la niñera suya y de Tania procedía del mismo lugar que la Arina de Pushkin —Suyda, justo después de Gatchina: y a una hora en coche de su zona más allá de Gatchina– y ella también hablaba «con un sonsonete». Oyó a su padre, en una fresca mañana veraniega, mientras bajaban a la casita de baño del río, en cuya pared de tablas centelleaba el reflejo dorado del agua, repetir con clásico fervor lo que él consideraba el verso más bello no sólo de Pushkin sino de todos los versos escritos en el mundo: «Tut Apollon-ideal, tatn Niobeya-pechal» («Aquí está el ideal de Apolo, allí, la aflicción de Níobe»), y el ala bermeja y el nácar de una fritillaria de Níobe fulguró sobre las escabiosas del prado ribereño, donde, durante los primeros días de junio, comparecía, escaso, el pequeño Apolo Negro.
Infatigablemente, en éxtasis, preparaba ahora realmente su obra (en Berlín, con un reajuste de trece días, también eran los primeros días de junio), compilaba material, leía hasta el amanecer, estudiaba mapas, escribía cartas y veía a las personas necesarias. De la prosa de Pushkin había pasado a su vida, por lo que al principio el ritmo de la era de Pushkin se mezcló con el ritmo de la vida de su padre. Libros científicos (con el sello de la Biblioteca de Berlín siempre en la página noventa y nueve), tales como los conocidos volúmenes de Viajes de un naturalista con desconocidas encuademaciones negras y verdes, se codeaban con las viejas revistas rusas en que buscaba la luz reflejada de Pushkin. En ellas, un día, tropezó con las notables Memorias del pasado de A. N. Sujoshchokov, en las cuales había entre otras cosas dos o tres páginas acerca de su abuelo, Kiril Ilych (su padre se refirió a ellas una vez —con desagrado), y el hecho de que el escritor de estas memorias le mencionara casualmente en relación con sus pensamientos sobre Pushkin se le antojó ahora de particular significación, pese a que describía a Kiril Ilych como un juerguista y un haragán.
Sujoshchokov escribía:
Dicen que un hombre a quien han amputado la pierna por la cadera puede sentirla durante largo tiempo, moviendo dedos inexistentes y flexionando inexistentes músculos. Del mismo modo continuará sintiendo Rusia la presencia viva del Pushkin. Hay algo seductor, como un abismo, en su fatal destino, y de hecho, él mismo intuía que habría tenido, y tendría, un arreglo de cuentas especial con el destino. Además de extraer poesía de su pasado, el poeta la encontraba asimismo en pensamientos trágicos sobre el futuro. Conocía bien la triple fórmula de la existencia humana: irrevocable, irrealizable, inevitable. Pero, ¡cómo deseaba vivir! En el ya mencionado álbum de mi tía «académica» escribió personalmente una poesía que todavía recuerdo, tanto mental como visualmente, de modo que aún puedo ver su posición en la página:
Oh, no, mi vida no se ha hecho tediosa,
todavía la quiero, todavía la amo.
Mi alma, aunque su juventud haya desaparecido,
no está completamente yerta.
El destino aún me consolará; gozaré
todavía de una novela de genio,
veré aún a un Mickiéwicz maduro
con algo que yo pueda acariciar.
No creo que se pueda encontrar otro poeta que haya escudriñado el futuro —en broma, supersticiosamente o con inspirada seriedad —con tanta frecuencia. Aun hoy vive en la provincia de Kursk, ha rebasado ya la marca de los cien años, anciano a quien recuerdo de edad avanzada, estúpido y malicioso —en cambio Pushkin ya no está entre nosotros. Al conocer a notables talentos y presenciar notables sucesos en el curso de mi larga vida, he meditado a menudo sobre cómo habría reaccionado a esto y aquello: ¡podría haber visto la emancipación de los siervos y leído Anna Karenina...! Volviendo ahora a estos ensueños míos, recuerdo que una vez en mi juventud tuve algo parecido a una visión. Este episodio psicológico está estrechamente relacionado con el recuerdo de un personaje que aún hoy goza de buena salud, a quien llamaré Ch. —espero que no me reprochará esta reposición de un pasado remoto. Nos conocimos a través de nuestras familias —mi abuelo había sido amigo de su padre. En 1836, cuando se hallaban en el extranjero, el tal Ch., que entonces era muy joven —apenas diecisiete años—, se peleó con su familia (precipitando así, según dicen, la muerte de su padre, héroe de la Guerra napoleónica), y en compañía de unos comerciantes de Hamburgo embarcó tranquilamente con rumbo a Boston, desde donde se trasladó a Texas y allí se dedicó con éxito a la cría de ganado. De este modo transcurrieron veinte años. Perdió la fortuna que había amasado jugando al ecartéen un barco del Mississippi, la recuperó en las casas de juego de Nueva Orleans, volvió a despilfarrarla, y tras uno de esos duelos escandalosamente prolongados y ruidosos en un local cerrado, que entonces estaban tan de moda en Louisiana —y después de muchas otras aventuras—, sintió nostalgia de Rusia, donde, oportunamente, le esperaba una heredad, y con la misma despreocupada facilidad con que le había abandonado, regresó a Europa. Cierta ocasión, en un día de invierno de 1858, nos visitó sin previo aviso en nuestra casa de la Moyka, en San Petersburgo. Nuestro padre estaba ausente y nosotros, la gente joven, atendimos al visitante. Cuando vimos a este mequetrefe estrafalario, vestido de negro y con sombrero también negro, romántico y tenebroso atuendo contra el que destacaba de manera deslumbrante la camisa de seda blanca, con suntuosos pliegues, y el chaleco azul, lila y rosa de botones de brillantes, mi hermano y yo apenas pudimos contener la risa y decidimos al punto aprovecharnos del hecho de que durante todos estos años no había oído absolutamente nada de su patria, como si se hubiera caído en una trampa, de modo que ahora, como un Rip van Winkle de cuarenta años que se despierta en un San Petersburgo transformado, Ch. tenía avidez de noticias, de las cuales nosotros resolvimos darle muchas, mezcladas con nuestros descarados inventos. A la pregunta, por ejemplo, de si Pushkin estaba vivo y qué escribía, yo repliqué con la blasfemia: «Pues sólo hace unos días que publicó un nuevo poema.» Sin embargo, la noche que llevamos al teatro a nuestro invitado, las cosas no salieron muy bien. En lugar de ofrecerle una nueva comedia rusa, le llevamos a ver Ótelo, interpretado por el gran trágico negro Aldridge. Al principio nuestro ganadero americano pareció muy divertido por la aparición de un negro auténtico en el escenario. Pero permaneció indiferente al maravilloso magnetismo de su interpretación y le interesó más examinar al auditorio, en especial nuestras damas de San Petersburgo (con una de las cuales se casó poco después), a las que en aquel momento devoraba la envidia de Desdémona. —Mire quién hay a nuestro lado —dijo de pronto mi hermano, en voz baja, a Ch.—. Allí, a la derecha.
En el palco contiguo había un anciano... De baja estatura, con un frac gastado, de tez morena y amarillenta, patillas canosas y descuidadas, y cabellos escasos y grises, el hombre se recreaba de un modo muy excéntrico en la actuación del africano: sus labios gruesos temblaban, tenían dilatadas las ventanas de la nariz, y en ciertos momentos incluso saltaba en su asiento y golpeaba con arrobo la barandilla, haciendo centellear sus anillos.
—¿Quién es? —preguntó Ch.
—¡Cómo! ¿No le reconoce? Fíjese bien.
—No le reconozco.
Entonces mi hermano abrió mucho los ojos y susurró:
—¡Es Pushkin!
Ch. volvió a mirarle... y al cabo de un minuto fijó su atención en otra cosa. Ahora resulta extraño recordar la rara sensación que me embargó entonces: la broma pesada, como ocurre de vez en cuando, rebotó, y este fantasma convocado tan frívolamente se negaba a desaparecer: yo era totalmente incapaz de desviar mi mirada del palco contiguo; contemplaba aquellas arrugas pronunciadas, aquella nariz ancha, aquellas orejas grandes... sentía escalofríos en la espalda y todos los celos de Ótelo no consiguieron distraerme. ¿Y si fuera de verdad Pushkin?, pensaba. Pushkin a los sesenta años, Pushkin salvado dos décadas antes de la bala del fatídico fanfarrón, Pushkin en el fértil otoño de su genio... Éste es él; esta mano amarilla que sostiene unos gemelos de teatro escribió Anchar, El conde Nulin, Noches egipcias... El acto se acabó, retumbaron los aplausos. El Pushkin de cabellos grises se levantó con brusquedad y, todavía sonriendo, con un alegre destello en sus ojos juveniles, abandonó rápidamente el palco.
Sujoshchokov se equivoca al describir a mi abuelo como un libertino con la cabeza a pájaros. Se trataba simplemente de que los intereses de este último estaban situados en un plano diferente del ambiente de un joven aficionado, miembro del grupo literario de San Petersburgo al que pertenecía entonces nuestro escritor de memorias. Aunque Kiril Ilych hubiera sido algo calavera en su juventud, una vez casado no sólo se apaciguó sino que entró además al servicio del gobierno, doblando simultáneamente su fortuna heredada mediante acertadas operaciones, y más tarde se retiró a su finca campestre, donde manifestó una habilidad extraordinaria para la agricultura, produjo además una nueva clase de manzana, dejó una curiosa «Disertación» (fruto del ocio invernal) sobre la «Igualdad ante la ley en el reino animal», más una propuesta para una inteligente reforma, bajo la especie de intrincado título que entonces estaba en boga, «Visiones de un burócrata egipcio», y en la vejez aceptó un importante cargo consular en Londres. Fue bondadoso, valiente y sincero, y tuvo sus peculiaridades y pasiones —¿qué más podía desear? En la familia ha subsistido la tradición de que, habiendo jurado no jugar por dinero, era físicamente incapaz de permanecer en una habitación donde hubiera una baraja. Un antiguo revólver Cok que le había servido muy bien y un medallón con el retrato de una misteriosa dama atraían indescriptiblemente mis sueños de muchacho. Su vida, que retuvo hasta el fin la frescura de sus tempestuosos comienzos, terminó pacíficamente. Regresó a Rusia en 1883, no como un duelista de Louisiana sino como dignatario ruso, y un día de julio, en el sofá de cuero de la pequeña antesala azul donde más tarde guardaría yo mi colección de mariposas, expiró sin sufrimientos, hablando todo el rato en su delirio de moribundo de un río muy grande y la música y las luces.
Mi padre nació en 1860. El amor a los lepidópteros le fue inculcado por su tutor alemán. (A propósito: ¿qué ha sido de aquellos originales que solían enseñar historia natural a los niños rusos —red verde, caja de latón colgada de una goma, sombrero con mariposas clavadas, nariz larga y erudita, ojos ingenuos tras unas gafas —dónde están, dónde se encuentran sus frágiles esqueletos —o era una raza especial de alemanes, para su exportación a Rusia, o no lo veo tal como debiera?) Después de completar pronto su educación en San Petersburgo (en 1876), acudió a la Universidad de Cambridge, Inglaterra, donde estudió biología con el profesor Bright. Realizó su primer viaje alrededor del mundo cuando mi abuelo aún vivía, y desde entonces hasta 1918 toda su vida consistió en viajar y escribir obras científicas. Las principales son: Lepidóptera Asiática(ocho volúmenes publicados en partes desde 1890 a 1917), Mariposas diurnas y nocturnas del Imperio ruso(los cuatro primeros volúmenes de los seis propuestos aparecieron en 1912-1916) y la más conocida por el público en general, Viajes de un naturalista(siete volúmenes 1892-1912). Estas obras fueron reconocidas unánimemente como clásicos y aún era un hombre joven cuando su nombre ocupaba uno de los primeros lugares en el estudio de la fauna ruso-asiática, junto con los nombres de sus pioneros, Fischer von Waldheim, Menetries, Eversmann.
Trabajaba en estrecho contacto con sus notables contemporáneos rusos. Jolodkovski le llama «el conquistador de la entomología rusa». Colaboró con Charles Oberthur, el Gran Duque Nikolai Mijailovich, Leech y Seitz. Cientos de sus ensayos están diseminados por las revistas entomológicas; el primero —«Sobre las peculiaridades de la frecuencia de ciertas mariposas en la provincia de San Petersburgo» (Horae Soc. Ent. Ross.) —data de 1877, y el último —«Austautia simonoides n. sp., mariposa geométrida imitando a un pequeño parnaso» (Trans. Ent. Soc. Londres), de 1916. Sostuvo una áspera e importante polémica con Staudiger, autor del famoso Katalog. Era vicepresidente de la Sociedad Entomológica Rusa, miembro numerario de la Sociedad Moscovita de Investigadores de la Naturaleza, miembro de la Imperial Sociedad Geográfica Rusa y miembro honorario de una multitud de sociedades científicas extranjeras.
Entre 1885 y 1918 recorrió una increíble extensión de territorio, hizo planos de su ruta a una escala de tres millas para una distancia de muchos miles de millas y formó asombrosas colecciones. Durante estos años completó ocho expediciones importantes que en conjunto duraron dieciocho años; pero entre ellas hubo una multitud de viajes menores, «diversiones» como él los llamaba, y consideraba parte de estas minucias no sólo sus viajes a los países menos investigados de Europa sino también el viaje alrededor del mundo que había hecho en su juventud. Al dedicarse en serio a Asia, investigó la Siberia oriental, el Altai, Fergana, la cordillera del Pamir, la China occidental, «las islas del mar de Gobi y sus costas», Mongolia y «el continente incorregible del Tibet» —y describió sus expediciones con palabras precisas y ponderadas.
Tal es el esquema general de la vida de mi padre, copiado de una enciclopedia. Todavía no canta, pero ya puedo oír una voz viva en su interior. Sólo queda por decir que en 1898, a los treinta y ocho años de edad, se casó con Elisaveta Pavlovna Veshin, la hija, de veinte años, de un conocido estadista; que tuvo dos hijos con ella; que en los intervalos entre sus viajes... Una pregunta angustiosa, algo sacrilega, apenas expresable con palabras: ¿Fue feliz la vida de ella con él, juntos y separados? ¿Perturbaremos este mundo interior o nos limitaremos a una mera descripción de rutas —árida quaedam viarum descripto? «Querida mamá, ahora tengo que pedirte un gran favor. Hoy es 8 de julio, su cumpleaños. En cualquier otro día jamás me hubiera atrevido a pedírtelo. Cuéntame algo sobre él y tú. No las cosas que puedo encontrar en nuestros recuerdos compartidos sino las que sólo tú conoces y preservas.» Y ésta es parte de la respuesta:
... imagínate —un viaje de luna de miel, los Pirineos, la dicha divina de todas las cosas, del sol, de los arroyos, de las flores, de las cumbres nevadas, incluso de las moscas de los hoteles —y de estar juntos en todo momento. Y entonces, una mañana, yo tenía dolor de cabeza o algo parecido, o el calor era excesivo para mí. Me dijo que daría un paseo de media hora antes de almorzar. Recuerdo con extraña claridad que me senté en una terraza del hotel (a mi alrededor, paz, las montañas, los maravillosos riscos de Gavarnie) y empecé a leer por primera vez un libro nada apropiado para muchachas jóvenes, Une vie de Maupassant. Recuerdo que entonces me gustó mucho. Miro mi relojito de pulsera y veo que ya es hora de almorzar, ha pasado más de una hora desde que se fue. Espero. Al principio estoy un poco enfadada, pero luego empiezo a preocuparme. Sirven el almuerzo en la terraza, pero soy incapaz de comer. Voy hasta el prado que hay delante del hotel, vuelvo a mi habitación, salgo una vez más. Al cabo de otra hora me hallaba en un estado indescriptible de terror, agitación, y Dios sabe qué. Viajaba por primera vez, no tenía experiencia y me asustaba con facilidad, y además, estaba Une vie... Decidí que me había abandonado, los pensamientos más terribles y estúpidos se cruzaban por mi imaginación, el día estaba pasando, me parecía que el servicio me miraba maliciosamente —¡oh, no puedo describírtelo! Empecé incluso a meter vestidos en una maleta a fin de volver inmediatamente a Rusia, y entonces decidí de pronto que estaba muerto, salí corriendo y empecé a murmurar algo insensato sobre llamar a la policía. De improviso le vi cruzar el prado con el rostro más alegre que había observado en él, aunque estaba siempre alegre; se acercaba saludándome con la mano como si nada hubiera ocurrido, y sus pantalones claros tenían manchas verdes y húmedas, había perdido el sombrero de paja, la chaqueta estaba rota en un lado... Supongo que ya habrás adivinado qué ocurrió. Gracias a Dios que al menos logró atraparlo —con el pañuelo, al borde de un despeñadero —sino habría pasado la noche en las montañas, como me explicó tranquilamente... Pero ahora quiero contarte otra cosa, de un período algo posterior, cuando yo ya sabía cómo podía ser una separación realmente larga. Tú eras muy pequeño entonces, aún no tenías tres años, no puedes acordarte. Aquella primavera se marchó a Tashkent. Desde allí debía emprender un viaje el primer día de junio y estar ausente por lo menos dos años. Era la segunda gran ausencia desde que estábamos casados. Ahora pienso a menudo que si sumáramos todos los años que pasó sin mí desde el día de nuestra boda, no superarían en su totalidad los de su ausencia actual. Y también pienso en el hecho de que a veces me parecía que era desgraciada, pero ahora sé que siempre era feliz, que aquella desdicha era uno de los colores de la felicidad. En suma, ignoro que me ocurrió aquella primavera, siempre me portaba un poco tontamente cuando se iba, pero aquella vez me porté de un modo vergonzoso. Decidí de repente que le alcanzaría y viajaría con él al menos hasta el otoño. Reuní mil cosas en secreto; no sabía absolutamente nada de lo que se necesitaba, pero se me antojó que iba bien provista de todo. Recuerdo prismáticos, un bastón de alpinista, una cama de campaña, un casco para el sol, un abrigo de piel de liebre salido directamente de La hija del capitán, un pequeño revólver de nácar, una especie de lona encerada que me daba miedo y una complicada cantimplora cuyo tapón no sabía desenroscar. En resumen, piensa en el equipo de Tartarín de Tarascón: no sé cómo logré abandonaros ni cómo os dije adiós, esto lo cubre una especie de niebla, y tampoco recuerdo cómo escapé a la vigilancia de tío Oleg ni cómo llegué a la estación. Pero estaba asustada y alegre a la vez, me sentía una heroína, y en las estaciones todo el mundo miraba mi conjunto de viaje inglés, con su corta falta a cuadros ( entendons-nous, hasta el tobillo), los prismáticos en un hombro y una especie de bolso en el otro. Éste era mi aspecto cuando salté del tarantass en un poblado de las afueras de Tashkent, y bajo el sol brillante, jamás lo olvidaré, vi a tu padre a unos cien metros del camino: estaba, un pie descansando sobre una piedra blanca y un codo apoyado en una valla, hablando con dos cosacos. Corrí por la grava, gritando y riendo; él se volvió lentamente, y cuando yo, como una tonta, me detuve de pronto frente a él, me miró de arriba abajo, entrecerró los ojos, y con una voz horriblemente inesperada dijo tres palabras: «Vete a casa.» Y yo di media vuelta al instante, volví a mi vehículo, subí y observé que él había puesto de nuevo el pie en el mismo lugar y apoyado el codo como antes y reanudado su conversación con los cosacos. Y ahora yo me alejaba, estupefacta, petrificada, y sólo en algún lugar del fondo de mi ser se hacían preparativos para una tempestad de lágrimas. Pero luego, unos tres kilómetros más allá (y aquí irrumpía una sonrisa a través de la línea escrita), él me alcanzó, rodeado de una nube de polvo, montando un caballo blanco, y esta vez nos separamos de modo muy diferente, por lo que continué mi viaje a San Petersburgo casi tan alegre como lo había abandonado, sólo que me preocupabais vosotros dos y no dejaba de preguntarme cómo estaríais, pero no importa, gozabais de buena salud.
En cierto modo me parece que recuerdo todo esto, quizá porque más adelante lo mencionaron con frecuencia. En general, toda nuestra vida cotidiana estaba impregnada de historias acerca de mi padre, de preocupación por él, esperanzas de su regreso, la pena oculta de las despedidas y la alegría salvaje de los recibimientos. Su pasión se reflejaba en todos nosotros, coloreada de diferentes maneras, captada de distintos modos, pero permanente y habitual. El museo que tenía en casa, con hileras de armarios de roble y cajones de cristal, llenos de mariposas crucificadas (el resto —plantas, escarabajos, pájaros, roedores y reptiles– se lo daba a sus colegas para que lo estudiaran), que olía como se huele probablemente en el Paraíso, y donde los ayudantes de laboratorio trabajaban ante mesas colocadas junto a las ventanas de una pieza, era una especie de hogar central y misterioso que iluminaba desde dentro toda nuestra casa de San Petersburgo —y sólo el bramido a mediodía del cañón de Petropavlosk podía quebrar su silencio. Nuestros parientes, amigos no entomólogos, criados y la humildemente quisquillosa Yvonna Ivanovna no hablaban de las mariposas como de algo que existiera realmente sino como cierto atributo de mi padre, que existían sólo porque él existía, o como una enfermedad a la que todo el mundo se había acostumbrado hacía tiempo, por lo que la entomología se convirtió para nosotros en una especie de alucinación habitual, como un inofensivo fantasma doméstico que, sin sorprender a nadie, se sienta todas las noches junto a la chimenea. Al mismo tiempo, ninguno de nuestros innumerables tíos y tías sentía el menor interés por su ciencia ni había leído siquiera su popular trabajo, leído y releído por docenas de miles de rusos cultos. Naturalmente, Tania y yo habíamos aprendido a apreciar a nuestro padre desde la más tierna infancia y nos parecía aún más encantador que, por ejemplo, aquel Harold acerca del cual nos contaba historias, el Harold que luchaba con leones en la arena bizantina, que perseguía bandoleros en Siria, se bañaba en el Jordán, tomó por asalto ochenta fortalezas en África, «la Tierra Azul», salvó a los islandeses de morir de hambre —y era famoso desde Noruega a Sicilia y desde Yorkshire a Novgorod. Más tarde, cuando caí bajo el hechizo de las mariposas, algo se desdobló en mi alma y reviví los viajes de mi padre como si los hubiera hecho yo mismo: en mis sueños veía el camino tortuoso, la caravana, las montañas de múltiples tonos, y envidiaba a mi padre loca y angustiosamente, hasta derramar lágrimas —lágrimas cálidas y violentas que fluían a mis ojos en la mesa, mientras discutíamos sus cartas escritas por el camino o incluso a la sola mención de un lugar muy lejano. Todos los años, al aproximarse la primavera, antes de trasladarnos al campo, sentía dentro de mí una lastimosa fracción de lo que hubiera sentido antes de partir hacia el Tibet. En la avenida Nevski, durante los últimos días de marzo, cuando los bloques de madera de los espaciosos pavimentos de las calles brillaban con un tono azul oscuro por el sol y la humedad, podía verse volando muy por encima de los carruajes, a lo largo de las fachadas de las casas, frente al ayuntamiento y los tilos de la plaza, frente a la estatua de Catalina, la primera mariposa amarilla. La gran ventana de la clase estaba abierta, los gorriones se posaban en el alféizar y los maestros dejaban pasar las lecciones, permitiendo que las reemplazaran cuadrados de cielo azul y balones de fútbol que caían del espacio azulado. Por alguna razón yo siempre tenía malas notas en geografía, y qué expresión tenía el profesor de geografía cuando mencionaba el nombre de mi padre, qué inquisitivas eran las miradas que me dirigían mis condiscípulos en estas ocasiones y cómo palpitaba la sangre en mi interior, de dicha contenida y de miedo a expresar esta dicha– y ahora pienso en lo poco que sé, en lo fácil que es para mí cometer algún error estúpido al describir las investigaciones de mi padre.