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La dádiva
  • Текст добавлен: 21 сентября 2016, 16:35

Текст книги "La dádiva"


Автор книги: Владимир Набоков



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« Le gros grec d'Odessa, le juif de Varsovie,


Le jeune lieutenant, le general age,


Tous ils cherchaient en elle un peu de folle vie,


Et sur son sein révait leur amour passager .»




Y, finalmente, había habido un «verdadero» poeta, el príncipe Voljovskoy, primo de su madre, que publicó un caro volumen de papel aterciopelado, grueso y exquisitamente impreso, de lánguidos poemas, Auroras y estrellas, lleno de viñetas italianas de vides y enredaderas, con una fotografía del autor en la primera página y una monstruosa lista de erratas en la última. Los versos estaban agrupados en capítulos: Nocturnos, Motivos otoñales, Las cuerdas del amor. La mayoría de ellos llevaba el realce de un lema y bajo todos ellos había la fecha y el lugar exactos: Sorrento, Ai-Todor, o En el tren. No recuerdo nada de estas piezas, salvo la reiterada palabra «transporte», que incluso entonces me sonaba como un medio de trasladarse de un lugar a otro.

Mi padre se interesaba poco por la poesía, aunque hacía una única excepción con Pushkin: le conocía como algunas personas conocen la liturgia, y le gustaba declamarlo mientras paseaba. A veces pienso que un eco de El profeta de Pushkin aún debe estar vibrando en algún barranco resonantemente receptivo de Asia. Recuerdo que también citaba la incomparable Mariposa, de Fet, y la poesía de Tiuchev, Ahora se funden las sombras de un azul vago; pero lo que gustaba a nuestra parentela, la poesía lacrimosa, fácilmente memorizada de fines del siglo pasado, que esperaba ávidamente que le pusieran música como tratamiento de su anemia verbal, le inspiraba una indiferencia completa. En cuanto al verso de avant-garde, lo consideraba una majadería —y en su presencia yo no pregonaba mi propio entusiasmo en esta esfera. Una vez en que con una sonrisa de ironía ya preparada hojeó los libros de poesía esparcidos sobre mi mesa y quiso la suerte que se detuviera en el peor ejemplo del mejor de ellos (aquel famoso poema de Blok donde aparece un dshentelmenimposible e insoportable que representa a Edgar Poe y donde kovyor, alfombra, rima con el inglés «sir», transcrito como syor), me molesté tanto que le puse rápidamente en la mano La copa de burbujas atronadoras, de Severyanin, para que pudiera desahogar mejor su alma en ella. En general, yo consideraba que si él consentía en olvidarse por un momento de la clase de poesía que yo era lo bastante tonto para llamar «clasicismo» e intentaba comprender sin prejuicios qué era lo que yo amaba tanto, acabaría por percatarse del nuevo encanto que había aparecido en las facciones de la poesía rusa, encanto que yo intuía incluso en sus manifestaciones más absurdas. Pero cuando hoy totalizo lo que me ha quedado de esta nueva poesía, veo que ha sobrevivido muy poco y se trata precisamente de una continuación natural de Pushkin, mientras que la cáscara abigarrada, la infortunada imitación, las máscaras de la mediocridad y los zancos del talento —todo cuanto un día perdonó mi amor o contempló bajo una luz especial (y esto le parecía a mi padre el verdadero rostro de la innovación —«el hocico del modernismo», como él lo expresaba), es ahora anticuado, está más olvidado incluso que los versos de Karamsin; y cuando veo en la librería de alguien ésta o aquella colección de poesías que una vez vivieron conmigo como hermanas, siento por ellas lo mismo que mi padre sentía entonces sin conocerlas del todo. Su error no estribaba en criticar sin discriminación toda la «poesía moderna», sino en negarse a detectar en ella el largo y vivificante rayo de su poeta favorito.

La conocí en junio de 1916. Tenía veintitrés años. Su marido, un pariente lejano nuestro, estaba en el frente. Ella vivía en una casa pequeña dentro de los límites de nuestra finca y solía visitarnos a menudo. Por su causa olvidé casi del todo a las mariposas y pasé completamente por alto la revolución. En el invierno de 1917 se fue a Novorossisk —y hasta que estuve en Berlín no me enteré por casualidad de su terrible muerte. Era bajita y delgada, tenía cabellos castaños que recogía en un moño alto, mirada alegre en los grandes ojos negros, hoyuelos en las mejillas pálidas y tiernos labios que pintaba con un fragante líquido rojo aplicándose el tapón del frasco de cristal. En todas sus actitudes había algo que yo encontraba adorable hasta hacerme derramar lágrimas, algo indefinible entonces pero que ahora me parece una especie de patética despreocupación. No era inteligente, sino trivial y de educación más bien escasa, exactamente tu polo opuesto... no, no, no quiero decir en absoluto que la amaba más que a ti, ni que aquellas citas fueran más felices que mis encuentros nocturnos contigo... pero todos sus defectos quedaban ocultos bajo una marea tal de fascinación, ternura y gracia, fluía tal encanto de su palabra más casual e irresponsable, que yo estaba dispuesto a mirarla y escucharla eternamente —pero, qué ocurriría ahora si resucitara– no lo sé, no debes hacer preguntas estúpidas. Al atardecer solía acompañarla hasta su casa. Aquellos paseos resultaban útiles alguna vez. En su dormitorio había un retrato pequeño de la familia del zar y un turgueneviano olor a heliotropo. Yo regresaba muy pasada la medianoche (por suerte, mi tutor se había ido a Inglaterra), y nunca olvidaré la sensación de ligereza, orgullo, rapto y salvaje hambre nocturna (ansiaba particularmente requesón con crema y pan negro) mientras caminaba por nuestra avenida, de susurro fiel y hasta lisonjero, hacia la casa oscura (sólo mi madre tenía una luz encendida) y oía los ladridos de los perros guardianes. También fue entonces cuando empezó mi enfermedad versificadora.

A veces estaba almorzando, sin ver nada, moviendo los labios —y al vecino que me pedía el azucarero le pasaba mi copa o un servilletero. Pese a mi inexperimentado deseo de expresar en verso el murmullo amoroso que me invadía (recuerdo bien haber oído decir a mi tío Oleg que si publicara un volumen de poesías, lo titularía, sin duda alguna, Murmullo del corazón), ya había montado, aunque pobre y primitiva, mi propia forja de palabras; sabía, por ejemplo, que en la elección de adjetivos, «innumerable» o «intangible» llenaría de manera simple y conveniente el hueco, deseoso de cantar, desde la cesura hasta la palabra final del verso («Porque tendremos innumerables sueños»); y también que para esta última palabra podía tomarse un adjetivo adicional, de sólo dos sílabas, para combinarla con la larga pieza central («De hermosura intangible y tierna»), fórmula melódica que, dicho sea de paso, ha tenido desastroso efecto tanto en la poesía rusa como francesa. Sabía que los útiles adjetivos del tipo anfíbraco(un trisílabo que uno se imagina en forma de un sofá con tres almohadones —el de en medio dentado) eran abundantísimos en ruso —y cuántos «abatido», «encantado» y «rebelde» despilfarré; que teníamos asimismo muchos troqueos(«tierno»), pero muchos menos dáctilos («gélido»), y éstos, en cierto modo, estaban todos de perfil; que, finalmente, los adjetivos anapésticosy yámbicosmás bien escaseaban, y por añadidura eran siempre bastante aburridos e inflexibles, como «adalid» o «candor». Sabía también que los grandes y largos, como «incomprensible» e «infinitesimal» entrarían en el tetrámero llevando sus propias orquestas, y que la combinación «falaz e incomprendido» prestaba cierta calidad de moaré al verso; si se mira de este modo, es un anfíbraco, y de este otro modo, un yambo. Algún tiempo después, la monumental investigación de Andrei Bely sobre los «medios acentos» (el «comp» y el «ble» en el verso «Incomprensibles deseos») me hipnotizó con su sistema para marcar y calcular estos movimientos escurridizos, por lo que releí todos mis viejos tetrámetros desde este punto de vista y me dolió profundamente la escasez de modulaciones. Al examinar sus diagramas, vi que eran sencillos e incompletos, sin ninguno de esos rectángulos y trapecios que Bely encontró en los tetrámetros de los grandes poetas; y así, por espacio de casi un año —un año malo y pecador—, intenté escribir con miras a lograr los seudoesquemas más ricos y complicados:


En dolorosas meditaciones,


y aromáticamente oscuro,


lleno de introvertida paciencia,


suspira el parque semidesnudo.



siguiendo así durante media docena de estrofas: la lengua tropezaba pero el honor estaba salvado. Expresada gráficamente mediante la unión de los «medios acentos» en los versos y de un verso a otro, la estructura rítmica de este monstruo originaba algo parecido a la inestable torre de cafeteras, cestas, bandejas y búcaros que un payaso de circo mantiene en equilibrio sobre un bastón, hasta que corre hacia la barrera de la arena y todo cae lentamente sobre los espectadores más próximos (que emiten horribles gritos), pero entonces resulta que todo estaba sujeto a una cuerda.

Es probable que como consecuencia de la débil fuerza motriz de mis pequeños rodillos líricos, los verbos y otras partes del lenguaje me interesaban menos. No así las cuestiones de metro y ritmo. Venciendo una preferencia natural por los yambos, buscaba a tientas los metros ternarios; más adelante me fascinaron las escapadas de la métrica. Fue cuando Balmont, en su poema que empieza con «Seré imprudente, seré audaz», lanzó aquel artificial tetrámetro yámbico con el chichón de una sílaba extra después del segundo pie, en el cual, que yo sepa, no se ha escrito jamás una sola poesía buena. Yo daba a este jorobado saltarín una puesta de sol o una nave y me asombraba al ver que la primera se desvanecía y la última naufragaba. Las cosas eran más fáciles con el soñador tartamudeo de los ritmos de Blok, pero en cuanto empecé a usarlos, en mi verso se infiltró imperceptiblemente un medievo estilizado —pajes azules, monjes, princesas—, similar al de aquel cuento alemán en que la sombra de Bonaparte visita, por la noche, al anticuario Stolz para buscar el fantasma de su tricornio.

A medida que progresaba mi caza, las rimas se fueron clasificando en un sistema práctico algo semejante al de un fichero. Se distribuyeron en pequeñas familias —racimos de rimas, paisajes de rimas. Letuchiy(volador) se agrupó inmediatamente con tuchi(nubes) sobre las kruchi(pendientes) del shguchey(ardiente) desierto y del neminuchey(inevitable) destino. Nebosklon(el cielo) abría el balkon(balcón) a la musa y le enseñaba un klyon(arce). Tsvety(las flores) y ty(tú) convocaban mechty(sueños) en medio de la temnoty(oscuridad). Svechi, plechi, vstrechi y rechi(velas, hombros, encuentros y discursos) creaban el antiguo ambiente de un baile en el Congreso de Viena o en el cumpleaños del gobernador de la ciudad. Glasa(ojos) brillaban, azules, en compañía de biryusa(turquesa), grosa(tormenta) y strekosa(libélula), y era mejor no enredarse con esta serie. Derevya(los árboles) estaban debidamente emparejados con kochevya(campamentos nómadas), como ocurre en el juego que consiste en coleccionar cartas con nombres de ciudades y sólo se tienen dos de Suecia (¡pero una docena al tratarse de Francia!). Veter(viento) no tenía pareja, excepto de un setterno muy atractivo que corría en la lejanía, pero cambiando al genitivo se podían obtener palabras que terminasen en «metro» y lograr así ( vetra-geometra). Había también ciertos monstruos muy apreciados cuyas rimas, como sellos raros en un álbum, estaban representadas por espacios en blanco. Así pues, me costó mucho tiempo descubrir que ametistovyy(de amatista) podía rimar con perelistyvay(vuelve las páginas), con neistovyy(furioso), y con el genitivo de un totalmente inapropiado pristav(policía). En suma, era una colección muy bien clasificada que conservaba siempre a mano.

No dudo de que incluso entonces, en la época de esta escuela y deformadora (de la que apenas me hubiera ocupado de haber sido un poeta típico jamás tentado por las zalamerías de una prosa armoniosa), yo conocía la verdadera inspiración. La agitación que me dominaba no tardaba en cubrirme con una helada sábana, comprimirme las articulaciones y tirarme de los dedos. La lunática peregrinación de mi pensamiento, que por medios ignotos encontraba entre mil puertas la que conducía a la ruidosa noche del jardín, la expansión y contracción del corazón, ahora vasta como el cielo estrellado y en seguida pequeña como una gota de mercurio, los brazos abiertos de una especie de abrazo interior, los sagrados susurros, lágrimas y emoción del clasicismo —todo era genuino. Pero en aquel momento, en una tentativa torpe y atolondrada de resolver la agitación, me agarraba a las primeras palabras fáciles disponibles, a sus nexos ya confeccionados, por lo que en cuanto me embarcaba en lo que yo consideraba creación, en lo que debiera haber sido la expresión, la conexión viva entre mi divina excitación y mi mundo humano, todo expiraba en un fatal torrente de palabras, mientras yo continuaba alternando epítetos y ajustando rimas sin advertir la grieta, la degradación y la traición —como un hombre que relata su sueño (infinitamente libre y complejo como todos los sueños, pero cuajándose como la sangre al despertar) y sin que él ni su auditorio se dé cuenta, lo redondea, lo depura y lo viste a la moda de la realidad vulgar, y si comienza así: «He soñado que estaba en mi habitación», vulgariza monstruosamente los planes del sueño al dar por sentado que la habitación estaba amueblada exactamente igual que su habitación de la vida real.

Adiós para siempre: un día de invierno en que caían grandes copos de nieve desde la mañana, en todas direcciones —verticalmente, en diagonal, incluso hacia arriba. Sus grandes chanclos y su manguito minúsculo. Se lo llevaba todo consigo, absolutamente todo —incluido el parque donde solían encontrarse en verano. A él sólo le quedaba el inventario rimado y la cartera bajo el brazo, la gastada cartera de un alumno del último curso que había dejado la escuela. Una timidez extraña, el deseo de decir algo importante, silencio, vagas e insignificantes palabras. El amor, dicho simplemente, repite en la última despedida el tema musical de la timidez que precede a la primera confesión. El tacto reticulado de sus salados labios a través del velo. En la estación había un vil alboroto animal: ésta era la época en que las semillas blancas y negras de la flor de la dicha, el sol y la libertad se sembraban liberalmente. Ahora ha crecido. Rusia está poblada de girasoles, que es la flor más grande, más estúpida y de cara más gruesa.

Poesías: sobre la separación, sobre la muerte, sobre el pasado. Es imposible definir (pero parece que ocurrió en el extranjero) el período exacto de mi cambio de actitud hacia la poesía, cuando me cansé del taller, de la clasificación de palabras y de la colección de rimas. Pero qué dolorosamente difícil fue romper, esparcir y olvidar todo aquello: las costumbres defectuosas persistían con firmeza, las palabras habituadas a ir juntas no querían quedarse sin pareja. En sí mismas no eran malas ni buenas, pero su combinación en grupos, la garantía mutua de las rimas, los ritmos en hilera —todo esto las hacía impuras, feas y muertas. Considerarse una mediocridad era apenas mejor que creerse un genio: Fiodor dudaba de lo primero y concedía lo segundo, pero, lo que es más importante, procuraba no rendirse a la cruel desesperación de una hoja en blanco. Puesto que había cosas que quería expresar de modo tan natural y espontáneo como los pulmones quieren dilatarse, las palabras apropiadas para respirar tenían que existir. Las reiteradas lamentaciones de los poetas de que, ay, no existen palabras disponibles, de que las palabras son cadáveres exangües, de que las palabras son incapaces de expresar nuestros sentimientos cotidianos (y para probarlo se da rienda suelta a un torrente de hexámetros trocaicos), se le antojaban tan insensatas como el firme convencimiento del habitante más viejo de una aldea de montaña de que aquella cumbre no ha sido jamás escalada ni nunca lo será; una mañana fría y soleada aparece un inglés largo y delgado —y trepa alegremente hasta la cima.

El primer sentimiento de liberación se despertó en él cuando trabajaba en el pequeño volumen Poemas, publicado hacía ya dos años. Permanecía en su conciencia como un ejercicio agradable. Era cierto que ahora se avergonzaba de una o dos de aquellas cincuenta octavas —por ejemplo, la que trataba de la bicicleta, o del dentista—, pero, por otro lado, había fragmentos vivos y genuinos: la pelota perdida y encontrada, por ejemplo, había salido muy redondeada, y el ritmo de los dos últimos versos aún seguía cantando en su oído con la misma inspirada expresividad de antes. Había publicado el libro por cuenta propia (después de vender un vestigio casual de su antigua riqueza, una pitillera de oro plana con la fecha de una distante noche de verano rascada en su superficie —¡oh, aquel crujido de la puerta de torniquete de ella, húmeda de rocío!) y del total de quinientos ejemplares impresos, cuatrocientos veintinueve seguían en el almacén del distribuidor, polvorientos y sin cortar, formando una buena montaña. Había regalado diecinueve a diferentes personas y reservado uno para sí mismo. A veces se preguntaba sobre la identidad exacta de las cincuenta y una personas que habían comprado el libro. Se imaginaba a todo el grupo en una habitación (como una reunión de accionistas —«lectores de Godunov-Cherdyntsev») y todos eran iguales: ojos pensativos y un pequeño volumen blanco en sus manos afectuosas. Sólo conocía con seguridad el destino de un único ejemplar: lo había comprado hacía dos años Zina Mertz.

Yacía fumando, lleno de suave sosiego; se recreaba en el calor uterino de la cama, el silencio del piso y el lánguido paso del tiempo. Marianna Nikolavna tardaría un poco en volver y la comida era después de la una y cuarto. Durante los últimos tres meses había conjugado completamente la habitación y su movimiento en el espacio coincidía ahora exactamente con el de su vida. El ruido de un martillo, el silbido de una bomba, el estruendo de un motor en reparación, estallidos alemanes, de voces alemanas —todo este complejo conjunto de ruidos que llegaba todas las mañanas del lado izquierdo del patio, donde había garajes y talleres de coches, era familiar e inofensivo desde hacía tiempo —una pauta apenas perceptible dentro del silencio y no una violación de él. Podía tocar la mesita de la ventana con el dedo del pie, si lo estiraba por debajo de la manta, y mediante la proyección lateral del brazo podía alcanzar el armario de la pared izquierda (el cual, dicho sea de paso, se abría a veces sin ninguna razón, con el aspecto oficioso de un actor inepto que sale al escenario en un momento inoportuno). Sobre la mesa había la fotografía de Leshino, una botella de tinta, una lámpara bajo cristal opaco y un plato con restos de mermelada; había revistas diseminadas, la Krasnaya Nov' soviética y los Sovremennye Sapiski de la emigración, y un tomito de poesía de Koncheyev, Comunicación, que acababa de aparecer. Caídos sobre la alfombra, junto al diván, había el diario de la víspera y una edición de Almas muertaspublicada por la emigración. De momento no veía nada de todo ello, pero allí estaba: pequeña sociedad de objetos adiestrados para hacerse invisibles y encontrar así su propósito, que sólo podían cumplir mediante la constancia de su carácter misceláneo. Su euforia lo invadía todo —una niebla palpitante que de pronto empezaba a hablar con voz humana. Nada del mundo podía ser mejor que estos momentos. Ama solamente lo imaginativo y raro; lo que consigue aproximarse desde la distancia de un sueño; lo que los bribones condenan a muerte y los necios no pueden soportar. Sé fiel a la ficción como lo eres a tu patria. Ahora es nuestro tiempo. Sólo los perros extraviados y los inválidos están despiertos. Suave es la noche de verano. Un coche pasa a gran velocidad: ese último coche se ha llevado para siempre al último banquero. Cerca del farol, las hojas venosas de un limero se disfrazan de crisoprasa con un fulgor traslúcido. Más allá del portal yace la sombra encorvada de Bagdad, y tu estrella derrama su rayo sobre Pulkovo. Oh, júrame...

Desde el recibidor llegó el irritante repiqueteo del teléfono. Por acuerdo tácito, Fiodor lo atendía cuando los demás estaban fuera. ¿Y si no me levantase ahora? El timbre continuó mucho rato, con breves pausas para recobrar el aliento. No quería morir; había que matarlo. Incapaz de resistirlo, con una maldición, Fiodor ganó el recibidor a velocidad de fantasma. Una voz rusa preguntó, irritada, con quién hablaba. Fiodor la reconoció instantáneamente: era una persona desconocida —por capricho del destino, un compatriota —que ya se había equivocado de número el día anterior y ahora, debido a la similitud de las cifras, volvía a equivocarse. «Por el amor de Dios, desaparezca», dijo Fiodor, colgando con airada premura. Visitó un momento el cuarto de baño, bebió en la cocina una taza de café frío y corrió de nuevo a la cama. ¿Cómo te llamaré? ¿Media-Mnemosine? También en tu apellido hay un medio resplandor. Es tan extraño para mí vagar, contigo oh, mi media fantasía, por el oscuro Berlín. Hay un banco bajo el árbol traslúcido. Estremecimientos y sollozos te reaniman allí, y en tu mirada veo toda la maravilla de la vida, y veo la pálida y bella refulgencia de tus cabellos. En honor de tus labios cuando besan los míos, podría inventar un día una metáfora: nieves de las montañas tibetanas, resplandor que danza, y un cálido manantial junto a flores salpicadas de escarcha. Nuestra pobre propiedad nocturna —ese húmedo brillo del asfalto, aquella valla y aquel farol– conducida por la imaginación para ganar a la noche un mundo de belleza. Eso no son nubes —sino estribaciones altas como las estrellas; no son persianas iluminadas – sino luz del campamento sobre una tienda! Oh, júrame que mientras la sangre palpite, serás fiel a lo que vamos a inventar.

A mediodía se oyó el hurgar de una llave (ahora pasamos al ritmo de la prosa de Bely), y la cerradura reaccionó como debía, con un castañeteo: era Marianna (relleno) Nikolavna, que volvía del mercado; con pasos fuertes y un desagradable crujido de su impermeable, acarreó una cesta de provisiones de quince kilos de peso por delante de su puerta y hasta la cocina. ¡Musa del ritmo de la prosa rusa! Di adiós para siempre a los tristes dactilicos del autor de Moscú. Ahora había desaparecido toda sensación de comodidad. Ya no quedaba nada de la matutina capacidad de tiempo. La cama se había convertido en la parodia de una cama. En los sonidos de la cocina, donde se preparaba la comida, había un reproche desagradable, y la perspectiva de lavarse y afeitarse parecía tan tediosa e imposible como la perspectiva de los primitivos italianos. Y también de esto tendrás que separarte algún día.

Las doce y cuarto, las doce y veinte, las doce y media... Se permitió un último cigarrillo en el calor tenaz, aunque ya aburrido, de la cama. El anacronismo de la almohada se hacía cada vez más evidente. Se levantó sin terminar el cigarrillo y pasó inmediatamente de un mundo de muchas dimensiones interesantes a uno restringido y exigente, de presión distinta, que al momento cansó su cuerpo y le provocó dolor de cabeza; a un mundo de agua fría: hoy no funcionaba la caliente.

Una resaca poética, depresión, el «animal triste»... La víspera había olvidado enjuagar su máquina de afeitar, entre los dientes había una espuma pétrea, la hoja estaba oxidada —y no tenía otra. Un pálido autorretrato le miraba desde el espejo con los ojos serios de todos los autorretratos. En un punto delicado de un lado del mentón, entre los pelos crecidos durante la noche (¿cuántos metros de pelo cortaré en mi vida?), había aparecido un grano amarillento que se convirtió al instante en el centro de la existencia de Fiodor, lugar de reunión de todas las sensaciones desagradables que ahora acudían desde diferentes partes de su ser. Lo reventó —aunque sabía que después se hincharía hasta el triple de su tamaño. Qué horrible era todo esto. Entre la fría espuma de afeitar surgía el pequeño ojo escarlata: L'oeil regardait Cdin. La hoja no producía efecto en los pelos, y su tacto rasposo cuando los tocó con los dedos le infundió un sentimiento de infernal desesperanza. En las proximidades de la nuez aparecieron gotitas de sangre, pero los pelos seguían allí. La Estepa de la Desesperación. Por añadidura, en el cuarto de baño la luz era escasa, y aunque hubiera encendido la bombilla, el amarillo de siempreviva de la electricidad diurna no habría servido de nada. Después de afeitarse de cualquier manera, se metió cautelosamente en la bañera y gimió bajo el impacto glacial de la ducha; entonces se equivocó de toalla y pensó con desaliento que olería todo el día a Marianna Nikolavna. La piel del rostro, de repugnante aspereza, le escocía, sobre todo en un punto diminuto de un lado del mentón. De repente sacudieron con vigor el picaporte de la puerta del cuarto de baño (Shchyogolev había vuelto). Fiodor Konstantinovich esperó a que los pasos se alejaran, y entonces volvió corriendo a su habitación.

Poco después entró en el comedor. Marianna Nikolavna estaba sirviendo la sopa. Besó su mano áspera. La hija, recién llegada del trabajo, se acercó a la mesa con pasos lentos, cansada y al parecer aturdida por la oficina; se sentó con graciosa languidez —un cigarrillo entre los dedos esbeltos, polvos en los párpados, un chaleco de seda color turquesa, el cabello corto y rubio apartado de las sienes, malhumor, silencio, ceniza. Shchyogolev bebió de un trago una copita de vodka, metió una punta de la servilleta dentro del cuello y empezó a sorber la sopa, mirando a su hijastra por encima de la cuchara, afable pero cautelosamente. Ella mezcló con lentitud un blanco signo de exclamación de crema agria en su borshch, pero después, se encogió de hombros, y dejó el plato a un lado. Marianna Nikolavna, que la miraba con atención, tiró la servilleta sobre la mesa y salió del comedor.

—Vamos, come, Aída —instó Shchyogolev, sacando los labios húmedos. Sin una palabra de réplica, como si él no existiera —sólo temblaron las ventanas de su fina nariz—, ella se volvió en la silla, torció fácil y naturalmente su largo cuerpo, alcanzó un cenicero del aparador que tenía a su espalda, lo colocó junto a su plato y echó en él un poco de ceniza. Marianna Nikolavna, con una mirada ofendida que oscurecía su abundante y torpe maquillaje, volvió de la cocina. Su hija puso el codo izquierdo sobre la mesa, se apoyó un poco en él y empezó lentamente la sopa.

—Bueno, Fiodor Konstantinovich —dijo Shchyogolev, que ya había satisfecho los primeros embates del hambre—, ¡parece que las cosas se van solucionando! ¡Una ruptura completa con Inglaterra, y Hinchuk derrotado! Ya sabe usted que el asunto empieza a oler a algo serio. ¡Recordará que el otro día dije que el disparo de Koverda era la primera señal! ¡Guerra! Se ha de ser muy, muy ingenuo para negar que es inevitable. Juzgue usted mismo: En el Extremo Oriente, Japón no puede permitir...

Y Shchyogolev se embarcó en una discusión sobre política. Como muchos charlatanes no asalariados pensaba que podía combinar los reportajes de charlatanes asalariados que leía en los periódicos y formar con ellos un esquema ordenado, con el cual una mente lógica y sensata (en este caso la suya) podía explicar y prever sin esfuerzo multitud de sucesos mundiales. Los nombres de naciones y de sus máximos representantes se convertían en sus manos en algo parecido a letreros de recipientes más o menos llenos, pero idénticos en esencia, cuyo contenido derramaba a un lado y otro. Francia TEMÍA algo, por lo que jamás PERMITIRÍA una cosa así. Inglaterra se PROPONÍA algo. Este estadista ANSIABA un acercamiento, mientras el otro quería aumentar su PRESTIGIO. Alguien TRAMABA y alguien LUCHABA por algo. En suma, el mundo creado por Shchyogolev era una especie de colección de matones limitados, abstractos, sin humor y sin rostro, y cuanto más cerebro, astucia y circunspección hallaba en sus actividades mutuas, tanto más estúpido, vulgar y sencillo era su mundo. El asunto llegaba a ser temible cuando se tropezaba con otro amante similar de los pronósticos políticos. Por ejemplo, de vez en cuando invitaban a comer cierto coronel Kasatkin, y entonces la Inglaterra de Shchyogolev no chocaba con otro país de Shchyogolev sino con la Inglaterra de Kasatkin, igualmente inexistente, por lo que en cierto sentido las guerras internacionales se convertían en guerras civiles, aunque los bandos contendientes existían a diferentes escalas que nunca podrían entrar en contacto. Ahora, mientras escuchaba a su patrón, Fiodor estaba asombrado por el parecido familiar que había entre las naciones mencionadas por Shchyogolev y las diversas partes del cuerpo de éste: así «Francia» correspondía a la advertencia de sus cejas levantadas; cierta clase de «limítrofes» a los pelos de las ventanas de su nariz, cierto «pasillo polaco» recorría su esófago; «Danzig» era el rechinar de sus dientes; y Rusia, el trasero de Shchyogolev.

Habló a lo largo de los dos platos siguientes ( gulash, kissel), tras lo cual se hurgó los dientes con una cerilla rota y se fue a dormir la siesta. Marianna Nikolavna lavó los platos antes de hacer lo mismo. Su hija, sin haber pronunciado una sola palabra, volvió a la oficina.

Fiodor había tenido el tiempo justo de quitar las sábanas del diván cuando llegó un alumno, hijo de un dentista emigrado, chico grueso y pálido, con gafas de montura de concha y una pluma estilográfica en el bolsillo de la chaqueta. Como asistía a una escuela superior berlinesa, el pobre muchacho estaba tan empapado de los hábitos locales que incluso en inglés cometía los mismos errores irremediables que cualquier alemán obtuso. No había poder en la tierra, por ejemplo, que le impidiera usar el pretérito imperfecto en lugar del pretérito simple, y esto dotaba a cada una de sus casuales actividades del día anterior de una especie de permanencia estúpida. Con la misma obstinación manejaba el «also» inglés con el «also» alemán, y tras vencer el espinoso final de la palabra «clothes», añadía invariablemente una superflua sílaba sibilante ( «clothesses»), como si se deslizara tras haber pasado un obstáculo. Sin embargo, se expresaba en inglés con bastante facilidad y sólo había buscado un maestro porque quería obtener la calificación máxima en el examen final. Era pagado de sí mismo, locuaz, obtuso y germánicamente ignorante; es decir, trataba todo cuanto no sabía con escepticismo. Por creer con firmeza que el lado humorístico de las cosas tenía desde hacía tiempo su lugar apropiado (la última página de un semanario ilustrado berlinés), jamás reía, o se limitaba a una sonrisita condescendiente. Lo único que podía divertirle un poco era una anécdota sobre una ingeniosa operación financiera. Toda su filosofía de la vida se reducía a la proposición más simple: el pobre es desgraciado, el rico es feliz. Esta felicidad legalizada gozaba del alegre acompañamiento de música bailable de la mejor calidad, tocada por diversos instrumentos de gran complicación técnica. Siempre hacía lo posible por llegar a la lección un poco antes de la hora y marcharse un poco después.


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