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La dádiva
  • Текст добавлен: 21 сентября 2016, 16:35

Текст книги "La dádiva"


Автор книги: Владимир Набоков



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Leyó a Pomyalovski (la honradez en el papel de pasión trágica) y encontró en él esta ensalada de frutas léxica: «pequeños labios como cerezas, de un rojo frambuesa». Leyó a Nekrasov, y notando cierto defecto de periodista urbano en su poesía (frecuentemente encantadora), encontró una aparente explicación de sus vulgarismos en su prosaico Mujeres rusas(«Qué placentero, además, compartir todos los pensamientos con alguien a quien se adora») en el descubrimiento de que a pesar de sus paseos por el campo confundía a los tábanos con los abejorros y avispas (en bandada): «un inquieto enjambre de abejorros», y diez líneas más abajo: los caballos «buscan refugio de las avispas» bajo el humo de una fogata. Leyó a Herzen y de nuevo pudo comprender mejor el defecto (el oropel locuaz) de sus generalizaciones cuando advirtió que este autor, por su escaso conocimiento del inglés (atestiguado por su referencia autobiográfica, que empieza con el divertido galicismo «nazco»), había confundido los sonidos de dos palabras inglesas «beggar» (mendigo) y «bugger» (sodomita) y así había hecho una brillante deducción a propósito del respeto inglés por la riqueza.

Semejante método de evaluación, llevado hasta su extremo, hubiera sido aún más necio que considerar a escritores y críticos como exponentes de ideas generales. ¿Qué importancia tiene que al Sujoshchokov de Pushkin no le guste Baudelaire, y es justo condenar la prosa de Lermontov porque se refiere dos veces a un imposible «cocodrilo» (una vez en serio y otra en una comparación bromista)? Fiodor se detuvo a tiempo, evitando así que la agradable sensación de que había descubierto un criterio fácilmente aplicable se deformara por el abuso.

Leyó mucho —más de lo que había leído nunca—. Al estudiar los cuentos cortos y las novelas de los hombres de los años sesenta, le sorprendió su insistencia en los diversos modos de saludo entre sus personajes. Meditando sobre la servidumbre del pensamiento ruso, ese eterno tributario de esta o aquella Horda Dorada, se dejó entusiasmar por fantásticas comparaciones. Por ejemplo, en el párrafo 146 del Código de censura de 1826, en que se conminaba a los autores a «defender la ética casta y no reemplazarla meramente por la belleza de la imaginación», bastaba con reemplazar «casta» por «cívica» o una palabra semejante a fin de obtener el código de censura particular de los críticos radicales; y similarmente, cuando el reaccionario Bulgarin informó al gobierno, en una carta confidencial, de su disposición a colorear los personajes de la novela que estaba escribiendo para agradar al censor, uno no podía por menos de pensar en la adulación posterior en que cayeron incluso autores como Turguenev ante el Tribunal de la Opinión Pública Progresista; y el radical Shchedrin, que empleó una limonera de carro como arma y ridículizó la enfermedad de Dostoyevski, o Antonovich, que llamó a dicho autor «animal apaleado y moribundo», no eran muy diferentes del derechista Burenin, que persiguió al infortunado poeta Nadson. En los escritos de otro crítico radical, Saitsev, era cómico encontrar, cuarenta años antes de Freud, la teoría de que «todos estos sentimientos estéticos e ilusiones similares que "nos elevan", son tan sólo modificaciones del instinto sexual...»; éste era el mismo Saitsev que llamó a Lermontov «idiota desilusionado», criaba gusanos de seda en su cómodo exilio de Locarno (que nunca salieron del capullo), y a menudo rodaba por las escaleras debido a su miopía.

Fiodor trató de clasificar el revoltijo de ideas filosóficas de la época, y sacó la impresión de que en la misma lista de nombres, en su burlesca consonancia, se manifestaba una especie de pecado contra el pensamiento, una mofa de él, una mancha de la época, en que algunos alababan con extravagancia a Kant, otros a Kont (Comte) y otros a Hegel o Schlegel. Y, por otro lado, empezó a comprender poco a poco que los radicales intransigentes como Chernyshevski, con todos sus ridículos y crasos errores, eran, como quiera que se mirase, verdaderos héroes en su lucha contra el orden de cosas gubernamental (que era todavía más pernicioso y vulgar que su propia fatuidad en el ámbito de la crítica literaria), y que otros de la oposición, los liberales o los eslavófilos, que arriesgaban menos, eran por la misma razón menos dignos que estos férreos provocadores.

Admiraba sinceramente la burla devastadora con que Chernyshevski, enemigo de la pena capital, acogió la proposición de infame benevolencia y mezquina sublimidad hecha por el poeta Zhukovski, de que las ejecuciones se rodearan de un secreto místico (ya que en público, según él, el condenado a muerte adopta una actitud impávida y desafiante que redunda en descrédito de la ley), de modo que los asistentes a una ejecución en la horca no pudieran ver nada y sólo oír solemnes himnos religiosos detrás de una cortina, lo cual daría un carácter conmovedor al acto. Y mientras leía esto, Fiodor recordó haber oído decir a su padre que es innato en todos los hombres el sentimiento de algo insuperablemente anormal en la pena de muerte, algo parecido a la misteriosa acción invertida de un espejo, que convierte en zurdo a todo el mundo: no en vano todo se invierte para el verdugo: la collera está puesta del revés cuando llevan al bandido Razin al cadalso; el vino del verdugo no se sirve con un giro natural de la muñeca, sino con el revés de la mano; y si, de acuerdo con el código suavo, a un actor insultado se le permitía buscar satisfacción atacando a la sombra del ofensor, en China era precisamente un actor —una sombra– quien desempeñaba el papel de verdugo, relevando así de toda responsabilidad al mundo de los hombres y transfiriéndola al del interior de los espejos.

Intuyó claramente un engaño a escala gubernamental en las acciones del «Libertador del zar», quien muy pronto se cansó de toda esta cuestión de conceder libertades; porque fue el tedio del zar lo que prestó el matiz principal a la reacción. Después del manifiesto, la policía disparó contra la muchedumbre en la estación de Bezdna —y la vena epigramática de Fiodor se recreó en la insípida tentación de considerar el destino ulterior de los dirigentes de Rusia como el trayecto entre las estaciones de Bezdna(sin fondo) y Dno(fondo).

Gradualmente, como resultado de todas estas incursiones al pasado del pensamiento ruso, fue generando una nueva añoranza de Rusia que era menos física que antes, un deseo peligroso (contra el que luchó con éxito) de confesarle algo y convencerla de algo. Y mientras acumulaba conocimientos, mientras extraía su creación terminada de esta montaña, recordó otra cosa: un montón de piedras en un paso asiático; cada uno de los guerreros que marchaban a una campaña, colocaba allí una piedra; a su regreso, cada uno cogía una piedra del montón; las que quedaban representaban para siempre el número de los caídos en la batalla. En uno de estos montones de piedras, Tamerlán previo un monumento.

En invierno ya había empezado a escribir, tras pasar imperceptiblemente de la acumulación a la creación. El invierno, como la mayoría de los inviernos memorables y como todos los inviernos introducidos a causa de una frase narrativa, resultó (siempre «resultan» en semejantes casos) muy frío. Durante sus citas nocturnas con Zina en un café pequeño y vacío, cuyo mostrador estaba pintado de color añil y donde minúsculas lámparas azul marino, actuando tristemente como portadoras de amodorramiento, ardían sobre seis o siete mesitas, le leía lo que había escrito durante la jornada y ella escuchaba, bajando las pintadas pestañas y apoyada sobre un codo, mientras jugaba con un guante o una pitillera. A veces aparecía la perra del dueño, animal híbrido y grueso, de tetas colgantes, que colocaba la cabeza sobre la rodilla de Zina, y bajo la mano tierna y risueña que acariciaba la piel de su frente sedosa, los ojos de la perra se rasgaban como los de los chinos, y cuando le daban un terrón de azúcar, lo tomaba, se dirigía lentamente a un rincón, se aposentaba y empezaba a masticar ruidosamente. «Maravilloso, pero no estoy segura de que puedas decirlo así en ruso», comentaba a veces Zina, y después de discutirlo, corregía la expresión que ella había puesto en duda. Zina, para abreviar, llamaba Chernysh a Chernyshevski y se habituó tanto a considerar que pertenecía a Fiodor, y en parte a ella, que su vida real en el pasado se le antojaba una especie de plagio. La idea de Fiodor de componer la biografía en forma de anillo, cerrado con el broche de un soneto apócrifo (de modo que el resultado no fuera la forma de un libro, que por su limitación se opone a la naturaleza circular de todo lo existente, sino de una frase continuamente. curvada y, por tanto, infinita), a Zina le pareció al principio que era imposible incorporarla a papel plano y rectangular —y su entusiasmo fue aún mayor cuando advirtió que, pese a todo, se estaba formando un círculo—. Su despreocupación era completa respecto a si el autor acostumbraba ceñirse a la verdad histórica o la falseaba —lo daba por sentado, ya que, de no ser así, no valdría la pena escribir el libro—. Por otro lado, una verdad más profunda, de la cual sólo él era responsable y que sólo él podía encontrar, era para ella tan importante que la menor torpeza o confusión en sus palabras se le antojaba el germen de una falsedad, que se debía exterminar inmediatamente. Dotada de una memoria muy flexible, que —se enroscaba como la hiedra en torno a todo cuanto percibía, Zina, al repetir las combinaciones de palabras que le gustaban de modo particular, las ennoblecía con su propia circunvolución secreta, y siempre que Fiodor cambiaba por alguna razón el giro de una frase que ella recordaba, las ruinas del pórtico permanecían durante mucho tiempo en el dorado horizonte, reacias a desaparecer. Había en su receptividad una gracia extraordinaria que de manera imperceptible servía a Fiodor de regulador, incluso de guía. Y a veces, cuando se habían reunido al menos tres clientes, una anciana pianista que llevaba quevedos se sentaba al piano del rincón y tocaba la Barcarola de Offenbach como una marcha.

Ya se estaba aproximando al final de su obra (el nacimiento del héroe, para ser exactos) cuando Zina dijo que no le perjudicaría descansar y por lo tanto irían juntos a un baile de disfraces en casa de un artista amigo suyo. Fiodor era un mal bailarín, no soportaba a los bohemios alemanes y además se negó en redondo a poner uniforme a la fantasía, que es lo que en efecto hacen los bailes de disfraces. Convinieron en que llevaría antifaz y un smokinghecho cuatro años atrás que no se había puesto más de cuatro veces. «Y yo iré de...», empezó ella con aire soñador, pero se interrumpió bruscamente. «De lo que gustes menos de doncella boyarda o de Colombina, te lo ruego», dijo Fiodor. «Pues sería muy apropiado para mí —observó ella, desdeñosa—. Oh, te aseguro que será todo muy alegre —añadió con ternura, para disipar el malhumor de él—. Al fin y al cabo, estaremos solos entre la gente. ¡Tengo tantos deseos de ir! Estaremos juntos toda la noche y nadie sabrá quién eres, y yo he pensado un disfraz especialmente dedicado a ti.» Él la imaginó con la espalda desnuda y brazos pálidos y azulados —pero entonces se introdujeron furtivamente muchos rostros bestiales y excitados, la burda necedad de las ruidosas francachelas alemanas; bebidas mediocres inflamaban su estómago, eructaba por culpa de los bocadillos de huevo duro; pero de nuevo concentró sus pensamientos en el baile al son de la música, en la vena transparente de la sien de Zina. «Claro que será alegre, claro que iremos», dijo con convicción.

Decidieron que ella iría a las nueve y él la seguiría una hora después. Restringido por el límite de tiempo, no se sentó a trabajar después de la cena sino que se dedicó a hojear una nueva revista de emigrados en que se mencionaba de paso a Koncheyev dos veces, y estas referencias casuales, que comportaban el reconocimiento general del poeta, eran más valiosas que la crítica más favorable: seis meses antes, esto hubiera provocado en él lo que sentía el envidioso Salieri de Pushkin, pero ahora se sintió asombrado de la propia indiferencia hacia la fama de otro. Consultó el reloj y empezó a cambiarse con lentitud. Desenterró el smokingde aspecto soñoliento y se sumió en la meditación. Todavía absorto, sacó una camisa almidonada, colocó los evasivos botones del cuello y se la puso, temblando a causa de su rígida frialdad. De nuevo se quedó inmóvil un momento, y luego se puso automáticamente los pantalones negros provistos de un galón y, al recordar que aquella misma mañana había decidido tachar la última de las frases escritas el día anterior, se inclinó sobre la hoja ya corregida con profusión. Mientras releía la frase se preguntó si no debería dejarla intacta después de todo, puso un signo de inserción, escribió un adjetivo adicional, permaneció contemplándola —y, con rápido ademán, tachó toda la frase. Pero dejar el párrafo en estas condiciones, es decir, con la construcción colgando sobre un precipicio, con una ventana ciega y un porche que se desmoronaba, era una imposibilidad física. Examinó sus notas referentes a esta parte y de improviso– su pluma se puso en movimiento y empezó a volar. Cuando miró de nuevo el reloj eran las tres de la mañana, tenía escalofríos y toda la habitación estaba nublada por el humo del tabaco. Oyó de modo simultáneo el clic de la cerradura americana. Tenía su puerta abierta, y cuando Zina pasó por delante al cruzar el recibidor, le vio sentado, pálido, con la boca muy abierta, vestido con una camisa almidonada, sin abrochar, con los tirantes arrastrando por el suelo, la pluma en la mano y un antifaz sobre la mesa cuya negrura contrastaba con la blancura del papel. Se encerró en su cuarto dando un portazo y volvió a reinar el silencio. «Esto sí que es un buen lío —dijo Fiodor en voz baja—. ¿Qué he hecho?» Así pues, nunca descubrió qué disfraz se había puesto Zina; pero el libro estaba terminado.

Un mes después, un lunes, llevó la copia en limpio a Vasiliev, quien el otoño pasado, al enterarse de sus investigaciones, se había ofrecido a medias a hacer publicar la Vida de Chemyshevskipor la editorial vinculada a la Gazeta. Fiodor volvió el miércoles siguiente y se quedó charlando con el viejo Stupishin, que solía calzar zapatillas en la oficina. De pronto la puerta del estudio se abrió y el umbral quedó cegado por la corpulencia de Vasiliev, que miró sombríamente a Fiodor durante un momento y luego dijo, impasible: «Tenga la bondad de entrar», y se hizo a un lado para que pasara.

—Bueno, ¿lo ha leído? —preguntó Fiodor, sentándose al otro lado de la mesa.

—Sí, en efecto —repuso Vasiliev con severa voz de bajo.

—Personalmente —dijo Fiodor, muy animado—, me gustaría que saliera esta primavera.

—Aquí tiene su manuscrito —masculló de pronto Vasiliev, frunciendo el ceño y alargándole la carpeta—. Lléveselo. No puedo tomar parte en si publicación. Creía que se trataba de una obra seria, y resulta que es una improvisación temeraria, antisocial e impertinente. Me ha dejado estupefacto.

—Vaya, esto es absurdo —comentó Fiodor.

—No, señor mío, no es absurdo —rugió Vasiliev, que se desahogaba tocando airadamente los objetos de la mesa, haciendo rodar un sello de goma, cambiando las posiciones de humildes libros «para revisar», agrupados de modo accidental, sin esperanzas de una felicidad permanente—. ¡No, señor mío! Existen ciertas tradiciones de la vida pública rusa que un escritor honorable no se atreve a someter al ridículo. Me es del todo indiferente que usted tenga talento o no. Sólo sé que satirizar a un hombre cuyas obras y cuyos sufrimientos han sido el sostén de millones de intelectuales rusos es indigno de cualquier talento. Sé que usted no me escuchará (y Vasiliev, haciendo muecas de dolor, se llevó la mano al corazón), pero aun así le ruego como amigo que no intente publicar esto, destruirá su carrera literaria, recuerde mis palabras, todo el mundo le dará la espalda.

—Prefiero sus nucas que sus caras —replicó Fiodor.

Aquella noche estaba invitado a casa de los Chernyshevski, pero Alexandra Yakovlevna anuló la invitación en el último momento: su marido «tenía gripe» y «mucha fiebre». Zina se había ido al cine con alguien, por lo que no pudo verla hasta la noche siguiente. «Kaput en la primera tentativa, como diría tu padrastro», dijo en respuesta a la pregunta de ella acerca del manuscrito y (como solían escribir en los viejos tiempos) narró brevemente la conversación en la oficina del periódico. Indignación, ternura hacia él, la necesidad de ayudarle inmediatamente se tradujeron en una explosión de emprendedora energía por parte de Zina. «Conque ésas tenemos, ¿verdad? —exclamó—. Muy bien. Conseguiré el dinero para publicarlo, ya lo creo que lo haré.»

—Para el niño una comida, para el padre un ataúd —dijo él (trasponiendo las palabras de un verso de un poema de Nekrasov sobre la esposa heroica que vende su cuerpo para comprar la cena de su marido), y en otro momento este chiste audaz la hubiera ofendido.

Zina pidió prestados en alguna parte ciento cincuenta marcos y añadió setenta suyos que había ahorrado para el invierno —pero esta suma era insuficiente, y Fiodor decidió escribir a su tío Oleg a América, el cual ayudaba a su madre con regularidad y también le enviaba a él unos dólares de vez en cuando. Sin embargo, fue retrasando de día en día la composición de esta carta, del mismo modo que demoraba, pese a las exhortaciones de Zina, el intento de que una revista literaria emigrada de París publicara su libro por entregas, o interesar a la editorial parisiense que había publicado los versos de Koncheyev. En su tiempo libre, Zina emprendió la tarea de copiar a máquina el manuscrito en la oficina de un pariente suyo, de quien obtuvo cincuenta marcos más. Le indignaba la inercia de Fiodor, consecuencia de su odio por todas las cuestiones prácticas. Él, mientras tanto, componía problemas de ajedrez, acudía como en sueños a sus lecciones y telefoneaba diariamente a maiame Chernyshevski: la gripe de Alexander Yakovlevich había degenerado en una grave inflamación de los ríñones. Un día se fijó, en la librería rusa, en un caballero alto y corpulento, de grandes facciones, que llevaba un sombrero de fieltro negro (del que caía un mechón de cabellos castaños) y que le miraba con afabilidad e incluso con una especie de expresión alentadora. ¿De qué le conozco?, pensó Fiodor con rapidez, tratando de no mirarle. El otro se acercó y le ofreció la mano, abriéndola con ademán generoso, ingenuo e indefenso, le habló... y Fiodor se acordó al fin: era Busch, quien dos años y medio atrás había leído su pieza teatral en aquel círculo literario. Hacía poco que lo había publicado y ahora, empujando a Fiodor con la cadera, propinándole codazos, con una sonrisa infantil temblando en su rostro noble, siempre algo sudoroso, sacó un billetero, del billetero un sobre y del sobre un recorte —una crítica breve y lastimosa, aparecida en el periódico de los emigrados de Riga.

—Ahora —dijo con tremenda ponderación—, esto va a salir también en alemán. Y además, estoy trabajando en una novela.

Fiodor trató de escabullirse, pero Busch dejó la tienda con él y sugirió que fueran juntos, y como Fiodor se dirigía a una lección, por lo que debía ceñirse a una ruta determinada, lo único que podía hacer para salvarse de Busch era acelerar el paso, pero esto confirió tal rapidez a la charla de su acompañante, que, horrorizado, volvió a caminar despacio.

—Mi novela —continuó Busch, mirando hacia la lejanía y extendiendo el brazo de lado (con lo que mostró un puño estrepitoso que sobresalía de la manga de su abrigo negro), a fin de detener a Fiodor Konstantinovich (el abrigo, el sombrero negro y el mechón de pelo le conferían el aspecto de un hipnotizador, un maestro de ajedrez o un músico)—, mi novela es la tragedia de un filósofo que ha descubierto la fórmula absoluta. Empieza a hablar y habla de esta guisa (Busch, como un prestidigitador, cogió del aire un cuaderno de notas y se puso a leer mientras andaba)—: «Hay que ser un verdadero asno para no deducir del hecho del átomo el hecho de que el mismo universo es meramente un átomo, o, todavía más cierto, la trillonésima parte de un átomo. Esto ya lo comprendió con su intuición aquel genio que se llamó Blaise Pascal. Pero, ¡prosigamos, Louisa! (A la mención de este nombre, Fiodor dio un respingo y oyó con claridad los sonidos de la marcha de los granaderos alemanes: «¡Adiós, Louisa! Seca tus ojos y no llores; no todas las balas matan a un buen chico», lo cual continuó sonando como si pasara bajo la ventana de las palabras subsiguientes de Busch). Fija, querida mía, tu atención. Primero voy a ponerte un ejemplo imaginario. Supongamos que cierto físico ha logrado encontrar la pista, entre la inconcebible y absoluta suma de átomos de la cual se compone el Todo, aquel átomo fatal del que se ocupan nuestros razonamientos. Estamos suponiendo que ha conseguido separar la mínima esencia de este mismo átomo, momento en el cual la Sombra de una Mano (¡la mano del físico!) cae sobre nuestro universo con resultados catastróficos, porque el universo, creo, es tan sólo la fracción final del átomo central de todos aquellos en los que consiste. No es fácil de comprender, pero si comprendes esto, lo habrás comprendido todo. ¡Fuera de la prisión de las matemáticas! El todo es igual a la parte más pequeña del todo, la suma de las partes es igual a una parte de la suma. Éste es el secreto del mundo, la fórmula de la infinidad absoluta, pero una vez realizado este descubrimiento, la personalidad humana ya no puede seguir hablando y andando. ¡Cierra la boca, Louisa!» Así habla él a la joven agraciada que es su amiga —añadió Busch con benigna indulgencia, encogiendo un potente hombro. —Si le interesa, algún día puedo leérselo desde el principio —prosiguió—. El tema es colosal. ¿Y qué está haciendo usted, si me permite preguntárselo?

—¿Yo? —dijo Fiodor con media sonrisa—. También he escrito un libro, un libro sobre el crítico Chernyshevski, pero no encuentro editorial que me lo publique.

—¡Ah! ¡El divulgador del materialismo alemán, de los detractores de Hegel, de los filósofos groberianos! Muy honorable. Estoy cada vez más convencido de que mi editor aceptará su obra con agrado. Es un tipo original y la literatura es un libro cerrado para él. Pero yo actúo como consejero suyo y me escuchará. Déme su número de teléfono. Tengo que verle mañana, y, si en principio está de acuerdo, echaré una ojeada a su manuscrito y me atrevo a esperar que lo recomendaré de la forma más halagadora.

Vaya charlatán, pensó Fiodor, y por tanto se sorprendió en extremo cuando al día siguiente el buen hombre le llamó efectivamente por teléfono. El editor resultó ser un hombre rechoncho de nariz triste que le recordó algo a Alexander Yakovlevich, pues tenía las mismas orejas coloradas y unos cuantos pelos negros a ambos lados de su pulida calva. Su lista de libros publicados era pequeña, pero notablemente ecléctica: traducciones de unas novelas psicoanalíticas alemanas escritas por un tío de Busch; El envenenador, de Adelaida Svetosarov; una colección de historias cómicas; un poema anónimo titulado «Yo»; pero entre esta basura había dos o tres libros genuinos, como, por ejemplo, el maravilloso Escalera hacia las nubes, de Hermann Lande y también su Metamorfosis del pensamiento. Busch reaccionó a la Vida de Chernyshevski diciendo que era una buena bofetada al marxismo (que Fiodor no había tenido la menor intención de propinar mientras escribía su obra), y en la segunda entrevista con el editor, que era, evidentemente, el más amable de los hombres, le prometió publicar el libro en Pascua, es decir, al cabo de un mes. No le dio ningún anticipo y le ofreció el cinco por ciento de los mil primeros ejemplares, pero por otro lado elevó a treinta el porcentaje del autor sobre el segundo millar, lo cual pareció a Fiodor tan justo como generoso. Sin embargo, sentía una indiferencia completa hacia este aspecto del negocio (y hacia el hecho de que las ventas de autores emigrados raramente alcanzaban los quinientos ejemplares). Otras emociones le dominaban. Después de estrechar la mano húmeda del radiante Busch, salió a la calle como una bailarina que se lanza a un escenario fluorescente. La llovizna se le antojó un rocío deslumbrante; la felicidad permanecía en su garganta, nimbos de arcos iris temblaban en torno a los faroles, y el libro que había escrito le hablaba en voz muy alta, acompañándole como un torrente que fluyera al otro lado de un muro. Se dirigió a la oficina donde trabajaba Zina; frente al edificio negro, cuyas ventanas benévolas se inclinaban hacia él, encontró la taberna donde estaban citados.

—Bueno, ¿qué noticias hay? —preguntó ella, entrando muy de prisa.

—Nada, no lo acepta —dijo Fiodor, observando con alborozada atención cómo se ensombrecía el rostro de ella, al jugar con el propio poder sobre su expresión y prever la luz exquisita que estaba a punto de hacer brillar.


CAPÍTULO CUARTO



Los historiadores, ¡ay!, husmean e indagan en vano: sopla el mismo viento, y con el mismo y vivo manto hacia dedos curvados cual cáliz la verdad se inclina; y con femenina sonrisa e infantil cuidado examina algo que sostiene y conserva guardado y oculta con el propio hombro de nuestra vista.

Soneto que al parecer obstruye el camino, pero que tal vez, por el contrario, ofrece un vínculo secreto que lo explicaría todo —si la mente del hombre pudiera soportar esta explicación. El alma se sume en un sueño momentáneo– y ahora, con la peculiar y teatral intensidad de los resucitados de entre los muertos, se acercan a nosotros: el padre Gavril, con una larga vara en la mano, vestido con una casulla de seda granate y un cinturón bordado sobre su gran estómago; y a su lado, iluminado ya por el sol, un niño atractivo en extremo —sonrosado, delicado, tímido. Se aproximan. Quítate el sombrero, Nikolia. Cabellos de reflejos castaños, pecas en la diminuta frente, y en los ojos la claridad angélica característica de los niños miopes. Después (en la quietud de sus pobres y distantes parroquias) los sacerdotes de nombres derivados de Ciprés, Paraíso y Vellocino de Oro, recordaron su belleza tímida con cierta sorpresa: el querubín, por desgracia, resultó estar pintado sobre un pan de jengibre demasiado duro para muchas dentaduras.

Después de saludarnos, Nikolia vuelve a ponerse el sombrero, que es una chistera peluda, y se retira en silencio, encantador con el abriguito hecho en casa y los pantalones de nanquín, mientras su padre, afable clérigo aficionado a la horticultura, nos distrae hablando de cerezas de Saratov, peras y ciruelas. Una ráfaga de polvo tórrido desdibuja la escena.

Como se observa invariablemente al principio de todas las biografías literarias, el niño era un glotón en lo referente a libros. Destacaba en sus estudios. En su primer ejercicio de escritura reprodujo laboriosamente: «Obedece a tu soberano, hónrale y sométete a sus leyes», y la yema comprimida de su dedo índice quedó manchada de tinta para siempre. Ahora han terminado los años treinta y comenzado los cuarenta.

A la edad de dieciséis años tenía el suficiente dominio de las lenguas para leer a Byron, Eugène Sue y Goethe (y se avergonzó hasta el fin de sus días de su bárbara pronunciación) y dominaba ya el latín de seminario, debido a que su padre era un hombre educado. Además, aprendía polaco con un tal Sokolovski, mientras un mercader de naranjas, de la localidad, le enseñaba el persa, y también le tentaba con el uso del tabaco.

En el seminario de Saratov demostró ser un alumno dócil y no le azotaron ni una sola vez. Le pusieron el apodo de «pisaverde pequeño», aunque de hecho no era contrario, en general, a la diversión y los juegos. En verano jugaba a los cantillos y le gustaba bañarse; sin embargo, no aprendió a nadar, ni a hacer gorriones con arcilla, ni a confeccionar redes para pescar peces espinosos: los agujeros salían irregulares y los hilos se enredaban; es más difícil atrapar peces que almas humanas (aunque incluso las almas lograban escaparse por los orificios). En la oscuridad nevada del invierno, una pandilla pendenciera solía deslizarse por la colina en un enorme trineo plano, tirado por caballos, mientras recitaban a gritos hexámetros dactilicos, y el jefe de policía, tocado con su gorro de noche, apartaba la cortina y sonreía para animarles, feliz de que las travesuras de los seminaristas ahuyentaran a los posibles ladrones nocturnos.

Habría sido sacerdote, como su padre, y con gran probabilidad habría alcanzado un alto rango, de no ser por el lamentable incidente con el mayor Protopopov. Éste era un terrateniente local, bon vivant, mujeriego y amante de los perros: fue a su hijo a quien el padre Gavril registró con excesiva precipitación en el libro de la parroquia como ilegítimo; después se averiguó que la boda se había celebrado —sin ostentación, era verdad, pero honorablemente– cuarenta días después del nacimiento del niño. Despedido de su puesto como miembro del consistorio, el padre Gavril cayó en tal depresión que sus cabellos encanecieron. «Así es como recompensan a los sacerdotes pobres por sus desvelos», repetía su esposa, encolerizada, y se decidió dar a Nikolia una educación seglar. ¿Qué fue más tarde del joven Protopopov; descubrió algún día que por su culpa...? ¿Le embargó una emoción sagrada...? ¿O, cansado muy pronto de los placeres de la exaltada juventud... se retiró...?

A propósito: el paisaje que poco tiempo antes se abría con maravillosa languidez al paso de la inmortal brichka; toda aquella ciencia popular rusa de los caminos, tan libre de trabas que llenaba los ojos de lágrimas; toda la humildad que mira desde el campo, desde un altozano, desde las nubes oblongas; aquella belleza implorante y a la expectativa, que está dispuesta a correr hacia ti al menor suspiro para compartir tus lágrimas; en suma, el paisaje cantado por Gogol pasó inadvertido ante los ojos del muchacho de dieciocho años Nikolai Gavrilovich, que viajaba con su madre en un carruaje tirado por sus propios caballos de Saratov a San Petersburgo. En todo el día no dejó de leer un libro. No hay que decir que prefería su «guerra de las palabras» a las «espigas del trigo saludando entre el polvo».


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