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La dádiva
  • Текст добавлен: 21 сентября 2016, 16:35

Текст книги "La dádiva"


Автор книги: Владимир Набоков



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Aquí el autor observó que en algunas de las líneas que ya había compuesto continuaba, sin saberlo, una fermentación, un desarrollo, una hinchazón del guisante o, con mayor precisión: en un momento dado la evolución ulterior de un determinado tema se puso de manifiesto: el tema de los «ejercicios de escritura», por ejemplo: ya durante sus días escolares Nikolai Gavrilovich copiaba para su propia diversión «El hombre es lo que come», de Feuerbach (tiene más fluidez en alemán y todavía más con ayuda de la nueva ortografía ahora aceptada en ruso: chelovek est' to chto est). Observaremos también que el tema de la «miopía» se desarrolla a su vez, empezando con el hecho de que de niño sólo conocía las caras que besaba y sólo podía ver cuatro de las siete estrellas de la Osa Mayor. Se puso las primeras gafas —de cobre– a la edad de veinte años. Las gafas de plata de un profesor, compradas por seis rublos, para distinguirse de sus estudiantes en la Escuela de Cadetes. Las gafas de oro de un moldeador de la opinión pública en los días en que El Contemporáneopenetraba hasta las profundidades más fabulosas de la campiña rusa. De nuevo gafas de cobre, compradas en una pequeña tienda de la otra orilla del lago Baikal, donde también vendían botas de fieltro y vodka. La añoranza de las gafas en una carta a sus hijos desde el territorio de Yakutsk, en que les pedía lentes para tal y tal visión (con una línea que marcaba la distancia a la cual podía leer las letras). Aquí el tema de las gafas se aleja durante un tiempo.

...Sigamos otro tema, el de la «claridad angélica». Así es cómo se desarrolla ulteriormente: Cristo murió por la humanidad porque amaba a la humanidad, a la que yo también amo, por la que también moriré. «Sé un segundo Salvador», le aconseja su mejor amigo —y cómo se enardece —¡oh, tímido! ¡Oh, débil! (un signo de exclamación casi gogoliano aparece de modo efímero en su diario de estudiante). Pero el «Sentido Común» ha de reemplazar al «Espíritu Santo». ¿No es la pobreza la madre del vicio? Cristo tendría que haber calzado primero y coronado de flores a todo el mundo antes de predicar moralidad. Cristo Segundo empezaría poniendo fin a la necesidad material (ayudado en ello por la máquina que hemos inventado). Y es extraño, pero... algo se realizó, sí, fue como si se realizara algo. Sus biógrafos marcan su camino de espinas con hitos evangélicos (es bien conocido que cuanto más izquierdista es el comentarista ruso tanto mayor es su debilidad por expresiones como «el Gólgota de la revolución»). Las pasiones de Chernyshevski empezaron cuando llegó a la edad de Cristo. Aquí el papel de Judas correspondió a Vsevolod Kostomarov; el papel de Pedro, al famoso poeta Nekrasov, que se negó a visitar al prisionero. El corpulento Herzen, bien resguardado en Londres, llamó a la picota de Chernyshevski «La pieza compañera de la Cruz». Y en un famoso yambo de Nekrasov había más sobre la Crucifixión, sobre el hecho de que Chernyshevski había sido «enviado para recordar a Cristo a los reyes terrenales». Finalmente, cuando estaba muerto del todo y lavaba su cuerpo, aquella delgadez, aquellas costillas sobresalientes, aquella palidez oscura de la piel y aquellos grandes dedos de los pies recordaron vagamente a uno de sus íntimos «El descenso de la Cruz», de Rembrandt, ¿verdad? Pero ni siquiera esto es el fin del tema: hay todavía la afrenta póstuma, sin la cual ninguna vida santa está completa. La corona de plata con la inscripción, en su cinta, AL APÓSTOL DE LA VERDAD, LAS INSTITUCIONES DE EDUCACIÓN SUPERIOR DE LA CIUDAD DE JARKOV, fue robada cinco años después de la capilla de hierro forjado; además, el alegre sacrilego rompió el vidrio granate y arañó su nombre y la fecha en el marco con un trozo del mismo vidrio. Y entonces aparece dispuesto a desarrollarse un tercer tema —ya desarrollarse de modo muy fantástico si le quitamos la vista de encima: el tema de los «viajes», que puede conducir Dios sabe adonde– a un tarantas con un gendarme de uniforme azul, e incluso a más: a un trineo de Yakutsk tirado por media docena de perros. ¡Dios mío, aquel capitán de policía de Vilyuisk también se llama Protopopov! Pero de momento todo es muy pacífico. El cómodo carruaje continúa su marcha, la madre de Nikolai, Eugenia Egorovna, dormita con un pañuelo extendido sobre la cara, mientras su hijo está recostado junto a ella leyendo un libro —y un agujero del camino pierde su significado de agujero, y se convierte en una mera irregularidad tipográfica, un salto en la línea– y ahora las palabras vuelven a deslizarse sin tropiezos, los árboles pasan y su sombra pasa sobre las páginas. Y aquí, por fin, está San Petersburgo.

Le gustó el color azul y la transparencia del Neva, qué abundancia de agua en la capital, qué pura era el agua (con ella no tardó en estropearse el estómago); pero le gustó en especial la ordenada distribución del agua, los inteligentes canales: qué bonito es poder unir esto con aquello y aquello con esto; y deducir la idea de lo bueno de la idea de la conjunción. Por las mañanas abría la ventana y, con un respeto acrecentado por la faceta cultural de la totalidad del espectáculo, se persignaba frente al trémulo brillo de las cúpulas: la de San Isaac, en proceso de construcción, estaba llena de andamios; escribiremos una carta a mi padre sobre las «láminas de oro encendido» de las cúpulas, y una a la abuela sobre la locomotora... Sí, había visto realmente un tren, tan deseado hacía poco tiempo por el pobre Belinski (predecesor de nuestro héroe), cuando, con los pulmones enfermos, demacrado, con estremecimientos, solía contemplar durante horas y con lágrimas de alegría cívica la construcción de la primera estación de ferrocarril, aquella misma estación en cuyo andén, unos años después, el medio loco Pisarev (sucesor de nuestro héroe), cubierto con un antifaz negro y calzado con guantes verdes, azotaría con una fusta el rostro de un apuesto rival.

En mi obra (dijo el autor) las ideas y los temas continúan creciendo sin mi conocimiento ni aquiescencia —algunos de modo bastante torcido– y sé de quién es la culpa: «la máquina» se está inmiscuyendo; tengo que pescar esta incómoda astilla de una frase ya compuesta. Un gran alivio. El tema es movimiento perpetuo.

La alfarería con movimiento perpetuo se prolongó unos cinco años, hasta 1853, cuando —ya maestro de escuela y casado– quemó la carta que contenía diagramas y que preparó un día en que temió morir (de aquella enfermedad de moda, aneurisma) antes de dotar al mundo de la bendición del movimiento eterno y extremadamente barato. En las descripciones de sus absurdos experimentos y en sus comentarios sobre ellos, en esta mezcla de ignorancia y raciocinio, ya se puede detectar aquel defecto apenas perceptible, pero fatal, que prestó a su lenguaje posterior algo parecido a un indicio de charlatanería; un indicio imaginario, pues debemos tener presente que el hombre era tan recto y firme como el tronco de un roble, «el más honrado entre los honrados» (expresión de su esposa); pero tal fue el destino de Chernyshevski que todo se volvía contra él: cualquiera que fuese el tema que tocaba, salía a la luz —de modo insidioso, y con la más provocativa condición de inevitable– algo totalmente opuesto a su concepto de él. Por ejemplo, estaba a favor de la síntesis, de la fuerza de atracción, del vínculo vivo (cuando leía una novela, besaba la página en que el autor apelaba al lector), y, ¿qué respuesta obtuvo? Desintegración, soledad, extrañamiento. Predicaba la entereza y el sentido común en todas las cosas, y como respuesta a la llamada burlona de alguien, su destino rebosó de necios, mentecatos y chiflados. Por todo se le devolvió «un céntuplo negativo», en la frase feliz de Strannoliubski, contra todo se volvió su propia dialéctica, por todo se vengaron de él los dioses; por sus sensatas opiniones sobre las rosas irreales de los poetas, por hacer el bien medíante sus novelas, por su fe en los conocimientos, ¡y qué formas tan inesperadas, qué formas tan astutas adoptó esta venganza! ¿Qué pasaría, cavila en 1848, si acoplara un lápiz a un termómetro de mercurio, para que se moviera de acuerdo con los cambios de temperatura? Empezando con la premisa de que la temperatura es algo eterno. Pero, perdónenme, ¿quién es éste, quién es este sujeto que toma laboriosas notas en clave sobre sus laboriosas especulaciones? Un joven inventor, sin duda, dotado de un ojo infalible, de una habilidad innata para unir, acoplar, soldar partes inertes, obligándolas a producir como resultado el milagro del movimiento, y, ¡mirad!, un telar ya está susurrando, o una locomotora, de alta chimenea y conducida por un hombre con sombrero de copa, está alcanzando a un caballo de raza. Aquí mismo se encuentra la hendidura con el nido de la venganza, puesto que este sensible jovencito, quien —no lo olvidemos– sólo se preocupa por el bien de toda la humanidad, tiene la vista de un topo, y sus manos blancas y ciegas se mueven en un plano diferente del de su mente defectuosa, pero musculosa y obstinada. Todo cuanto toca se derrumba hecho pedazos. Es triste leer en su diario cosas sobre los utensilios que intenta utilizar —reglas de medida, plomadas, corchos, palanganas —y nada da vueltas, o si lo hace, siempre es de acuerdo con leyes inoportunas, en dirección contraria a la que quiere: un motor eterno que funciona a la inversa; pues bien, esto es una absoluta pesadilla, la abstracción que pone fin a todas las abstracciones, la infinitud con un signo negativo, más una jofaina rota por añadidura.

Conscientemente, hemos volado hacia delante; volvamos al trote corto, al ritmo de la vida de Nikolai para el que nuestro oído ya estaba afinado.

Eligió la facultad de filología. Su madre fue a saludar a los profesores para Iinsojearles: su voz solía adquirir tonalidades halagadoras y gradualmente empezaba a derramar lágrimas y a sonarse. Entre todos los productos de San Petersburgo, lo que más le impresionó fueron los artículos hechos de cristal. Finalmente, «ellos» (el pronombre respetuoso que usaba al hablar de su madre, ese maravilloso plural ruso que, como más tarde su propia estética, «trata de expresar la calidad con la cantidad») volvieron a Saratov. Para el camino su madre se compró un enorme nabo.

Al principio Nikolai Gavrilovich fue a vivir con un amigo, pero después compartió un apartamento con una prima suya y su marido. En sus cartas dibujó los planos de estos apartamentos, así como los de todas sus demás viviendas. La definición exacta de las relaciones entre los objetos siempre le fascinó y, por tanto, le gustaban los planos, las columnas de cifras y las representaciones visuales de las cosas, tanto más cuanto que su estilo circunstancial hasta la angustia, no podía compensar en modo alguno el arte de la descripción literaria, que le era inasequible. Sus cartas a la familia son las cartas de un joven modelo: en lugar de la imaginación, su naturaleza complaciente le indicaba cómo podía satisfacer a los demás. Al reverendo le gustaban toda clase de sucesos —incidentes horrible o humorísticos– y su hijo se los suministró concienzudamente durante un período de varios años. Entre ellos encontramos la mención de las variedades de Izler, sus réplicas de Calrsbad, minerashki (balnearios en miniatura), a los que audaces damas de San Petersburgo solían ascender en globos cautivos; el caso trágico del bote de remos hundido por un barco de vapor en el Neva, una de cuyas víctimas fue un coronel y su numerosa familia; el arsénico preparado para las ratas y que fue a parar a un saco de harina y envenenó a más de cien personas; y, como es natural, muy natural, la nueva moda de las mesas que se movían, todo fraude y credulidad en opinión de ambos corresponsales.

Del mismo modo que durante los sombríos años de Siberia una de sus principales cuerdas epistolares fue asegurar a su esposa e hijos —siempre en la misma nota alta, pero no del todo correcta– que tenía mucho dinero, os ruego que no mandéis dinero, así en su juventud ruega a sus padres que no se preocupen por él y consigue vivir con veinte rublos al mes; de ellos gastaba dos y medio en pan blanco y pastas (no podía soportar el tesólo, como tampoco podía soportar leer solo; es decir, siempre masticaba algo cuando leía un libro: con galletas de jengibre, Los papeles de Pickwick; con pastas, el Journal des Debats; velas blancas, plumas, betún para los zapatos y jabón le costaban un rublo; hay que observar que no era aseado en sus costumbres, ni ordenado, y al mismo tiempo su desarrollo había sido tosco; añadamos a esto una dieta inadecuada, un cólico perpetuo y una lucha desigual con los deseos de la carne, que terminaba en un acuerdo secreto, y el resultado era que tenía un aspecto enfermizo, la mirada apagada, y de su belleza juvenil no quedaba nada, excepto tal vez de la expresión de maravillosa inocencia que iluminaba fugitivamente su rostro cuando un hombre a quien respetaba le trataba bien. («Ha sido bueno conmigo —es un joven timorato y sumiso», escribió más tarde el estudiante Irinarch Vvedenski, con una patética entonación latina: animula, vagula, blandula...); él mismo no dudó nunca de su falta de atractivo, pero aunque aceptaba la idea se apartaba de los espejos: aun así, cuando se preparaba para una visita, en especial a sus mejores amigos, los Lobodovski, o deseaba averiguar la causa de una mirada fija, contemplaba ceñudamente su reflejo, veía el velo castaño que parecía pegado a sus mejillas, contaba los granos abultados, y entonces empezaba a estrujarlos, y con tal brutalidad que después no se atrevía a dejarse ver.

¡Los Lobodovski! La boda de su amigo produjo en nuestro héroe de veinte años una de esas impresiones extraordinarias que obligan a un joven a levantarse en plena noche sólo con ropa interior y escribir en su diario. La emocionante boda se celebró el 19 de mayo de 1848; ese mismo día, dieciséis años después, se llevó a cabo la ejecución civil de Chernyshevski. Una coincidencia de aniversarios, un fichero de fechas. Así es como el destino las clasifica, anticipándose a las necesidades del investigador; una encomiable economía de esfuerzos.

En la boda se sintió alegre. Lo que es más, obtuvo una alegría secundaria de la básica («Esto significa que soy capaz de sentir un afecto por una mujer»), sí, siempre hacía lo posible para volver su corazón de modo que un lado se reflejara en el espejo de la razón, o, como lo expresa su mejor biógrafo, Atrannolyubski: «Destilaba sus sentimientos en el alambique de la lógica.» Pero, ¿quién hubiera dicho que se ocupaba en aquel momento con pensamientos sobre el amor? Muchos años después, en su florido Apuntes de la vida, este mismo Vasili Lobodovski cometió por descuido un error al decir que su padrino de boda, el estudiante «Krushedolin», parecía tan serio «como si estuviera sometiendo mentalmente a un análisis exhaustivo ciertas doctas obras inglesas que acababa de leer».

El romanticismo francés nos dio la poesía del amor, el romanticismo alemán, la poesía de la amistad. El sentimentalismo del joven Chemyshevski fue su concesión a una época en que la amistad era húmeda y magnánima. Chemyshevski lloraba de buen grado y con frecuencia. «Rodaron tres lágrimas», observa en su diario con exactitud característica —y el lector se atormenta momentáneamente con el pensamiento involuntario: ¿Se puede derramar un número impar de lágrimas, o es sólo la naturaleza dual de la fuente lo que nos hace exigir un número par? «No me recuerdes lágrimas insensatas que derramé muchas veces, ay, cuando mi reposo era opresivo», escribe Nikolai Gavrilovich en su diario, dirigiéndose a su desdichada juventud, y al son de las plebeyas rimas de Nekrasov derrama de verdad una lágrima: «En este punto del manuscrito hay la huella de una lágrima», comenta su hijo Mijail en una nota al pie. La huella de otra lágrima, mucho más cálida, amarga y preciosa, ha sido preservada en su famosa carta desde la fortaleza; pero la descripción de Steklov de esta segunda lágrima contiene, según Strannolyubski, ciertas inexactitudes —que discutiremos más adelante. Entonces, en los días de su exilio y especialmente en la mazmorra de Vilyisk– pero, ¡basta!, el tema de las lágrimas se está prolongando más allá de toda razón... volvamos a su punto de partida. Ahora, por ejemplo, se celebra el funeral de un estudiante. En el ligero ataúd azul yace un joven pálido como la cera. Otro estudiante, Tatarinov (que le cuidó cuando estaba enfermo pero que apenas le conocía con anterioridad), se despide de él: «Le mira durante largo rato, le besa, y vuelve a mirarle, infinitamente...» El estudiante Chemyshevski, mientras anota esto, rebosa ternura a su vez; y Strannolyubski, al comentar estas líneas, sugiere un paralelismo entre ellas y el triste fragmento de Gogol «Noches en una villa».

Pero a decir verdad... los sueños del joven Chemyshevski en relación con el amor y la amistad no se distinguen por su refinamiento —y cuanto más se entrega a ellos, más claramente aparece su defecto: su racionalidad—; era capaz de convertir el ensueño más tonto en una herradura lógica. Al meditar con detenimiento el hecho de que Lobodovski, a quien admira sinceramente, está enfermo de tuberculosis, y que, en consecuencia, Nadeshda Yegorovna se quedará viuda, indefensa e indigente, persigue un objetivo particular. Necesita una imagen falsa para justificar haberse enamorado de ella, por lo que lo sustituye por el impulso de ayudar a una pobre mujer, o, en otras palabras, coloca su amor sobre unos cimientos utilitarios. Porque de otro modo, las palpitaciones de un corazón efusivo no pueden explicarse con los medios limitados de aquel tosco materialismo a cuyos halagos ya ha sucumbido sin remedio. Y entonces, ayer mismo, cuando Nadeshda Yegorovna «iba sin chal, y naturalmente su "misionero" (vestido sencillo) tenía el escote un poco abierto y podía verse cierta parte de justo debajo del cuello» (frase que contiene un parecido insólito con el idioma de los personajes literarios encarnados por Zoshchenko, pertenecientes a la clase de necios filisteos de extracción soviética), se preguntó con auténtica ansiedad si hubiese mirado «aquella parte» en los días que siguieron a la boda de su amigo: y así, gradualmente, enterrando al amigo en sus sueños, con un suspiro, con un aire de desgana y como cumpliendo un deber, se ve tomando la decisión de casarse con la joven viuda —unión melancólica, unión casta (y todas esas imágenes falsas se repiten en su diario aun más completas cuando más tarde obtiene la mano de Olga Sokratovna). La belleza real de la pobre mujer seguía puesta en duda, y el método elegido por Chemyshevski para verificar sus encantos determinó toda su posterior actitud hacia el concepto de la belleza.

Al principio estableció el mejor modelo de gracia en Nadeshda Yegorovna: la casualidad le proporcionó una imagen viva en una vena idílica, aunque algo incómoda. «Vasili Petrovich estaba arrodillado sobre una silla, de cara al respaldo; ella se acercó y empezó a inclinar la silla; la inclinó un poco y entonces posó el pequeño rostro contra el pecho de él... Había una vela sobre la mesa de té... y la luz la iluminaba bastante bien; es decir, una media luz, porque estaba a la sombra de su marido, pero clara.» Nikolai Gavrilovich miró con atención, pues trataba de encontrar algo que no estuviera del todo bien; no halló ninguna facción vulgar, pero todavía vacilaba.

¿Qué más debía hacer? Comparaba sin cesar sus facciones con las de otras mujeres, pero su vista defectuosa impedía la acumulación de los modelos vivos, esencial para una comparación. Al final se vio obligado a recurrir a la belleza captada y registrada por otros, es decir, a retratos femeninos. De este modo, el concepto del arte fue desde el principio para él —materialista miope (lo cual es por sí mismo una combinación absurda)– algo superfluo y aplicado, y ahora era capaz de probar, por medios experimentales, algo que el amor le había sugerido: la superioridad de la belleza de Nadeshda Yegorovna (su marido le llamaba «cariño» y «muñeca»), que era la Vida, sobre la belleza de todas las demás «hembras», que era Arte («¡Arte!»).

En los escaparates de Junker y Dazíaro en la avenida de Nevski se exhibían retratos poéticos. Después de estudiarlos con detenimiento, volvió a su casa y anotó sus observaciones. ¡Oh, qué milagro! El método comparativo brindaba siempre los resultados necesarios. La nariz de la belleza calabresa del grabado no era perfecta: «El entrecejo, en especial, distaba mucho de ser correcto, así como las partes próximas a la nariz, a ambos lados del caballete.» Una semana después, todavía inseguro de haber puesto a prueba la verdad en suficiente medida, o quizá deseoso de recrearse otra vez en la ya familiar docilidad del experimento, volvió a la Nevsky para ver si había alguna belleza nueva en el escaparte. Arrodillada en una cueva, María Magdalena oraba ante una calavera y una cruz, y desde luego su rostro era encantador a la luz del candil, pero, ¡cuánto mejor era el rostro iluminado a medias de Nadeshda Yegorovna! En una terraza blanca sobre el mar había dos muchachas: una delicada rubia estaba sentada en un banco de piedra con un hombre joven: se besaban, mientras una garbosa morena les observaba, apartando una cortina carmesí «que separaba la terraza de las partes restantes de la casa», como anotamos en nuestro diario, porque siempre nos gusta establecer la relación de un detalle determinado con su ambiente especulativo. Naturalmente, el cuellecito de Nadeshda Yegorovna es mucho más agraciado. De aquí se deduce una importante conclusión: la vida es más agradable (y, por tanto, mejor) que la pintura, porque, ¿qué es la pintura, la poesía, de hecho todo el arte, en su forma más pura? Es «un sol carmesí hundiéndose en un mar azul»; está en los pliegues pintorescos de un vestido; está en «los matices rosados que el escritor superficial derrocha para iluminar sus satinados capítulos»; está en guirnaldas de flores, hadas, faunos, Friné... Cuanto más lejos va, más confuso se hace: la disparatada idea se desarrolla. El lujo de las formas femeninas comporta ahora lujo en el sentido económico. El concepto de «fantasía» se aparece a Nikolai Gavrilovich en forma de una sílfide transparente pero de abundantes senos, sin corsé y prácticamente ¿esnuda que, jugando con un velo de luz, vuela hacia el poeta que poetiza poéticamente. Un par de columnas, un par de árboles —no del todo cipreses ni del todo álamos—, una especie de urna que ejerce poca atracción sobre Nikolai Gavrilovich —y es indudable el aplauso del defensor del arte puro. ¡Sujeto despreciable! ¡Sujeto indolente! Y realmente, ¿cómo no preferir a toda esta basura una descripción honrada de las costumbres contemporáneas, la indignación cívica, las tonadillas íntimas?

Es de suponer que durante los minutos que pasó pegado a los escaparates compuso en su totalidad su falsa disertación para el doctorado, «Relaciones estéticas del arte con la realidad» (no es extraño que después la escribiera sin vacilar en tres noches; lo que resulta sorprendente es que tras una espera de seis años recibiera por ella el doctorado).

Había atardeceres vagos y lánguidos en que yacía supino sobre su horrible diván de cuero —lleno de bultos y rasgaduras y con una inagotable provisión de cerdas de caballo (limítese a estirar) —y «mi corazón palpitaba de un modo maravilloso ante la primera página de Michelet, ante las opiniones de Guizot ante el pensamiento de Nadeshda Yegorovna, y todo esto junto», y entonces empezaba a cantar, desafinando y con voz ululante cantaba «la canción de Margarita», pensando simultáneamente en las relaciones mutuas de los Lobodovski y «suaves lágrimas brotaban de mis ojos». De pronto se levantaba del diván con la decisión de verla al instante; sería, suponemos, un atardecer de octubre, las nubes se deslizaban en lo alto, un hedor agrio venía de los talleres de silleros y montadores de carruajes situados en los bajos de edificios pintados de un amarillo deprimente, y los comerciantes, con delantales y abrigos de piel de cordero, llaves en mano, estaban ya cerrando sus tiendas. Uno tropezó con él, pero Nikolai pasó sin hacerle caso. Un farolero andrajoso arrastraba su carreta por el adoquinado; se detuvo para verter aceite en un farol opaco sujeto a un poste de madera; secó el vidrio con un trapo mugriento y se alejó hacia el farol siguiente —muy distanciado. Empezaba a lloviznar. Nikolai Gavrilovich volaba con el paso rápido de un personaje pobre de Gogol.

Por la noche tardaba mucho en dormirse, atormentado por las preguntas: ¿lograría Vasili Petrovich Lobodovski educar lo suficiente a su esposa para que luego le pudiera ayudar; y a fin de estimular los sentimientos de su amigo, no debería enviar, por ejemplo, una carta anónima que inflamara de celos al marido? Esto ya indica los métodos empleados por los héroes de las novelas de Chernyshevski. Planes similares, calculados con todo lujo de detalles pero infantilmente absurdos ocuparon también al Chernyshevski exiliado, al anciano Chernyshevski, con objeto de alcanzar los objetivos más conmovedores. Hay que ver cómo se aprovecha este tema de una falta de atención momentánea y acelera su desarrollo. Alto, retrocede de nuevo. De hecho, no hay necesidad de adelantarse tanto. En el diario de estudiante puede encontrarse el siguiente ejemplo de cálculo: imprimir un falso manifiesto (en que se proclamara la abolición del reclutamiento) a fin de agitar a los campesinos por medio de un ardid; pero en seguida renegó de él, sabiendo como dialéctico y cristiano que una podredumbre interna devora toda una estructura creada, y que un buen fin que justifica malos medios acabará revelando un fatal parentesco con ellos. De este modo la política, la literatura, la pintura, e incluso el arte vocal estaban agradablemente unidos a la emoción amorosa de Nikolai Gavrilovich (hemos vuelto al punto de partida).

Qué pobre era, qué sucio y descuidado, qué lejos estaba de la tentación del lujo... ¡Atención! Esto se debía menos a la castidad proletaria que a la natural indiferencia con que un asceta trata las púas de un cilicio permanente o la mordedura de pulgas sedentarias. Sin embargo, incluso un cilicio se ha de reparar de vez en cuando. Estamos presentes cuando el inventivo Nikolai Gavrilovich considera que ha de zurcir sus viejos pantalones: resultó que no tenía hilo negro, así que sumergió en tinta el que le quedaba; allí cerca había una antología de versos alemanes, abierto en el principio de Guillermo Tell. Como resultado de agitar el hilo (para secarlo), varias gotas de tinta cayeron sobre la página; el libro no era suyo. Encontró un limón en una bolsa que había detrás de la ventana y trató de borrar las manchas, pero sólo consiguió ensuciar el limón, además del alféizar, donde había dejado el pernicioso hilo. Entonces buscó la ayuda de un cuchillo y empezó a rascar (este libro con las poesías perforadas se halla ahora en la biblioteca de la Universidad de Leipzig; por desgracia, no ha sido posible averiguar cómo llegó hasta allí). La tinta era, desde luego, el elemento natural de Chernyshevski (se bañaba literalmente en ella), que solía untar con ella las grietas de sus zapatos cuando no tenía betún; o bien las ocultaba envolviéndose el pie con una corbata negra. Rompía los cacharros de barro, lo manchaba y estropeaba todo. Su amor por la materialidad no era correspondido. Posteriormente, durante los trabajos forzados, no sólo resultó incapaz de hacer una sola de las tareas especiales de los presidiarios sino que adquirió fama por su ineptitud para realizar lo que fuera con las manos (y al mismo tiempo acudía siempre en ayuda de un compañero: «No te metas en lo que no te importa, pilar de la virtud», solían decirle con aspereza los demás presidiarios). Ya hemos dado un vistazo al joven apresurado y confuso que han echado a la calle. Rara vez se enfadaba; sin embargo, un día observó, no sin orgullo, que se había vengado de un joven conductor de trineo que le alcanzó con la limonera: pasando en silencio por entre las piernas de dos sobresaltados comerciantes, le arrancó un mechón de cabellos. Pero en general era manso y aguantaba los insultos, aunque en secreto se sentía capaz de «los actos más desesperados y dementes». Empezó como pasatiempo a versarse en la propaganda conversando con mujiks, con un barquero ocasional del Neva o un pastelero de mente despierta.

Entremos en el tema de las pastelerías. Han visto muchas cosas en su tiempo. Fue allí donde Pushkin bebió de un trago un vaso de limonada antes de su duelo; fue allí donde Sofía Perovski y sus compañeros tomaron una ración (¿de qué? La historia no logró del todo...) antes de dirigirse al Muelle del Canal para asesinar a Alejandro II. La juventud de nuestro héroe sufrió la fascinación de las pastelerías, por lo que más tarde, durante una huelga de hambre en la fortaleza, llenó —en ¿Qué hacer? —este o aquel discurso con un involuntario alarido de lirismo gástrico: «¿Hay una pastelería por aquí cerca? Me pregunto si tendrán tartas de nueces —para mi gusto son las mejores tartas, María Alexeyevna». Pero en contraste con sus recuerdos futuros, las pastelerías y los cafés no le seducían en absoluto con sus manjares —ni la pasta de hojaldre hecha con mantequilla rancia, ni siquiera los buñuelos rellenos de mermelada de cereza; ¡con periódicos, caballeros, con periódicos era como le seducían! Probó diversos cafés —eligiendo los que disponían de más periódicos, o lugares que fuesen más sencillos y libres. Así, en Wolf, «las dos últimas veces, en lugar de su pan blanco (léase: el de Wolf), tomé café con una (léase: mi) rosca de cinco copecs, la última vez sin esconderme» —es decir, la primera de estas dos últimas veces (el puntilloso detalle de su diario hace cosquillas en el cerebelo) se escondió, porque ignoraba si aceptarían roscas compradas en otro lugar. El sitio era caliente y tranquilo y sólo de vez en cuando un pequeño viento del sudoeste que soplaba desde las páginas del periódico hacía oscilar las llamas de las velas («algunos disturbios ya han tocado a la Rusia que nos ha sido confiada», como lo expresó el zar). «¿Puedo coger la Indépendance belgel Gracias.» Las llamas de las velas se enderezan, reina el silencio (pero suenan disparos en el Boulevard des Capucines, la révolution se aproxima a las Tullerías —y ahora Louis Philippe se da a la fuga, por la Avenue de Neuilly, en un fiacre).


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