Текст книги "La dádiva"
Автор книги: Владимир Набоков
Жанр:
Классическая проза
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Boris Ivanovich trasladó por décima vez de una maleta a otra un par de zapatos con sus hormas, muy limpios y relucientes, era de una insólita meticulosidad con el calzado.
Luego se vistieron y salieron, mientras Fiodor se afeitaba, realizaba largas y cumplidas abluciones y se cortaba las uñas de los pies —resultaba muy agradable apretar un extremo duro y difícil y ¡clip!– los trozos de uña se diseminaron por todo el cuarto de baño. El portero llamó a la puerta pero no pudo entrar porque los Shchyogolev la habían cerrado con la llave americana, y las de Fiodor habían desaparecido para siempre. El cartero, forcejeando con la hendidura del buzón, echó el periódico de Belgrado Por la Iglesia y el Zar, al que estaba suscrito Boris Ivanovich, y más tarde alguien introdujo (dejando que asomara por arriba) un folleto que anunciaba una peluquería nueva. A las once y media en punto se oyó un fuerte ladrido por las escaleras y el agitado descenso del perro lobo al que sacaban de paseo a esta hora. Con el peine en la mano, Fiodor salió al balcón para ver si aclaraba, pero aunque no llovía, el cielo continuaba siendo de un blanco descolorido y terco, y uno casi no podía creer que la víspera hubiera sido posible tenderse en el bosque. El dormitorio de los Shchyogolev rebosaba de papeles, y una de las maletas estaba abierta, encima de todo había un objeto de goma en forma de pera colocado sobre una toalla muy fina. Un bigote andante entró en el patio con platillos, un tambor y un saxófono —completamente cubierto de música metálica, con música alegre en la cabeza y un mono vestido de rojo – y cantó durante mucho rato, golpeando el suelo con el pie y tocando, sin lograr, no obstante, ahogar el vapuleo de las alfombras colgadas de los bastidores. Empujando la puerta con sigilo, Fiodor visitó la habitación de Zina, donde aún no había estado nunca, y, con la extraña sensación de un alegre cambio de domicilio, contempló largamente el despertador de enérgico tictac, la rosa en una copa de pie todo salpicado de burbujas, el diván que se convertía en cama por la noche y las medias puestas a secar sobre el radiador. Comió algo, se sentó ante su mesa, mojó la pluma y se inmovilizó ante una hoja en blanco. Los Shchyogolev volvieron, vino el portero, Marianna Nikolavna rompió una botella de perfume, y él seguía sentado ante la hoja y no volvió en sí hasta que los Shchyogolev se dispusieron a ir a la estación. Todavía faltaban dos horas para que saliera el tren, pero la estación estaba muy lejos. «Debo confesar que me gusta llegar con puntualidad», dijo con alegría Boris Ivanovich mientras se estiraba el puño de la camisa para ponerse la chaqueta. Fiodor intentó ayudarle (el otro, con una exclamación cortés, con la chaqueta a medio poner, retrocedió, y de pronto, en el rincón, se convirtió en un horrible jorobado), y entonces fue a despedirse de Marianna Nikolavna, quien con una expresión muy cambiada (como incitando o evadiendo su reflejo) se colocaba un sombrero azul con un velo azul ante el espejo del armario. De pronto Fiodor sintió lástima de ella y, tras pensarlo un momento, se ofreció para ir a la parada a buscar un taxi.
—Sí, por favor —dijo Marianna Nikolavna, mientras se acercaba con gestos ampulosos al sofá donde tenía los guantes.
Resultó que en la parada no había un solo taxi, y se vio obligado a cruzar la plaza y buscarlo allí. Cuando por fin se detuvo ante la casa de los Shchyogolev, éstos ya estaban abajo, con todas las maletas (la víspera habían facturado el «equipaje pesado»).
—Bueno, que Dios le guarde —dijo Marianna Nikolavna, y le besó en la frente con labios de gutapercha.
—¡ Sarotska, Sarotska, envíenos un telegrámotska! —gritó Boris el parodista, agitando la mano mientras el taxi giraba y se alejaba.
Para siempre, pensó Fiodor con alivio y, silbando, subió las escaleras.
Hasta ahora no se dio cuenta de que no podía entrar en el apartamento. Fue especialmente fastidioso levantar la tapa del buzón y ver un manojo de llaves en el suelo del recibidor: Marianna Nikolavna las había tirado después de cerrar la puerta tras de sí. Bajó las escaleras mucho más despacio que como las subiera. Sabía que el plan de Zina era ir del trabajo a la estación: teniendo en cuenta que el tren saldría dentro de dos horas, y que el viaje en autobús duraría una hora, Zina (y las llaves) no estaría aquí antes de tres. Las calles eran grises y ventosas: no tenía a nadie a quien visitar y no entraba nunca solo en tabernas y cafés, pues los odiaba a muerte. En el bolsillo tenía tres marcos y medio; compró cigarrillos, y como la necesidad acuciante de ver a Zina (ahora, cuando todo estaba permitido) era realmente lo que privaba de luz y' sentido a la calle, al cielo y al aire, corrió hasta la esquina, donde se detuvo el autobús que necesitaba. El hecho de que llevaba zapatillas y un traje viejo y arrugado, con un botón de menos en la bragueta, rodilleras y un remiendo obra de su madre en el trasero, no le preocupaba en absoluto. La piel bronceada y el cuello abierto de la camisa le prestaban cierta agradable inmunidad.
Era una especie de fiesta nacional. Por las ventanas de las casas asomaban tres clases de banderas: negra-amarilla-roja, negra-blanca-roja, y solamente roja; cada una de ellas significaba algo, y lo más gracioso era que este algo poseyera el don de excitar en alguien odio u orgullo. Había banderas grandes y pequeñas, astas cortas y astas largas, pero no había nada en esta exhibición de entusiasmo cívico que hiciera más atractiva la ciudad. En la Tauentzienstrasse, el autobús quedó detenido por una sombría procesión: policías con polainas negras cerraban la marcha en un camión lento, y entre los estandartes había uno con una inscripción en ruso que contenía dos errores: serben vez de serp(hoz) y molten vez de molot(martillo). De pronto se imaginó festejos oficiales en Rusia, soldados con abrigos muy largos, el culto de las mandíbulas apretadas, un cartel gigantesco con un sujeto vociferante que llevaba la chaqueta y la gorra de Lenin, y entre el trueno de las estupideces, los timbales del tedio y los esplendores que gustan a los esclavos, chillido pequeño de verdad barata. Ahí está, eternizada, aún más monstruosa en su espontaneidad, la repetición de las fiestas de coronación de Hodynka, con sus paquetes de caramelos gratis —contempla su tamaño (ahora mucho mayores que los originales) —y la perfecta organización en la retirada de cadáveres... Oh, dejemos que todo pase y quede olvidado, y dentro de doscientos años otro ambicioso frustrado desahogará su frustración en los infelices que sueñan con la buena vida (es decir, si no se implanta mi reino, en el que todo el mundo vive para sí mismo y no hay igualdad ni autoridades, pero si no lo queréis, yo no insisto ni me importa).
La plaza Potsdam, siempre desfigurada por las obras municipales (oh, esas viejas postales de la plaza, donde todo es tan espacioso, los conductores de droskis son tan felices y las colas de las esbeltas damas se arrastran por el polvo, pero las gordas floristas son las mismas). El carácter seudoparisiense de Unter Den Linden. La estrechez de las calles comerciales que la continúan. Puente, barcaza, gaviotas. Los ojos muertos de viejos hoteles de segunda, tercera, centésima categoría. Unos minutos más de trayecto y llegó a la estación.
Vislumbró a Zina corriendo escaleras arriba con un vestido de georgette beige y un sombrerito blanco. Corría con los codos rosas apretados contra las caderas, sosteniendo el monedero bajo el brazo, y cuando la alcanzó y la abrazó a medias, ella se volvió con aquella sonrisa tierna y borrosa, con aquella tristeza feliz en los ojos con la que siempre le saludaba cuando se encontraban a solas. «Escucha —dijo con voz excitada—, llego tarde, corramos.» Pero él contestó que ya se había despedido de ellos y la esperaría fuera.
El sol poniente ocultándose tras los tejados de las casas parecía haber caído de las nubes que cubrían el resto del cielo (pero ahora ya eran muy suaves y remotas, como pintadas en vagas ondulaciones contra un techo verdoso); allí, en aquella angosta franja, el cielo estaba incendiado, y enfrente, una ventana y unas letras metálicas relucían como el cobre. La larga sombra de un mozo de cuerda, empujando la sombra de una carretilla, absorbía esta sombra, pero en la esquina volvió a sobresalir en un ángulo agudo.
—Te echaremos de menos, Zina —dijo Marianna Nikolavna desde la ventanilla del vagón—, pero en cualquier caso, ven a vernos en tus vacaciones de agosto y quizá ya podrás quedarte para siempre.
—No lo creo —repuso Zina—. ¡Ah! Hoy te he dado las llaves. No te las lleves, por favor.
—Las he dejado en el recibidor... Y las de Boris están en el escritorio... pero no importa: Godunov te abrirá —añadió Marianna Nikolavna para tranquilizarla.
—Bien, bien. Buena suerte —dijo Boris Ivanovich desde detrás del rechoncho hombro de su esposa, poniendo los ojos en blanco—. ¡Ah, Zinka, Zinka, reúnete pronto con nosotros e irás en bicicleta y te bañarás en leche; esto sí que es vida!
El tren se estremeció y empezó a moverse. Mariana Nikolavna agitó la mano durante mucho rato. Shchyogolev retiró la cabeza como una tortuga (y después de sentarse emitió probablemente un gruñido ruso).
Zina bajó saltando las escaleras, ahora llevaba el monedero colgado de los dedos, y los últimos rayos de sol encendieron en sus ojos un destello de bronce mientras volaba hacia Fiodor. Se besaron con tanto ardor como si ella acabara de llegar desde muy lejos, después de una larga separación.
—Y ahora vámonos a cenar —propuso, tomándole del brazo—. Debes estar muerto de hambre.
Él asintió. Y ahora, ¿cómo explicarlo? ¿Por qué esta extraña timidez en lugar de la libertad voluble y jubilosa que había esperado tan ansiosamente? Era como si hubiera perdido el hábito de verla, o fuese incapaz de adaptarse a ella, a la ella de antes, a esta libertad.
—¿Qué te pasa? Pareces malhumorado —observó Zina tras un silencio (se dirigían a la parada del autobús).
—Es triste separarse de Boris el Vivaz —replicó él, tratando de resolver con una broma su turbación emocional.
—Yo creo que se debe a la escapada de ayer —dijo Zina, sonriendo, y Fiodor detectó en su tono de voz un matiz nervioso que correspondía, a su modo, a su propia confusión, por lo que ambos la pusieron de relieve y la acrecentaron.
—Tonterías. La lluvia era caliente. Me encuentro de maravilla.
Llegó el autobús y subieron a él. Fiodor pagó dos billetes con las monedas que llevaba en la palma. Zina observó:
—Hasta mañana no cobro, así que sólo tengo dos marcos. ¿Cuánto tienes tú?
—Muy poco. Me han quedado tres y medio de tus doscientos, y ya he gastado más de la mitad.
—Pero aún nos llega para la cena —dijo Zina.
—¿Estás segura de que te gusta la idea de un restaurante? Porque a mí no me atrae mucho.
—Es igual, resígnate. En general, ya se ha acabado la sana comida casera. No sé hacer ni una tortilla. Hemos de organizamos. Pero de momento conozco un lugar estupendo.
Varios minutos de silencio. Los faroles y los escaparates estaban empezando a encenderse; las calles parecían retraídas y grises bajo esta luz inmadura, pero el cielo era amplio y radiante y las nubéculas del crepúsculo tenían una pelusa escarlata.
—Mira, ya tengo las fotos.
Las tomó de sus dedos fríos. Zina en la calle de su oficina, con las piernas muy juntas, y la sombra de un tilo cruzando la acera, como una botavara caída a sus pies; Zina sentada de lado en un alféizar, con una corona de sol en torno a la cabeza; Zina trabajando, mal enfocada, oscura de rostro, pero en compensación, su gran máquina de escribir en primer plano, con un destello en la palanca del carro.
Zina volvió a meterlas en el bolso, sacó y volvió a meter en su envoltura de celofán el abono mensual del tranvía, extrajo un pequeño espejo, se miró en él, descubriendo el empaste de un diente de arriba, volvió a guardar el espejo, cerró el bolso, lo puso sobre sus rodillas, se miró el hombro, sacudió una mota de polvo, se puso los guantes, se volvió hacia la ventana, e hizo todo esto en rápida sucesión, con las facciones en movimiento, parpadeando y como mordiendo y chupando el interior de sus mejillas. Pero de pronto se quedó inmóvil, con la mirada distante, tensos los tendones del pálido cuello y quietas las manos enguantadas de blanco sobre la piel brillante de su bolso.
El defilé de la Puerta de Brandenburgo.
Ya pasada la plaza Potsdam, cuando se acercaban al canal, una dama entrada en años, de pómulos salientes (¿dónde la he visto yo?), en compañía de un perrito tembloroso y de ojos saltones que llevaba bajo el brazo, se abrió paso hacia la salida, balanceándose y luchando con fantasmas, y Zina le echó una ojeada fugaz y deliciosa.
—¿La has reconocido? —preguntó—. Era la señora Lorentz. Creo que está enfadada conmigo porque nunca la llamo. Una mujer superflua, en realidad.
—Tienes la mejilla tiznada —dijo Fiodor—. Cuidado, no te lo extiendas.
Otra vez el monedero, el pañuelo, el espejo.
—Pronto tendremos que bajar —anunció ella al cabo de un rato—. ¿Qué dices?
—Nada. De acuerdo. Bajemos donde quieras.
—Aquí —dijo después de dos paradas, le tomó del brazo, se sentó de nuevo por culpa de una sacudida, y al fin se puso en pie y pescó el bolso como del fondo del agua.
Las luces ya tenían forma; el cielo era muy tenue. Pasó un camión lleno de gente que volvía de una orgía ciudadana, gritando y agitando algo. En medio de un jardín público desprovisto de árboles, que consistía en un parterre oblongo flanqueado por un sendero, un ejército de rosas estaba en flor. El diminuto recinto al aire libre de un restaurante (seis mesas) que había frente a este jardín, estaba separado de la acera por una barrera enjalbegada rematada por petunias.
Junto a ellos devoraba una pareja de cerdos, la uña negra del camarero se hundió en la salsa, y ayer un labio llagado rozó el borde de mi vaso de cerveza... Una niebla de tristeza había envuelto a Zina —sus mejillas, sus ojos entornados, su garganta, su frágil clavícula– y esto quedaba subrayado en cierto modo por el humo pálido de su cigarrillo. Los pasos de los peatones parecían agitar la creciente oscuridad.
De improviso, en el franco cielo del atardecer, a gran altura...
—Mira —exclamó ella—. ¡Qué belleza!
Un broche de tres rubíes se deslizaba por el terciopelo oscuro, a tanta altura, que ni siquiera se oía el zumbido del motor.
Zina sonrió, separando los labios y miró hacia arriba.
—¿Esta noche? —preguntó él, mirando en la misma dirección.
Hasta ahora no había entrado en la sucesión de sentimientos que solía prometerse a sí mismo cuando imaginaba cómo escaparían juntos de una esclavitud que se había ido afirmando gradualmente en el curso de sus citas hasta convertirse en habitual, aunque se basaba en algo artificial, algo indigno, en realidad, de la importancia que había adquirido; ahora parecía incomprensible que en cualquiera de aquellos cuatrocientos cincuenta y cinco días ella y él no se hubieran marchado del apartamento de los Shchyogolev para vivir juntos; pero al mismo tiempo él sabía, en su subconsciente, que este obstáculo externo era un mero pretexto, simple método ostentoso por parte del destino, que había echado mano de la primera barrera disponible para dedicarse al importante y complicado negocio para cuyo desarrollo necesitaba un retraso que pareciese depender de una obstrucción natural.
Al meditar ahora sobre los métodos del destino (en este diminuto recinto blanco e iluminado, en la dorada presencia de Zina y con participación de la oscuridad cálida y cóncava que había inmediatamente detrás del resplandor tallado de las petunias), encontró finalmente un hilo determinado, un espíritu oculto, una idea de ajedrez para la «novela» apenas planeada a la que se había referido ayer sólo de paso en la carta, a su madre. Habló de esto ahora, y de un modo como si ésta fuera realmente la expresión mejor y más normal de su felicidad, que también la expresaban en una edición más accesible, cosas tales como el aire aterciopelado, tres hojas de tilo, verde esmeralda, que se habían introducido en el farol, la cerveza helada, los volcanes lunares del puré de patata, voces vagas, pasos, estrellas entre las ruinas de las nubes...
—Esto es lo que me gustaría hacer —dijo—. Algo similar a la obra del destino en relación con nosotros. Piensa en cómo la inició hace unos tres años y medio... ¡El primer intento de reunimos fue tosco y complicado! Aquel traslado de muebles, por ejemplo: yo veo algo extravagante en ello, algo así como «tirar la casa por la ventana», ¡porque fue todo un trabajo trasladar a los Lorentz y su mobiliario a la casa donde yo acababa de alquilar una habitación! La idea carecía de sutileza: ¡hacer que nos conociéramos a través de la esposa de Lorentz! Con el deseo de acelerar las cosas, el destino introdujo a Romanov, quien me llamó e invitó a una fiesta en su casa. Pero en este punto el destino cometió un error: el medio elegido no era el idóneo. Aquel hombre me resultaba odioso y se obtuvo el resultado contrario: a causa de él empecé a evitar a los Lorentz, por lo que todo este laborioso plan se fue al diablo, el destino se quedó con un camión de mudanzas en las manos y los gastos no fueron reembolsados.
—Ten cuidado —le advirtió Zina—. Podría ofenderse por esta crítica y planear una venganza.
—Sigue escuchando. El destino lo intentó otra vez, de modo más sencillo pero más susceptible de éxito, porque yo necesitaba dinero y debería haberme agarrado a la oferta de un trabajo: ayudar a una chica rusa desconocida a traducir unos documentos; pero también esto falló. Primero, porque el abogado Charski resultó ser un intermediario desagradable y, segundo, porque detesto hacer traducciones al alemán, por lo que todo se fue al traste una vez más. Entonces, después de este fracaso, el destino decidió no arriesgarse más y me instaló directamente donde tú vivías. No eligió como intermediaria a la primera persona que pasara por allí, sino a una que me era simpática y que en seguida tomó el asunto en sus manos y no me permitió escabullirme. Es cierto que en el último momento hubo un fallo que casi lo echó todo a rodar: en sus prisas —o por mezquindad—, el destino no te hizo aparecer el día de mi visita; naturalmente, después de hablar cinco minutos con tu padrastro —a quien el destino tuvo el desliz de dejar salir de la jaula —decidí no alquilar la poco atractiva habitación que había visto por encima de su hombro. Y entonces, acabados ya sus recursos, incapaz de presentarte inmediatamente, el destino me enseñó, como última y desesperada maniobra, tu vestido azul de baile sobre un sillón, y cosa extraña, yo mismo ignoro por qué, la maniobra tuvo éxito, y me imagino el suspiro de alivio del destino en aquel momento.
—Sólo que aquel vestido no era mío, sino de mi prima Raissa —muy simpática, pero fea de verdad—; creo que me lo dejó para que le quitara o le añadiera un adorno.
—En tal caso, aún fue más ingenioso. ¡Cuántos recursos! Las cosas más encantadoras de la naturaleza y el arte se basan en el engaño. Fíjate bien, empezó con una impetuosidad imprudente y terminó con el más delicado toque final. ¿No te parece que puede ser la trama de una novela extraordinaria? ¡Vaya tema! Pero hay que elaborarlo, adornarlo, rodearlo de la densidad de la vida, de mi vida, de mis pasiones y preocupaciones profesionales.
—Sí, pero el resultado será una autobiografía con ejecuciones en masa de buenas amistades.
—Bueno, supongamos que entremezclo, retuerzo, combino, mastico y vomito todos los ingredientes, que añado tales especias de mi propia cosecha y lo impregno todo de mí mismo hasta tal punto que de la autobiografía sólo queda el polvo, ese polvo, bien—, entendido, que pinta el más anaranjado de los cielos. Y no voy a escribiría ahora, pasaré mucho tiempo preparándola, años, tal vez... En cualquier caso, primero haré otra cosa; quiero traducir algo a mi manera de un viejo sabio francés, a fin de llegar a la dictadura definitiva sobre las palabras, porque en mi Chernyshevski aún están intentando votar.
—Todo esto es maravilloso —dijo Zina—; no puedes imaginarte cómo me gusta. Creo que serás un escritor diferente de cuantos han existido, y Rusia suspirará por ti, cuando recobre el sentido demasiado tarde... Pero, ¿me amas?
—Lo que te he dicho es en realidad una especie de declaración de amor —repuso Fiodor.
—«Una especie de» no es suficiente. Es probable, y tú
lo sabes, que a veces sea terriblemente desgraciada contigo.
Pero en el fondo no importa, estoy dispuesta a arriesgarme.
Sonrió, abriendo mucho los ojos y levantando las cejas, y entonces se apoyó en el respaldo de la silla y empezó a empolvarse la barbilla y la nariz.
—Ah, tengo que contártelo, esto es magnífico, tiene un pasaje famoso que creo poder recitar de memoria si lo hago en seguida, así que no me interrumpas; es una traducción aproximada: una vez hubo un hombre... que vivía como un verdadero cristiano; hizo mucho bien, a veces con palabras, a veces con hechos, y otras con silencios; observaba los ayunos; bebía el agua de los valles (esto es bueno, ¿verdad?); alimentaba el espíritu de concentración y vigilancia; vivía una vida pura, sabia y difícil; pero cuando intuyó la proximidad de la muerte, en lugar de pensar en ella, en lugar de lágrimas de arrepentimiento y tristes despedidas, en lugar de monjes y notarios vestidos de negro, invitó a un banquete a acróbatas, actores, poetas, un grupo de bailarinas, tres magos, alegres estudiantes de Tollenburg, un viajero de Taprobana, y en medio de versos melodiosos, máscaras y música, apuró una copa de vino y murió con una sonrisa alegre en el rostro... Magnífico, ¿verdad? Si he de morir algún día, así es exactamente como me gustaría.
—Pero sin las bailarinas —observó Zina. —Bueno, sólo son un símbolo de alegre compañía... ¿Y si nos fuéramos?
—Tenemos que pagar —dijo Zina—. Llámale. Les quedaron, once pfennigs, incluida la moneda ennegrecida que ella había encontrado dos días antes en la acera: les traería suerte. Mientras andaban por la calle, él sintió un escalofrío repentino y de nuevo aquella turbación emocional, pero ahora en una forma diferente, lánguida. Les separaba de la casa un paseo de veinte minutos, y el aire, la oscuridad y el olor dulzón de los tilos en flor causaban un dolor nostálgico en el pecho. Este olor se disipaba en la distancia entre tilo y tilo, donde era reemplazado por una frescura negra, y de nuevo, bajo la próxima bóveda, se acumulaba una nube opresiva y embriagadora, y Zina decía, tensando la nariz: «¡Oh, huélelo!», y una vez más la oscuridad perdía su sabor y una vez más se saturaba de miel. ¿De verdad ocurrirá esta noche? ¿De verdad ocurrirá ahora? El peso y la amenaza de la dicha. Cuando camino así contigo, muy despacio, y te agarro por el hombro, todo oscila vagamente, la cabeza me zumba, y siento deseos de arrastrar los pies; la zapatilla me cae del —pie izquierdo, vamos muy despacio, nos demoramos, nos evaporamos en la niebla, ahora estamos casi fundidos.
...Y un día recordaremos todo esto, los tilos, y la sombra en la pared, y las uñas de un perro de lanas rascando las losas de la noche. Y la estrella, la estrella. Y aquí está la plaza y la iglesia oscura, con la luz amarilla de su reloj. Y aquí, en la esquina, está la casa.
¡Adiós, libro mío! Como los ojos mortales, los imaginados también deben cerrarse algún día. Oneguin se levantará de sus rodillas, pero su creador se aleja. Y no obstante, el oído no puede separarse ahora de la música y dejar que la historia se desvanezca; las cuerdas del propio destino continúan vibrando; y donde he puesto fin no existe obstrucción para el sabio: las sombras de mi mundo se extienden más allá del horizonte de la página, azul como la niebla matutina del día de mañana, y tampoco esto termina la frase.
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