Текст книги "La dádiva"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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Aunque su padre no era aficionado al folklore, solía citar un notable cuento de hadas kirguis. El hijo único de un gran kan, extraviado durante una cacería (así empiezan los mejores cuentos de hadas y así terminan las mejores vidas), vio algo que centelleaba entre los árboles. Al acercarse comprobó que era una muchacha que recogía leña y llevaba un vestido hecho de escamas; sin embargo, no podía decidir qué era exactamente lo que brillaba tanto, si el rostro de la muchacha o su vestido. La acompañó junto a su anciana madre, y entonces el joven príncipe le ofreció como dote una pepita de oro del tamaño de una cabeza de caballo. «No —repuso la muchacha—, pero, escuchad, tomad esta bolsita —poco mayor que un dedal, como podéis ver– y llenádmela.» El príncipe, riendo («No cabrá ni una sola», dijo), echó una moneda, luego otra, y otra, y así hasta la última que llevaba consigo. En extremo perplejo, se marchó para consultarlo con su padre.
Reuniendo todos sus tesoros, fondos públicos y todo lo demás, el buen kan los echó en la bolsa; la sacudió, escuchó, volvió a sacudir; echó el doble de lo anterior: ¡sólo una caña en el canal!
Llamaron a la anciana. «Eso —dijo ésta —es un ojo humano: quiere abarcar todo lo del mundo»; entonces tomó un puñado de tierra y llenó inmediatamente la bolsa.
La última prueba creíble en relación con mi padre (sin contar sus propias cartas) pude hallarla en las notas del misionero francés (y docto botánico) Barraud, quien durante el verano de 1917 le vio por casualidad en las montañas del Tibet, cerca del pueblo de Chetu. «Me asombró ver —escribe Barraud (Exploration catholique de 1923)– un caballo blanco ensillado paciendo en un prado de montaña. Al cabo de un rato apareció un hombre vestido a la europea, que bajaba de las rocas; me saludó en francés y resultó ser el famoso viajero ruso Godunov. Yo no había visto a un europeo desde hacía ocho años. Pasamos varios minutos deliciosos a la sombra de una roca, discutiendo un interesante detalle terminológico en relación con el nombre científico de un diminuto lirio azul celeste que crecía cerca de allí, y después, intercambiando una amistosa despedida, nos separamos, y él se reunió con sus compañeros, que le llamaban desde una hondonada, y yo continué mi camino para ver al padre Martin, que se moría en una remota posada.»
Después de esto sólo hay niebla. A juzgar por la última carta de mi padre, breve como de costumbre pero insólitamente alarmada, que llegó a nuestras manos por milagro, a principios de 1918, poco después de encontrarse con Barraud inició los preparativos para el viaje de vuelta. Como tenía noticias de la revolución, nos pedía que nos trasladásemos a Finlandia, donde nuestra tía tenía una casa de campo, y añadía que según sus cálculos, él llegaría «con la máxima prisa» alrededor del verano. Le esperamos dos veranos, hasta el invierno de 1919. Vivimos parte del tiempo en Finlandia y parte en San Petersburgo. Hacía tiempo que nuestro hogar había sido saqueado, pero el museo de mi padre, el corazón de la casa, como si poseyera la invulnerabilidad inherente a los objetos sagrados, sobrevivió en su totalidad (más tarde quedó bajo la jurisdicción de la Academia de Ciencias), y esta alegría compensó de sobra la desaparición de sillas y mesas conocidas desde la infancia. En San Petersburgo vivíamos en dos habitaciones del piso de mi abuela. A ésta, ignoro por qué razón, la llamaron dos veces a declarar. Se resfrió y falleció. Pocos días después, en una de aquellas terribles tardes invernales, hambrientas y sin esperanzas, que desempeñaron un papel tan siniestro en el desorden civil, vino a visitarme un joven desconocido, con quevedos, reticente y de aspecto insignificante, para pedirme que fuese sin tardanza a ver a su tío, el geógrafo Beresovski. No sabía o no quiso decirme por qué, pero de pronto algo se derrumbó en mi interior y empecé a vivir mecánicamente. Ahora, al cabo de varios años, veo de vez en cuando a este Misha en la librería rusa de Berlín, donde trabaja —y cada vez que le veo, siento que un escalofrío me recorre toda la columna vertebral y todo mi ser vive de nuevo nuestro corto camino en común. Mi madre estaba ausente cuando llegó Misha (también recordaré siempre este nombre) pero la encontramos al bajar las escaleras; como no conocía a mi acompañante, me preguntó con ansiedad a dónde iba. Le repliqué que iba a comprar una maquinilla para cortar el pelo de la cual habíamos hablado unos días antes. Más adelante soñé a menudo con esta maquinilla inexistente, que tomaba las formas más inesperadas —montañas, escalas de vuelo, ataúdes, armónicas—, pero siempre sabía, con el instinto del que sueña, que era una maquinilla para cortar el pelo. «Espera», gritó mi madre, pero nosotros ya estábamos abajo. Caminamos por la calle rápida y silenciosamente, él unos pasos delante de mí. Yo miraba las máscaras de las casas, los montones de nieve, y trataba de adelantarme al destino imaginado (destruyendo así, por anticipado, el que fuera posible) la pena incomprendida, negra y reciente con que volvería a casa. Entramos en una habitación de la que recuerdo que era totalmente amarilla, y allí un anciano de barba puntiaguda, que llevaba una chaqueta de militar y botas altas, me informó sin preámbulos de que, según noticias aún sin confirmar, mi padre ya no vivía. Mi madre me esperaba abajo, en la calle.
Durante los seis meses siguientes (hasta que mi tío Oleg nos llevó al extranjero casi por la fuerza) intentamos averiguar cómo y dónde había perecido —y también si la noticia de su muerte era cierta. Aparte el hecho de que había ocurrido en Siberia (¡Siberia es muy grande!) durante el viaje de regreso desde el Asia central, no averiguamos nada. ¿Puede ser que nos ocultaran el lugar y las circunstancias de su misteriosa muerte y hayan seguido ocultándonoslos hasta ahora? (Su biografía de la Enciclopedia Soviéticatermina simplemente con las palabras: Murió en 1919.) ¿O acaso el carácter contradictorio de la vaga prueba impidió mayor precisión de las respuestas? Una vez en Berlín nos enteramos de una o dos cosas suplementarias por diversas fuentes y distintas personas, pero estos añadidos resultaron ser nuevas capas de incertidumbre en lugar de atisbos de la verdad. Dos versiones incoherentes, ambas de naturaleza más o menos deductiva (y que además no nos dijeron nada sobre el punto más importante: cómo murió exactamente, si es que murió), se confundían y contradecían mutuamente. Según una de ellas, la noticia de su muerte había llegado a Semipalatinsk por boca de un kirguis; según la otra, la transmitió un cosaco en Ak-Bulat. ¿Cuál era la ruta de mi padre? ¿Iba de Semirechie a Omsk (a través de la estepa de espolín, con el guía montado en un caballo pío) o desde el macizo del Pamir a Orenburg, a través de la región de Turgay (por la estepa de arena, con el guía montado en un camello y él en un caballo, con estribos de corteza de abedul, de pozo en pozo, evitando aldeas y líneas ferroviarias)? ¿Cómo pasó por entre la tormenta de la guerra campesina, cómo rehuyó a los rojos? No puedo imaginarme nada. Además, ¿qué clase de shapka-nevidimka, «gorra que hace invisible» podía salvarle, si incluso ésta se la habría puesto gallardamente torcida? ¿Se ocultó en la choza de un pescador (como supone Krüger) en el puesto «Aralskoye more», entre los imperturbables fieles de la antigua fe de los Urales? Y si había muerto, ¿cómo fue su muerte? «¿Cuál es su profesión?», preguntó Pugachiov al astrónomo Lowitz. «Contar las estrellas.» Tras lo cual le colgaron para que pudiera estar más cerca de ellas. ¡Oh!, ¿cómo murió? ¿De enfermedad? ¿De frío? ¿De sed? ¿A manos del hombre? Y de ser así, ¿puede aquella mano aún vivir, coger pan, levantar un vaso, cazar moscas, moverse, señalar, hacer señas, quedarse inmóvil, estrechar otras manos? ¿Respondió a su fuego durante mucho rato? ¿Guardó la última bala para sí mismo? ¿Le cogieron vivo? ¿Le llevaron al coche salón del cuartel general de la estación, ocupado por un destacamento de castigo (me imagino su horrible locomotora, alimentada con pescado seco), acusado de ser un espía blanco (y no sin razón: conocía bien al general blanco Lavr Kornilov, con quien había viajado en su juventud por la Estepa de la Desesperación y a quién en años posteriores había visto en China)? ¿Le mataron en el lavabo de señoras de alguna estación abandonada (espejo roto, felpa hecha jirones), o le llevaron a un huerto en una noche oscura, y esperaron a que saliera la luna? ¿Cómo esperó con ellos en la oscuridad? ¿Con una sonrisa de desdén? Y si una mariposa blanquecina hubiese revoloteado entre la penumbra de las bardanas, incluso en aquel momento la habría seguido, lo sé, con la misma mirada de aliento con que a veces, después del té de la tarde, fumando su pipa en nuestro jardín de Leshino, solía saludar a las esfinges rosadas que probaban nuestras lilas.
Pero a veces tengo la impresión de que todo esto es un rumor estúpido, una cansina leyenda creada con los mismos granulos dudosos de conocimiento aproximado que yo mismo empleo cuando mis sueños se pierden en regiones que sólo conozco de oídas o por los libros, por lo que la primera persona enterada que haya visto realmente los lugares mencionados se negará a reconocerlos, se burlará del exotismo de mis pensamientos, de las colinas de mi pena, de los precipicios de mi imaginación, y hallará en mis conjeturas tantos errores topográficos como anacronismos. Pues, tanto mejor. Si el rumor de la muerte de mi padre es una ficción, ¿no es preciso conceder que su mismo viaje de regreso por Asia está meramente unido a esta ficción en forma de una cola (como aquella cometa que en la historia de Pushkin el joven Grinyov modeló con un mapa), y que tal vez, aunque mi padre emprendiera realmente este viaje de regreso (y no estuviera despedazado en el fondo de un abismo ni retenido como prisionero por monjes budistas), había elegido una ruta completamente diferente? Incluso he tenido ocasión de oír suposiciones (en el tono de un consejo tardío) de que bien podría haberse dirigido hacia el oeste, a Ladakg, a fin de adentrarse después en la India, o, ¿por qué no haber cruzado China y desde allí haberse dirigido en cualquier barco a cualquier puerto del mundo?
«Fuera como fuese, mamá, todo el material relacionado con su vida se encuentra ahora reunido en mi habitación. Mediante enjambres de borradores, largos extractos manuscritos de muchos libros, indescifrables apuntes en gran cantidad de páginas sueltas, observaciones a lápiz garabateadas en los márgenes de otros escritos míos; mediante frases medio tachadas, palabras sin terminar y nombres ya olvidados, imprudentemente abreviados, que se ocultan entre mis papeles; mediante el frágil estatismo de información irrecuperable, destruido ya en algunos lugares por un movimiento mental demasiado rápido, que a su vez se desvaneció en la nada; mediante todo esto tengo que hacer ahora un libro ordenado y lúcido. A veces siento que ya lo he escrito, que se encuentra aquí, oculto en esta selva de tinta, que sólo he de liberarlo parte por parte de la oscuridad y las partes se unirán por sí solas... Pero de qué me sirve si esta labor de liberación se me antoja ahora tan difícil y complicada, si tengo tanto miedo de ensuciarlo con una frase vulgar o gastarlo en el curso de su traslado al papel, que ya llego a dudar de que pueda escribir el libro. Tú misma me escribiste sobre las exigencias que debían presuponerse en una tarea semejante. Pero ahora opino que las cumpliría mal. No me acuses de debilidad y cobardía. Un día te leeré al azar extractos deshilvanados e incoherentes de lo que he escrito: ¡qué poco se parece a mi sueño escultural! Todos estos meses, mientras investigaba, tomaba notas, recordaba, pensaba, era inmensamente feliz: estaba seguro de que se gestaba algo de una belleza sin precedentes, de que mis notas eran simplemente pequeños puntales para la obra, jalones, estacas, y de que lo más importante se desarrollaba y creaba por sí solo, pero ahora veo, como si me despertara tendido en el suelo, que aparte de esas notas lastimosas no hay absolutamente nada. ¿Qué haré? Mira, cuando leo sus libros, o los de Grum, y oigo su ritmo cautivador, cuando estudio la posición de las palabras, que no pueden reemplazarse ni cambiar de lugar, me parece un sacrilegio tomar todo esto y diluirlo conmigo mismo. Si quieres, lo admitiré: sólo soy un mero perseguidor de aventuras verbales, y perdona que me niegue a cazar mis fantasías en el coto privado de mi padre. Verás, he comprendido la imposibilidad de que germine la imaginería de sus viajes sin contaminarlos con una especie de poetización secundaria que se aleja cada vez más de aquella poesía auténtica con que la experiencia viva de aquellos naturalistas receptivos, experimentados y castos dotó a su investigación.»
«Como es natural, te comprendo y estoy de acuerdo contigo —contestó su madre—. Es una lástima que no puedas lograrlo, pero convengo en que no debes forzarte. Por otro lado, estoy convencida de que exageras un poco. Estoy persuadida de que si pensaras menos en el estilo, las dificultades y la frase hecha del poetastro de que "con un beso empieza la muerte del romanticismo", etc., crearías algo muy bueno, muy verdadero y muy interesante. Pero si te lo imaginas leyendo tu libro y tienes la sensación de que le irrita y te hace sentir avergonzado, entonces, naturalmente, déjalo, déjalo. Pero sé que esto no puede ser, sé que él te diría: bien hecho. Todavía más: estoy convencida de que algún día escribirás este libro.»
Fiodor recibió el estímulo externo para cancelar su trabajo en forma de un cambio de domicilio. Hay que decir en honor de su patrona que le soportó mucho tiempo, durante dos años. Pero cuando se le presentó la ocasión de conseguir el inquilino ideal en abril —una solterona entrada en años que se levantaba a las siete y media, trabajaba en una oficina hasta las seis, cenaba en casa de su hermana y se retiraba a las diez—, Frau Stoboy pidió a Fiodor que se buscara un nuevo alojamiento para antes de fin de mes. Él aplazaba continuamente sus indagaciones, no sólo por pereza y una tendencia optimista a dotar con la forma redonda de la eternidad a un plazo de tiempo concedido, sino también porque encontraba intolerablemente odioso invadir mundos ajenos con el objeto de hallar un lugar para sí mismo. Sin embargo, madame Chernyshevski le prometió su ayuda. Marzo se acercaba a su fin cuando, una noche, le comunicó:
—Creo que tengo algo para usted. Un día conoció aquí a Tamara Grigorievna, aquella dama armenia. Tenía una habitación en el piso de una familia rusa, pero ahora quiere cederla a alguien.
—Lo cual significa que es una mala habitación, ya que quiere deshacerse de ella —observó Fiodor en tono desabrido.
—No, se trata sencillamente de que vuelve al lado de su marido. Sin embargo, si ya no le gusta por anticipado, no haré nada al respecto.
—No he querido ofenderla —repuso Fiodor—. Me gusta mucho la idea, créalo.
—Naturalmente, no existe ninguna garantía de que la habitación aún no esté alquilada, pero le aconsejo que llame por teléfono.
—Oh, sí, por supuesto —dijo Fiodor.
—Como le conozco —continuó madame Chernyshevsky, hojeando una libreta negra—, y como sé que no llamará...
—Será lo primero que haga mañana —objetó Fiodor.
—... como no lo hará —Uhland cuarenta y ocho, treinta y uno—, lo haré yo misma. La llamaré ahora y usted podrá preguntarle lo que quiera.
—Espere, esperé un momento —interrumpió Fiodor con ansiedad—. No tengo idea de qué he de preguntar.
—No se preocupe, ella se lo dirá todo. —Y madame Chernyshevski, repitiendo rápidamente el número en voz baja, alargó la mano hacia la mesita del teléfono.
En cuanto se acercó el auricular a la oreja adoptó su acostumbrada postura telefónima en el sofá: de la posición de sentada pasó a la recostada, se ajustó la falda sin mirar y sus ojos azules vagaron por la estancia mientras esperaba la comunicación. «Sería agradable...», empezó, pero entonces la telefonista contestó y madame Chernyshevski dijo el número con una especie de exhortación abstracta en el tono y un ritmo especial en la pronunciación de las cifras —como si 48 fuera la tesis y 31, la antítesis—, y añadió a guisa de síntesis: jawohl.
—Sería agradable —repitió a Fiodor —que ella fuese allí con usted. Estoy segura de que nunca en su vida... —De pronto, con una sonrisa, bajó la vista, movió un hombro rechoncho y cruzó las piernas estiradas—: ¿Tamara Grigorievna? —preguntó con una voz nueva, suave e incitante. Rió con suavidad mientras escuchaba, alisando un pliegue de su falda—. Sí, soy yo, ha acertado. Creía que, como siempre, no me reconocería. Está bien... digamos muy a menudo. —Y acomodando aún más su tono—: Bueno, ¿qué hay de nuevo?—. Escuchó parpadeando lo que había de nuevo; como en un paréntesis, empujó hacia Fiodor una caja de bombones rellenos de fruta; entonces los dedos de sus pequeños pies empezaron a frotarse unos contra otros dentro de las ajadas zapatillas de terciopelo; se inmovilizaron—. Sí, ya me lo han dicho, pero yo creía que tenía una clientela fija—. Siguió escuchando. En el silencio podía oírse el zumbido infinitamente pequeño de la voz procedente de otro mundo—. Vaya, esto es ridículo —dijo Alexandra Yakovlevna—, oh, es ridículo... Conque así están las cosas —dijo lentamente al cabo de un momento, y entonces, a una pregunta que se antojó a Fiodor como un iadrido microscópico, replicó con un suspiro —: Sí, más o menos, nada nuevo. Alexander Yakovlevich está bien, se mantiene ocupado, ahora está en un concierto, y yo no tengo ninguna noticia, nada especial. En este momento tengo aquí a... Sí, claro, le divierte, pero no puede imaginarse cuánto deseo a veces marcharme a alguna parte con él, aunque sólo fuera por un mes. ¿Cómo? Oh, a cualquier parte. En general, todo es un poco deprimente a veces, pero no hay nada nuevo—. Inspeccionó su palma con lentitud y permaneció así, con la mano extendida—. Tamara Grigorievna, tengo aquí a Gudonov-Cherdyntsev. A propósito, está buscando una habitación. ¿Acaso esa gente con quien usted...? Oh, magnífico. Espere un momento, se lo paso.
—¿Cómo está? —dijo Fiodor, inclinándose ante el teléfono—. Alexandra Yakolevna me ha dicho...
En voz alta, de modo que incluso cosquilleó su oído medio, una voz clara y extraordinariamente ágil se hizo cargo de la conversación. «La habitación aún no está alquilada —empezó la desconocida Tamara Grigorievna—, y desde luego les gustaría mucho tener un huésped ruso. Le diré en seguida quiénes son. El nombre es Shchyogolev, esto no le dice nada a usted, pero en Rusia era fiscal, es un caballero muy, muy culto y agradable... Después está su mujer, que también es extremadamente simpática, y una hija del primer matrimonio. Ahora, escuche: viven en el 15 de Agamemnonstrasse, distrito maravilloso, en un piso pequeño pero hoch modern, con calefacción central, cuarto de baño —en suma, todo cuanto usted pueda desear. La habitación es deliciosa pero (con una entonación que se batía en retirada) da a un patio, aunque esto es una pequeñez. Le diré cuánto pagaba yo por ella: treinta y cinco marcos al mes. Es tranquila y tiene un buen diván. Bueno, esto es todo. ¿Qué más puedo decirle? Comía allí, y debo confesar que la comida era excelente, excelente, pero usted mismo debe preguntarles el precio. Yo estaba a régimen. Verá lo que vamos a hacer. Yo tengo que ir allí de todos modos mañana por la mañana, alrededor de las once y media, y soy muy puntual, así que nos encontraremos allí.
—Espere un segundo —dijo Fiodor (para quién levantarse a las diez equivalía a levantarse a las cinco para cualquier otra persona)—. Espere un segundo. Me temo que mañana... Tal vez sería mejor si yo...
Quería decir: «si yo le llamara», pero madame Chernyshevski, que estaba a su lado, le dirigió tal mirada que, tragando saliva, se corrigió inmediatamente: «Sí, creo que podré —dijo sin animación—. Gracias, vendré.»
—Muy bien —(en tono narrativo)—, es el número 15 de Agamemnonstrasse, tercer piso, con ascensor. De modo que quedamos así. Hasta mañana, entonces. Tendré gran placer en verle.
—Adiós —dijo Fiodor Konstantinovich.
—Espere —gritó Alexandra Yakolevna—, no cuelgue, por favor.
A la mañana siguiente, cuando llegó a la dirección estipulada —de un humor irritable, con el cerebro confuso y sólo la mitad de su ser en funcionamiento (como si la otra mitad aún no hubiera abierto debido a lo temprano de la hora)—, resultó que Tamara Grigorievna no sólo no estaba allí, sino que había telefoneado para decir que no podía venir. Le recibió el propio Shchyogolev (nadie más estaba en casa), hombre corpulento y gordinflón, cuyo perfil recordaba a una carpa, de unos cincuenta años, con una de esas caras rusas cuya sinceridad es casi insultante. Era una cara bastante llena, de corte ovalado, que tenía un minúsculo mechón de pelo justo debajo del labio inferior. En cierto modo, su notable peinado era también algo insultante: escasos cabellos negros, muy lisos, con una raya que no estaba del todo en el centro de la cabeza pero tampoco en ninguno de los dos lados. Grandes orejas, sencillos ojos masculinos, nariz gruesa y amarillenta y una sonrisa húmeda completaban la impresión general, que era agradable. «Godunov-Cherdyntsev —repitió—, claro, claro, un nombre muy conocido. Conocí una vez... déjeme ver —¿es Oleg Kirilovich su padre? Aja, su tío. ¿Dónde vive ahora? ¿En Filadelfia? Hum, eso está bastante lejos. ¡Hay que ver hasta dónde llegamos los emigrados! Asombroso. ¿Y está usted en contacto con él? Comprendo, comprendo. Bien, no dejes para mañana lo que ya tienes hecho —¡ja, ja! Venga, le enseñaré su alojamiento.»
A la derecha del recibidor había un corto pasillo que torcía inmediatamente a la derecha en un ángulo recto para convertirse en otro embrión de pasillo que terminaba ante la puerta entornada de la cocina. La pared izquierda tenía dos puertas; Shchyogolev abrió la primera tras una enérgica inspiración. Ante nosotros se inmovilizó una habitación pequeña y apaisada, de paredes ocres, con una mesa junto a la ventana, un diván contra una pared y un armario contra la otra. A Fiodor le pareció repelente, hostil, completamente «inapropiada» para su vida, como situada a varios fatídicos grados de la verdad (con un rayo de sol polvoriento que representaba la línea de puntos que marca la inclinación de una figura geométrica cuando se hace girar) en relación con ese rectángulo imaginario dentro de cuyos límites podría dormir, leer y pensar; pero incluso aunque por un milagro hubiese podido ajustar su vida al ángulo de esta caja anormal, sus muebles, su color, la vista al patio de asfalto —todo en ella era insoportable, y decidió en seguida que no la alquilaría.
«Bien, aquí la tiene —dijo con jovialidad Shchyogolev—, y al lado está el cuarto de baño. Necesita un poco de limpieza. Ahora, si no le importa...» Chocó violentamente con Fiodor al volverse en el angosto pasillo y, emitiendo un «Och!» de disculpa, le agarró por el hombro. Volvieron al recibidor. «Aquí está la habitación de mi hija, y aquí la nuestra —dijo, y señaló las puertas a derecha e izquierda—. Y esto es el comedor», y abriendo una puerta del fondo, la mantuvo en esta posición durante varios segundos, como si tomara una fotografía de larga exposición. Fiodor paseó la vista por la mesa, un plato de nueces, un aparador... Ante la ventana del extremo, cerca de una mesita de bambú, había un sillón de alto respaldo: sobre sus brazos, en aéreo reposo, se veía un vestido de gasa, azul pálido y muy corto (como se llevaban entonces en los bailes), y en la mesita brillaba una flor plateada y un par de tijeras.
—Eso es todo —dijo Shchyogolev y cerró cuidadosamente la puerta—. Ya lo ve —cómodo, hogareño; todo lo que tenemos es de tamaño reducido, pero no nos falta nada. Si desea comer con nosotros, sea bienvenido, lo hablaremos con mi mujer; entre nosotros, no es mala cocinera. Porque es amigo de la señora Abramov, le cobraremos lo mismo que a ella, no le maltrataremos, vivirá como el pez en el agua —y Shchyogolev rió jugosamente.
—Sí, creo que la habitación me conviene —dijo Fiodor, tratando de no mirarle—. De hecho, me gustaría trasladarme el miércoles.
—Como guste —repuso Shchyogolev.
¿Ha sentido usted alguna vez, lector, esa tristeza sutil al separarse de una vivienda no amada? El corazón no se destroza como ocurre al separarse de objetos queridos. La mirada húmeda no se pasea reteniendo una lágrima, como si quisiera llevar consigo un tembloroso reflejo del lugar abandonado; pero en el mejor rincón de nuestros corazones nos compadecemos de las cosas que no hemos animado con nuestro aliento, que apenas hemos advertido y que ahora dejamos para siempre. Este inventario ya muerto no resucitará después en la memoria: la cama no nos seguirá, cargando consigo misma; el reflejo de la cómoda no se levantará de su ataúd; sólo la vista desde la ventana vivirá algún tiempo con nosotros, como la fotografía descolorida, clavada a una cruz de cementerio, de un caballero bien peinado, de ojos serenos y cuello almidonado. Me gustaría decirte adiós, pero tú ni siquiera oirías mi saludo. No obstante, adiós. He vivido aquí exactamente dos años, he pensado muchas cosas, las sombras de mi caravana han pasado por este papel de la pared, han crecido lirios de la ceniza de cigarrillo caída sobre la alfombra —pero ahora el viaje ha terminado. Los torrentes de libros han vuelto al océano de la biblioteca. Ignoro si leeré algún día los borradores y extractos amontonados bajo la ropa interior de la maleta, pero sé que nunca volveré a ver esta habitación.
Fiodor se sentó sobre su maleta y la cerró; dio la vuelta por la habitación; repasó por última vez los cajones y no encontró nada: los cadáveres no roban. Una mosca subió por el cristal de la ventana, resbaló con impaciencia, cayó y voló a medias, como si sacudiera algo, y de nuevo empezó a trepar. La casa de enfrente, que había encontrado cubierta de andamios en el antepasado abril, necesitaba evidentemente nuevas reparaciones: en la acera había preparadas varias pilas de tablones. Sacó sus cosas, fue a despedirse de su patrona, estrechando su mano por primera y última vez, mano que resultó ser fuerte, seca y fría, le devolvió las llaves y se marchó. La distancia entre la antigua residencia y la nueva era más o menos la misma que, en un lugar de Rusia, separa la avenida Pushkin de la calle Gogol.
CAPÍTULO TERCERO
Todas las mañanas, justo después de las ocho, le sacaba de su sueño el mismo sonido de detrás de la delgada pared, a medio metro de su sien. Era el tintineo limpio, de fondo redondo, de un vaso que alguien volvía a dejar sobre un estante de cristal; tras lo cual la hija del patrón carraspeaba. Entonces venía el espasmódico trk-trk de un cilindro giratorio, luego el sonido de agua corriente, que se ahogaba, gemía y cesaba de pronto, luego el grotesco quejido interno de un tapón de bañera que al final cedía el paso al susurro de la ducha. Se abría un cerrojo y sonaban unos pasos frente a su puerta. De la dirección opuesta venían otros pasos, oscuros y pesados, que se arrastraban un poco: era Marianna Nikolavna que iba de prisa a la cocina para preparar el café de su hija. Se oía el gas que, al principio, se negaba a encenderse con ruidosos estallidos; una vez apaciguado, ardía y silbaba con regularidad. Los primeros pasos volvían, ahora con tacones; en la cocina se iniciaba una conversación rápida y agitada. Del mismo modo que algunas personas hablan con pronunciación del sur o moscovita, la madre y la hija lo hacían invariablemente con acento de pelea. Su voces eran similares, ambas suaves y profundas, pero una más aguda y como entorpecida, la otra más libre y pura. En el murmullo de la madre había una súplica, incluso una súplica culpable; en las réplicas cada vez más breves de la hija sonaba la hostilidad. Con el acompañamiento de esta confusa tormenta matutina, Fiodor Konstantinovich volvía a quedarse beatíficamente dormido.
A través de su ligero sueño intermitente percibía sonidos de limpieza; la pared se derrumbaba bruscamente encima de él: esto significaba que el mango de una escoba se había apoyado precariamente contra su puerta. Una vez por semana la mujer del portero, gorda, de respiración pesada y con olor a sudor rancio, venía con un aspirador, y entonces se desencadenaba un gran estruendo, el mundo se hacía pedazos, un rugido infernal invadía el alma de uno, la destruía, y sacaba a Fiodor de la cama, de su habitación y de la casa. Pero en general, alrededor de las diez, Marianna Nikolavna entraba en el cuarto de baño y tras ella, arrancando flema de su garganta mientras se aproximaba, Ivan Borisovich. Tiraba hasta cinco veces de la cadena del retrete pero no usaba el baño, se contentaba con el murmullo del lavabo pequeño. A las diez y media todo era el silencio en la casa: Marianna Nikolavna se había ido de compras, Shchyogolev a sus dudosos negocios. Fiodor Konstantinovich descendía a un abismo de dicha donde los cálidos restos de su sueño se mezclaban con una sensación de felicidad, tanto por el día anterior como por el que empezaba.
Muy a menudo ahora iniciaba la jornada con una poesía. Tendido boca arriba con el primer cigarrillo, largo, de gusto satisfactorio y prolongada duración, entre los labios resecos, componía de nuevo, tras un lapso de casi diez años, aquella determinada clase de poesía de la cual se hace un regalo al atardecer a fin de verse reflejado en la onda que la ha llevado a cabo. Comparó la estructura de estos versos con la de los otros. Las palabras de los otros ya estaban olvidadas. Sólo aquí y allí entre las letras borradas se habían preservado algunas rimas, las suntuosas mezcladas con las mediocres: beso-embeleso, asilo-tilo, hojas-enojas. Durante aquel decimosexto verano de su vida empezó a escribir poesía con seriedad; antes, excepto trivialidades entomológicas, no había habido nada. Pero hacía mucho tiempo que cierto ambiente de composición le era conocido y familiar: en su casa, todos garabateaban algo —Tania escribía en un pequeño álbum provisto de un diminuto candado; su madre escribía poesías en prosa, conmovedoras en su sencillez, sobre la belleza de sus bosques nativos; su padre y tío Oleg componían versos ocasionales —y estas ocasiones eran bastante frecuentes; y tía Xenia escribía poemas, sólo en francés, temperamentales y «musicales», con total desconsideración hacia las sutilezas del verso silábico; sus efusiones eran muy populares entre la sociedad de San Petersburgo, en particular el largo poema La Femme et la Panthèrey también una traducción de Una pareja de bayosde Apujtin —una de cuyas estrofas decía así:








