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La dádiva
  • Текст добавлен: 21 сентября 2016, 16:35

Текст книги "La dádiva"


Автор книги: Владимир Набоков



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Al final del bulevar apareció el lindero verde del bosque, y también el recargado pórtico de un pabellón recién construido (en cuyo atrio se encontraba un surtido de lavabos, para caballeros, señoras y niños), a través de los cuales había que pasar —según el proyecto del Lenótre local —a fin de entrar en un jardín de rocas recién inaugurado, con flora alpina a lo largo de sus veredas geométricas, que servía —también según el mismo proyecto– de umbral agradable del bosque. Pero Fiodor se desvió hacia la izquierda, evitando el umbral: por aquí se llegaba antes. El lindero todavía silvestre del pinar se prolongaba infinitamente, bordeando una avenida para automóviles, pero el próximo paso de las autoridades municipales era inevitable: cercar todo este acceso libre con una verja sin fin, para que el pórtico se convirtiera en entrada por necesidad (en el sentido más literal y elemental). Os construimos esta pieza ornamental y no os atrajo; así que ahora, ahí la tenéis: ornamental y de reglamento. Pero (retrocedamos con un salto mental: f3-g1) las cosas apenas podían ser mejores cuando este bosque —retirado ahora y concentrado en torno al lago (y como nosotros, en nuestro propio alejamiento de peludos antepasados, conservando sólo una vegetación marginal)– se extendía hasta el mismo corazón de la ciudad actual, y una chusma ruidosa y principesca galopaba por entre los árboles con cuernos, lebreles y batidores.

El bosque que yo encontré aún estaba vivo, exuberante, lleno de pájaros. Había oropéndolas, palomas y grajos; un cuervo pasó volando, con un jadeo de alas: kshu, kshu, kshu; un carpintero de cabeza roja picoteaba el tronco de un pino, y a veces, me imagino, imitando vocalmente su picoteo, para prestarle más fuerza y convicción (en honor de la hembra); porque no hay nada tan divino y encantador en la naturaleza como los engaños ingeniosos con que nos sorprende en lugares inesperados: el saltamontes, por ejemplo (pone en marcha su pequeño motor pero siempre le cuesta: tsig, tsig, tsig, y sale disparado), después de saltar y aterrizar, reajusta inmediatamente la posición de su cuerpo volviéndose de tal modo que la dirección de sus rayas oscuras coincida con la de las agujas caídas (¡o de sus sombras!). Pero, cuidado: me gusta recordar lo que escribió mi padre: «Al observar de cerca, no importa cuánto, los acontecimientos de la naturaleza, debemos impedir que en el proceso de observación nuestra razón —ese intérprete locuaz que siempre se adelanta– nos anticipe explicaciones que luego empiezan a influir, de modo imperceptible, el mismo curso de la observación, deformándolo: así la sombra del instrumento cae sobre la verdad.»

Déme la mano, querido lector, y entremos juntos en el bosque. Mire: observe primero estos claros con grupos de cardos, ortigas y adelfillos sedosos, entre los que encontrará toda clase de trastos: a veces incluso un colchón viejo, de muelles rotos y oxidados: ¡no lo desdeñe! Aquí hay un soto de pequeños abetos donde una vez descubrí un hoyo cavado cuidadosamente antes de morir por el animal que yacía dentro, un perro joven, de hocico largo y raza de lobo, doblado en una curva de maravillosa gracia, pata contra pata. Y ahora vienen montículos desnudos, sin maleza —sólo con una alfombra de agujas pardas bajo pinos simplistas, entre los cuales se balancea una hamaca llena de un cuerpo poco exigente– y también se ve el esqueleto de alambre de una pantalla, tirado por el suelo. Un poco más allá tenemos un terreno baldío rodeado de acacias blancas, y sobre la arena gris, ardiente y pegajosa hay una mujer sentada, en ropa interior, con las horribles piernas desnudas estiradas, zurciendo una media, mientras a su alrededor gatea un niño sucio de polvo. Desde aquí aún puede verse la avenida y el fulgor de los radiadores de los automóviles, pero si se penetra un poco más, ya el bosque vuelve por sus fueros, los pinos se ennoblecen, el musgo cruje bajo los pies, e invariablemente se ve algún vagabundo dormido, con un periódico tapándole la cara: el filósofo prefiere el musgo a las rosas. Éste es el lugar exacto donde cayó el otro día un aeroplano pequeño: alguien que llevaba a su novia de paseo por el cielo azul, se entusiasmó en exceso, perdió el control de la palanca de mando y se sumergió con un chasquido y un crujido directamente entre los pinos. Por desgracia, llegué demasiado tarde: ya habían tenido tiempo de llevarse los restos, y dos policías montados se alejaban al paso hacia la avenida, pero aún podía verse el impacto de una muerte osada bajo los pinos, uno de los cuales había sido cortado en dos por un ala, y el arquitecto Stockschmeisser, que paseaba con su perro, estaba contando lo ocurrido a un niño y su niñera; pocos días después ya no quedaba ninguna huella (sólo la herida amarilla en el pino), e ignorantes por completo del hecho, un anciano y su esposa —ella en corpiño y él en calzoncillos —habían sencillos ejercicios gimnásticos en el mismo lugar.

Algo más lejos todo era más bonito: los pinos estaban a sus anchas, y entre sus troncos rosados y escamosos, el grácil follaje de los serbales bajos y el verdor vigoroso de los robles convertían las rayas de sol del bosque de pinos en multitud de vivaces manchas moteadas. En la densidad de un roble, cuando se miraba desde abajo, la superposición de hojas sombreadas e iluminadas, verde oscuro y esmeralda brillante, se antojaba un rompecabezas unido por sus bordes ondulados, y sobre estas hojas, dejando que el sol acariciara su seda amarilla y parda o cerrando con fuerza las alas, se posó una mariposa de alas esquinadas, que tenía una raya blanca en el vientre punteado de oscuro; de pronto echó a volar y se paró en mi pecho desnudo, atraída por el sudor humano. Y todavía más arriba, encima de luí rostro levantado, las copas y los troncos de los pinos participaban en un complejo intercambio de sombras, y su follaje me recordaba las algas meciéndose en el agua transparente. Y si levantaba aún más la cabeza, de modo que la hierba (de un verde primitivo e inexpresable desde este punto de vista invertido) pareciera estar creciendo hacia abajo, hacia una luz transparente y vacía, experimentaba algo similar a lo que debe sentir un hombre que ha volado a otro planeta (con diferente gravedad, diferente densidad y una presión diferente sobre los sentidos), en especial, cuando una familia que iba de excursión pasó cabeza abajo, dando a cada uno de sus pasos una sacudida extraña y elástica, y lanzando una pelota que parecía caer, cada vez más despacio, en un abismo turbulento.

Si se avanzaba aún más —no hacia la izquierda, donde el bosque se prolongaba infinitamente, ni tampoco hacia la derecha, donde quedaba interrumpida por un seto de abedules jóvenes, que olían fresca y puerilmente a Rusia—, el bosque volvía a ser menos denso, perdía la maleza y descendía por pendientes arenosas a cuyos pies el ancho lago se elevaba sobre pilares de luz. El sol iluminaba caprichosamente la orilla opuesta, y cuando, con la llegada de una nube, el mismo aire parecía cerrarse como un gran ojo azul para volver a abrirse lentamente, una orilla iba siempre a la zaga de la otra en el proceso de oscurecerse e iluminarse. En la otra orilla apenas había playa arenosa, y los árboles bajaban todos juntos hasta los juncos densos, mientras más arriba se encontraban pendientes cálidas y secas cubiertas de trébol, acedera y tártago y bordeadas del exuberante verde oscuro de robles y hayas, que descendían temblando hasta los húmedos barrancos en uno de los cuales se había quitado la vida Yasha Chernyshevski.

Cuando yo entraba por las mañanas en este mundo del bosque, cuya imagen había elevado, cabe decir, con mis propios esfuerzos por encima del nivel de esas ingenuas impresiones domingueras (papeles en el suelo, una muchedumbre de excursionistas) de las que se componía el concepto berlinés del «Grünewald»; cuando en estos bochornosos días laborables de. verano me dirigía a su parte sur, a sus profundidades, a lugares salvajes y secretos, experimentaba tanto placer como si se tratara de un paraíso primitivo a tres kilómetros de la Agamemnonstrasse. Al llegar a uno de mis rincones favoritos, que combinaba mágicamente una libre afluencia de sol con la protección del follaje, me desnudaba y tendía boca arriba sobre la manta, colocando bajo la cabeza el innecesario bañador. Gracias al tono bronceado de todo mi cuerpo (sólo las plantas, palmas y arrugas en torno a los ojos conservaban su color natural), me sentía un atleta, un Tarzán, un Adán, cualquier cosa menos un ciudadano desnudo. La incomodidad que suele acompañar a la desnudez depende de la conciencia de nuestra indefensa blancura, que ha perdido hace mucho tiempo toda relación con los colores del mundo circundante y por esta razón se encuentra en disonancia artificial con él. Pero el efecto del sol remedia esta deficiencia, nos hace iguales a la naturaleza en nuestro derecho a la desnudez, y el cuerpo bronceado ya no siente vergüenza. Todo esto parece arrancado de un folleto nudista, pero la propia verdad no tiene la culpa si coincide con la verdad que un pobre sujeto ha pedido prestada.

El sol brillaba con fuerza. El sol me lamía todo el cuerpo con su lengua grande y suave. Poco a poco sentía que me volvía transparente, que me había fundido en el fuego y sólo existía gracias a él. Del mismo modo que se traduce un libro a un idioma exótico, así yo me traducía al sol. El Fiodor Godunov-Cherdyntsev flaco, helado, invernal, estaba ahora tan lejos de mí como si le hubiera desterrado a la provincia de Yukutsk. Era una pálida copia de mí mismo, mientras este yo estival era su magnífica reproducción de bronce. Mi yo personal, el que escribía libros, el que amaba las palabras, los colores, los fuegos de artificio mentales, a Rusia, el chocolate, a Zina, parecía haberse desintegrado, disuelto; después de convertirse en transparente por la fuerza de la luz, ahora lo asimilaba el resplandor del bosque veraniego, con sus agujas satinadas y sus hojas de un verde celestial, con sus hormigas corriendo sobre la lana radiante, transfigurada, de la manta de viaje, con sus pájaros, olores, aliento cálido de las ortigas y el olor de esperma de la hierba calentada por el sol, con su cielo azul donde zumbaba un avión muy alto, que parecía cubierto por una capa de polvo azul, la esencia azul del firmamento: el avión era azulado, como el pez está mojado en el agua.

De este modo uno podía disolverse completamente. Fiodor se incorporó y se sentó. Un reguero de sudor le bajaba por el pecho bien afeitado e iba a caer al embalse del ombligo. Su vientre plano tenía un brillo nacarado y broncíneo. Una hormiga extraviada se movía nerviosamente entre los rizos negros de su vello pubiano. Las espinillas parecían pulidas. Tenía agujas de pino entre los dedos de los pies. Con el bañador se secó la cabeza, la nuca y el cuello. Una ardilla de lomo arqueado saltó sobre el césped, de árbol a árbol, en una carrera sinuosa y casi torpe. Los robles jóvenes, los matorrales, los troncos de los pinos, todo tenía motas deslumbrantes, y una nube pequeña, sin afear en modo alguno el rostro del día veraniego, lentamente, como a tientas, pasó de largo al sol.

Se levantó, dio un paso —e inmediatamente la zarpa ingrávida de una sombra cayó sobre su hombro izquierdo; otro paso y desapareció. Fiodor consultó la posición del sol y arrastró la manta un metro hacia el lado para evitar que la sombra de las hojas cayera sobre él. Moverse desnudo era una dicha sorprendente —le agradaba en especial la libertad en torno a las caderas. Anduvo entre los matorrales, escuchando la vibración de los insectos y los crujidos de los pájaros. Un reyezuelo corrió como un ratón por entre el follaje de un pequeño roble; una avispa voló muy bajo, cargada con una oruga entumecida. La ardilla que acababa de ver trepó por la corteza de un árbol con un sonido áspero y espasmódico. Cerca, en alguna parte, sonaron voces de muchachas, y Fiodor se detuvo en un dibujo de sombras que permanecía inmóvil en su brazo pero palpitaba rítmicamente en su costado izquierdo, entre las costillas. Una mariposa chata y dorada, equipada con dos comas negras, se posó en una hoja de roble, abrió a medias las alas oblicuas, y de pronto echó a volar como una mosca de oro. Y como le ocurría a menudo en estos días, especialmente cuando veía mariposas que le eran familiares, Fiodor imaginó el aislamiento de su padre en otros bosques —gigantescos, infinitamente lejanos, en comparación con los cuales éste no era más que un zarzal, una cepa, una insignificancia. Y pese a ello sentía algo parecido a aquella libertad asiática que se esparcía por los mapas, el peregrinaje del espíritu de su padre —y lo más difícil era creer que pese a la libertad, pese al follaje y aquella sombra oscura y feliz, salpicada de sol, su padre estaba muerto.

Las voces sonaron más cerca y luego retrocedieron. Un tábano instalado a hurtadillas en su muslo consiguió clavarle su afilada trompa. Musgo, hierba, arena, cada uno se comunicaba a su modo con las plantas de sus pies desnudos, y también a su modo, el sol y la sombra acariciaban la cálida seda de su cuerpo. Sus sentidos, agudizados por el calor sin trabas, fueron tentados por la posibilidad de encuentros en la selva, de míticos raptos. Le sanglot dont j'étais encoré ivre. Habría dado un año de su vida, incluso un año bisiesto, por que Zina estuviera aquí —o cualquiera de su cuerpo de baile.

Se tendió otra vez, y otra vez volvió a levantarse; escuchó con el corazón desbocado ruidos taimados, vagos, vagamente prometedores; después se puso el bañador, ocultó la manta y la ropa bajo unas zarzas y se fue a vagar por el bosque que rodeaba el lago. De vez en cuando, raramente en los días laborables, se veían cuerpos más o menos anaranjados. Evitaba mirarlos con atención por temor a pasar de Pan a Punch. Pero a veces, junto a una cartera de colegiala y su bicicleta reluciente apoyada en el tronco de un árbol, podía verse tendida, como ahora, a una ninfa solitaria, con las piernas de terciopelo descubiertas hasta la ingle y el vello de los sobacos centelleando al sol; la flecha de la tentación estaba a punto de silbar y atravesarle cuando observó a poca distancia, en tres puntos equidistantes que formaban un triángulo mágico (¿de quién sería el premio?), a tres cazadores inmóviles, desconocidos entre sí, visibles tras los troncos: dos muchachos (uno en posición supina, el otro echado de costado) y un hombre maduro, sin chaqueta, con dobleces en las mangas de la camisa, sentado en la hierba, inmóvil y eterno, con ojos tristes pero pacientes; y daba la impresión de que estos tres pares de ojos dirigidos al mismo punto acabarían, con ayuda del sol, practicando un agujero en el bañador negro de aquella pobre chica alemana, que ni siquiera había abierto los párpados untados de aceite.

Bajó a la orilla arenosa del lago y aquí, entre el estruendo de voces, se destrozó completamente la trama encantada que él mismo había tejido con tanto cuidado, y miró coa repugnancia los cuerpos arrugados, torcidos, deformados por los azares de la vida, más o menos desnudos o más o menos vestidos (estos últimos eran los más terribles) de los bañistas que se movían por la arena de un color gris sucio (burgueses de medio pelo, trabajadores eventuales). En el punto en que el camino de la playa rodeaba el borde estrecho del lago, se habían levantado unas estacas que sostenían restos atormentados de una alambrada, y el lugar próximo a estas estacas era muy apreciado por los habituales de la playa —en parte, porque resultaba muy cómodo poder colgar los pantalones por los tirantes (mientras la ropa interior se dejaba sobre las ortigas polvorientas) y, en parte, a causa de la vaga sensación de seguridad que comunica una valla a nuestras espaldas.

Las piernas grises de los viejos, cubiertas de granos y venas hinchadas; los pies planos; la costra oscura de los callos; las barrigas porcinas y sonrosadas; los adolescentes mojados, temblorosos, pálidos, de voz enronquecida; los globos de los pechos; los traseros voluminosos; los muslos blandos; las varices azuladas; la carne de gallina; los hombros pecosos de la chicas con piernas torcidas; los macizos cuellos y nalgas de los gamberros musculosos; la vacuidad sin esperanza ni salvación de los rostros satisfechos; los alborotos, las risotadas, las bulliciosas salpicaduras —todo esto formaba la apoteosis de aquel renombrado buen humor alemán que con tanta facilidad puede convertirse de pronto en un clamor frenético.

Y sobre todo ello, en especial los domingos, cuando el gentío era más soez que nunca, se abatía un olor inolvidable, olor de polvo, de sudor, de barro acuático, de ropa interior sucia, de pobreza aireada y reseca, olor de almas secadas, ahumadas, envasadas, a un penique la pieza. Pero el propio lago, con grupos de árboles muy verdes en la otra orilla y una estela de ondulante sol en el centro, se comportaba con dignidad.

Después de seleccionar una pequeña cala privada entre los juncos, Fiodor se metió en el agua. Su cálida opacidad le envolvió, chispas de sol bailaron ante sus ojos. Nadó durante mucho rato, media hora, cinco horas, veinticuatro, una semana, otra. Finalmente, alrededor de las tres de la tarde del veintiocho de junio, emergió en la otra orilla.

Se abrió paso entre las espinacas del borde del lago, se encontró en un bosquecillo, y de allí trepó a un caliente montículo donde no tardó en secarse al sol. A la derecha había una hondonada llena de ramas y zarzas. Y hoy, como todas las veces que venía aquí, Fiodor bajó a aquella hondonada que siempre le atraía, como si en cierto modo hubiera sido culpable de la muerte del muchacho desconocido que se había matado aquí —precisamente aquí. Pensó que Alexandra Yakovlevna también solía venir, y removía a conciencia los matorrales con sus manos diminutas enguantadas de negro... Entonces no la conocía y no podía haberla visto —pero a juzgar por el relato de sus múltiples peregrinaciones, Fiodor sentía que debía ser algo así: la búsqueda resuelta, el susurro de las hojas, la sombrilla moviéndose a tientas, los ojos radiantes, los labios trémulos por los sollozos. Recordó su encuentro con ella esta primavera —el último encuentro—, después de la muerte de su marido, y la extraña sensación que le dominó al mirar aquel rostro inclinado, y la frente espiritual, de que en realidad no la había visto nunca antes, y ahora buscaba en su rostro la semblanza de su marido difunto, cuya muerte permanecía expresada en él a través de un parentesco de sangre, fúnebre y oculto hasta ahora. Al día siguiente se marchó a vivir con unos parientes que residían en Riga, y ya su rostro, los relatos sobre su hijo, las veladas literarias en su casa y la enfermedad mental de Alexander Yakovlevich —todo cuanto sirvió en su tiempo– se retiró por propia iniciativa y encontró su fin, como un paquete de vida atado de través, que se conservará largo tiempo pero nunca más lo desatarán nuestras manos indolentes, morosas e ingratas. Sintió el deseo arrollador de no permitir que se cerrara y perdiera en un rincón del cuarto trastero de su alma, el deseo de aplicar todo esto a sí mismo, a su eternidad, a su verdad, a fin de hacer posible que brotara de una forma nueva. Hay una manera, la única manera.

Subió otra ladera y en su cumbre, junto a un sendero que descendía, sentado en un banco a la sombra de un roble, dibujando lenta y pensativamente en la arena con el bastón, se hallaba un joven de hombros redondos, vestido con un traje negro. Cuánto calor debe tener, pensó el desnudo Fiodor. El joven levantó la vista... El sol se volvió y con el delicado gesto de un fotógrafo levantó un poco su rostro, un rostro exangüe, de ojos separados, grises y miopes. Entre los bordes de su cuello almidonado (del tipo llamado una vez en Rusia «delicia del perro»), centelleaba un botón sobre el nudo flojo de la corbata.

—Qué moreno está —dijo Koncheyev—; no creo que sea bueno para usted. ¿Y dónde están sus ropas?

—Allí —repuso Fiodor—, al otro lado, en el bosque.

—Alguien puede robárselas —oservó Koncheyev—. No en vano dice el proverbio: A ruso generoso, prusiano ligero de manos.

Fiodor se sentó y replicó:

—No existe tal proverbio. A propósito, ¿sabe dónde estamos? Detrás de aquellas moreras, en una hondonada, es donde se mató de un tiro el joven Chernyshevski, el poeta.

—¡Oh!, ¿fue aquí? —dijo Koncheyev sin un interés especial—. No sé si está enterado de que su Olga se casó hace poco con un peletero y marchó a Estados Unidos. No del todo el lancero con quien se casó la Olga de Pushkin, pero aun así...

—¿No tiene calor? —le preguntó Fiodor.

—En absoluto. Tengo el pecho delicado y siempre siento frío. Pero, claro, al estar sentado junto a un hombre desnudo uno es físicamente consciente de que existen tiendas de ropa, y el propio cuerpo se siente ciego. Además, me parece que cualquier trabajo mental le ha de resultar completamente imposible en tal estado de desnudez.

—Un buen argumento —sonrió Fiodor—. Se tiene la impresión de vivir de modo superficial, en la superficie de la propia piel...

—Exacto. No interesa otra cosa que patrullar el propio cuerpo y perseguir al sol. Pero a la mente le gustan las cortinas y la cámara oscura. La luz del sol es buena en el grado en que acrecienta el valor de la sombra. Una cárcel sin carcelero y un jardín sin jardinero es, a mi juicio, la disposición ideal. Dígame, ¿leyó lo que dije sobre su libro?

—Sí —replicó Fiodor, y se fijó en una oruguita geométrica que comprobaba el número de centímetros que había entre los dos escritores—, claro que lo leí. Al principio quería escribirle una carta de agradecimiento —ya sabe, con una conmovedora referencia a mi falta de merecimientos, etc.—, pero luego pensé que ello introduciría un intolerable olor humano en el ámbito de la libre opinión. Y además, si he escrito un buen libro, debo estar agradecido a mí mismo y no a usted, del mismo modo que usted debe agradecer a sí mismo y no a mí el haber comprendido algo que era bueno, ¿no es así? Si empezamos a hacernos reverencias, en cuanto uno se detenga, el otro se sentirá ofendido y se alejará al instante.

—No esperaba perogrulladas de usted —dijo Koncheyev con una sonrisa—. Sí, todo esto es cierto. Una vez en mi vida, sólo una vez, di las gracias a un crítico, y él me replicó: «Verá, ¡la cuestión es que su libro me ha gustado realmente!», y este «realmente» me serenó para siempre. A propósito, no dije todo cuanto podía decir sobre usted... Le acribillaron de tal modo por defectos inexistentes que me pasaron las ganas de insistir en aquellos que me resultaban obvios. Además, o se librará de ellos en su próxima obra o se convertirán en virtudes especiales muy suyas, como una partícula, en un embrión se convierte en un ojo. Usted es zoólogo, ¿verdad?

—En cierto modo, como aficionado. Pero, ¿cuáles son esos defectos? Me pregunto si coinciden con los que yo conozco.

—Primero, excesiva confianza en las palabras. A veces ocurre que, a fin de introducir la idea necesaria, sus palabras tienen que pasarla de contrabando. La frase puede ser excelente, pero aun así existe contrabando y, además, contrabando gratuito, puesto que el camino legal está abierto. Pero sus contrabandistas, amparándose en un estilo oscuro y con toda clase de operaciones complicadas, importan mercancías que en todos los casos no pagan derechos. Segundo, cierta torpeza en la reproducción de las fuentes: parece usted indeciso sobre si reforzar su estilo en discursos y sucesos pasados o conceder más importancia a estos últimos. Me tomé la molestia de confrontar uno o dos pasajes de su libro con el contexto de la edición de obras completas de Chernyshevski, el mismo ejemplar que debió usar usted: encontré ceniza de su cigarrillo entre las páginas. Tercero, a veces lleva la parodia a tal grado de naturalidad que llega a convertirse en un auténtico pensamiento serio, pero en este nivel titubea de improviso, cae en un amaneramiento que es de usted y no la parodia de un amaneramiento, aunque es precisamente lo que está ridículizando —como si alguien que hiciese la parodia de un actor que lee mal a Shakespeare, se dejara llevar por su ardor, y tras un comienzo logrado, mutilara accidentalmente un verso. Cuarto, en una o dos de sus transiciones se observa algo mecánico, cuando no automático, que sugiere que está persiguiendo su propia ventaja y tomando el rumbo que encuentra más fácil. En un pasaje, por ejemplo, un mero retruécano sirve como transición. Quinto y último, a veces dice cosas calculadas principalmente para pinchar a sus contemporáneos, pero cualquier mujer le dirá que nada se pierde con más facilidad que una horquilla —y no digamos del hecho de que el menor cambio de la moda puede desterrar el uso de las horquillas: ¡piense en la cantidad de pequeños objetos punzantes que se han hallado bajo tierra y cuyo uso exacto no conoce ningún arqueólogo! El verdadero escritor ha de ignorar a todos los lectores menos uno, el del futuro, quien, a su vez, es sólo el autor reflejado en el tiempo. Creo que tal es la suma de mis quejas contra usted y, hablando en general, son triviales. Quedan totalmente eclipsadas por la brillantez de sus logros, sobre los que aún podría extenderme mucho.

—Oh, esto es menos interesante —dijo Fiodor, quien durante esta parrafada (como solían escribir Turguenev, Goncharov, el conde Salias, Grigorovich y Boborykin) había asentido con la cabeza, expresando aprobación—. Ha diagnosticado muy bien mis defectos —continuó– y corresponden a mis propias quejas de mí mismo, aunque, naturalmente, yo los pongo en otro orden —algunos de los puntos van unidos mientras otros se subdividen. Pero además de las deficiencias que ha observado en mi libro, me doy perfecta cuenta de tres más, como mínimo, y quizá son los más importantes. Sin embargo, no pienso nombrárselas, pues ya no aparecerán en mi próximo libro. ¿Quiere que ahora hablemos de su poesía?

—No, gracias, prefiero no hacerlo —repuso Koncheyev, temeroso—. Tengo razones para pensar que a usted le gusta mi obra, pero soy orgánicamente contrario a discutirla. Cuando era pequeño, antes de acostarme solía rezar una oración larga y confusa que mi difunta madre —mujer piadosa y muy desgraciada– me había enseñado (ella, desde luego, habría dicho que estas dos cosas son incompatibles, pero aun así, lo cierto es que la felicidad no toma los hábitos). Yo recordaba esta oración y la recé durante años, casi hasta la adolescencia, pero un día analicé su sentido, comprendí todas las palabras y, en cuanto la hube comprendido, la olvidé inmediatamente, como si hubiera roto un hechizo irrecuperable. Tengo la impresión de que podría ocurrir lo mismo con mis poesías, que si intento explicarlas racionalmente, perderé al instante mi capacidad de escribirlas. Sé que usted corrompió hace tiempo su poesía con palabras y significado, y ahora no es probable que continúe escribiendo versos. Es usted demasiado rico, demasiado codicioso. El encanto de la Musa reside en su pobreza.

—Es extraño —observó Fiodor—: una vez, hará unos tres años, imaginé con gran claridad una conversación con usted acerca de estos temas ¡y resulta que fue algo similar! Aunque, como es natural, usted me aduló descaradamente y cosas por el estilo. El hecho de que le conozca tan bien sin conocerle me hace feliz hasta lo increíble, porque ello significa que en el mundo hay uniones que no dependen en absoluto de amistades en masa, afinidades necias o «el espíritu de la época», y tampoco de organizaciones místicas o asociaciones de poetas, en las cuales sus esfuerzos conjuntos prestan «fulgor» a una docena de bien avenidas mediocridades.

—En todo caso, quiero advertirle —dijo Koncheyev con franqueza– que no se haga ilusiones respecto a nuestra similitud: usted y yo diferimos en muchas cosas. Yo tengo costumbres diferentes, gustos distintos; por ejemplo, no puedo soportar a su Fet, y en cambio soy un ardiente admirador del autor de El dobley Los poseídos, a quien usted está dispuesto a menospreciar... Hay muchas cosas de usted que no me gustan —su estilo de San Petersburgo, su tinte gálico, su neovolterianismo y su debilidad por Flaubert– y, perdóneme, considero sencillamente un ultraje su obscena desnudez deportiva. Pero, teniendo en cuenta estas reservas, es probable que pudiéramos decir que en alguna parte —no aquí sino en otro plano, de cuyo ángulo, por cierto, usted tiene una idea aún más vaga que yo—, en algún lugar de las afueras de nuestra existencia, muy lejos, de un modo misterioso e indefinible, un vínculo bastante divino está creciendo entre nosotros. Pero quizás usted siente y dice todo esto porque alabé su libro en la prensa —lo cual puede ocurrir, ya lo sabe.

—Sí, lo sé. También yo lo he pensado. En especial porque antes solía envidiar su fama. Pero en conciencia...

—¿Fama? —interrumpió Koncheyev—. No me haga reír. ¿Quién conoce mis poesías? Mil, mil quinientos, como máximo dos mil expatriados inteligentes, de los cuales un noventa por ciento no las comprende. ¡Dos mil entre tres millones de refugiados! Esto es éxito provinciano, pero no fama. Tal vez el futuro me resarcirá, pero tendrá que pasar mucho tiempo para que el tungo y el calmuco del «Exegi monumentum» de Pushkin se arranquen de las manos mi «Comunicación», mientras el finés los mira con envidia.

—Pero existe un sentimiento consolador —dijo Fiodor, meditabundo—. Se pueden pedir préstamos a la herencia. ¿No le divierte imaginar que un día, en este mismo lugar, junto a este lago y bajo este roble, un soñador vendrá a sentarse e imaginará a su vez que usted y yo nos sentamos aquí una mañana?

—Y el historiador le dirá secamente que nunca paseamos juntos, que apenas nos conocíamos y que cuando nos veíamos, sólo hablábamos de cosas intrascendentes.

—¡Inténtelo de todos modos! Trate de experimentar aquella emoción extraña, futura, retrospectiva... ¡Todos los pelos del alma se ponen de punta! Sería algo bueno en general poner fin a nuestra bárbara concepción del tiempo; encuentro especialmente encantador oír hablar a la gente de que la tierra se congelará dentro de un trillón de años y todo desaparecerá a menos que traslademos a tiempo nuestros talleres tipográficos a una estrella vecina. O las tonterías sobre la eternidad: se ha concedido tanto tiempo al universo que la fecha de su fin ya debiera haber llegado, del mismo modo que es imposible en un solo segmento de tiempo imaginarse entero un huevo colocado en una carretera por la que pasa incesantemente un ejército. ¡Qué estupidez! Nuestro erróneo concepto del tiempo como algo en expansión es una consecuencia de nuestra condición finita, que al encontrarse siempre al nivel del presente, comporta una elevación constante entre el abismo acuoso del pasado y el abismo aéreo del futuro. Así la existencia es una transformación eterna del futuro en el pasado —proceso esencialmente fantasmal—, mero reflejo de las metamorfosis materiales que se producen en nuestro interior. En estas circunstancias, el intento de comprender el mundo se reduce a un intento de comprender lo que nosotros mismos hemos hecho deliberadamente incomprensible. El absurdo al que llega el pensamiento indagador sólo es un signo natural y genérico de que pertenece al hombre, y esforzarse por obtener una respuesta es lo mismo que pedir al caldo de gallina que empiece a cloquear. La teoría que me parece más tentadora —que no existe el tiempo, que todo es el presente situado como un resplandor más allá de nuestra ceguera– es una hipótesis finita tan imposible como todas las demás. «Lo entenderás cuando seas mayor», éstas son realmente las palabras más sabias que conozco. Y si añadimos a esto que la naturaleza veía doble cuando nos creó (oh, este maldito emparejamiento que es imposible rehuir: caballo-vaca, gato-perro, rata-ratón, pulga-chinche), que la simetría en la estructura de los cuerpos animados es una consecuencia de la rotación de los mundos (una peonza que gire durante el tiempo suficiente empezará, tal vez, a vivir, crecer y multiplicarse), y que en nuestra lucha hacia la asimetría, hacia la desigualdad, puedo detectar un alarido de libertad genuina, un impulso por abandonar el círculo...


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