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La dádiva
  • Текст добавлен: 21 сентября 2016, 16:35

Текст книги "La dádiva"


Автор книги: Владимир Набоков



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– Herrliches Wetter, in der Zeitung steht es aber, dass es morgen bestimtht regnen wirdl—dijo finalmente el joven alemán que estaba sentado en el banco junto a Fiodor y en el cual éste había descubierto un parecido con Koncheyev.

La imaginación otra vez —¡y qué lástima! Incluso le he inventado una madre difunta a fin de hacer caer en la trampa a la verdad... ¿Por qué nunca puede convertirse en realidad una conversación con él, por qué no encuentra el camino de la realización? ¿O acaso esto es una realización y no se necesita nada mejor... ya que una conversación real tendría que ser decepcionante —con la confusión del tartamudeo, las vacilaciones, la paja de palabras triviales?

– Da kommen die Wolken schot—continuó el Koncheyev alemán, señalando con el dedo una nube pechugona que se elevaba por el oeste. (Con toda probabilidad, un estudiante. Quizá con una vena filosófica o musical. ¿Dónde estará ahora el amigo de Yasha? Sería difícil que viniera por aquí.)

– Halb fünf ungefáht—añadió en respuesta a la pregunta de Fiodor, y, recogiendo el bastón, se levantó del banco. Su silueta oscura y encorvada se fue alejando por las sombras del sendero. (¿Un poeta, tal vez? Después de todo, en Alemania tenía que haber poetas. Mezquinos, locales —pero aun así, no eran carniceros. ¿O sólo un acompañamiento de la carne?)

Le daba pereza nadar hasta la otra orilla; siguió a paso lento la vereda que bordeaba el lago por su lado norte. En el lugar donde un ancho declive arenoso llegaba hasta el agua, formando una margen resbaladiza que apuntalaban las raíces al descubierto de unos cuantos pinos recelosos, encontró otro grupo de gente, y más abajo, sobre una franja de hierba, vio tendidos tres cadáveres desnudos, blanco, rosado y marrón, como una muestra triple del efecto del sol. Más lejos, en la curva del lago, había un terreno pantanoso, y la tierra oscura, casi negra, se adhirió con refrescante tacto a sus plantas desnudas. Volvió a subir por una pendiente cubierta de agujas, y caminó por el bosque moteado hasta su guarida. Todo era alegre, triste, soleado, sombreado —no deseaba volver a casa, pero ya era hora de regresar. Se tendió un momento junto a un árbol viejo que parecía haberle hecho una seña—. «Te mostraré algo interesante.» Entre los árboles sonó una pequeña canción, y al poco rato, andando a buen paso, aparecieron cinco monjas —caras redondas, hábitos negros y cofias blancas —y la cancioncilla, medio de colegiala, medio angélica, revoloteó en torno a ellas todo el tiempo, mientras primero una y luego otra se agacharon sin detenerse para arrancar sendas flores modestas (invisibles para Fiodor, aunque estaba muy cerca) y en seguida se enderezaron, muy ágiles, alcanzando simultáneamente a las otras, recuperando el ritmo y añadiendo esta flor fantasma a un ramillete fantasma con un ademán idílico (juntando un instante el pulgar y el índice, y curvando con delicadeza los otros dedos) —y todo se parecía tanto a una escena teatral– y cuánta destreza había en todo ello, qué infinidad de gracia y de arte, qué gran director se ocultaba tras los pinos, qué bien calculado estaba todo —el ligero desorden del grupo y su reunión posterior, tres delante y dos detrás, y el hecho de que una de las jóvenes rezagadas riera brevemente (con buen humor muy monjil) porque una de las que iban delante, en un arranque de expansividad, casi desafinó una nota especialmente celestial, y el gradual amortiguamento de la canción a medida que se alejaba, mientras un hombro seguía inclinándose y unos dedos buscaban una brizna de hieba (pero ésta, meciéndose, continuó brillando al sol... ¿dónde había ocurrido esto antes —qué se había enderezado y empezado a mecerse...?)– y ahora todas se alejaban entre los árboles a paso rápido, calzadas con zapatos de botones, y un niño medio desnudo, fingiendo buscar una pelota en la hierba, grosera y automáticamente repitió un trozo de su canción (del llamado por los músicos «estribillo bufo»). ¡Qué bien montado estaba todo! ¡Cuánto trabajo empleado en esta escena rápida y ligera, en este diestro pasaje, qué músculos había bajo aquella tela negra y de aspecto basto que después del entreacto cambiarían por etéreos tutus de bailarina!

Una nube tapó el sol, la luz del bosque cambió y se fue extinguiendo poco a poco. Fiodor se dirigió al claro donde había dejado la ropa. En el agujero bajo el zarzal, que siempre la protegía con tanta amabilidad, sólo encontró una sandalia; la manta, la camisa y los pantalones habían desaparecido. Hay una historia según la cual un pasajero que dejó caer un guante por la ventanilla del tren, tiró sin tardanza la pareja para que al menos la persona que los encontrara pudiera usarlos. En este caso el ladrón había actuado al revés: las viejas y gastadas sandalias no le servirían de nada, pero había separado el par a fin de burlarse de su víctima. Por añadidura, entre las tiras asomaba un trozo de periódico, en el cual el ratero había escrito con lápiz: «Mielen Dank, muchas gracias.»

Fiodor dio muchas vueltas y no encontró nada ni a nadie. No le importaba la pérdida de la camisa, que estaba deshilacliada, pero le afligía un poco haber perdido la manta de viaje (traída desde Rusia) y los pantalones de franela recién comprados. Junto con los pantalones le habían robado veinte marcos, cobrados dos días antes y destinados a– un pago parcial de la habitación, un lápiz, un pañuelo y un manojo de llaves. Esto último era lo peor de todo. Si daba la casualidad de que no estuviera nadie en casa, lo cual era muy fácil, sería imposible entrar en el piso.

El borde de una nube se incendió de modo deslumbrante y el sol volvió a salir. Emitió una fuerza tan cálida y dichosa que Fiodor, olvidando su enojo, se tendió sobre el musgo y empezó a contemplar el avance del próximo coloso blanco, que se comía el azul durante su marcha: el sol se deslizó suavemente dentro de él después de despedir un fuego tembloroso que se dividió al pasar por entre el niveo cúmulo —y entonces, una vez hallada una salida, lanzó primero tres rayos y en seguida se dilató y llenó los ojos de fuego moteado, apagándolos (de modo que dondequiera que uno mirase, sólo veía pasar puntos de dominó) —y según que la luz se intensificara o palideciera, todas las sombras del bosque respiraban o flotaban.

Halló un pequeño alivio accidental en el hecho de que gracias a la marcha de los Shchyogolev a Dinamarca al día siguiente, habría un par de llaves sobrantes —lo cual significaba que podía callar la pérdida de las suyas. ¡Se marchan, se marchan, se marchan! Imaginó lo que había estado imaginando sin cesar durante los dos últimos meses —el comienzo (¡mañana por la noche!) de su vida plena con Zina —la liberación, el aplacamiento, y entretanto una nube cargada de sol agrandándose, creciendo, con venas hinchadas de color turquesa y una comezón violenta en su núcleo tormentoso, se elevó en toda su ampulosa e imponente magnificencia y abrazó al cielo, al bosque y a él, y resolver esta tensión parecía un gozo montruoso que ningún hombre podría soportar. Una oleada de viento le recorrió el pecho, su excitación se fue serenando, el aire se volvió oscuro y sofocante, era necesario apresurarse. Una vez más buscó entre las matas; al final se encogió de hombros, apretó más el cinturón elástico de su bañador y emprendió el camino de regreso.

Cuando dejó el bosque y atravesó una calle, la viscosidad del asfalto bajo sus pies desnudos resultó una novedad agradable. También era interesante andar por la acera. Una ligereza de sueño. Un transeúnte entrado en años, tocado con un sombrero de fieltro negro, se detuvo, le siguió con la mirada e hizo una observación vulgar. Pero inmediatamente, como compensación, un ciego sentado contra una pared con su concertina murmuró su pequeña petición de una limosna y le regaló con un polígono de música, como si no ocurriera nada fuera de lo común (aunque resultaba extraño: tiene que haber oído que voy descalzo) Dos colegiales gritaron al peatón desnudo desde la parte trasera de un tranvía, a la que iban agarrados, y entonces los gorriones volvieron al césped del otro lado de la verja, de donde habían sido ahuyentados por el estruendo del coche amarillo. Empezaban a caer gotas de lluvia, y daba la impresión de que alguien estaba aplicando una moneda de plata a diferentes partes de su cuerpo. Un policía joven se apartó de un quiosco de periódicos y se dirigió hacia él.

—Está prohibido andar por la ciudad de esta manera —dijo, mirando el ombligo de Fiodor.

—Me lo han robado todo —explicó Fiodor con brevedad.

—Esto no debe ocurrir —observó el policía.

—No, pero ha ocurrido —repuso Fiodor, meneando la cabeza (varias personas se habían detenido junto a ellos y seguían el diálogo con curiosidad).

—Tanto si le han robado como si no, está prohibido ir desnudo por la calle —insistió el policía, enfadándose.

—Cierto, pero tengo que llegar de algún modo a la parada de taxis, ¿comprende?

—No puede hacerlo en este estado.

—Por desgracia, soy incapaz de convertirme en humo o improvisar un traje.

—Y yo le estoy diciendo que no puede circular así —repitió el policía. («Una desvergüenza inaudita», comentó la voz gruesa de alguien de la última fila.)

—En tal caso —dijo Fiodor—, la única solución es que usted vaya a buscarme un taxi mientras yo me quedo aquí.

—Permanecer quieto, pero desnudo, también es imposible —replicó el policía.

—Me quitaré el bañador e imitaré a una estatua —sugirió Fiodor.

El policía sacó su cuaderno y arrancó con tanta furia el capuchón del lápiz que se le cayó al suelo. Un obrero lo recogió servilmente.

—Nombre y dirección —dijo el policía, fuera de sí.

—Conde Fiodor Godunov-Cherdyntsev —contestó Fiodor.

—Deje de hacerse el gracioso y dígame su nombre —vociferó el policía.

Llegó un oficial de mayor graduación y preguntó qué ocurría.

—Me han robado la ropa en el bosque —explicó Fiodor pacientemente, y de pronto advirtió que estaba empapado de lluvia. Uno o dos mirones habían corrido a refugiarse bajo una marquesina y una vieja que se mantenía muy cerca de Fiodor, abrió el paraguas y casi le sacó un ojo.

—¿Quién se la ha robado? —preguntó el sargento.

—No lo sé, y lo que es más, no me importa —repuso Fiodor—. Lo único que quiero ahora es irme a casa, y ustedes me lo están impidiendo.

La lluvia arreció de repente, barriendo el asfalto; toda su superficie parecía cubierta de velas saltarinas. Los policías (mojados y ennegrecidos por la humedad) consideraron tal vez el chaparrón como un elemento en el que un bañador era, si no apropiado, al menos permisible. El más joven intentó de nuevo conseguir la dirección de Fiodor, pero su superior le hizo una seña, y ambos, acelerando un poco el paso, se retiraron hacia el toldo de una tienda de comestibles. Fiodor Konstantinovich, reluciente de pies a cabeza, echó a correr bajo el ruidoso aguacero, dobló una esquina y se metió en un coche con la rapidez del rayo.

Al llegar a su casa dijo al conductor que esperase, pulsó el botón que hasta las ocho de la noche abría automáticamente la puerta de entrada y se lanzó escaleras arriba. Le abrió Marianna Nikolavna; el recibidor estaba lleno de gente y de cosas: Shchyogolev en mangas de camisa, dos individuos luchando con una caja (que al parecer contenía la radio), una bonita modistilla con una caja de sombreros, un rollo de alambre y un montón de ropa blanca de la lavandería...

—¡Está loco! —gritó Marianna Nikolavna.

—Por el amor de Dios, pague el taxi —dijo Fiodor, sorteando personas y cosas con el cuerpo aterido– y por fin, saltando sobre la barricada de baúles, entró como una tromba en su habitación.

Aquella noche cenaron todos juntos, y más tarde vendrían los Kasatkin, el barón báltico, una o dos personas más... En la mesa Fiodor dio una versión mejorada de su contratiempo, y Shchyogolev se rió con ganas, mientras Marianna Nikolavna quería saber (no sin razón) cuánto dinero llevaba en los pantalones. Zina se limitó a encogerse de hombros y con insólita franqueza instó a Fiodor a servirse vodka, temiendo que se hubiera resfriado.

—Bueno... ¡nuestra última velada! —exclamó Boris Ivanovich, después de reír a sus anchas—. Que tenga usted éxito, signor. Alguien me dijo el otro día que pergeñó un artículo bastante venenoso sobre Petrashevski. Muy laudable. Escucha, mamá, tenemos otra botella y no vale la pena llevárnosla; dásela a los Kasatkin.

«... de modo que va a quedarse huérfano —continuó, atacando la ensalada italiana y devorándola con la máxima intemperancia—. No creo que nuestra Zinaida Oscarovna le cuide demasiado bien. ¿Eh, princesa?... En fin, así es la vida, mi querido muchacho, un giro del destino, y jaque mate. Jamás creí que la fortuna llegara a sonreírme, toquemos madera, toquemos madera. Imagínese, el invierno pasado me preguntaba qué debía hacer: ¿apretarme el cinturón o vender a Marianna Nikolavna como chatarra? Usted y yo hemos cohabitado durante año y medio, si me permite la expresión, y mañana nos separaremos, probablemente para siempre. El hombre es juguete del destino. Hoy feliz, mañana hecho papilla. Cuando la cena concluyó y Zina hubo salido para abrir la puerta a los invitados, Fiodor se retiró en silencio a su habitación, donde todo estaba animado por la lluvia y el viento. Entornó la ventana, pero un momento después la noche dijo: «No», y con una especie de desvelada insistencia, desdeñando ataques entró nuevamente. «Me emocionó tanto saber que Tania ha tenido una niña, y estoy muy contento por ella y por ti. El otro día escribí a Tania una carta lírica y larga, pero tengo la incómoda sensación de haberme equivocado en el sobre: en lugar de "122" puse otro número, sin darme cuenta, como ya hice otra vez; ignoro por qué ocurren estas cosas, uno escribe una dirección muchas veces, correcta y automáticamente, y de repente otro día titubea, la mira con atención y siente que no está seguro, que parece desconocida, es muy extraño... Ya sabes, como elegir una palabra sencilla, "indolente", por ejemplo, y verla como "in-dolente" o "indo-lente" hasta que es completamente extraña y salvaje, algo parecido a "impelente" o "emoliente". Creo que esto ocurrirá algún día con toda la existencia. En cualquier caso, desea de mi parte a Tania todo lo alegre, verde y estival de Leshino. Mañana se marchan mis patronos y estoy fuera de mí de alegría: fuera de mí, situación muy agradable, como estar de noche sobre un tejado. Me quedaré otro mes en Agamemnonstrasse y luego me trasladaré. Ignoro cómo irán las cosas. A propósito, mi Chemyshevski se está vendiendo bastante bien. ¿Quién te dijo exactamente que Bunin lo alabó? Mis esfuerzos por el libro ya me parecen una historia antigua, así como aquellas tormentas del pensamiento, los apuros de la pluma, y ahora estoy completamente vacío, limpio y dispuesto a recibir nuevos inquilínos. Parezco un gitano de tan moreno que me ha puesto el sol del Grunewald. Algo está empezando a tomar forma, creo que escribiré una novela clásica, con "tipos", amor, destino, conversaciones...»

La puerta se abrió de improviso. Zina se asomó y, sin soltar la manecilla, tiró algo sobre la mesa.

—Paga a mamá con esto —dijo; le miró con los ojos semicerrados y desapareció.

Fiodor desdobló el billete. Doscientos marcos. La cantidad se le antojaba colosal, pero un sencillo cálculo le demostró que no sobraría nada después de pagar los dos últimos meses, ochenta más ochenta, y treinta y cinco para el siguiente, que no incluiría la pensión. Pero todo se hizo confuso cuando empezó a considerar que el último mes no había almorzado ningún día, pero por otro lado disfrutado de ceñas más abundantes aparte la cantidad entregada a cuenta, diez (¿o quince?) marcos, debía conversaciones telefónicas y dos o tres tonterías más, como el taxi de hoy. La solución del problema estaba más allá de sus fuerzas, le aburría; guardó el dinero debajo de un diccionario.

«... y descripciones de la naturaleza. Me alegra mucho que estés releyendo mi libro, pero ahora hay que olvidarlo, ha sido sólo un ejercicio, una prueba, un ensayo antes de las vacaciones escolares. Te he echado mucho de menos y tal vez (lo repito, no sé cómo irán las cosas) te visitaré en París. En términos generales, mañana mismo abandonaría este país, opresivo como un dolor de cabeza, donde todo me resulta extraño y repelente, donde consideran la cumbre de la literatura una novela sobre el incesto u otro tema escabroso, o un cuento pegajoso, retórico y seudobrutal sobre la guerra; donde, de hecho, no hay literatura ni la ha habido durante mucho tiempo; donde, asomando por entre la niebla de una humedad democrática extremadamente monótona —también seudo—, pueden verse las mismas botas y el mismo casco; donde nuestra nativa e impuesta "intención social" en literatura ha sido reemplazada por la oportunidad social, etc. etc. Podría seguir así mucho rato —y es divertido que cincuenta años atrás todo pensador ruso que dispusiera de una maleta escribiera exactamente lo mismo– acusación tan obvia que ha llegado a ser incluso trivial. En cambio, en la mitad dorada del siglo pasado, ¡Dios mío, qué transportes! "Pequeña Alemania, tan gemütlich, ach, íntima, agradable, casitas de ladrillo, ach, los niños van a la escuela, ach, el campesino no golpea a su caballo con un garrote...! No importa, tiene su propio modo alemán de torturarlo, en un cómodo rincón, con un hierro candente. Sí, me habría marchado hace tiempo, pero hay ciertas circunstancias personales (además de mi maravillosa soledad en este país, el benéfico y maravilloso contraste entre mi estado interior y el mundo de terrible frialdad que me rodea; ya sabes que en los países fríos las casas están más calientes que en el sur, y mejor aisladas), pero incluso estas circunstancias personales pueden tomar un giro que me permita abandonar la Fetterland y llevarla conmigo. ¿Y cuándo regresaremos a Rusia? Qué sentimentalismo estúpido, qué gemido rapaz debe parecer nuestra inocente esperanza a la gente de Rusia. Pero nuestra nostalgia no es histórica —sólo humana—, ¿cómo explicárselo a ellos? Claro, para mí es más fácil que para otros vivir fuera de Rusia, porque sé seguro que volveré —primero, porque me llevé las llaves, y segundo, porque, no importa cuándo, dentro de cien o doscientos años —viviré allí en mis libros, o al menos en una nota al pie de algún investigador. Ya ves; ahora tenemos una esperanza histórica, una esperanza histórico-literaria... "Anhelo la inmortalidad, ¡incluso su sombra terrena!" Hoy te escribo tonterías continuas (sucesión continua de ideas) porque estoy bien y soy feliz, y además, todo esto tiene algo que ver, aunque de un modo indirecto, con la niña de Tania.

»La revista literaria que te interesa se llama La Torre. No la tengo, pero creo que la encontrarás en cualquier librería rusa. No ha llegado nada de tío Oleg. ¿Cuándo lo envió? Me parece que te has confundido. Bueno, es igual. Cuídate, je t'embrasse. La noche, la lluvia —cayendo en silencio– ha encontrado su ritmo nocturno y ahora puede continuar hasta el infinito.»

Oyó que el recibidor se llenaba de voces que se despedían, oyó caer el paraguas de alguien y llegar y detenerse el ascensor reclamado por Zina. Volvió a reinar el silencio. Fiodor fue al comedor, donde Shchyogolev cascaba las últimas nueces, masticándolas sólo con un lado, y Marianna Nikolavna quitaba la mesa. Su rostro rechoncho y sonrosado, las relucientes ventanas de la nariz, las cejas violeta, el cabello color de albaricoque que se volvía azul en la gruesa nuca afeitada, los ojos azules, con el rabillo pintado en exceso, momentáneamente fijos en las últimas gotas del fondo de la tetera, sus anillos, su broche granate, el chal floreado sobre los hombros, todo esto constituía, en su conjunto, una estampa tosca pero de colores muy vivos de un género algo anticuado. Se puso las gafas y leyó una hoja llena de números cuando Fiodor le preguntó cuánto le debía. Al oír esto Shchyogolov arqueó las cejas, sorprendido: estaba seguro de no obtener un céntimo más de su huésped, y como era bondadoso por naturaleza, la víspera había aconsejado a su mujer que no presionara a Fiodor y le escribiera una o dos semanas después desde Copenhague, y le amenazara con dirigirse a sus familiares. Después de pagar, Fiodor se guardó los tres marcos y medio que sobraban de los doscientos y fue a acostarse. En el recibidor se cruzó con Zina, que volvía de abajo. «¿Bien?» —dijo ella, con un dedo en el interruptor– interjección medio inquisitiva, medio apremiante que significaba, más o menos: «¿Vas a pasar? Yo apago la luz, así que date prisa.» El hoyuelo de su brazo desnudo, piernas enfundadas en seda pálida, zapatillas de terciopelo, rostro inclinado hacia abajo. Oscuridad.

Se acostó y empezó a dormirse al murmullo de la lluvia. Como siempre que se hallaba entre el estado consciente y el sueño, se inmiscuyeron toda clase de desechos verbales, brillando y tintineando: «El cristal crujiente de aquella noche cristiana bajo una estrella crisolítica...» y su mente, después de escuchar, aspiró a reunirlos y usarlos y empezó a añadir por su cuenta: Extinguida la luz de Yasnaya Poliana, y Pushkin muerto, y Rusia lejana... pero como esto no servía, el rosario de rimas continuó: «Una estrella fugaz, un crisólito audaz, el avatar de un aviador...» Su mente fue descendiendo poco a poco a un infierno de aliteraciones reptantes, a infernales asociaciones de palabras. A través de su insensata acumulación notó el pinchazo de un botón de la almohada en la mejilla; se volvió del otro lado y vio contra un fondo negro personas desnudas saltando al lago del Grunewald, y un monograma de luz parecido a un infusorio se deslizó en diagonal hasta el extremo más alto de su campo de visión subpalpebral. Tras cierta puerta cerrada de su cerebro, apoyada en la manecilla pero dándole la espalda, su mente empezó a discutir con alguien un secreto importante y complicado, pero cuando la puerta se abrió durante un minuto, resultó que hablaban de sillas, mesas y establos. De pronto, bajo la niebla cada vez más espesa, junto al último peaje de la razón, llegó la vibración argentina de un timbre de teléfono, y Fiodor dio otra media vuelta, se quedó boca abajo, cayéndose... La vibración permanecía entre sus dedos, como si le hubiera picado una ortiga. En el recibidor, donde ya había devuelto el auricular a su caja negra, estaba Zina, que parecía asustada.

—Era para ti —dijo en voz baja—. Tu antigua patrona, Frau Stoboy, quiere que vayas allí inmediatamente. Hay alguien esperándote en su casa. Date prisa.

Fiodor se puso unos pantalones de franela y, jadeando, salió a la calle. En esta época del año hay en Berlín algo similar a las noches blancas de San Petersburgo: el aire era de un gris transparente, y las casas parecían flotar en un espejismo jabonoso. Unos obreros del turno de noche habían levantado el arroyo en el chaflán, y era preciso caminar por estrechos pasadizos de tablas; a cada persona que entraba le daban una lihternita que a la salida debía colgar de un gancho clavado al poste, o bien dejar en la acera junto a unas botellas de leche vacías. Fiodor hizo esto último y siguió andando por las calles sin brillo, y el presentimiento de algo increíble, de una sorpresa imposible y sobrehumana salpicó su corazón con una mezcla de horror y felicidad. En la penumbra gris, unos niños ciegos que llevaban gafas oscuras salieron de dos en dos del edificio de una escuela y pasaron por su lado; estudiaban de noche (en escuelas económicamente oscuras, que durante el día cobijaban a niños videntes), y el clérigo que les acompañaba se parecía al maestro de escuela de Leshino, Bychkov. Apoyado contra un farol y con la cabeza colgando, muy abiertas las piernas en forma de tijera, enfundadas en las perneras de unos pantalones a rayas, y con las manos metidas en los bolsillos, un borracho flaco se antojaba recién salido de las páginas de una vieja revista satírica rusa. Aún había luz en la librería rusa, distribuían libros entre los taxistas nocturnos, y a través de la opacidad amarillenta del cristal distinguió la silueta de Misha Berezovski, que alargaba a alguien el atlas negro de Petrie. ¡Debe ser duro trabajar de noche! La excitación volvió a dominarle en cuanto llegó a su antiguo vecindario. Estaba sin aliento de tanto correr, y la manta enrollada le pesaba mucho en el brazo; tenía que apresurarse, pero no podía recordar el plano de las calles, y la noche cenicienta lo confundía todo, cambiando como en la imagen de un negativo la relación entre las partes oscuras y claras, y no había nadie a quien preguntar, todo el mundo dormía. De pronto se irguió un álamo y detrás una iglesia alta que tenía un rosetón de color rojo violáceo, dividido en rombos de luz policroma: en su interior tenía lugar un servicio nocturno y una vieja enlutada que llevaba un poco de algodón bajo el puente de las gafas, subía a toda prisa los escalones. Fiodor encontró su calle, pero en la entrada un poste con el dibujo de una mano enguantada indicaba que era preciso entrar en la calle por el otro extremo, donde estaba el edificio de correos, pues en este extremo habían depositado un montón de banderas para los festejos del día siguiente. Pero tenía miedo de perderla si daba un rodeo, y además, a la oficina de correos tendría que ir después, si aún no se había enviado un telegrama a su madre. Trepó por tablones, cajas y un ensortijado granadero de juguete y vislumbró la tan conocida casa, frente a la cual los obreros ya habían extendido una alfombra roja desde la acera hasta la esquina, igual como solían hacer frente a su casa del Malecón del Neva las noches de baile. Corrió escaleras arriba y Frau Stoboy le abrió inmediatamente. Tenía las mejillas ardientes y llevaba una bata blanca de hospital —con anterioridad había practicado la medicina—. «Le ruego que no se excite —dijo—. Vaya a su habitación y espere. Debe estar preparado para cualquier cosa», añadió con una nota vibrante en la voz, y le empujó hacia el interior de la habitación que él había creído no volver a ver en su vida. Perdiendo el control de sí mismo, la agarró por el hombro, pero ella se desasió. «Alguien ha venido a verle —dijo Frau Stoboy—; ahora descansa... Espere un par de minutos.» Cerró la puerta de golpe. La habitación estaba igual que cuando vivía en ella: los mismos cisnes y lirios en el papel de la pared, el mismo techo pintado y ornamentado con mariposas tibetanas (allí, por ejemplo, estaba la Thecla bieti). Expectación, temor, la escarcha de la felicidad, el ímpetu de los sollozos, fundidos en una única agitación cegadora mientras esperaba, incapaz de moverse, en el centro de la habitación, escuchando y mirando la puerta. Sabía quién entraría dentro de un momento y le asombraba haber dudado alguna vez de su regreso: la duda se le antojaba ahora igual que la obtusa obstinación de un demente, la desconfianza de un salvaje, la complacencia de un ignorante. El corazón le latía como ante una ejecución, pero al mismo tiempo esta ejecución era un gozo tan inmenso que la vida palidecía ante él, y no podía comprender la repugnancia que solía experimentar cuando, en sueños rápidamente construidos, evocaba lo que ahora iba a ocurrir en la vida real. De repente, la puerta se estremeció (otra, lejana, se había abierto ya) y oyó unos pasos conocidos, el murmullo doméstico de unas zapatillas de tafilete. Sin ruido, pero con terrible fuerza, la puerta se abrió de par en par, y en el umbral apareció su padre. Llevaba un casquete bordado en oro y una chaqueta negra de cheviotcon bolsillos para la pitillera y la lupa; las mejillas atezadas, con dos largos surcos a ambos lados de la nariz, estaban pulcramente afeitadas; algunos cabellos grises brillaban como sal en su barba oscura; entre una red de arrugas, sus ojos rieron, cálidos y francos. Pero Fiodor no se movió, incapaz de dar un paso. Su padre dijo algo, pero en voz tan tenue que le fue imposible entender nada, aunque intuía que tenía relación con su regreso, sano y salvo, humano y real. Pero incluso así, era terrible acercarse —tan terrible que Fiodor sentía que moriría si el recién llegado daba un paso hacia él—. En alguna de las habitaciones de atrás se oyó la risa extasiada de su madre, mientras su padre emitía sonidos suaves separando apenas los labios, como solía hacer cuando tomaba una decisión o buscaba algo en la página de un libro... entonces volvió a hablar —y esta vez sus palabras significaban que todo iba bien, que todo era sencillo, que ésta era la verdadera resurrección, que no podía ser de otro modo, y además: que estaba satisfecho —satisfecho de sus capturas, de su regreso, del libro de su hijo sobre él—, y entonces, por fin, todo se hizo fácil, se encendió una luz, y su padre abrió los brazos con efusiva alegría. Fiodor, con un gemido y un sollozo, se adelantó, y en la sensación colectiva de una chaqueta de lana, manos grandes y el tierno pinchazo de un bigote bien recortado, surgió un calor de felicidad extática, vivo, enorme, paradisíaco, en el cual se fundió y disolvió su corazón gélido.

Al principio la superposición de una cosa y otra y la franja pálida y palpitante que iba hacia arriba le resultaron totalmente incomprensibles, como palabras de una lengua olvidada o partes de un motor desmontado, y esta confusión sin sentido hizo que le recorriera un estremecimiento de pánico: me he despertado en la tumba, en la luna, en la mazmorra del no ser. Pero algo dio media vuelta en su cerebro, se serenaron sus pensamientos y se apresuraron a pintar la verdad, y se dio cuenta de que estaba mirando la cortina de una ventana entornada, sentado ante la mesa frente a esa ventana; tal es el tratado con la razón, el teatro del hábito terreno, la librea de la sustancia temporal. Bajó la cabeza hasta la almohada y se esforzó por alcanzar un sentido fugitivo —cálido, maravilloso, omnisciente– pero su nuevo sueño era una compilación árida, hilvanada con restos de la vida cotidiana y adaptada a ella.

La mañana era nublada y fresca y había charcos negros y grisáceos en el asfalto del patio; podía oírse el ruido desagradable del picado de alfombras. Los Shchyogolev habían terminado de hacer el equipaje; Zina estaba en la oficina y a la una almorzaría con su madre en el Vaterland. Por suerte no hubo sugerencias de que Fiodor las acompañara, por el contrario, Marianna Nikolavna, mientras le calentaba un poco de café en la cocina, donde él esperaba en bata, desconcertado por el ambiente de vivaque del apartamento, le advirtió que en la despensa tenía algo de jamón y ensalada italiana para el almuerzo. Por cierto, resultó que la infortunada persona que siempre obtenía su número por error, había llamado anoche: esta vez estaba tremendamente agitado, algo había ocurrido, algo que permaneció en el misterio.


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