Текст книги "La dádiva"
Автор книги: Владимир Набоков
Жанр:
Классическая проза
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se forma un jardín sobre papel áspero.
Los abedules, el balcón de la dependencia,
todo tiene manchas de sol. Sumerjo
y aprieto con fuerza la punta del pincel
en rico amarillo anaranjado;
y, mientras tanto, dentro de la amplia copa,
en él esplendor de su cristal tallado,
¡qué colores centellean,
qué éxtasis ha estallado!
Éste, pues, es el librito de Godunov-Cherdyntsev. En conclusión añadamos... ¿Qué más? ¿Qué más? ¡Imaginación, ven en mi ayuda! ¿Puede ser cierto que todas las cosas deliciosamente palpitantes que he soñado y todavía sueño a través de mis poemas no se han perdido en ellos y los ha observado el lector cuya crítica veré antes de que termine el día? ¿Puede ser que haya comprendido todo cuanto hay en ellos, comprendido que además del bueno y querido «pintoresquismo» contienen un significado poético especial (cuando la mente, después de rodearse a sí misma por el laberinto de la subconsciencia, vuelve con una música recién hallada gracias a la cual los poemas son como deben ser)? Mientras los leía, ¿los leyó no sólo como palabras sino como resquicios entre palabras, que es lo que debe hacerse al leer poesía? ¿O los leyó simplemente por encima, le gustaron y los alabó, llamó la atención hacia el significado de secuencia, una peculiaridad que está de moda en nuestro tiempo, cuando el tiempo está de moda: si una colección empieza con un poema sobre «Una pelota perdida», tiene que acabar con otro de «La pelota encontrada».
Sólo cuadros e iconos permanecieron en sus lugares aquel año en que terminó la infancia, y algo ocurrió en la vieja casa: de repente todas las habitaciones intercambiaron sus muebles entre sí, aparadores y biombos, y una multitud de cosas grandes y pesadas: y fue entonces cuando debajo de un sofá, viva, e increíblemente querida, apareció en un rincón.
El exterior del libro es agradable.
Después de exprimir de él la última gota de dulzura, Fiodor se desperezó y se levantó del diván. Se sentía muy hambriento. Las manecillas de su reloj habían empezado a rebelarse últimamente, y de vez en cuando se movían en dirección contraria, por lo que no podía depender de ellas; no obstante, a juzgar por la luz, el día, a punto de emprender un viaje, se había sentado con su familia en una pensativa pausa. Cuando Fiodor salió, se sintió inmerso en una frialdad húmeda (menos mal que me he puesto esto): mientras meditaba sobre sus poemas, la lluvia había lacado la calle de un extremo a otro. El camión ya no estaba y en el lugar que recientemente había ocupado el tractor, quedaba, junto a la acera, un arco iris de aceite, como un trazo de pluma en que predominaba el púrpura. El papagayo del asfalto. ¿Y cuál era el nombre de la empresa de mudanzas? Max Lux. La luz de Max.
«¿He cogido las llaves?», pensó de improviso Fiodor; se detuvo y metió la mano en el bolsillo de la gabardina. Allí localizó un puñado tintineante, pesado y tranquilizador. Cuando, tres años atrás, todavía durante su existencia aquí como estudiante, su madre se trasladó a París para vivir con Tania, le había escrito que no podía acostumbrarse a estar liberada de los perpetuos grilletes que encadenan a un berlinés a la cerradura de la puerta. Él imaginó su alegría cuando leyera el artículo sobre sus poemas y por un instante sintió orgullo maternal de sí mismo; y no sólo esto, sino que una lágrima maternal quemó el borde de sus párpados.
Pero, ¿qué me importa recibir atención durante mi vida, o que no me la presten si no estoy seguro de que el mundo me recuerde hasta la oscuridad de su último invierno, maravillándose como la vieja de Ronsard? Y sin embargo... todavía estoy lejos de los treinta años, y hoy ya se han fijado en mí. ¡Se han fijado! Gracias, patria mía, por este remoto... Pasó junto a él una posibilidad lírica, cantando muy cerca de su oído. Gracias, patria mía, por tu más preciado... Ya no necesito el sonido «ado»: la rima ha generado vida, pero la rima en sí ha sido abandonada. Y al don más descabellado debo mi gratitud... Supongo que «redes» espera entre bastidores. No tenía tiempo de adivinar el tercer verso en aquella explosión de luz. Lástima. Ya se ha ido todo, ha desoído mi apunte.
Compró varios piroshki(uno de carne, otro de col, un tercero de tapioca, un cuarto de arroz, un quinto... no tenía dinero para un quinto) en una tienda de alimentos rusos que era una especie de museo de cera de la gastronomía de la vieja patria, y los consumió rápidamente en un húmedo banco de un jardincillo público.
La lluvia empezó a arreciar: alguien había inclinado súbitamente el cielo. Tuvo que refugiarse bajo la marquesina circular de la parada del tranvía. Allí, en el banco, dos alemanes con carteras discutían un negocio y le conferían detalles tan dialécticos que la naturaleza de la mercancía quedaba disuelta, como cuando se lee un artículo de la Enciclopedia Brockhaus y se pierde el tema, que en el texto sólo está indicado por la letra inicial. Agitando sus cabellos cortos, una muchacha llegó a la parada con un pequeño dogo que estornudaba y recordaba a un sapo. Esto sí que es extraño: «remoto» y «fijado» vuelven a juntarse y cierta combinación suena con persistencia. No me dejaré tentar.
El chaparrón cesó. Con sencillez perfecta —sin dramatismo ni trucos —se encendieron todas las farolas. Decidió que ya podía dirigirse hacia casa de los Chernyshevski para llegar allí alrededor de las nueve, llueve, mueve, conmueve. Como suele ocurrir con los borrachos, algo le protegía cuando cruzaba las calles en este estado. Iluminado por el rayo húmedo de una farola, un coche estaba arrimado a la acera con el motor en marcha; todas las gotas del capó temblaban. ¿Quién podía haberlo escrito? Fiodor no pudo llegar a una conclusión definitiva entre varios críticos emigrados. Éste era escrupuloso, pero carecía de talento; aquél, tramposo, pero dotado; un tercero sólo escribía sobre prosa; un cuarto, únicamente sobre sus amigos; un quinto... y la imaginación de Fiodor conjuró a este quinto: un hombre de su misma edad o incluso, pensó, un año más joven, que durante estos mismos años y en los mismos diarios y revistas de emigrados no había publicado más que él (un poema aquí, un artículo allí), pero que de un modo incomprensible, que se antojaba tan físicamente natural como una especie de emanación, se había revestido con discreción de una aureola de fama indefinible, por lo que su nombre no se pronunciaba muy a menudo, pero cuando se le citaba se hacía de una manera muy diferente de los otros nombres jóvenes; hombre cuyos versos nuevos y cáusticos, Fiodor devoraba rápida y ávidamente en un rincón, se despreciaba a sí mismo y trataba de destruir su maravilla por medio del mero acto de leerlos —tras lo cual no podía librarse durante un día o dos de lo que había leído ni de su propio sentimiento de debilidad o de angustia secreta, como si luchando con otro hubiese herido su partícula más íntima y sacrosanta; un hombre desagradable, solitario y miope, con un defecto repelente en la posición recíproca de sus omoplatos. Pero lo perdonaré todo si es usted.
Pensó que estaba retrasando mucho sus pasos, pero los relojes que encontraba en su camino (los gigantes que emergían de las tiendas de los relojeros) avanzaban con lentitud todavía mayor, y cuando, ya casi en su destino, adelantó con una zancada a Liubov Markovna, que iba al mismo lugar, comprendió que la impaciencia le había impulsado durante todo el camino, como por una escalera automática que transforma incluso a un hombre inmóvil en un corredor.
¿Por qué esta mujer flaccida, desagradable y entrada en años seguía pintándose los ojos cuando ya llevaba impertinentes? Los cristales exageraban la irregularidad y crudeza de la torpe ornamentación y como resultado, su mirada perfectamente inocente se volvía tan ambigua que era imposible rehuirla: la hipnosis del terror. De hecho, casi todo en ella parecía basado en una incomprensión desafortunada —y uno se preguntaba si no era siquiera una forma de demencia el creer que hablaba alemán como una nativa, que Galsworthy era un gran escritor, o que Georgy Ivanovich Vasiliev se sentía patológicamente atraído hacia ella. Era una de las más fieles asiduas de las fiestas literarias que los Chernyshevski, junto con Vasiliev, grueso y viejo periodista, organizaban en sábados alternos; hoy sólo era martes; y Liubov Markovna aún vivía de sus impresiones del sábado anterior, que compartía generosamente. Los hombres, en su compañía, acababan por convertirse fatalmente en patanes distraídos. El propio Fiodor sintió que empezaba a ocurrirle a él, pero por suerte ya estaban llegando a la puerta y allí la sirvienta de los Chernyshevski ya esperaba con las llaves en la mano; en realidad, la habían enviado a recibir a Vasiliev, que padecía una dolencia muy rara de las válvulas cardíacas —de hecho, la había convertido en su afición y a veces llegaba a casa de sus amigos con un modelo anatómico del corazón y lo demostraba todo con claridad y entusiasmo. «Nosotros no necesitamos el ascensor», dijo Liubov Markovna y empezó a subir las escaleras con un paso pesado que se tornaba curiosamente suave y silencioso en los descansillos; Fiodor tenía que avanzar en zigzag y a paso reducido detrás de ella, como a veces se ve hacer a los perros, sorteando y adelantando el talón de su dueño ya por la derecha, ya por la izquierda.
La propia Alexandra Yakovlevna les abrió la puerta. Fiodor apenas tuvo tiempo de fijarse en su desusada expresión (como si desaprobara algo o quisiera evitar algo rápidamente), pues su marido irrumpió en el recibidor sobre sus cortas y rechonchas piernas, agitando un periódico mientras corría.
—Aquí está —gritó, moviendo espasmódicamente hacia abajo una comisura de los labios (tic adquirido tras la muerte de su hijo)—. Mire, aquí está!
—Cuando me casé con él —observó madame Chernyshevski—, creía que su humor era más sutil.
Fiodor vio con sorpresa que el periódico que aceptó, vacilante, de manos de su anfitrión, era alemán.
—¡La fecha! —gritó Chernyshevski—. ¡Adelante, mire la fecha, jovencito!
—Primero de abril —dijo Fiodor con un suspiro, e inconscientemente dobló el periódico—. Sí, claro, debí recordarlo.
Chernyshevski estalló en feroces carcajadas.
—No se enfade con él, se lo ruego —dijo su esposa con tono de indolente pesar, y contoneando ligeramente las caderas, tomó al joven por la muñeca.
Liubov Markovna cerró de golpe su bolso y entró majestuosamente en el salón.
Era una habitación más bien pequeña, amueblada con gusto mediocre, y mal iluminada, con una sombra remolona en un rincón y un falso jarrón de Tanagra sobre una repisa inasequible, y cuando hubo llegado el último invitado y madame Chernyshevski, por un momento de un notable parecido —como suele ocurrir– con su propia tetera (azul, brillante), empezó a servir el té, la reducida vivienda adquirió el ambiente de cierta intimidad conmovedora y provinciana. En el sofá, entre almohadones de diversos tonos —todos ellos difusos y poco atractivos—, una muñeca de seda con las piernas lánguidas de un ángel y los ojos oblicuos de un gato persa era oprimida alternativamente por dos personas instaladas con gran comodidad: Vasiliev, enorme, barbudo, con calcetines de antes de la guerra estirados sobre el tobillo; y una joven frágil, de encantadora debilidad, párpados rosados y aspecto general de una rata blanca; su nombre de pila era Tamara (que habría sido más apropiado para la muñeca), y su apellido recordaba el nombre de uno de esos paisajes montañosos alemanes que cuelgan en las tiendas de marcos. Fiodor se sentó junto a la estantería y trató de fingir buen humor, pese al nudo que le atenazaba la garganta. Kern, un ingeniero civil que presumía de haber sido amigo íntimo del difunto Alexander Blok (el celebrado poeta), produjo un ruido pegajoso al extraer un dátil de una caja rectangular. Liubov Markovna examinó atentamente los papeles de una gran bandeja decorada con un abejorro mal dibujado y, después de interrumpir su examen con brusquedad, se contentó con un bollo —de los espolvoreados con azúcar, que siempre ostentan una huella anónima. El anfitrión estaba contando una vieja historia sobre la inocentada de un estudiante de medicina en Kiev... Pero la persona más interesante de la habitación se hallaba sentada a cierta distancia, junto al escritorio, y no tomaba parte en la conversación general —aunque la seguía con silenciosa atención. Era un joven que se parecía un poco a Fiodor —no tanto en sus rasgos faciales (en aquel momento difíciles de distinguir) como en la tonalidad de su aspecto en conjunto: el tono castaño rojizo de la cabeza redonda, de pelo muy corto (moda que, según las reglas del mas reciente romanticismo peterburgués, convenía más a un poeta que los bucles desgreñados); la transparencia de las grandes orejas, delicadas y algo protuberantes; la esbeltez del cuello con la sombra de un hoyuelo en la nuca. Estaba sentado en la misma actitud que a veces adoptaba Fiodor —la cabeza algo inclinada, las piernas cruzadas, los brazos más que cruzados, enlazados, como si sintiera frío, por lo que el descanso del cuerpo se expresaba más por proyecciones angulares (rodilla, codo, hombro delgado) y la contracción de todos los miembros que por el relajamiento del cuerpo cuando una persona está descansando y escuchando. Las sombras de dos volúmenes que había sobre el escritorio imitaban a un puño y el borde de una solapa, mientras la sombra de un tercer volumen, apoyado contra los otros, podría haber pasado por una corbata. Era unos cinco años más joven que Fiodor y, en lo concerniente al rostro en sí, si se juzgaba por las fotografías de las paredes del salón y del dormitorio contiguo (sobre la mesilla entre las dos camas que lloraban por la noche), no había tal vez ningún parecido, salvo cierto alargamiento del perfil, combinado con huesos frontales prominentes y la oscura profundidad de las cuencas de los ojos —como las de Pascal, según los fisonomistas—, así como algo en común en el grosor de las cejas... pero no, no era una cuestión de parecido corriente, sino de similitud espiritual genérica entre dos muchachos angulosos y sensitivos, cada uno extraño a su manera. Este joven tenía la mirada baja y una sombra de burla en los labios, y estaba en una posición modesta y no muy cómoda en una silla en torno a cuyo asiento relucían tachuelas de cobre, situada a la izquierda del escritorio atestado de diccionarios; y Alexander Yakovlevich Chernyshevski, con un esfuerzo convulsivo, como recobrando el equilibrio perdido, apartaba la vista de este difuso joven mientras proseguía la alegre charla tras la cual intentaba ocultar su dolencia mental.
—No se preocupe, habrá críticas —dijo a Fiodor, guiñando involuntariamente los ojos—. Puede estar seguro de que los críticos le sacarán las espinillas.
—A propósito —intervino su esposa—, ¿qué significan exactamente esos «caracoleos y escarceos» en el poema sobre la bicicleta?
Fiodor explicó, valiéndose más de los ademanes que de las palabras:
—Pues, ya se sabe que cuando se está aprendiendo a ir en bicicleta, uno siempre se desvía de un lado para otro.
—Dudosa expresión —observó Vasiliev.
—Mi preferido es el que habla de enfermedades infantiles, desde luego —dijo Alexandra Yakovlena, asintiendo con la cabeza—; es muy bueno: escarlatina navideña y difteria pascual.
—¿Por qué no al revés? —inquirió Tamara.
¡Oh, cuánto amaba su hijo la poesía! El armario encristalado del dormitorio estaba lleno de sus libros: Gumiliov y Heredia, Blok y Rilke —¡y cuántas cosas conocía de memoria! Y las libretas de apuntes... Un día tendremos que sentarnos ella y yo y darle un repaso a todo. Ella tenía fuerzas para hacerlo, yo no. Es extraño como vamos posponiendo las cosas. Se diría que ha de resultar un placer, el único, el amargo placer —examinar los objetos personales de los muertos, y no obstante sus cosas siguen allí, intactas (¿tal vez pereza prudente de la propia alma?); es inconcebible que las toque un extraño, pero qué alivio sería que un incendio fortuito destruyera ese armario precioso. Chernyshevski se levantó con brusquedad y, de un modo casual, movió la silla del escritorio de forma que ni ella ni las sombras de los libros pudieran servir de tema para el fantasma.
Entonces la conversación ya se había desviado hacia un político soviético, que nadie lloraba, apartado del poder desde la muerte de Lenin. «Oh, en la época en que le conocí estaba en la "cumbre de la gloria y las buenas acciones"», decía el periodista Vasiliev, equivocándose profesionalmente en su cita de Pushkin (que dice «esperanza» y no «cumbre»).
El muchacho que se parecía a Fiodor (con quien los Chernyshevski se habían encariñado tanto por esta misma razón) estaba ahora junto a la puerta, donde se paró antes de abandonar la habitación, vuelto a medias hacia su padre —y, pese a su naturaleza puramente imaginaria, ¡cuánto más sustancial era que las demás personas de la habitación! ¡Podía verse el sofá a través de Vasiliev y la muchacha pálida! Kern, el ingeniero, sólo estaba representado por el destello de sus quevedos; lo mismo ocurría con Liubov Markovna, y el propio Fiodor sólo existía gracias a una vaga congruencia con el difunto —mientras que Yasha vivía y era perfectamente real, y sólo el instinto de conservación le impedía a uno mirar con atención sus facciones.
Pero es posible, pensó Fiodor, es posible que todo esto sea un error, quizá él (Alexander Yakovlevich Chernyshevski) no está imaginando a hora a su hijo muerto tal como yo creo. Puede estar realmente ocupado con la conversación, y si su vista divaga, tal vez sea porque siempre ha sido nervioso, pobre hombre. Soy desgraciado, estoy aburrido, nada suena a auténtico aquí y no sé por qué continúo sentado, escuchando tonterías.
No obstante, continuó sentado, fumando y columpiando el dedo gordo del pie —y mientras los demás hablaban y él hablaba consigo mismo, intentaba, como hacía siempre y en todas partes, adivinar el movimiento interno, transparente de esta o aquella persona. Se sentaba cuidadosamente dentro del intelocutor como en un sillón, de modo que los codos del otro le sirvieran de brazos, y su alma se instalaba cómodamente en el alma del otro —y entonces la iluminación del mundo cambiaba de repente y durante un minuto se convertía de verdad en Alexander Chernyshevski, o Liubov Markovna, o Vasiliev. A veces, a la gaseosa efervescencia de la transformación se añadía una excitación deportiva, y se sentía halagado cuando una palabra casual le confirmaba oportunamente la trayectoria mental que adivinaba en el otro. A veces, aunque para él la llamada política (esa ridícula secuencia de pactos, conflictos, agravios, fricciones, desacuerdos, fracasos, y la transformación de pequeñas ciudades inocentes en nombres de tratados internacionales) no significaba nada, se sumergía con curiosidad y repugnancia en los vastos intestinos de Vasiliev y vivía un instante activado por el mecanismo interno de éste, donde junto al botón de «Locarno» había otro para «Lockout», y donde se desarrollaba un juego seudointeligente y seudoentretenido llevado por símbolos tan dispares como «Los cinco dirigentes del Kremlin», o «La rebelión curda», o apellidos individuales que habían perdido toda connotación humana: Hindenburg, Marx, Painlevé, Herriot (cuya inicial macrocéfala en ruso, la E invertida, era ya tan autónoma en las columnas de la Gazeta de Vasiliev que amenazaba con una total disociación del francés original); se trataba de un mundo de declaraciones proféticas, presentimientos, combinaciones misteriosas; mundo que, de hecho, era cien veces más espectral que el sueño más abstracto. Y cuando Fiodor se trasladó al interior de madame Chernyshevski, se encontró dentro de un alma donde no todo era extraño para él, pero donde se maravilló de muchas cosas, como se maravillaría un viajero juicioso de las costumbres de un país remoto: el mercado al amanecer, los niños desnudos, el alboroto, el monstruoso tamaño de la fruta. Esta mujer de cuarenta y cinco años, sencilla e indolente, que dos años antes había perdido a su único hijo, había cobrado vida de repente: el luto le dio alas y las lágrimas la rejuvenecieron —o al menos eso decían de ella cuantos la conocían de antes. El recuerdo de su hijo, que en su marido se había convertido en enfermedad, ardía en ella con un fervor creciente. Sería incorrecto decir que este fervor la llenaba por completo; no, rebasaba en gran medida los confines de su alma, e incluso parecía ennoblecer la insensatez de estas dos habitaciones alquiladas donde se habían instalado ella y su marido después de la tragedia, abandonando el gran apartamento de In den Zelten (donde vivía su hermano con la familia en los años anteriores a la guerra). Ahora sólo veía a sus amigos a la luz de su receptividad hacia su pérdida, y también, para mayor precisión, recordaba imaginadas opiniones de Yasha acerca de este o aquel individuo con quien tenía que continuar relacionada. Le dominaba la fiebre de la actividad, la sed de una reacción generosa; su hijo crecía dentro de ella y pugnaba por salir al exterior; el círculo literario fundado recientemente por su marido y Vasiliev, para darles a ambos algo en qué ocuparse, se le antojaba el mejor honor póstumo para su hijo poeta. Fue justamente entonces cuando la vi por primera vez y me quedé bastante perplejo cuando de pronto, esta mujer rechoncha y terriblemente animada, de deslumbradores ojos azules, prorrumpió en lágrimas en medio de su primera conversación conmigo, como si un recipiente de cristal, lleno hasta el borde, se hubiera roto sin causa aparente, y sin desviar de mí su inquieta mirada, riendo y sollozando, empezó a decir una y otra vez: «¡Dios mío, cuánto me lo recuerda!» La franqueza con que, en nuestros posteriores encuentros, me habló de su hijo, de todos los detalles de su muerte y de cómo soñaba ahora con él (como embarazada de él y traslúcida cual una burbuja) me pareció vulgar e improcedente; me molestó aún más cuando supe indirectamente que estaba «un poco ofendida» porque yo, no sólo no había respondido con vibraciones sintonizadas, sino que cambiaba de tema en cuanto ella mencionaba mi propio dolor y mi propia pérdida. Muy pronto, sin embargo, me di cuenta de que este rapto de aflicción en que conseguía vivir sin morir de un desgarro de la aorta estaba empezando a atraerme y exigir cosas de mí. Ya conocemos ese movimiento característico con que alguien nos alarga una fotografía muy preciada y nos observa con expectación... y nosotros, después de contemplar larga y piadosamente el rostro de la fotografía, que sonríe con inocencia y sin pensar en la muerte, fingimos demorar su devolución, fingimos retrasar la propia mano, mientras devolvemos la cartulina con una última mirada, como si fuera una descortesía separarnos antes de ella. Esta secuencia de movimientos se repitió hasta el infinito entre ella y yo. Su marido se sentaba ante el bien iluminado escritorio del rincón, donde trabajaba y carraspeaba de vez en cuando; estaba compilando su diccionario de términos técnicos rusos, encargado por un editor alemán. Todo era silencioso y equívoco. Los restos de mermelada de cereza se mezclaban en mi plato con ceniza de cigarrillo. Cuanto más me hablaba de Yasha, menos atractivo me parecía; oh, no, él y yo nos parecíamos muy poco (mucho menos de lo que ella suponía al proyectar hacia dentro la casual similitud de características externas, de las cuales, por añadidura, encontraba otras que no existían —en realidad, lo poco que había dentro de nosotros correspondía a lo poco que había fuera), y dudo de que hubiéramos sido amigos, de habernos conocido. Su melancolía, interrumpida por la alegría súbita y estridente tan característica de la gente sin humor; el sentimentalismo de sus entusiasmos intelectuales; su pureza, que habría indicado timidez de los sentidos de no ser por el morboso y exagerado refinamiento de su interpretación; sus sentimientos hacia Alemania; sus vulgares trances espirituales («Durante toda una semana —decía– he vivido deslumbrado» —¡después de leer a Spengler!); y finalmente, su poesía... en suma, todo lo que para su madre rebosaba encanto, a mí me repelía. Como poeta era, a mi juicio, muy mediocre; no creaba, sólo rozaba de modo superficial la poesía, como hacían miles de jóvenes inteligentes de su tipo; pero si no encontraba una muerte más o menos heroica —que nada tenía que ver con las letras rusas, que ellos, sin embargo, conocían meticulosamente (¡oh, esos cuadernos de apuntes de Yasha, llenos de esquemas métricos que expresaban modulaciones de ritmo en el tetrámetro!)—, abandonaban por completo la literatura; y si llegaban a mostrar talento en algún campo, sería en ciencia o administración, o simplemente en una vida ordenada. Sus poemas, repletos de frases hechas, exaltaban su «penoso» amor por Rusia —escenas otoñales a lo Esenin, el azul humeante de los pantanos de Blok, la nieve en polvo en las calles de madera del neoclasicismo de Mandelshtam, y el parapeto de granito del Neva en que hoy apenas puede distinguirse la huella del codo de Pushkin. Su madre me los leía, tropezando, agitada, con una torpe entonación de colegiala que no convenía en absoluto a aquellos trágicos y apresurados yambos; el propio Yasha debía recitarlos con un sonsonete abstraído, dilatando las ventanas de la nariz y meciéndose en el grotesco ardor de una especie de orgullo lírico, tras lo cual volvería a ensimismarse, humilde, lánguido e introvertido. Los sonoros epítetos que vivían en su garganta —neveroyatnyi(increíble), jladnyi(frío), prekrasnyi(hermoso)– epítetos empleados ávidamente por los jóvenes poetas de su generación, bajo el engaño de que los arcaísmos, prosaísmos, o simplemente palabras indigentes que habían completado su ciclo vital, ahora, al ser empleados en poesía, adquirían una especie de lozanía inesperada, que volvía de la dirección opuesta—, estas palabras, en la dicción vacilante de madame Chernyshevski, recorrían, por así decirlo, otro medio ciclo, volvían a desvanecerse y de nuevo revelaban su decrépita pobreza —poniendo así al descubierto el engaño del estilo. Además de elegías patrióticas, Yasha tenía poesías sobre los antros preferidos de los marineros, sobre la ginebra y el jazz (que pronunciaba al modo alemán, «yatz»), y poesías sobre Berlín, en las cuales intentaba dotar de una voz lírica a los nombres propios alemanes, de la misma manera, por ejemplo, que los nombres de calles italianas resuenan en la poesía rusa con un contralto sospechosamente eufónico; también tenía poesías dedicadas a la amistad, sin rima y sin metro, llenas de emociones confusas y tímidas y de internas porfías espirituales, y apóstrofes a un amigo en la forma cortés (el ruso «vy»), como un francés enfermo se dirige a Dios o una joven poetisa rusa a su caballero predilecto. Y todo esto estaba expresado de una manera pálida y fortuita, con muchos vulgarismos y acentos incorrectos peculiares a su círculo de clase media provinciana. Desconcertado por su sufijo aumentativo, daba por sentado que la palabra «posharishche» (lugar de un incendio reciente) significaba «gran incendio», y recuerdo también una referencia bastante patética a los «frescos de Vrublyov» —divertida mezcla entre dos pintores rusos (Rublyov y Vrubel) que sólo sirvió para probar nuestra disimilitud; no, no podía amar la pintura tanto como yo. Oculté a su madre mi verdadera opinión de su poesía, mientras los forzados sonidos de aprobación inarticulada que yo emitía eran interpretados por ella como signos de éxtasis incoherente. Por mi cumpleaños me obsequió, radiante a través de las lágrimas, con la mejor corbata de Yasha, anticuada prenda de muaré, recién planchada, con la etiqueta, aún discernible, de una tienda conocida pero no elegante: dudo de que el propio Yasha la llevara alguna vez; y a cambio de todo cuanto había compartido conmigo, de darme una imagen completa y detallada de su difunto hijo, con su poesía, su neurastenia, sus entusiasmos, su muerte, madame Chernyshevski me exigía imperiosamente cierta cantidad de colaboración creadora. Su marido, que estaba orgulloso de su nombre centenario y pasaba horas distrayendo a los invitados con su historia (su abuelo fue bautizado durante el reinado de Nicolás —en Volsk, tengo entendido– por el padre del famoso escritor político Chernyshevski, sacerdote ortodoxo griego, corpulento y enérgico, que gustaba de hacer labor misionera entre los judíos, y que, además de su bendición espiritual, confería a los conversos la prima adicional de su apellido), me dijo en numerosas ocasiones: «Escuche, tendría que escribir un librito, en forma de biographie romancée, sobre nuestro gran hombre del siglo XVII. Vamos, vamos, deje de fruncir el ceño, adivino todas sus objeciones, pero, créame, al fin y al cabo hay casos en que la hermosura fascinante de una vida abnegada redime la falsedad de las actitudes literarias del sujeto, y Nikolai Chernyshevski fue de verdad un alma heroica. Si se decide a describir su vida, hay muchas cosas curiosas que puedo contarle.» Yo no tenía el menor deseo de escribir sobre el gran hombre del siglo XVII y menos aún de escribir sobre Yasha, como su madre me aconsejaba con insistencia (por lo que, en conjunto, se trataba del encargo de una historia completa de la familia). Pero, a la vez que me divertían e irritaban estos esfuerzos suyos por encauzar mi musa, yo sentía que tarde o temprano madame Chernyshevski acabaría acorralándome y, del mismo modo que me veía obligado a ponerme la corbata de Yasha cuando la visitaba (hasta que se me ocurrió decir que la reservaba para ocasiones especiales), tendría que emprender la tarea de describir el destino de Yasha en un largo cuento corto. En un momento dado tuve incluso la debilidad (o la osadía, tal vez) de meditar sobre cómo abordaría el tema, si por casualidad... Cualquier vulgar intelectual, cualquier novelista «serio» con gafas de montura de concha —el médico de cabecera de Europa y sismólogo de sus temblores sociales– habría encontrado sin duda en esta historia algo muy característico de la «mentalidad de los jóvenes en los años de la posguerra» —combinación de palabras que por sí misma (incluso aparte la «idea general» que transmitía) me hacía enmudecer de desprecio. Solía sentir unas violentas náuseas cuando oía o leía las últimas sandeces, sandeces vulgares y sin humor, sobre los «síntomas de la época» y la «tragedia de la juventud». Y, como no podía reaccionar a la tragedia de Yasha (aunque su madre creía que estaba enardecido), me habría enzarzado involuntariamente en una novela de «profundo» interés social de repugnante tufo freudiano. Mi corazón se detenía cuando ejercitaba la imaginación, tanteando con el pie, por así decirlo, el hielo del charco, fino como la mica; llegué incluso a imaginarme haciendo una copia en limpio de mi trabajo, que luego llevaba a madame Chernyshevski, que sentaba de modo que la lámpara iluminase mi senda fatal desde la izquierda (gracias, veo muy bien así), y tras un breve preámbulo sobre lo difícil que había sido, sobre mi sentido de la responsabilidad... pero aquí todo se oscurecía bajo la niebla escarlata de la vergüenza. Por suerte no cumplí el encargo —no estoy seguro de qué fue exactamente lo que me salvó: por un lado, lo aplacé durante demasiado tiempo; por otro, había ciertos benditos intervalos entre nuestros encuentros; y además, quizá la propia madame Chernyshevski se cansó un poco de mí como oyente; sea como fuere, el escritor no utilizó aquella historia, que, de hecho, era muy sencilla y triste.








