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La dádiva
  • Текст добавлен: 21 сентября 2016, 16:35

Текст книги "La dádiva"


Автор книги: Владимир Набоков



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Zina lo contaba de un modo muy diferente. En su versión, la imagen de su padre tenía algo del Swann de Proust. El matrimonio con su madre y su vida posterior estaban matizados por una aureola romántica. A juzgar por sus palabras y a juzgar también por las fotografías de su padre, era un hombre refinado, noble, inteligente y bondadoso, incluso en aquellas envaradas fotografías de salón de San Petersburgo, con una firma dorada en el grueso cartón, que ella le enseñó por la noche bajo un farol, la anticuada exuberancia de su bigote rubio y la altura de sus cuellos no estropeaban sus facciones delicadas y su mirada directa y sonriente. Zina le habló de su pañuelo perfumado, de su pasión por la música y las carreras de caballos, y de la época de su juventud en que derrotó a un gran maestro extranjero de ajedrez y recitaba a Homero de memoria; al hablar con él, Zina elegía cosas que pudieran atraer la imaginación de Fiodor, ya que detectaba algo perezoso y aburrido en su reacción a las referencias que le hacía de su padre, es decir, lo más precioso que podía ofrecerle. El mismo se percató de esta escasa receptividad suya. Zina tenía una cualidad que le hacía sentir incómodo: su vida de familia había desarrollado en ella un orgullo morboso, hasta el punto de que al hablar con Fiodor se refería a su raza con un acento desafiante, como subrayando el hecho de que daba por sentado (hecho que negaba al subrayarlo) que él no sólo consideraba a los judíos sin la hostilidad presente en mayor o menor grado en la mayoría de los rusos, sino que además lo hacía sin la sonrisa glacial de una bondad forzada. Al principio tiró tanto de estas cuerdas que él, indiferente por completo a la clasificación de la gente según su raza, o a las interrelaciones raciales, empezó a sentirse un poco incómodo por ella, y por otro lado, bajo la influencia de su orgullo ardiente y al acecho, sintió una especie de vergüenza personal por escuchar en silencio las detestables sandeces de Shchyogolev y su truco de hablar en ruso imitando un bufo acento judío, como cuando dijo, por ejemplo, a un invitado mojado por la lluvia que había dejado huellas en la alfombra: «¡ Oy, qué suciodnik!»

Durante algún tiempo después de la muerte de su padre, sus viejos amigos y parientes continuaron como siempre visitando a su madre y a ella; pero poco a poco las visitas se espaciaron y acabaron por interrumpirse, excepto un anciano matrimonio que siguió yendo a verlas, compadecido de Marianna Nikolavna, compadecido del pasado y tratando de ignorar a Shchyogolev, que se retiraba a su habitación con un periódico y una taza de té. Pero Zina había mantenido sus contactos con el mundo que su madre traicionó, y en las visitas a estos viejos amigos de la familia cambiaba extraordinariamente, se suavizaba y era más amable (como ella misma observó) y gozaba sentándose a la mesa del té y escuchando las sosegadas conversaciones de los viejos sobre enfermedades, bodas y literatura rusa.

En su casa era desgraciada y despreciaba esta infelicidad. También despreciaba su trabajo, aunque su jefe era judío, pero judío alemán, o sea, ante todo alemán, por lo que no tenía remordimientos al insultarle en presencia de Fiodor. Le habló con tanta nitidez, con tanta amargura y aversión del bufete de abogado donde trabajaba desde hacía dos años, que él lo veía y olía todo como si también acudiera allí todos los días. El ambiente de aquella oficina le recordaba un poco a Dickens (pero en una paráfrasis alemana), un mundo semi-demente de hombres delgados y sombríos y otros repulsivos y rechonchos, subterfugios, sombras negras, narices de pesadilla, polvo, hedor y lágrimas femeninas. Empezaba con una escalera empinada, oscura e increíblemente ruinosa que rivalizaba a la perfección con la siniestra decrepitud del local de la oficina, situación que sólo mejoraba en la oficina del abogado principal, que ostentaba ampulosos sillones y gigantes adornos sobre la mesa cubierta por un cristal. La oficina de los empleados, grande, fea, con ventanas desnudas y trepidantes, se ahogaba bajo un cúmulo de muebles sucios y polvorientos; el sofá era especialmente horrible, de un vago color púrpura y con muelles a la vista, un objeto espantoso y desagradable que había acabado aquí después de pasar por las oficinas de los tres directores: Traum, Baum y Käsebier. Los innumerables estantes que tapaban cada centímetro de pared estaban atestados de tétricas carpetas azules cuyas largas etiquetas sobresalían y por las cuales se arrastraba de vez en cuando un chinche hambriento y pendenciero. Junto a las ventanas trabajaban cuatro mecanógrafas: una era jorobada y gastaba su sueldo en vestidos; la segunda, muchachita esbelta y frívola, su padre, un carnicero, había muerto a manos de su violento hijo, colgado de un gancho para reses; la tercera, chica indefensa que ahorraba lentamente para su equipo de novia, y la cuarta era una mujer casada, rubia exuberante, cuya alma no pasaba de ser una réplica de su apartamento y que contaba de modo conmovedor que después de un día de TRABAJO ESPIRITUAL ansiaba tanto el desahogo del trabajo físico que en cuanto llegaba a su casa abría todas las ventanas y hacía alegremente la colada. El director de la oficina, Hamekke (animal gordo y tosco de pies malolientes y un furúnculo que rezumaba perpetuamente en la nuca, aficionado a recordar que en sus días de sargento hacía limpiar el suelo del barracón con cepillos de dientes a los reclutas torpes), solía perseguir a las dos últimas con especial deleite; a una porque perder el empleo significaría para ella no poder casarse, y a la otra porque en seguida prorrumpía en llanto; aquellas lágrimas ruidosas y abundantes, tan fáciles de provocar, le procuraban un sano placer. Casi analfabeto, pero dotado de un puño de hierro y capaz de captar inmediatamente el aspecto más desagradable de cualquier caso, era muy apreciado por sus jefes, Traum, Baum y Käsebier (un idílico cuadro alemán completo, con mesitas bajo el follaje y una vista maravillosa). A Baum apenas se le veía; las solteras de la oficina encontraban que vestía maravillosamente, y lo cierto era que su traje le sentaba con la misma rigidez que a una estatua de mármol, los pantalones estaban siempre arrugados y llevaba cuello blanco y camisa de color. Käsebier se humillaba ante sus clientes prósperos (en realidad, los tres se humillaban), pero cuando se enfadaba con Zina, la acusaba de darse importancia. El jefe, Traum, era un hombre bajito que llevaba el pelo distribuido de modo que le ocultase la calva, y tenía el perfil de una media luna, manos diminutas y un cuerpo informe, más ancho que gordo. Se amaba a sí mismo con un amor apasionado y completamente correspondido, estaba casado con una viuda rica y entrada en años y, como era actor por naturaleza, procuraba hacerlo todo con elegancia y gastaba miles para la galería mientras regateaba diez céntimos a la secretaria; exigía a sus empleados que se refirieran a su esposa como «die gnadige Frau» («la señora ha telefoneado», «la señora ha dejado un mensaje») y alardeaba de una sublime ignorancia sobre todo cuanto ocurría en la oficina, aunque de hecho lo sabía todo por Hamekke, hasta el último borrón. Por ser uno de los asesores jurídicos de la embajada francesa, hacía frecuentes viajes a París, y como su característica más sobresaliente era una tremenda desfachatez en la persecución de beneficios, buscaba con energía contactos útiles mientras se encontraba allí, pedía sin rubor recomendaciones y molestaba o se imponía a la gente sin advertir los desaires en su piel, semejante a una armadura. Con objeto de ganar popularidad en Francia, escribía libritos en alemán sobre temas franceses ( Tres retratos, por ejemplo, la emperatriz Eugenia, Briand y Sara Bernhardt), y en el curso de su preparación, la recopilación de material se convertía en una recopilación de contactos. Estas obras, precipitadamente escritas en el terrible style modernede la república alemana (y que, en esencia, cedían poco a las obras de Ludwig y Zweig), los dictaba a su secretaria fuera de las horas de trabajo, cuando simulaba de improviso una racha de inspiración, racha que, por cierto, siempre coincidía con un lapso de tiempo libre. Un profesor francés, entre cuyo círculo de amistades se había introducido, contestó, en cierta ocasión a una afectuosa epístola suya con una crítica en extremo contundente (para un francés): «Escribe el nombre Deschanel con accent aigualgunas veces y otras sin él. Como en esto se necesita cierta uniformidad, sería conveniente que tomara una firme decisión en cuanto al sistema que prefiere seguir, y después se atuviera a él. Si por alguna razón desea escribir este nombre correctamente, entonces escríbalo sin accent.» Traum contestó en seguida con una carta impetuosamente agradecida, y a continuación pasó a pedir favores. Oh, qué bien sabía redondear y endulzar sus cartas, qué trinos y gorjeos teutónicos sonaban en la interminable modulación de sus comienzos y conclusiones, qué cortesías: «Vous avez bien voulu bien vouloir...»

Su secretaria, Dora Wittgenstein, compartía con Zina una oficina pequeña y mohosa. Esta mujer madura, que había trabajado para él durante catorce años, tenía bolsas bajo los ojos, olía a cadáver a través de su barata agua de colonia, que trabajaba hasta cualquier hora y se había marchitado al servicio de Traum, semejaba un infortunado y exhausto caballo a quien hubieran extirpado el sistema muscular y sólo le hubiesen dejado unos cuantos tendones de hierro. Tenía una educación escasa, organizaba su vida de acuerdo con dos o tres conceptos generalmente aceptados y en sus tratos con la lengua francesa se guiaba por ciertas reglas particulares. Cuando Traum escribía su «libro» periódico solía llamarla los domingos para que fuera a su casa, regateaba sobre su sueldo y le hacía trabajar horas extra; y a veces ella informaba orgullosamente a Zina de que el chófer la había llevado a su casa, o por lo menos hasta la parada del tranvía.

Zina no sólo tenía que hacer las traducciones, sino también, como todas las otras mecanógrafas, copiar las largas solicitudes que se presentaban ante los tribunales. Con frecuencia debía asimismo tomar nota en taquigrafía, delante del cliente, de las circunstancias de su caso, que muy a menudo se referían a un divorcio. Todos estos casos eran bastante sórdidos; acumulación de inmundicia y estupidez combinadas. Un individuo de Kottbus, que quería divorciarse de su mujer, quien, según él, era anormal, la acusaba de copular con un gran perro danés; el testigo principal era la portera, que a través de la puerta había oído a la esposa hablando al perro y expresando deleite acerca de ciertos detalles de su organismo.

—Para ti sólo es gracioso —dijo Zina, enfadada—, pero lo cierto es que no puedo continuar, no puedo, y abandonaría inmediatamente toda esta basura si no supiera que en otra oficina habría la misma, o todavía peor. Esta sensación de agotamiento por las tardes es algo fenomenal, se resiste a cualquier descripción. ¿Para qué sirvo ahora? La espalda me duele tanto de escribir a máquina que me gustaría gritar. Y lo peor es que esto no terminará nunca, porque si terminara no habría nada para comer; mamá no sabe hacer nada, ni siquiera podría trabajar como cocinera porque sólo haría que sollozar en la cocina y romper los platos, y su asqueroso marido sólo sabe cómo arruinarse, pues creo que ya estaba arruinado cuando nació. No tienes idea de cuánto le odio, es un cerdo, un cerdo, un cerdo...

—Podríamos hacer jamón con él —observó Fiodor—. Yo también he tenido un día bastante difícil. Quería escribir una poesía para ti, pero aún no la he visto con claridad.

—Querido mío, amor mío —exclamó ella—, ¿puede ser real todo esto: esta valla y aquella estrella borrosa? Cuando era pequeña no me gustaba dibujar nada que no pudiera acabarse, así que no dibujaba vallas porque no pueden acabarse sobre el papel; es imposible imaginar una valla terminada, y siempre dibujaba algo completo, una pirámide o una casa sobre una colina.

—Y a mí me gustaban sobre todo los horizontes, y debajo, líneas en disminución, para representar la estela del sol poniéndose al otro lado del mar. Y el mayor tormento de mi infancia era un lápiz roto o sin afilar.

—Pero los afilados... ¿Te acuerdas del blanco? Siempre era el más largo, no como el rojo y el azul, porque no se usaba mucho, ¿lo recuerdas?

—¡Pero cuánto deseaba gustar! El drama del albino. L'inutile beauté. Sin embargo, después lo utilicé mucho. Precisamente porque dibujaba lo invisible y uno podía imaginar muchas cosas. En general nos esperan posibilidades ilimitadas. Pero ningún ángel, o si tiene que haber un ángel, ha de ser con una enorme cavidad en el pecho y las alas de un híbrido entre un ave del paraíso y un cóndor, y garras para llevarse a la joven alma, no «abrazada», como dice Lermontov.

—Sí, yo también creo que no podemos terminar aquí. No puedo imaginarme que dejemos de existir. En cualquier caso, no me gustaría convertirme en otra cosa.

—¿En luz difusa? ¿Qué te parece eso? No demasiado bueno, diría yo. Estoy convencido de que nos esperan sorpresas extraordinarias. Es una lástima que no podamos imaginar lo que no podemos comparar con nada. El genio es un africano que sueña con la nieve. ¿Sabes qué fue lo que más asombró a los primeros peregrinos rusos cuando cruzaban Europa?

—¿La música?

—No, las fuentes de las ciudades, las estatuas mojadas.

—A veces me molesta que no tengas sentido de la música. Mi padre tenía tanto oído que en ocasiones se tumbaba en el sofá y tatareaba toda una ópera, del principio al fin. Una vez estaba tendido así y alguien entró en la habitación contigua y se puso a hablar con mi madre, y él me dijo: «Esa voz pertenece a fulano, le vi hace veinte años en Carlsbad y me prometió venir a verme un día.» Tan grande era su oído.

—Y yo he visto a Lishnevski hoy y me ha mencionado a un amigo suyo que se le ha quejado de que Carlsbad ya no es lo que era. ¡Aquellos sí que eran buenos tiempos!, le ha dicho: estás con tu vaso de agua y a tu lado ves al rey Eduardo... un hombre guapo e impresionante... con un traje de auténtica tela inglesa... Y ahora, ¿por qué te has ofendido? ¿Qué te ocurre?

—Déjalo. Hay cosas que nunca comprenderás.

—No digas eso. ¿Por qué tienes la piel caliente aquí y fría allí? ¿Sientes frío? Será mejor que eches una mirada a esa mariposa que vuela en torno al farol.

—Hace rato que la he visto.

—¿Quieres decirme por qué las mariposas vuelan hacia la luz? Nadie lo sabe.

—Y tú, ¿acaso lo sabes?

—Siempre tengo la impresión de que lo adivinaré dentro de un minuto si me concentro lo suficiente. Mi padre solía decir que podía ser ante todo una pérdida de equilibrio, como cuando uno aprende a montar en bicicleta y se siente atraído por una zanja. La luz, en comparación con la oscuridad, es un vacío. ¡Mírala cómo describe círculos! Pero aquí hay algo más profundo, lo sabré dentro de un minuto.

—Siento que no escribieras tu libro. Oh, tengo mil planes para ti. Veo con claridad que un día te lanzarás en serio. Escribirás algo portentoso que dejará a todo el mundo con la boca abierta.

—Escribiré —dijo Fiodor Konstantinovich, bromeando– una biografía de Chernyshevski.

—Lo que quieras. Pero ha de ser que muy genuino. No necesito decirte cuánto me gustan tus poesías, pero nunca están del todo a tu altura, todas las palabras son de una talla menor que tus verdaderas palabras.

—O una novela. Es extraño. Me parece recordar mis obras futuras, aunque ni siquiera sé de qué tratarán. Las recordaré completamente y las escribiré. A propósito, dime una cosa: ¿cómo lo ves tú? ¿Vamos a encontrarnos así todas nuestras vidas, sentados de lado en un banco?

—Oh, no —replicó ella con voz musical y soñadora—. En invierno iremos a un baile, y este verano, durante mis vacaciones, iré dos semanas a la orilla del mar y te enviaré una postal de los rompientes.

—Yo también iré dos semanas a la orilla del mar.

—No lo creo. Además, no olvides que tenemos que encontrarnos algún día en la rosaleda del Tiergarten, donde hay la estatua de la princesa con el abanico de piedra.

—Agradables perspectivas —dijo Fiodor.

Pero algunos días después encontró por casualidad el mismo ejemplar de 8X8; lo hojeó, buscando jugadas sin terminar, y al ver que todos los problemas estaban resueltos, dio una ojeada al extracto de dos columnas del diario juvenil de Chernyshevski; lo repasó, sonrió y volvió a leerlo con interés. El estilo irónico y circunstancial, los adverbios insertados meticulosamente, la pasión por el punto y coma, el atasco de una idea a media frase y las torpes tentativas de llevarla adelante (tras las cuales se volvía a estancar en otro lugar, y el autor tenía que empezar de nuevo a preocuparse por ella), el tono machacón e insistente de cada palabra, la movilidad del sentido, similar a las jugadas del caballo, del comentario trivial sobre sus mínimos actos, la pegajosa ineptitud de estos actos (como si una cola de pegar hubiese embadurnado las manos del hombre, y ambas fueran la izquierda), la seriedad, la falta de firmeza, la honradez, la pobreza, todo esto gustó tanto a Fiodor, le asombró y divirtió tanto el hecho de que un autor que tuviera este estilo mental y verbal pudiera ser considerado una influencia en el destino literario de Rusia, que a la mañana siguiente pidió en préstamo a la biblioteca pública las obras completas de Chernyshevski. Y mientras leía, su asombro aumentaba, y este sentimiento contenía una clase peculiar de felicidad.

Cuando, una semana después, aceptó una invitación telefónica de Alexandra Yakovlevna («¿Por qué no se le ve nunca? Dígame, ¿está libre esta noche?»), no llevó consigo la 8X8para enseñarla a sus amigos: ahora esta revistilla tenía para él un valor sentimental, el recuerdo de un encuentro. Entre los invitados vio al ingeniero Kern y a un caballero robusto, taciturno, de mejillas muy suaves y rostro ancho y anticuado, de nombre Goryainov, que era muy conocido porque, sabiendo imitar a la perfección (estirando mucho la boca, emitiendo sonidos húmedos y rumiantes y hablando con voz de falsete) a cierto periodista excéntrico de pésima reputación, se había acostumbrado tanto a esta imagen (que de este modo se vengaba de él) que no sólo estiraba también las comisuras de la boca cuando imitaba a otro conocido suyo, sino que incluso llegó a parecérseles en una conversación normal. Alexander Chernyshevski, más delgado y silencioso después de su enfermedad —el precio de redimir su salud durante un tiempo—, volvía a estar muy animado aquella noche e incluso había recuperado su antiguo tic; pero el fantasma de Yasha ya no estaba sentado en el rincón, con el codo apoyado entre desordenados montones de libros.

—¿Sigue usted satisfecho con su alojamiento? —inquirió Alexandra Yakolevna—. Pues me alegro mucho. ¿No flirtea con la hija? ¿No? Por cierto, el otro día me acordé de que Mertz y yo teníamos algunas amistades comunes —era un hombre maravilloso, un caballero en todos los sentidos de la palabra, pero no creo que a ella le guste mucho admitir su origen. ¿Lo admite? Bueno, no lo sé, pero sospecho que usted no entiende mucho de estas cuestiones.

—En cualquier caso, es una joven de carácter —dijo el ingeniero Kern—. Un día la vi en una reunión del comité del baile. Lo miraba todo por encima del hombro.

—¿Y cómo es su nariz? —preguntó Alexandra Yakovlevna.

—Verá, para serle franco, no la miré con mucha atención, y, en fin de cuentas, todas las muchachas aspiran a ser bellezas. No seamos chismosos.

Goryainov, sentado con las manos cruzadas sobre el estómago, guardaba silencio aparte de un ocasional carraspeo estridente que acompañaba de una extraña sacudida de su carnoso mentón, como si llamara a alguien. «Sí, gracias, me gustaría mucho», decía con una inclinación siempre que le ofrecían mermelada o un vaso de té, y si deseaba comunicar algo a su vecino, no se volvía hacia éí, sino que acercaba más la cabeza, mirando hacia delante, y después de explicarse o formular una pregunta, se apartaba de nuevo con lentitud. En la conversación con él había huecos singulares porque no respondía en modo alguno a su interlocutor, ni le miraba, sino que dejaba vagar por la habitación la mirada parda de sus pequeños ojos de elefante, carraspeando convulsivamente. Cuando hablaba de sí mismo, era siempre en una vena de humor sombrío. Todo su aspecto evocaba por alguna razón las cosas más caducadas, como, por ejemplo: departamento del interior, sopa de verduras fría, chanclos brillantes, nieve estilizada cayendo al otro lado de la ventana, impasibilidad, Stolypin, estatismo.

—Bien, amigo mío —dijo vagamente Chernyshevski, al sentarse junto a Fiodor—, ¿qué me cuenta de sí mismo? No tiene muy buen aspecto.

—¿Recuerda usted —repuso Fiodor– que una vez, hará unos tres años, me dio el afortunado consejo de describir la vida de su renombrado tocayo?

—No, en absoluto —replicó Alexander Yakovlevich.

—Es una lástima —porque ahora estoy pensando en escribirla.

—Oh, ¿de verdad? ¿Lo dice en serio?

—Completamente en serio —dijo Fiodor.

—Pero, ¿cómo se le ha ocurrido una idea tan estrafalaria? —intervino madame Chernyshevski—. Debería escribir, no sé, la vida de Batyushkov o Delvig, por ejemplo, algo de la órbita de Pushkin, pero, ¿para qué la de Chernyshevski?

—Prácticas de tiro —repuso Fiodor.

—Una contestación que es, por no decir otra cosa, enigmática —observó el ingeniero Kern, y el cristal sin montura de sus quevedos brilló cuando trató de cascar una nuez con las palmas. Arrastrándolo por un extremo, Goryainov le pasó el cascanueces.

—¿Por qué no? —dijo Alexander Yakovlevich, emergiendo de una breve meditación—. La idea empieza a gustarme. En nuestros terribles tiempos, en que se pisotea el individualismo y se acalla la mente, debe ser un gozo enorme para un escritor enfrascarse en la brillante era de los años sesenta. Yo lo apruebo.

—Sí, ¡pero está tan alejado de él! —exclamó madame Chernyshevski—. No hay continuidad, no hay tradición. Hablando con franqueza, a mí no me interesaría mucho resucitar todo lo que sentía a este respecto cuando era una estudiante universitaria en Rusia.

—Mi tío —observó Kern, cascando una nuez —fue expulsado de la escuela por leer ¿Qué hacer?

—¿Y qué opina usted? —preguntó Alexandra Yakovlevna, dirigiéndose a Goryainov.

Goryainov extendió las manos.

—No tengo ninguna opinión especial —dijo con voz delgada, como imitando a alguien—. Nunca he leído a Chernyshevski, pero, ahora que lo pienso... ¡qué figura tan aburrida, y que Dios me perdone!

Alexander Yakovlevich se apoyó ligeramente en el respaldo de su sillón, parpadeando, con el rostro ya crispado, ya iluminado por una sonrisa, y manifestó:

—Pues yo apruebo la idea de Fiodor Konstantinovich. Como es natural, muchas cosas de él se nos antojan hoy cómicas y aburridas. Pero en aquella era hay algo sagrado, algo eterno. El utilitarismo, la negación del arte, etc., todo esto es tan sólo una envoltura accidental bajo la cual es imposible no distinguir sus características básicas: consideración hacia toda la raza humana, culto a la libertad, ideas de igualdad —igualdad de derechos. Fue una era de grandes emancipaciones, los campesinos de los terratenientes, el ciudadano del estado, las mujeres del yugo doméstico. Y no olviden que no sólo nacieron entonces los principios del movimiento de liberación ruso —ansia de conocimientos, firmeza de espíritu, heroico altruismo– sino que fue precisamente en esta era, alimentados por ella de un modo u otro, cuando se desarrollaron gigantes tales como Turguenev, Nekrasov, Tolstoi y Dostoyevski. Además, es indudable que el propio Nikolai Gavrilovich Chernyshevski fue un hombre de mente vasta y versátil, de enorme voluntad creadora, y el hecho de que soportara tremendos sufrimientos por amor a su ideología, por amor a la humanidad, por amor a Rusia, redime sobradamente cierta dureza y rigidez de sus opiniones críticas. Además, mantengo que era un crítico soberbio —penetrante, honrado, audaz... ¡Sí, sí, es maravilloso, tiene usted que escribirla!

Hacía rato que el ingeniero Kern se había levantado, y ahora paseaba por la habitación, meneando la cabeza y ansioso por decir algo.

—¿De qué estamos hablando? —exclamó de repente, agarrando el respaldo de una silla—. ¿A quién le importa la opinión de Chernyshevski sobre Pushkin? Rousseau era un pésimo botánico, y yo no me hubiera dejado tratar por el doctor Chejov ni por todo el oro del mundo. Chernyshevski fue ante todo un docto economista y así debería ser considerado, y con todos mis respetos hacia las dotes poéticas de Fiodor Konstantinovich, dudo de que sea capaz de apreciar los méritos y defectos de los Comentarios sobre John Stuart Mill.

—Su comparación es absolutamente equivocada —replicó Alexandra Yakovlevna—. ¡Es ridícula! Chejov no dejó la menor huella en medicina, las composiciones musicales de Rousseau son meras curiosidades, pero en este caso ninguna historia de la literatura rusa puede omitir a Chernyshevski. Pero hay algo más que no comprendo —prosiguió con rapidez—. ¿Qué interés tiene Fiodor Konstantinovich en escribir acerca de personas y tiempos completamente ajenos a su mentalidad? Claro que ignoro cuál será su enfoque. Pero si, hablando claramente, lo que quiere es ridículizar a los críticos progresistas, podría ahorrarse el esfuerzo: Volynski y Eichenwald lo hicieron hace tiempo.

—Oh, vamos, vamos —dijo Alexander Yakovlevich—, das kommt nicht in Frage, esto no viene a cuento. Un joven escritor se interesa por una de las épocas más importantes de la historia rusa y se propone escribir una biografía literaria de una de sus principales figuras. No veo nada extraño en ello. No es muy difícil familiarizarse con el tema, encontrará más libros de los que necesite, y el resto sólo depende del talento. Tú dices enfoque, enfoque. Pero una vez concedido un enfoque inteligente de un determinado tema, el sarcasmo queda excluido a priori, carece de importancia. Al menos, así es como yo lo veo.

—¿Vio cómo atacaron a Koncheyev la semana pasada?

—preguntó el ingeniero Kern, y la conversación tomó otros derroteros.

Ya en la calle, cuando Fiodor se despedía de Goryainov, éste retuvo su mano en la suya, que era grande y suave, y le dijo, arrugando los ojos:

—Permítame decirle, muchacho, que le considero un gran bromista. Ha muerto hace poco el socialdemócrata Belenki —especie de emigrado perpetuo, por así decirlo: le desterró el zar y después el proletariado, por lo que siempre que se recreaba en rememorar, empezaba así: «U nas v Sheneve, chez nous a Genève...» ¿Escribirá usted asimismo sobre él, tal vez?

—No le comprendo —dijo Fiodor en tono inquisitivo.

—No, pero en cambio yo he comprendido perfectamente. Usted va a escribir sobre Chernyshevski tanto como yo sobre Belenki, pero ha puesto en ridículo a su auditorio y sacado a relucir un argumento interesante. Le deseo lo mejor, buenas noches—, y se alejó con paso lento y pesado, apoyándose en el bastón y levantando un hombro un poco más que el otro.

El modo de vida al que se había aficionado mientras estudiaba las actividades de su padre volvió a ser habitual para Fiodor. Era una de esas repeticiones, una de esas «voces» temáticas con las cuales, según todas las reglas de la armonía, el destino enriquece la vida de los hombres observadores. Pero ahora, enseñado por la experiencia, no se permitió el descuido anterior en el empleo de fuentes y adjuntaba a la nota más insignificante la indicación exacta de su origen. Frente a la Biblioteca Nacional, cerca de un estanque de piedra, las palomas se arrullaban entre las margaritas del césped. Los libros solicitados llegaban en un vagoncito que se deslizaba por raíles inclinados hasta los bajos del local aparentemente pequeño, donde esperaban ser distribuidos y donde parecía que había sólo unos cuantos libros en los estantes cuando de hecho se trataba de una acumulación de millares.

Fiodor abrazaba su parte, luchando con el peso que se desintegraba, y se dirigía a la parada del autobús. Desde el mismo principio la imagen del libro se le había aparecido con extraordinaria claridad en tono y líneas generales, y tenía la sensación de que ya había un lugar preparado para cada detalle que desenterraba y que incluso el trabajo de recopilar material ya estaba bañado por la luz del libro definitivo, como cuando el mar proyecta una luz azul sobre un barco de pesca, y el barco se refleja en el agua junto con esta luz. «Verás —explicó a Zina—, quiero mantenerlo todo al mismo borde de la parodia. Ya conoces esas idiotas «biographies romancees» en que a Byron se le atribuye tranquilamente un sueño extraído de uno de sus propios poemas. Y, por otro lado, tiene que haber un abismo de seriedad, y yo tengo que avanzar por este angosto saliente entre mi propia verdad y su caricatura. Y, lo más esencial de todo, ha de haber una única e ininterrumpida progresión de pensamiento. Tengo que pelar la manzana en una sola tira, sin apartar el cuchillo.»

Mientras estudiaba el tema vio que a fin de sumergirse completamente en él tendría que extender, el período que estudiaba, dos décadas en ambas direcciones. De este modo se dio cuenta de una divertida característica de la época —esencialmente pequeña, pero que resultaría una guía muy valiosa: durante cincuenta años de crítica utilitaria, desde Belinski a Mijailovski, no había un solo moldeador de opinión que no aprovechara la oportunidad de mofarse dé las poesías de Fet. ¡Y en qué monstruos metafísicos se convertían a veces los juicios más sobrios de estos materialistas sobre este o aquel tema, como si la Palabra, logos, se vengara de ellos por ser menospreciada! Belinski, aquel simpático ignorante, que amaba los lirios y las adelfas, que decoraba su ventana con cactus (como Emma Bovary), que guardaba cinco copecs, un tapón de corcho y un botón en la caja vacía desechada por Hegel y que murió de tuberculosis con una alocución al pueblo ruso en sus labios manchados de sangre, sobresaltó la imaginación de Fiodor con perlas de pensamiento realista como, por ejemplo: «En la naturaleza todo es hermoso, exceptuando solamente aquellos grotescos fenómenos que la propia naturaleza ha dejado inacabados y ocultos en la oscuridad de la tierra o el agua (moluscos, lombrices, infusorios, etc.).» De modo similar, en Mijailovski era fácil descubrir una metáfora flotando panza arriba como, por ejemplo: «(Dostoyevski) luchaba como un pez contra el hielo, terminando a veces en las posiciones más humillantes»; este pez humillado le ahorraba a uno de estudiar todos los escritos del «periodista sobre cuestiones contemporáneas». A partir de aquí había una transición directa al combativo léxico del momento actual, al estilo de Stekoov hablando del tiempo de Chernyshevki («El escritor plebeyo que anidó en los poros de la vida rusa... estigmatizó las opiniones rutinarias con el ariete de sus ideas»), o al idioma de Lenin, que en su ardor polémico alcanzó las cumbres de lo absurdo: («Aquí no hay hoja de parra... y el idealista alarga la mano directamente al agnóstico»). Prosa rusa, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre! Un crítico contemporáneo escribió sobre Gogol: «Sus personajes son grotescos y deformados, sombras de linternas chinas, y los acontecimientos que describe, imposibles y ridículos», y esto correspondía plenamente a las opiniones mantenidas por Skabichevski y Mijailovski sobre Chejov —opiniones que, como una mecha prendida entonces, ha hecho ahora volar por los aires a estos críticos.


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