Текст книги "La dádiva"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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En general, Tania y yo preferíamos los juegos movidos a los tranquilos —correr, el escondite, batallas. cuán notablemente la palabra «batalla» ( srashenie) sugiere el sonido de compresión elástica cuando introducíamos el proyectil en la pistola de juguete —un palito de madera coloreada, de quince centímetros, privado de su punta de goma para incrementar el choque contra la hojalata dorada de un peto (lucido por alguien mezcla de coracero y piel roja), que causaba una respetable abolladura pequeña.
...Cargas hasta el fondo el cañón,
con un crujido de muelles
que lo aprietan elásticamente contra el suelo,
y ves, medio oculto tras la puerta,
que tu doble se ha detenido en el espejo,
con las plumas multicolores de su tocado
completamente erizadas.
El autor tuvo ocasión de ocultarse (ahora estamos en la mansión de los Godunov-Cherdyntsev en el Muelle Inglés del Neva, donde aún hoy continúa emplazada) entre cortinajes, bajo las mesas, detrás de los tiesos almohadones de divanes de seda, en un armario, donde cristales de naftalina crujían bajo los pies (y desde donde podía observarse sin ser visto a un criado pasando lentamente, que parecía extrañamente distinto, vivo, etéreo, oliendo a manzanas y té), y también bajo una escalera en espiral o tras un solitario aparador olvidado en una habitación vacía sobre cuyos polvorientos estantes vegetaban objetos tales como un collar hecho de dientes de lobo; un pequeño y barrigudo ídolo de almástiga; otro de porcelana, con la lengua salida en un saludo nacional; un ajedrez con camellos en lugar de alfiles; un dragón articulado de madera; una caja de rapé Soyot de cristal empañado; ídem, de ágata; la pandereta de un chamán y la correspondiente pata de conejo; una bota de piel de wapiti, con doble suela hecha con la corteza de la madreselva azul; una moneda tibetana ensiforme; una copa de jade de Kara; un broche de plata con turquesas; una lámpara de lama; y un montón de trastos similares que —como polvo, como la postal de un balneario alemán con su «Gruss» en nácar– mi padre, que no podía soportar la etnografía, había traído por casualidad de sus fabulosos viajes. Los verdaderos tesoros —su colección de mariposas, su museo– se conservaban en tres salas cerradas con llave; pero el presente libro de poemas no contiene nada sobre ellos: una intuición especial advirtió al joven autor que algún día desearía hablar de un modo muy distinto, no en versos como miniaturas, cadenciosos y con magia, sino con palabras viriles, diferentes, muy diferentes, sobre su famoso padre.
Algo ha desafinado de nuevo, y puede oírse la voz petulante y átona del crítico (tal vez incluso del sexo femenino). Con cálido afecto, el poeta recuerda las habitaciones de la casa familiar donde pasó su infancia. Había sido capaz de infundir mucho lirismo a las descripciones poéticas de los objetos entre los cuales transcurrió. Cuando se escucha con atención... Cuando todos, atenta y devotamente... Los compases del pasado... Así, por ejemplo, describe pantallas, litografías de las paredes, el pupitre de la clase, la visita semanal de los pulidores del suelo (que dejan tras de sí un olor compuesto de «escarcha, sudor y almáciga»), y la comprobación de los relojes:
Los jueves viene de la relojería
un anciano cortés, que procede
a dar cuerda con mano pausada
a todos los relojes de la casa.
Echa una ojeada a su propio reloj
y pone en hora el reloj de la pared.
Se sube a una silla y espera
a que él reloj toque las doce
completamente. Entonces, tras haber hecho bien
su agradable tarea,
coloca sin ruido la silla en su lugar,
y con un ligero zumbido el reloj hace tictac.
Con un breve chasquido ocasional de su péndulo y observando una extraña pausa, como para acumular fuerzas antes de dar la hora. Su tictac, como un centímetro desenrollado, servía de ilimitada medición de mis insomnios. Para mí era tan difícil conciliar el sueño como estornudar sin haberme cosquilleado con algo el interior de la nariz, o suicidarme por un medio que estuviera a disposición del cuerpo (tragándome la lengua o algo parecido). Al principio de la angustiosa noche aún podía ganar tiempo subsistiendo a base de conversaciones con Tania, cuya cama estaba en la habitación contigua; pese a lo ordenado, abríamos un poco la puerta, y entonces, cuando oíamos a nuestra institutriz entrar en su habitación, adyacente a la de Tania, uno de nosotros la cerraba con suavidad: un salto con pies descalzos y luego una zambullida en la cama. Mientras la puerta estaba entreabierta podíamos intercambiar acertijos de dormitorio en dormitorio, enmudeciendo de vez en cuando (aún puedo oír el tono de este doble silencio en la oscuridad), ella para adivinar el mío, yo para pensar en otro. Los míos tendían siempre a ser fantásticos y tontos, mientras Tania era fiel a los modelos clásicos:
« Mon premier est un metal précieux,
mon second est un habitant des cieux,
et mon tout est un fruit délicieux .»
A veces se quedaba dormida mientras yo esperaba pacientemente, en la creencia de que luchaba con mi adivinanza, y ni mis súplicas ni mis imprecaciones lograban desvelarla. Después de esto viajaba durante más de una hora por la oscuridad de mi lecho, arqueando sobre mí la ropa de la cama, a fin de formar una caverna, en cuya distante salida podía vislumbrar un poco de luz oblicua y azulada que no tenía nada en común con mi dormitorio, ni con la noche del Neva, ni con los pliegues oscuros, traslúcidos y exuberantes de las cortinas de las ventanas. La caverna que estaba explorando ocultaba en sus recovecos y grietas una realidad tan soñadora, repleta de tan opresivo misterio, que en mi pecho y en mis oídos se iniciaba un latido semejante al de un tambor ahogado; allí dentro, en sus profundidades, donde mi padre había descubierto una nueva especie de murciélago, divisaba los pómulos altos de un ídolo tallado en la roca; y cuando finalmente me adormecía, una docena de manos fuertes me daban la vuelta y, con un horrible sonido de seda desgarrada, alguien me descosía de arriba a abajo y una mano ágil se introducía dentro de mí y me exprimía vigorosamente el corazón. O bien me convertía en un caballo, gritando con voz mongólica: chamanes tiraban con lazos de sus corvejones, hasta que sus patas se rompían con un crujido y caían en ángulos rectos en relación con el cuerpo —mi cuerpo—, que yacía con el pecho apretado contra la tierra amarilla, y, como señal de una agonía extrema, la cola del caballo se elevaba como una fuente; volvía a caer, y yo me despertaba.
Hora de levantarse. El calefactor da unas palmadas
al brillante revestimiento
de la estufa, para determinar
si el fuego ha llegado arriba.
Así es. Y a su cálido zumbido
la mañana responde con el silencio de la nieve,
un azul con matices rosados,
y una blancura inmaculada.
Es extraño que un recuerdo se convierta en una figura de cera y el querubín crezca sospechosamente en hermosura a medida que su marco se oscurece por la edad —extraños, muy extraños son los percances de la memoria. Emigré hace siete años; este país extranjero ya ha perdido su aureola de extranjerismo, del mismo modo que el mío propio ha dejado de ser una costumbre geográfica. El año siete. El espíritu vagabundo de un imperio adoptó inmediatamente este sistema de cálculo, afín al introducido previamente por el fogoso ciudadano francés en honor de la reciente libertad. Pero los años se suceden, y el honor no es un consuelo; los recuerdos se desvanecen o adquieren un brillo cadavérico, por lo que en vez de maravillosas apariciones, sólo nos queda un abanico de postales. No hay nada que sirva aquí, ni la poesía ni el estereoscopio —ese artilugio que en un siniestro silencio de ojos saltones solía dotar a una cúpula de tal convexidad y rodear a los bañistas de Karlsbad de tan diabólica semblanza de espacio que, tras esta diversión óptica, las pesadillas me atormentaban mucho más que después de un relato de torturas mongólicas. Recuerdo que esta cámara estereoscópica adornaba la sala de espera de nuestro dentista, el americano Lawson, cuya amante francesa, madame Ducamp, arpía de cabellos grises, se sentaba ante el escritorio entre frascos de rojo elixir Lawson, fruncía los labios y se rascaba nerviosamente el cuero cabelludo mientras intentaba encontrar una hora para Tania y para mí, y finalmente, con un esfuerzo y un chillido, conseguía meter su furiosa pluma entre la Princesse Toumanoff, con un borrón al final, y monsieurDanzas, con un borrón al principio. Ésta es la descripción de un viaje en coche a casa de este dentista, que la víspera había advertido que «éste tendrá que arrancarse»...
¿Cómo será estar sentado
dentro de media hora en esta berlina?
¿Con qué ojos miraré estos copos de nieve
y ramas negras de los árboles?
¿Cómo seguiré de nuevo con la vista
ese canto de acera cónico
con su casquete de algodón? ¿Cómo recordaré
en el camino de vuelta el camino de ida?
(Mientras, con aversión y ternura,
palpo constantemente el pañuelo
donde, envuelto con cuidado, hay algo,
un amuleto en forma de dije de marfil.)
Ese «casquete de algodón» no sólo es ambiguo, sino que ni siquiera empieza a expresar lo que yo quería decir —la nieve amontonada como un casquete sobre conos de granito unidos por una cadena en algún lugar de las proximidades de la estatua de Pedro el Grande. ¡Algún lugar! Ay, ya me resulta difícil recoger todas las partes del pasado; ya estoy olvidando relaciones y conexiones entre objetos que aún pululan en mi memoria, objetos que con ello condeno a la extinción. De ser así, qué burla tan insultante resulta afirmar con presunción que así una impresión previa subsiste dentro del hielo de la armonía.
¿Qué, entonces, me impulsa a componer poemas sobre mi infancia si, a pesar de todo, mis palabras se alejan de la verdad, o matan tanto al leopardo como al ciervo con la bala explosiva de un epíteto «certero»? Pero no hay que desesperarse. Este hombre dice que soy un verdadero poeta —lo cual significa que la caza no fue en vano.
Aquí hay otro poema de doce versos sobre los tormentos de la niñez. Trata de las penosas sensaciones del invierno en la ciudad cuando, por ejemplo, las medias irritan la parte posterior de las rodillas, o cuando la vendedora te ajusta en la mano un guante de piel demasiado estrecho, que hace poco yacía sobre el mostrador como un tajo de verdugo. Hay más: el doble pellizco del corchete (la primera vez que se suelta) mientras te mantienes con los brazos extendidos para que te ajusten el cuello de piel; pero en compensación por todo esto, qué divertido el cambio en la acústica, qué redondos todos los sonidos cuando se levanta el cuello; y ya que hemos rozado las orejas, qué inolvidable la música tensa, sedosa, zumbante mientras te atan las orejeras de la gorra (levanta la barbilla).
Alegremente, para acuñar una frase, la gente joven retoza en un día glacial. A la entrada del parque público tenemos al vendedor de globos; sobre su cabeza, un enorme y susurrante racimo, tres veces su tamaño. Mirad, niños, cómo se ondulan y chocan entre sí, todos llenos del sol de Dios, en tonos rojos, azules y verdes. ¡Una hermosa vista! Por favor, tío, quiero aquel tan grande (el blanco que tiene un gallo pintado y un embrión rojo flotando en su interior, que, cuando se destruye a su madre, escapa hasta el techo y baja al día siguiente, todo arrugado y completamente manso). Ahora los felices niños han comprado su globo de un rublo y el amable buhonero los ha soltado del ondeante manojo. Un momento, muchacho, no lo agarres, déjame cortar el hilo. Tras lo cual vuelve a calzarse los mitones, inspecciona el cordel que le rodea la cintura y del que penden las tijeras y, después de dar media vuelta, empieza a ascender con lentitud en una posición erguida, más y más arriba hacia el cielo azul: mira, ahora su racimo ya no es mayor que uno de uvas, mientras a sus pies se extiende el brumoso, dorado y armonioso San Petersburgo, un poco restaurado, ¡ay!, aquí y allí, según los mejores cuadros de nuestros pintores nacionales.
Pero, bromas aparte, todo era realmente muy hermoso, muy tranquilo. Los árboles del parque remedaban a sus propios fantasmas y el efecto entero revelaba un inmenso talento. Tania y yo nos burlábamos de los trineos de nuestros coetáneos, especialmente si estaban cubiertos de un material de alfombra, con flecos, y tenían un asiento elevado (incluso con respaldo) y riendas que el conductor sostenía mientras frenaba con sus botas de fieltro. Esta clase nunca llegaba al lomo de nieve final, sino que se desviaba casi inmediatamente y empezaba a girar con impotencia mientras continuaba descendiendo, transportando a un niño pálido y resuelto que se veía obligado, una vez extinguido el ímpetu del trineo, a trabajar con los pies a fin de alcanzar el final de la pista helada. Tania y yo teníamos pesados y curvos trineos de Sangalli; tales trineos consistían simplemente en un almohadón rectangular de terciopelo sobre patines curvados en los extremos. No había que arrastrarlos hasta la pendiente —se deslizaban con tan poco esfuerzo y tanta impaciencia por la nieve, barrida en vano, que te golpeaban los talones. Y ya estamos en la colina.
Nos subíamos a una plataforma salpicada y rutilante... (El agua traída en cubos para verterla sobre el trineo había salpicado los peldaños de madera, por lo que tenían una capa de hielo rutilante, pero la bienintencionada aliteración no había podido incluir todo esto.)
Se trepaba a una salpicada y rutilante plataforma,
y se caía osadamente de barriga
sobre el trineo, que traqueteaba
al bajar por el azul; y luego,
cuando la escena sufría un cambio sombrío,
y en el cuarto infantil ardía tristemente
la escarlatina en Navidad,
o en Pascua, la difteria,
se bajaba, cual cohete, la brillante, quebradiza,
exagerada colina de nieve
en una especie de parque mitad tropical,
mitad Tavricheski
adonde, por la fuerza del delirio, el general Nikolai Mijailovich Przhevalski era transferido, junto con su camello de piedra, desde el parque Alexandrovski próximo a nosotros, y donde se convertía inmediatamente en una estatua de mi padre, que en aquel momento se encontraba entre Kokand y Ashjabad, por ejemplo, o en una ladera de la cordillera Tsinin. ¡Cuántas enfermedades padecimos Tania y yo! A veces juntos, a veces por turnos; y cuánto sufría yo cuando oía, entre el golpe de una puerta distante y el sonido tenue y contenido de otra, el estallido de sus pasos y risas, que sonaban celestialmente indiferentes hacia mí, que me ignoraban, distantes hasta el infinito de mi abultada compresa con relleno de hule marrón, mis piernas doloridas, la pesadez y el encogimiento de mi cuerpo; pero si era ella la enferma, ¡qué real y terreno, qué parecido a un elástico balón de fútbol me sentía yo cuando la veía en la cama, rodeada de un aire de lejanía, como si mirase hacia el otro mundo y sólo el fláccido forro de su ser estuviese vuelto hacia mí! Permítanme describir la última fase anterior a la capitulación, cuando, sin abandonar todavía el curso normal de la jornada, ocultándote a ti mismo la fiebre, el dolor de las articulaciones, y abrigándote al estilo mexicano, disfrazas la imperiosidad del escalofrío febril como las exigencias del juego; y cuando, una hora después, te has rendido y acabado en la cama, tu cuerpo ya no cree que hace poco rato estuviera jugando, arrastrándose a cuatro patas por el suelo del vestíbulo, por el parqué, por la alfombra. Describamos —la sonrisa inquisitiva y de alarma de mi madre cuando acaba de colocarme el termómetro en la axila (tarea que no confiaba ni al mayordomo ni a la institutriz). «Bueno, te has metido en un buen lío, ¿verdad?», dice, intentando todavía bromear al respecto. Luego, un minuto después: «Ya lo sabía ayer, sabía que tenías fiebre, no puedes engañarme.» Y tras otro minuto: «¿Cuánta crees que tienes?» Y, finalmente: «Me parece que ya podemos quitarlo». Acerca a la luz el tubo de cristal incandescente y, frunciendo sus bellas cejas de piel de foca —que Tania ha heredado—, mira durante largo tiempo... y entonces, sin decir nada, agita calmosamente el termómetro y lo devuelve a su funda, mirándome como si no me reconociera del todo, mientras mi padre cabalga al paso por una llanura vernal toda azulada de lirios; describamos también el estado delirante en que uno siente crecer unos números enormes, que le hinchan el cerebro, acompañados del parloteo incesante de alguien que no se refiere en absoluto a uno, como si en el oscuro jardín del manicomio del libro de contabilidad, algunos de sus personajes, salidos a medias (o con más precisión, salidos en un cincuenta y siete, coma, ciento once por ciento) de su terrible mundo de intereses acumulados, aparecieran en sus papeles de repertorio como vendedora de manzanas, cuatro cavadores de zanjas y Cierta Persona que ha legado a sus hijos una caravana de fracciones, y hablaran, acompañados por el susurro nocturno de los árboles, de algo en extremo tonto y doméstico, y por ello tanto más horrible, tanto más condenado a convertirse en aquellos mismos números, en aquel universo matemático que se extiende hasta el infinito (una expansión que a mi juicio proyecta una extraña luz sobre las teorías macrocósmicas de los físicos actuales). Describamos, finalmente, el restablecimiento, cuando ya no sirve de nada agitar el termómetro para que baje y se abandona con indiferencia sobre la mesilla de noche, donde una asamblea de libros ha venido a felicitarte y unos cuantos juguetes (mirones indolentes) han llegado para desplazar a los semivacíos frascos de turbias pociones.
Un recado de escribir, con mi papel de cartas es lo que veo más intensamente: las hojas están adornadas con una herradura y mi monograma. Me había convertido en todo un experto en iniciales retorcidas, sellos grabados, flores secas y estrujadas (que una niña me envió desde Niza) y lacre, de destellos rojos y broncíneos.
Ninguno de los poemas del libro alude a algo extraordinario que me ocurrió mientras convalecía de un caso de pulmonía especialmente grave. Cuando todo el mundo se había trasladado al salón (para usar una expresión victoriana), uno de los invitados que (para seguir usándola) había guardado silencio toda la velada... La fiebre había remitido durante la noche y por último me arrastré hasta tierra firme. Estaba, permítanme decirlo, débil, lleno de caprichos y transparente —tan transparente como un huevo de cristal tallado. Mi madre había salido a comprarme —no recuerdo exactamente qué —una de esas fruslerías que yo reclamaba de vez en cuando con la caprichosidad de una mujer embarazada, olvidándome por completo de ellas casi en seguida; pero mi madre hacía una lista de estos desiderata. Mientras yacía en la cama entre capas azuladas de crepúsculo interior, me sentía evolucionar hacia una lucidez increíble, como cuando una remota franja de cielo radiantemente pálido se dibuja entre largas y vespertinas nubes y uno puede divisar el cabo y las playas de Dios sabe qué lejanas islas —y se tiene la impresión de que si se da rienda suelta a la volátil mirada se llegará a discernir un barco rutilante, anclado en la húmeda arena, y huellas de pasos llenos de agua brillante. Creo que en aquel momento alcancé el límite máximo de la salud humana: mi mente acababa de sumergirse y aclararse en una negrura peligrosa, sobrenaturalmente limpia; y ahora, sin moverme y sin cerrar siquiera los ojos, vi con el pensamiento a mi madre, con un abrigo de chinchilla y velo de topos negros, que subía al trineo (que en la antigua Rusia parecía siempre tan pequeño comparado con el enorme y acolchado asiento del cochero) y sostenía contra el rostro el peludo manguito gris mientras se deslizaba tras un par de cabellos negros cubiertos con una red azul. Calle tras calle se sucedían sin ningún esfuerzo por mí parte; montones de nieve azotaban la parte delantera del trineo. Ahora se ha detenido. Vasili, el lacayo, baja de su estribo, al tiempo que desengancha la manta hecha de piel de oso, y mi madre avanza con rapidez hacia una tienda cuyo nombre y mercancía no tengo tiempo de identificar, ya que en aquel instante mi tío, su hermano, pasa por allí y la llama (pero ella ya ha desaparecido), y yo le sigo involuntariamente unos pasos, tratando de reconocer el rostro del caballero con quien habla mientras se aleja, pero, al darme cuenta, retrocedo y floto a toda prisa, por así decirlo, hasta el interior de la tienda, donde mi madre ya está pagando diez rublos por un lápiz verde Faber completamente corriente, que ahora dos dependientes envuelven con cariño en papel marrón y entregan a Vasili, que lo lleva detrás de mi madre hasta el trineo, el cual recorre velozmente unas calles anónimas y se detiene ante nuestra casa, que ahora se adelanta para recibirlo; pero aquí el curso cristalino de mi clarividencia quedó interrumpido por la llegada de Ivonna Ivanovna con caldo y tostadas. Yo necesitaba de su ayuda para incorporarme en ia cama. Dio una palmada a la almohada y colocó la bandeja plegable (con sus patas enanas y una zona perpetuamente pegajosa cerca de su esquina sudoccidental) sobre la manta y frente a mí. De improviso se abrió la puerta y entró mi madre, sonriendo, sostenía un paquete largo, envuelto en papel marrón, como si fuera una alabarda. De él emergió un lápiz Faber de un metro de longitud y grosor correspondiente: un gigante que había pendido horizontalmente en el escaparate como un anuncio y un día había despertado mi caprichoso anhelo. Yo aún debía encontrarme en aquel feliz estado en que cualquier extrañeza desciende sobre nosotros como un semidiós y se mezcla, inadvertida, con el gentío dominguero, puesto que en aquel momento no sentí ningún asombro ante lo ocurrido y sólo me dije para mis adentros que me había equivocado respecto al tamaño del objeto; pero más tarde, cuando hube adquirido más fuerza y tapado con pan ciertas rendijas, reflexioné con atisbos de superstición sobre mi acceso de clarividencia (el único que he experimentado en mi vida), del cual estaba tan avergonzado que lo oculté incluso de Tania; y casi derramé lágrimas de. confusión cuando nos encontramos por casualidad, el día de mi primera salida, con un pariente lejano de mi madre, un tal Gaydukov, que le dijo: «Tu hermano y yo te vimos el otro día cerca de Treumann», Mientras tanto, el aire de los poemas se ha hecho más cálido y nos estamos preparando para volver al campo, adonde solíamos trasladarnos incluso en abril durante los años anteriores a mi asistencia a la escuela (no la empecé hasta la edad de doce años).
La nieve, ausente de las laderas, acecha en los barrancos,
y la primavera de Petersburgo
está llena de excitación y anémonas
y de las primeras mariposas.
Pero no necesito a las vanesas del año anterior,
esas hibernantes descoloridas,
ni a las andrajosas de alas color de azufre
que vuelan por bosques transparentes.
Sin embargo, no dejaré de detectar
las cuatro hermosas alas de gasa
de la polilla geométrida más suave del mundo
Extendida sobre un pálido tronco de abedul.
Este poema es el favorito del autor, pero no lo incluyó en la colección porque, una vez más, el tema guarda relación con el de su padre y la economía artística le aconsejó no tocar ese tema antes del momento oportuno. En cambio reprodujo tales impresiones de primavera como la primera sensación que sigue inmediatamente a las postrimerías de la estación: la blandura del suelo, su familiar proximidad con el pie, y en torno a la cabeza, la corriente de aire totalmente incontenida. Compitiendo entre sí, derrochando furiosas invitaciones, de pie en el pescante y agitando su mano libre y mezclando en su chachara «sos» exagerados, los conductores de droshkillamaban a los recién llegados. Un poco más lejos, un coche abierto, carmesí por dentro y por fuera, nos esperaba: la idea de la velocidad ya había dado un vistazo al volante (los árboles del acantilado sabrán a qué me refiero), mientras su aspecto general aún retenía —por un falso sentido del decoro, supongo– un vínculo servil con la forma de una victoria; pero si esto era realmente un intento de imitación, lo destruía por completo el estruendo del motor con el tubo de escape abierto, un estruendo tan feroz que mucho antes de que apareciéramos, el campesino que venía de frente con su carro de heno saltaba a la cuneta y trataba de encapuchar a su caballo con un saco —tras lo cual él y su carro solían acabar en la zanja o incluso en el campo; donde, un minuto después, habiéndose olvidado de nosotros y nuestro polvo, el silencio rural volvía a ser, fresco y delicado, con sólo un minúsculo resquicio para el canto de una alondra.
Tal vez un día, con suelas extranjeras y tacones gastados desde hace mucho tiempo, sintiéndome un fantasma pese a la idiota materialidad de los aisladores, saldré una vez más de aquella estación y sin compañeros visibles enfilaré el sendero que acompaña a la carretera durante las diez y pico de verstas hasta Leshino. Uno tras otro, los postes telegráficos susurrarán a mi paso. Un cuervo se posará sobre una piedra —se posará y enderezará un ala mal doblada. El día será probablemente algo nublado. Cambios en el aspecto del paisaje circundante, que no puedo imaginar, así como algunos de los mojones más antiguos que por alguna razón se me han olvidado, me saludarán alternativamente, mezclándose incluso de vez en cuando. Creo que mientras camine emitiré algo parecido a un gemido, a tono con los postes. Cuando llegue a los lugares donde crecí y vea esto o aquello —o bien, debido a fuegos, operaciones de reconstrucción, de explotación maderera, o negligencia de la naturaleza, no vea esto ni aquello (pero aun así pueda reconocer algo que me es infinita e inconmoviblemente fiel, aunque sólo sea porque mis ojos, al fin y al cabo, están hechos de la misma materia que el color gris, la claridad, la humedad de aquellos lugares), entonces, después de toda la excitación, sentiré cierta saciedad de sufrimiento —tal vez en la montaña llegaré a una clase de felicidad que aún es prematuro que conozca (sólo sé que cuando la alcance, será con la pluma en la mano). Pero hay algo que definitivamente no encontraré allí esperándome —algo que, por cierto, ha hecho que toda la cuestión del exilio fuera digna de cultivarse: mi infancia y los frutos de mi infancia. Sus frutos —aquí están, hoy, ya maduros; mientras mi infancia ha desaparecido en una distancia aún más remota que la de nuestro norte ruso.
El autor ha encontrado palabras adecuadas para describir sensaciones experimentadas al hacer la transición al campo. Qué divertido es, dice, no tener que ponerse la gorra, o cambiarse las zapatillas para salir corriendo en primavera a la arena color de ladrillo del jardín.
A la edad de diez años se introdujo una diversión nueva. Todavía estábamos en la ciudad cuando la maravilla entró rodando. Durante bastante tiempo la conduje por sus cuernos de carnero de habitación en habitación; ¡con qué gracia tímida se movía por el suelo de parqué hasta que se empalaba en una tachuela! Comparada con mi viejo, lastimoso y desvencijado triciclo, cuyas ruedas eran tan delgadas que se encallaban incluso en la arena de la terraza del jardín, la recién llegada poseía una divina ligereza de movimiento. Esto está bien expresado por el poeta en los siguientes versos:
¡Oh, aquella primera bicicleta!
¡Su esplendor, su altura,
«Dux» o «Pobeda» inscrito en su marco,
el silencio de sus tensos neumáticos!
¡Los caracoleos y escarceos por la verde avenida
donde manchas de sol resbalan por las muñecas
y donde las toperas se antojan negras
y amenazan con provocar una caída!
Pero al otro día uno las roza
y no hay, como en sueños, ningún apoyo,
y confiando en esta sencillez del sueño,
la bicicleta no se desploma.
Y al día siguiente venía inevitablemente la idea de la «rueda libre» —dos palabras que aún hoy no puedo oír sin ver deslizarse una franja de terreno inclinado, suave y caliente, acompañado de un murmullo de goma apenas audible y el más tenue susurro del acero. Montar en bicicleta y a caballo, navegar y bañarse, tenis y croquet; merendar bajo los pinos; el hechizo del molino de agua y el henal —ésta es una lista general de los temas que emocionan a nuestro autor. ¿Qué hay de sus poemas desde el punto de vista de la forma? Éstos, naturalmente, son miniaturas, pero están escritos con una maestría extraordinariamente delicada que hace resaltar con claridad cada cabello, no porque todo esté delineado con un toque en exceso selectivo, sino porque la presencia del menor detalle se comunica involuntariamente al lector por la integridad y honradez de un talento que asegura la observancia por parte del autor de todos los artículos del convenio artístico. Se puede discutir si vale la pena revivir poesía de álbum, pero no puede negarse que, dentro de los límites que se ha fijado, Godunov-Cherdyntsev ha resuelto con corrección su problema métrico. Cada uno de sus poemas brilla con colores tornasolados. Cualquier aficionado a este género pintoresco apreciará este librito, que no tendría nada que decir al ciego que hay en la puerta de iglesia. ¡Qué visión tiene el autor! Al despertarse temprano por la mañana adivinaba qué clase de día haría mirando una rendija de la persiana, la cual mostraba un azul más azul que el azul y era apenas inferior en tono azulado a mi actual recuerdo de él.
Y al atardecer mira con los mismos ojos entreabiertos en dirección al campo, un lado del cual ya está en la sombra, mientras el otro, más lejano, está iluminado, desde su gran roca central hasta el lindero del bosque que hay más allá, y es brillante como de día.
Se nos antoja que, en realidad, tal vez no era la literatura, sino la pintura para lo que estaba destinado desde la infancia, y aunque no sabemos nada de la situación actual del autor, podemos imaginarnos con claridad a un muchacho con sombrero de paja, sentado muy incómodamente en un banco del jardín con sus utensilios de acuarelista y pintando el mundo legado por sus mayores:
Células de porcelana blanca
contienen miel azul, verde y roja.
Primero, con unas líneas a lápiz,