Текст книги "La dádiva"
Автор книги: Владимир Набоков
Жанр:
Классическая проза
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Del mismo modo que en su adolescencia embellecía todos sus cuadernos con cubiertas de colores, así después, ya de hombre, Pisarev solía abandonar algún trabajo urgente para pintar con gran primor grabados en sus libros, o cuando iba al campo, encargaba a su sastre un traje de algodón rojo y azul. La enfermedad mental de este utilitarista declarado se distinguía por una especie de estética pervertida. Una vez, en una reunión de estudiantes, se puso en pie de improviso, levantó graciosamente el brazo curvado, como si pidiera permiso para hablar, y en esta actitud escultórica cayó desmayado. En otra ocasión, ante la alarma de su anfitriona y demás invitados, empezó a desnudarse, tirando a su alrededor con gran presteza la chaqueta de terciopelo, el chaleco policromo, los pantalones a cuadros; al llegar a este punto, le detuvieron por la fuerza. Es divertido que algunos comentaristas califiquen a Pisarev de «epicúreo», al referirse, por ejemplo, a las cartas a su madre, frases insoportables, coléricas, espeluznantes sobre la belleza de la vida, o bien, a fin de ilustrar su «sobrio realismo», citan su carta desde la fortaleza, en apariencia sensata y clara, pero de hecho una prueba de su demencia, a una doncella desconocida a quien hace una propuesta de matrimonio: «La mujer que acepte iluminar y dar calor a mi vida recibirá de mí todo el amor que Raissa despreció cuando se echó al cuello de su hermosa águila.»
Ahora, condenado a cuatro años de cárcel por su insignificante participación en los disturbios de la época (que se basaban en cierto modo en una fe ciega en la letra impresa, sobre todo impresa secretamente), Pisarev escribió sobre ¿Qué ha cer?, comentándolo minuciosamente para El Contemporáneo. Aunque al principio el Senado se asombró de que la novela fuese elogiada por sus ideas, en lugar de ser ridículizada por su estilo, y expresó el temor de que los elogios causaran un efecto pernicioso en la nueva generación, las autoridades comprendieron muy pronto lo importante que era, en el caso presente, obtener por este método una imagen completa del carácter nocivo de Chernyshevski, que Kostomarov sólo había esbozado en la lista de sus «planes especiales». «El gobierno —dice Strannolyubski—, al permitir, por un lado, a Chernyshevski que escribiera una novela en la fortaleza, y tolerar, por el otro, a Pisarev, su vecino de cautiverio, que escribiera artículos en que explicaba las intenciones de esta novela, actuó de forma totalmente consciente, esperando con curiosidad que Chernyshevski se destapara y se mantuviera al acecho del resultado, en relación con los abundantes desahogos de su locuaz vecino.»
El asunto marchaba sobre ruedas y prometía mucho, pero era necesario presionar a Kostomarov, ya que faltaban algunas pruebas decisivas de culpabilidad, y mientras tanto Chernyshevski continuaba lanzando diatribas y burlas, motejaba de «payasos» a los miembros de la comisión, y a ésta de «una ciénaga incoherente de completa estupidez». Por ello, Kostomarov fue llevado a Moscú, donde el ciudadano Yakovlev, su antiguo copista, borracho y pendenciero, hizo una importante declaración (por la que recibió un abrigo con cuyo importe se emborrachó tan ruidosamente en Tver que tuvieron que ponerle una camisa de fuerza): mientras escribía sus copias «en el pabellón de un jardín, debido al tiempo veraniego», oyó a Nikolai Gavrilovich y Vladislav Dmitrievich, que paseaban del brazo (detalle plausible) mientras hablaban de saludos enviados a los siervos por sus simpatizantes (es difícil abrirse camino por esta mezcla de verdades y sugerencias). Durante un segundo interrogatorio en presencia de un ahito Kostomarov, Chernyshevski hizo la observación algo desafortunada de que le había visitado una sola vez, sin encontrarle en casa; y entonces añadió con energía: «Encaneceré, me moriré, pero no cambiaré mi testimonio.» El testimonio de que no fue autor de la proclama está escrito por él con una caligrafía temblorosa, temblorosa por la ira más que por el miedo.
Sea como fuere, el caso estaba tocando a su fin. Siguió la «definición» del Senado: con gran nobleza decidió que no existían pruebas de pactos ilegales entre Chernyshevski y Herzen (véase la «definición» de Herzen del Senado al final de este párrafo). En cuanto a la proclama «A los siervos de los terratenientes»... el fruto ya había madurado en las espalderas de la falsificación y los sobornos: el absoluto convencimiento moral de los senadores de que Chernyshevski era su autor se convirtió en prueba judicial gracias a la caria a «Alexei Nikolayevich» (que se refería, al parecer, a A. N. Pleshcheyev, poeta pacífico, a quien Dostoyevski dio el apodo de «un rubio completo», pero por alguna razón nadie insistió demasiado en la participación de Pleshcheyev en el asunto, si es que la hubo). Así, pues, en la persona de Chernyshevski condenaron a un fantasma que se le parecía mucho; todo fue combinado de forma maravillosa para que una culpabilidad inventada tuviera el aspecto de la auténtica. La sentencia fue relativamente leve, comparada con lo que se puede hacer en esta línea de acción: un destierro de catorce años de trabajos forzados y después vivir en Siberia para siempre. La «definición» pasó de los «salvajes ignorantes» del Senado a los «canosos villanos» del Consejo de Estado, que estuvieron totalmente de acuerdo con ella, y, por último, fue a parar al soberano, que la confirmó pero redujo a la mitad el período de trabajos forzados. El 4 de mayo de 1864, le comunicaron la sentencia a Chernyshevski, y el día 19, a las ocho de la mañana, fue ejecutado en la Plaza Mytninski.
Lloviznaba, los paraguas se ondulaban, la plaza estaba atiborrada, y todo, mojado de lluvia; los uniformes de los gendarmes, la madera oscurecida del patíbulo, el poste negro y liso con las cadenas. De pronto apareció el carruaje de la prisión. De él salieron con extraordinaria celeridad, como si hubieran sido desenrrollados, Chernyshevski, con abrigo, y dos verdugos con aspecto de campesinos; los tres caminaron con pasos rápidos, frente a una hilera de soldados, hacia el cadalso. El gentío se balanceó hacia delante y los gendarmes hicieron retroceder a las primeras filas; aquí y allí sonaron gritos ahogados: «¡Cerrad los paraguas!» Mientras un oficial leía la sentencia, Chernyshevski, que ya la conocía, miró, ceñudo, a su alrededor; se tocó la barba, se ajustó las gafas y escupió varias veces. Cuando el lector se atascó y apenas logró pronunciar «ideas sochalistas», Chernyshevski sonrió, y entonces, reconociendo a alguien entre el gentío, saludó con la cabeza, tosió, cambió de posición: debajo del abrigo, sus pantalones negros se doblaban sobre los chanclos. Los que estaban cerca podían ver sobre su pecho una placa apaisada con la inscripción en blanco: CRIMINAL DEL ESTA (la última sílaba no había cabido). Al finalizar la lectura, los verdugos le pusieron de rodillas; con el revés de la mano, el más viejo le quitó la gorra, y quedaron al descubierto sus cabellos largos y castaños, peinados hacia atrás. El rostro, más estrecho hacia el mentón, con la gran frente brillante, se había inclinado, y con un resonante chasquido lograron romper encima de él una espada de filo mal vaciado. Entonces le cogieron las manos, que parecían insólitamente blancas y débiles, y las esposaron a las cadenas negras sujetas al poste: tuvo que permanecer así durante un cuarto de hora. La lluvia arreciaba; el verdugo más joven recogió la gorra de Chernyshevski y la colocó sobre la cabeza inclinada —y lentamente; con dificultad, las cadenas se levantaron– Chernyshevski se la ajustó. A la izquierda, tras una valla, podían verse los andamios de un edificio en construcción; los obreros treparon a la valla, se oía el roce de sus botas; treparon, se quedaron arriba, e insultaron al criminal desde lejos. La lluvia seguía cayendo; el verdugo más viejo consultó su reloj de plata. Chernyshevski no dejaba de dar vueltas a las muñecas, sin levantar la vista. De repente, desde la parte mejor vestida del gentío empezaron a volar ramilletes de flores. Los gendarmes, saltando, trataban de interceptarlos en el aire. Encima de las cabezas estallaban rosas; durante un momento efímero pudo verse una rara combinación: un policía, coronado de flores. Unas damas de pelo corto, vestidas de negro, lanzaban ramilletes de lilas. Mientras tanto, Chernyshevski fue liberado a toda prisa de sus cadenas y su cuerpo sin vida, alejado del lugar. No, un desliz de la pluma; ¡qué pena, aún estaba vivo, estaba incluso alegre! Los estudiantes corrían junto al carruaje con gritos de «¡Adiós, Chernyshevski, au revoirl» Él sacó la cabeza por la ventanilla, se rió y reconvino con el dedo a los perseguidores más veloces.
«Qué pena, vivo», hemos exclamado, porque, ¿cómo no preferir la pena de muerte, las convulsiones del ahorcado oculto tras el horrible capuchón, a aquel funeral que cayó en suerte a Chernyshevski veinticinco insípidos años después? La zarpa del olvido empezó a cerrarse en su imagen viva en cuanto fue trasladado a Siberia. Oh, sí, claro, los estudiantes cantaron durante años «Brindemos por quien escribió ¿Qué hacer?» Pero brindaban por el pasado, por la atracción y el escándalo del pasado, por una gran sombra... porque, ¿quién brindaría por un anciano trémulo que tenía un tic y hacía torpes barquitos de papel para niños yacutos en alguna parte de aquellas fabulosas regiones? Nosotros afirmamos que su libro extrajo y acumuló dentro de sí todo el calor de su personalidad, calor que no puede encontrarse en sus estructuras racionales sino que se oculta, por así decirlo, entre las palabras (caliente como el pan), y que estaba destinado inevitablemente a dispersarse con el tiempo (como el pan se vuelve reseco y rancio). Hoy, al parecer, sólo los marxistas son todavía capaces de interesarse por la ética fantasmal contenida en este pequeño libro muerto. Seguir fácil y libremente el categórico imperativo del bien general; éste es el «egoísmo racional» que los investigadores han encontrado en ¿Qué hacer? Recordemos, a guisa de cómico alivio, la conjetura de Kautsky de que la idea del egoísmo está vinculada al desarrollo de la producción de bienes de consumo, y la conclusión de Plejanov de que Chernyshevski era, pese a todo, un «idealista», ya que en su libro se menciona que las masas tienen que ponerse a la altura de la clase intelectual por cálculo, y el cálculo es una opinión. Pero la cuestión es más sencilla que esto: la idea de que el cálculo es la base de cualquier acto (o consecución heroica) conduce hasta el absurdo: ¡por sí mismo, el cálculo puede ser heroico! Todo cuanto cae bajo el foco del pensamiento humano es espiritualizado. Así, el «cálculo» de los materialistas se ennobleció; así, para los iniciados, la materia se convierte en un juego incorpóreo de fuerzas misteriosas. Las estructuras éticas de Chernyshevski son, a su manera, una tentativa de construir la misma vieja máquina del «movimiento perpetuo», en que la materia mueve otra materia. Nos gustaría mucho que esto girase: egoísmo-altruismo-egoísmo-altruismo... pero el rozamiento detiene la rueda. ¿Qué hacer? Vivir, leer, pensar. ¿Qué hacer? Trabajar en la propia evolución a fin de conseguir el objetivo de la vida, que es la felicidad. ¿Qué hacer? (Pero el propio destino de Chernyshevski convirtió la pregunta práctica en una exclamación irónica.)
Chernyshevski habría sido trasladado a un domicilio particular mucho antes, de no ser por el asunto de los karakozovitas(seguidores de Karakozov, que intentó asesinar a Alejandro II, en 1866): en su juicio se puso de manifiesto que habían querido dar a Chernyshevski la oportunidad de huir de Siberia y dirigir un movimiento revolucionario, o al menos publicar una revista política en Ginebra; y al comprobar las fechas, los jueces encontraron en ¿Qué hacer? una predicción de la fecha en que se atentaría contra la vida del zar. El protagonista Rajmetov, en su viaje al extranjero, «dijo entre otras cosas que tres años después volvería a Rusia, pues al parecer, no entonces, sino tres años más tarde (una repetición muy significativa, típica de nuestro autor) le necesitarían en Rusia». Entretanto, la última parte de la novela fue firmada el 4 de abril de 1863, y exactamente tres años después, el mismo día, tuvo lugar el atentado. De modo que los números pares, peces de colores de Chernyshevski, le traicionaron.
Hoy, Rajmetov ya está olvidado; pero en aquellos años creó toda una escuela de vida. Con qué piedad sus lectores asimilaron el deportivo y revolucionario elemento de la novela: Rajmetov, que «adoptó la dieta de un púgil», siguió también un régimen dialéctico: «Por tanto, si se servía fruta, comía siempre manzanas y jamás albaricoques (porque los pobres no los comían); en San Petersburgo comía naranjas, pero no en provincias, porque en San Petersburgo se ve al pueblo llano comerlos, mientras en las provincias no las comen.»
¿De dónde surgió repentinamente aquel rostro joven y redondo, con la frente despejada y prominente y mejillas como dos tazas? ¿Quién es esta muchacha que parece una enfermera de hospital, con un vestido negro, un cuello blanco y un reloj pequeño pendiente de un cordel? Es Sofía Perovski, a quien colgarán por el asesinato del zar, en 1881. Llegada a Sebastopol en 1872, recorrió a pie los pueblos de los alrededores a fin de conocer la vida de los campesinos: estaba en su período de rajmetovismo, dormía sobre paja y vivía de leche y avenate. Y volviendo a nuestra posición inicial, repetimos: ¡el destino instantáneo de Sofía Perovski es cien veces preferible a la gloria efímera de un reformador! Porque del mismo modo que los ejemplares de El Contemporáneo, que contienen la novela, se van desgastando al pasar de mano en mano, así se desvanecen los hechizos de Chernyshevski; y la estima que se le profesaba, que desde hacía tiempo tan sólo era una convención sentimental, ya no enardecía los corazones cuando murió en 1889. El funeral pasó discretamente. Hubo pocos comentarios en los periódicos. En la misa de réquiem celebrada por su alma en San Petersburgo, los obreros endomingados, traídos por los amigos del difunto para crear ambiente, fueron tomados por un grupo de estudiantes por miembros de la policía secreta e insultados, lo cual restableció cierto equilibrio: ¿no eran los padres de estos obreros los que habían insultado desde la valla a Chernyshevski postrado de rodillas?
Al día siguiente de aquella ejecución simulada, al atardecer, «con grilletes en los pies y la cabeza llena de ideas», Chernyshevski abandonó San Petersburgo para siempre. Viajaba en un tarantas, y como «leer libros por el camino» estaba prohibido hasta pasado Irkutsk, se aburrió mortalmente durante el primer mes y medio de viaje. Por fin, el 23 de julio le llevaron a las minas del distrito montañoso de Nerchin, en Kadaya: a diecisiete kilómetros de China y siete mil de San Petersburgo. No le hacían trabajar mucho. Vivía en una choza llena de grietas y sufría de reumatismo. Pasaron dos años. De improviso ocurrió un milagro: Olga Sokratovna se preparaba para reunirse con él en Siberia.
Durante la mayor parte de su cautiverio en la fortaleza, 6e ha dicho que ella viajaba por las provincias y se preocupaba tan poco del destino de su marido que sus familiares llegaron a preguntarse si tendría perturbadas las facultades mentales. La víspera de la ignominia pública volvió a toda prisa a San Petersburgo, y por la mañana del día 20 lo abandonó con la misma prisa. Jamás la habríamos creído capaz de realizar el viaje hasta Kadaya si no hubiéramos conocido su facilidad para moverse y trasladarse frenéticamente de un sitio a otro. ¡Cómo la esperaba él! Inició el viaje a principios de verano en 1866, junto con Misha, de siete años, y un tal doctor Pavlinov (doctor Pavo Real, ya estamos entrando de nuevo en la esfera de los nombres bonitos), y una vez llegados a Irkutsk, les obligaron a detenerse allí durante dos meses; se alojaron en un hotel con un nombre de idiotez encantadora (posiblemente desfigurado por los biógrafos, pero con más probabilidad seleccionado con esoecial esmero por el taimado destino): Hotel de l'Amour et Co. Al doctor Pavlinov le denegaron la autorización para seguir el viaje: le reemplazó un capitán de gendarmes, Hmelevski (edición perfeccionada del elegante héroe de Pavlovsk), apasionado, borracho y sinvergüenza. Llegaron el 23 de agosto. A fin de celebrar la reunión del marido y mujer, uno de los polacos exiliados, ex cocinero del conde de Cavour, el estadista italiano sobre el cual Chernyshevski había escrito tanto y tan cáusticamente, hizo una de aquellas tartas de que solía atiborrarse su difunto amo. Pero la reunión no fue un éxito: es asombroso el modo como todo lo amargo y heroico que la vida deparó a Chernyshevski fue invariablemente acompañado de un sabor de farsa vulgar. Hmelevski les rondaba y no quería deiar sola a Olga Sokratovna: en los ojos zíngaros de ésta había algo temeroso pero también provocativo, contra su voluntad, tal vez. A cambio de sus favores él llegó a ofrecerse para organizar la huida de su marido, pero éste se negó en redondo. En resumen, la presencia constante de este hombre desvergonzado dificultó tanto las cosas (¡con los planes que habíamos hecho!), que el propio Chernyshevski persuadió a su esposa de que emprendiera el viaje de regreso, y ella así lo hizo el 27 de agosto, tras permanecer, después de un viaje de tres meses, sólo cuatro días —¡cuatro días, lector! —con el marido a quien ahora abandonaba para diecisiete años, más o menos. Nekrasov le dedicó Niños campesinos. Es una lástima que no le dedicara su Mujeres rusas.
Durante los últimos días de septiembre, Chernyshevski fue trasladado a Alexandrovski Zavod, pueblo situado a treinta y cuatro kilómetros de Kadaya. Pasó el invierno allí, en la prisión, junto con algunos karakozovitas y polacos sediciosos. La mazmorra disponía de una especialidad mongol, «estacas»: postes hundidos verticalmente en la tierra, que rodeaban la cárcel con su sólido anillo. En junio del año siguiente, por haber cumplido el período de prueba, Chernyshevski fue puesto en libertad condicional y alquiló una habitación en casa de un sacristán, hombre que se parecía mucho a él: ojos grises y miopes, barba rala, cabellos largos y ensortijados... Siempre un poco borracho, siempre suspirando, contestaba tristemente las preguntas de los curiosos con «¡El buen hombre sólo escribe, escribe!» Pero Chernyshevski no permaneció allí más de dos meses. Su nombre se mencionaba en vano en juicios políticos. El artesano Rozanov, deficiente mental, declaró que los revolucionarios querían atrapar y enjaular a «un pájaro de sangre real a fin de rescatar a Chernyshevski». El conde Shuvalov envió un telegrama al gobernador general de Irkutsk: «EL OBJETIVO DE LOS EMIGRADOS ES LIBERAR A CHERNYSHEVSKI (STOP) ADOPTE TODAS LAS MEDIDAS POSIBLES RESPECTO A ÉL. Entretanto, el exiliado Krasovski, que había sido trasladado al mismo tiempo que él, huyó (y pereció en la taiga, después de ser robado), por lo que existían buenas razones para encarcelar de nuevo a Chernyshevski y privarle durante un mes del derecho de sostener correspondencia.
Expuesto intolerablemente a corrientes de aire, nunca se despojaba de la bata forrada de piel ni de la shapka de piel de cordero. Se movía como una hoja barrida por el viento, con pasos nerviosos y vacilantes, y su voz chillona se oía en todas partes. Su ardid de razonamiento lógico se había intensificado —«a la manera del tocayo de su suegro», como lo expresa con tanta extravagancia Strannolyubski. Vivía en la «oficina», habitación espaciosa dividida por un tabique; a lo largo de toda la pared de la parte más amplia había un «estante-cama» bajo, parecido a una plataforma; en él, como en un escenario (o como exhiben en los zoológicos a un melancólico animal de rapiña entre sus rocas nativas), se hallaba una cama y una mesa, que en esencia constituían el mobiliario natural de toda su vida. Solía levantarse después del mediodía, bebía té hasta la noche y permanecía tendido, leyendo, todo el tiempo; no se sentaba a escribir hasta medianoche, ya que durante el día, sus vecinos, varios nacionalistas polacos que le eran del todo indiferentes, se recreaban en molestarle y torturarle con su estridente música: de profesión eran carreteros. En las veladas invernales solía leer a los otros exiliados. Una vez advirtieron que pese a estar leyendo con calma y serenidad una historia complicada, llena de digresiones «científicas», lo que miraba era un cuaderno en blanco. ¡Horrendo símbolo!
Fue entonces cuando escribió una nueva novela. Todavía seguro del éxito de ¿Qué hacer?, esperaba mucho de ella —sobre todo el dinero que la novela, publicada en el extranjero, haría llegar de un modo u otro a manos de su familia. El prólogoes extremadamente autobiográfico. Al referirnos una vez a él, hemos hablado de su intento de rehabilitar a Olga Sokratovna: según Strannolyubski, contiene un intento similar de rehabilitar a la propia persona del autor, porque, mientras subraya por un lado la influencia de Volgin, que llega al extremo de que «altos dignatarios buscaban sus favores a través de su esposa» (porque suponían que tenía conexiones con Londres; es decir, con Herzen, de quien los inexpertos liberales tenían un miedo cerval), el autor insiste con obstinación por el otro, en la suspicacia de Volgin, en su timidez e inactividad: «Esperar, esperar lo más posible, esperar lo más discretamente posible.» Se obtiene la impresión de que el terco Chernyshevski quiere pronunciar la última palabra en la controversia, dejando bien sentado lo que ya había dicho repetidamente a sus jueces: «Debo ser considerado basándose en mis acciones y no hubo acciones ni podía haberlas.»
En cuanto a las escenas «frívolas» de El prólogo, será mejor que guardemos silencio. A través de su erotismo morbosamente circunstancial, se puede discernir tal palpitante ternura hacia su esposa, que la menor cita podría parecer una burla exagerada. En lugar de esto, escuchemos este sonido puro —de las cartas que le escribió durante aquellos años —: «Queridísima mía, te doy las gracias por ser la luz de mi vida.» «... incluso aquí sería el hombre más feliz del mundo si no se me ocurriera que este destino, que es una gran ventaja personal para mí, tiene efectos demasiado duros en tu vida, amada amiga mía...» «¿Podrás perdonarme la aflicción a que te he sometido?»
Las esperanzas de Chernyshevski en relación con ganancias debidas a sus libros no se cumplieron: los emigrados no sólo hicieron mal uso de su nombre sino que además plagiaron sus obras. Y fueron fatales para él las tentativas de liberarlo, tantativas que fueron audaces pero que a nosotros nos parecen carentes de sentido, porque podemos ver desde la cumbre del tiempo la disparidad entre la imagen de un «gigante esposado» y el verdadero Chernyshevski, a quien estos esfuerzos de sus presuntos salvadores no hacían otra cosa que indignarle: «Esos caballeros —dijo más tarde —ignoraban incluso que no sé montar a caballo.» Esta contradicción interna acabó en desatinos (una clase especial de desatinos que nosotros conocemos desde hace mucho tiempo). Se dice que Ippolit Myshkin, disfrazado de oficial de gendarmes, fue a Vilyuisk y exigió del jefe de policía del distrito que le entregara al prisionero, pero lo estropeó todo al haberse puesto la charretera en el hombro izquierdo en lugar del derecho. Antes que él, en 1871, Lopatin ya había, hecho una tentativa en que todo fue absurdo: su repentino abandono de la traducción rusa de Das Kapital, a la que estaba entregado en Londres, con objeto de rescatar para Marx, que había aprendido a leer ruso, al «grossen russischen Gelehrten»; su viaje a Irkutsk como miembro de la Sociedad Geográfica (donde los ciudadanos siberianos le tomaron por un inspector del gobierno que viajaba de incógnito); su arresto causado por una denuncia procedente de Suiza; su huida y captura; y su carta al gobernador general de la Siberia oriental, en la cual le contaba su proyecto, entero, con inexplicable franqueza. Todo esto sólo contribuyó a empeorar la situación de Chernyshevski. Legalmente, su destierro debía comenzar el 10 de agosto de 1870, pero no fue trasladado a otro lugar hasta el 2 de diciembre; a un lugar que resultó ser mucho peor que los trabajos forzados: Vilyuisk.
«Abandonado de Dios en un rincón de Asia —dice Strannolyubski—, en las profundidades de la región de Yakutsk, en el extremo nordeste, Vilyuisk era sólo una aldea situada sobre un enorme montón de arena acumulada por el río, y rodeada de una ciénaga sin límites cubierta por los matorrales de la taiga.» Los habitantes (500) eran: cosacos, yacutos medio salvajes, y un reducido número de ciudadanos de la clase media (a los que Steklov describe de modo muy pintoresco: «La sociedad local consistía en un par de oficiales, un par de clérigos y un par de comerciantes» —como si estuviera hablando del Arca de Noé). Allí, alojaron a Chernyshevski en la mejor casa, y la mejor casa resultó ser la cárcel. La puerta de su húmeda celda estaba forrada de hule negro; las dos ventanas, que de todos modos daban contra la empalizada, estaban atrancadas. Al no haber ningún otro exiliado, se encontró en una soledad total. La desesperación, la impotencia, la conciencia de haber sido engañado, un vago sentido de injusticia, las tremendas deficiencias de la vida ártica, todo esto estuvo a punto de enloquecerle. Por la mañana del día 10 de julio de 1872, empezó de pronto a romper la cerradura de la puerta con unas tenazas, le temblaba todo el cuerpo, mascullaba y preguntaba a voz en grito: «¿Acaso ha llegado el soberano o un ministro para que el sargento de la policía se atreva a cerrar la puerta por la noche?» En invierno ya se había calmado algo, pero de vez en cuando se escribían ciertos informes... y aquí se nos concede una de esas raras correlaciones que constituyen el orgullo del investigador.
Una vez (en 1853), su padre le escribió (acerca de su Léxico Provisional de la Crónica Hypatina): «Sería mejor que escribieras alguna novela... las novelas están aún muy de moda en la buena sociedad.» Muchos años después, Chernyshevski relata a su esposa que en la prisión ha imaginado algo que ahora quiere poner por escrito, «un cuento ingenioso» en el cual la describirá en forma de dos muchachas: «Será un cuento corto, pero muy bueno (repitiendo el ritmo de su padre). ¡Si supieras cuánto me he reído imaginando los diversas travesuras de la más joven, y cómo he llorado de ternura imaginando las patéticas meditaciones de la mayor!» «Por la noche —informaron sus carceleros—, Chernyshevski canta, a veces baila y a veces llora y solloza.»
El correo salía de Yakutsk una vez al mes. El número de enero de una revista de San Petersburgo no se recibía hasta mayo. Trató de curarse la enfermedad que había contraído (el bocio) con ayuda de un libro de texto. El agotador catarro de estómago que le había aquejado de estudiante volvió ahora con nuevas peculiaridades. «Me repugna el tema de los "campesinos" y de la "propiedad campesina de la tierra"», escribió a su hijo, que había pensado interesarle mandándole algunos libros sobre economía. La comida era repulsiva. Se alimentaba casi exclusivamente de cereales cocidos, que comía de la misma cazuela con una cuchara de plata que se desgastó en una cuarta parte por el roce con la cazuela de barro durante los veinte años en que él también se fue desgastando. Los días cálidos de verano pasaba horas con las piernas en el agua de un río poco profundo, con los pantalones enrollados (lo cual no podía ser beneficioso); o, con la cabeza envuelta en una toalla para defenderse de los mosquitos, con lo que adquiría el aspecto de una campesina rusa, paseaba por las veredas del bosque con su cesta trenzada para hongos, sin aventurarse nunca en la floresta más densa. A veces olvidaba la pitillera bajo un alerce, que tardó bastante en distinguir de un pino. Las flores que recogía (cuyos nombres ignoraba) las envolvía en papel de cigarrillos y enviaba a su hijo Misha, que de este modo adquirió «un pequeño herbario de la flora de Vilyuisk»; de forma similar, la princesa Volkonski, del poema de Nekrasov sobre las esposas de los decembristas, legó a sus nietos «una colección de mariposas y plantas de China». Una vez apareció un águila en su patio... «quería picotearle el hígado —observa Strannolyubski—, pero no reconoció en él a Prometeo.»
El placer que, en su juventud, le había deparado la vista de la ordenada disposición de las aguas de San Petersburgo, encontró ahora un eco tardío: a falta de otra cosa que hacer, cavaba canales —y estuvo a punto de inundar uno de los caminos favoritos de los residentes de Vilyuisk. Aliviaba su sed de divulgar la cultura enseñando buenos modales a los yacutos, pero los nativos siguieron haciendo lo mismo: se quitaban la gorra a una distancia de veinte pasos y se inmovilizaban con humildad en esta posición. El sentido práctico y la sensatez que antes predicaba, se limitaban ahora a aconsejar al portador de agua que sustituyera por un balancín de madera el garfio hecho de pelos, que le cortaba las palmas; pero el yacuto no cambió de hábito. En esta minúscula localidad, donde lo único que se hacía era jugar a cartas y sostener apasionadas conversaciones sobre el precio del algodón chino, su ansia de actividad en los asuntos públicos le condujo a los Viejos Creyentes, sobre cuya difícil situación Chernyshevski escribió un informe extraordinariamente largo y detallado (incluidos los chismes de Vilyuisk), que dirigió con gran tranquilidad al zar, con la amistosa sugerencia de que les perdonase porque «le estimaban como a un santo».
Escribió muchas cosas pero lo quemó casi todo. Comunicó a sus familiares que los resultados de su «docta obra» serían aceptados, sin duda alguna, con simpatía; esta obra era tan sólo cenizas y un espejismo. De todo el montón de escritos que acumuló en Siberia, sólo se han preservado, aparte El prólogo, dos o tres cuentos y un «ciclo» de «novelas cortas» inacabado... También escribió poesías. En esencia no son diferentes de aquellas tareas versificadoras que, en un tiempo, le impusieran en el seminario, donde reconstruyó un salmo de David de la siguiente manera: