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La dádiva
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Текст книги "La dádiva"


Автор книги: Владимир Набоков



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Y después le atormentó la acidez. En general se alimentaba de toda clase de porquerías, siendo indigente y poco práctico. Aquí es apropiada la cantinela de Nekrasov:


Como bocados comía más duros que la hojalata,


tales empachos sufría que hasta la muerte ansiaba.


Andaba millas, pensando qué leería hasta el alba.


¡Pero mi techo era bajo y, cielos, cómo fumaba!




A propósito, Nikolai Gavrilovich no fumaba sin una razón —empleaba precisamente los cigarrillos Zhukov para combatir la indigestión (y también el dolor de muelas). Su diario, en especial el del verano y otoño de 1849, contiene una multitud de referencias exactas a cómo y dónde vomitaba. Además de fumar, se trataba con agua y ron, aceite caliente, sales inglesas, centaurina con hojas de naranja amarga, y constante y concienzudamente, con una especie de extraño gusto, empleaba el método romano —y es probable que al final hubiese muerto de agotamiento si (graduado y retenido en la universidad para trabajo avanzado) no se hubiera ido a Saratov.

Y entonces, en Saratov... Pero por mucho que nos gustara no perder tiempo en salir de este callejón, al que nos ha llevado nuestra charla sobre pastelerías, y cruzar al lado soleado de la vida de Nikolai Gavrilovich, es necesario (a causa de cierta continuidad oculta) permanecer un poco más en este lugar. Una vez, con una necesidad apremiante, se metió corriendo en una casa de la Gorojovaya (sigue una redundante descripción —con ideas posteriores —de la situación de la casa) y ya estaba ordenando su atuendo cuando «una muchacha vestida de rojo» abrió la puerta. Al ver la mano de Nikolai —que quería sujetar la puerta—, dio un grito, «como suele ocurrir». El ruidoso crujido de la puerta, su picaporte flojo y herrumbroso, el hedor, el frío glacial —todo esto es horrible...– y no obstante el excéntrico sujeto está preparado para debatir consigo mismo sobre la verdadera pureza, observando con satisfacción que «ni siquiera traté de descubrir si era bien parecida». Por otro lado, cuando soñaba su vista era más penetrante, y la contingencia del sueño era más bondadosa con él que su destino público —pero incluso aquí, cuán grande es su deleite porque cuando en su sueño besa tres veces la mano enguantada de «una dama extremadamente rubia» (madre de un supuesto alumno que le protege en el sueño, todo esto con el estilo de Jean-Jacques), es incapaz de reprocharse un solo pensamiento carnal. También su memoria resultó ser penetrante cuando recordaba aquella joven y tortuosa añoranza de belleza. A la edad de cincuenta años evoca en una carta desde Siberia la imagen angélica de una muchacha que una vez observó, en su juventud, en una exposición de Industria y Agricultura: «Pasaba por allí cierta familia aristocrática —narra en su estilo posterior, bíblicamente lento—. Esta muchacha me atrajo, verdaderamente me atrajo... La seguí a tres pasos de distancia, admirándola... Era evidente que pertenecían a la más alta sociedad. Todo el mundo podía deducirlo de sus modales en extremo refinados (como observaría Strannolyubski, hay algo dickensiano en esta expresión empalagosa, pero no debemos olvidar que quien escribe esto es un anciano triturado a medias por los trabajos forzados, como diría con justicia Steklov). El gentío les cedía el paso... Yo era libre de andar a unos tres pasos de distancia sin apartar la mirada de aquella muchacha (¡pobre satélite!). Y esto se prolongó durante una hora o más.» (Por extraño que parezca, las exposiciones en general, por ejemplo la de Londres de 1862 y la de París de 1889, tuvieron un marcado efecto sobre su destino; del mismo modo Bouvard y Pécuchet, cuando acometieron la descripción de la vida del duque de Angulema, se asombraron del papel que representaron en ella... los puentes.)

De todo esto se deduce que al llegar a Saratov no pudo evitar enamorarse de la hija de veinte años del doctor Sokrat Vasiliev, jovencita agitanada que llevaba pendientes colgando de los largos lóbulos de sus orejas, medio ocultas por ondas de cabellos oscuros. Era una criatura coqueta y afectada, «centro de la atención y adorno de los bailes provincianos» (en las palabras de un contemporáneo anónimo), que sedujo y embobó a nuestro torpe y virginal héroe con el crujido de su choux azul celeste y el acento melodioso de su habla. «Mire, qué bracito tan encantador», decía, estirándolo hacia sus gafas empañadas —brazo desnudo y moreno, cubierto por un vello brillante—. Él se frotaba con aceite de rosas y sangraba al afeitarse. ¡Y qué serios cumplidos inventaba! «Tendría que vivir en París», declaró con vehemencia, sabedor por otros que ella era «demócrata». No obstante, París no era el hogar de la ciencia para ella sino el reino de las rameras, por lo que se sintió ofendida.

Ante nosotros está «El diario de mis relaciones con la que ahora constituye mi felicidad». Steklov, que se entusiasmaba fácilmente, se refiere a esta producción única (que ante todo recuerda al lector un informe comercial de extrema meticulosidad) como «un exultante himno de amor». El autor del informe elabora un proyecto para declarar su amor (que lleva a cabo con exactitud en febrero de 1853 y es aprobado sin demora), con puntos a favor y en contra del matrimonio (temía, por ejemplo, que a su inquieta esposa se le ocurriera vestir como un hombre —al estilo de George Sand-) y un cálculo de gastos cuando estuviera casado, que contiene absolutamente todo —dos velas de estearina para las veladas invernales, leche por valor de diez copecs, el teatro; y al mismo tiempo notifica a su novia que, teniendo en cuenta su modo de pensar («No me asusta la suciedad, ni (ahuyentar) a palos a campesinos borrachos, ni las matanzas»), era seguro que tarde o temprano «le cogerían», y para mayor honradez le menciona a la esposa de Iskander (Herzen), que, estando embarazada («discúlpeme por entrar en tales detalles»), «cayó muerta» al enterarse de que su marido había sido arrestado en Italia y repatriado a Rusia. Olga Sokratovna, como podría haber añadido Aldanov en este punto, no hubiera caído muerta.

«Si algún día —seguía escribiendo– su nombre es mancillado por un rumor... yo siempre estaré dispuesto a la primera palabra suya a convertirme en su marido.» Posición caballeresca, pero que dista de estar basada en premisas caballerescas, y este giro característico nos devuelve al instante al familiar camino de esas primeras semifantasías de amor, con su detallada ansia de sacrificio y la coloración protectora de su compasión; la cual no impidió que su orgullo se sintiera herido cuando su novia le advirtió que no estaba enamorada de él. Su período de noviazgo tuvo aire alemán con cantos schillerianos y una contabilidad de caricias: «Al principio desabroché dos botones de su mantilla y luego el tercero...» Le pidió con urgencia que colocara el pie (enfundado en una puntiaguda bota gris con puntadas de seda de colores) sobre su cabeza: su voluptuosidad se alimentaba de símbolos. A veces le leía a Lermontov o Koltsov; leía poesía con el tono monótono de un lector del Salterio.

Pero lo que ocupa el lugar de honor de su diario y que es especialmente importante para comprender mucha parte del destino de Nikolai Gavrilovich, es el detallado relato de las ceremonias de diversión tan abundantes en las veladas de Saratov. No sabía bailar con agilidad la polka y aún menos el Grossvater, pero en cambio le encantaba hacer el payaso, pues ni siquiera el pingüino desdeña cierta travesura cuando rodea a la hembra que corteja con un círculo de piedras. La juventud se reunía, como suele decirse, y se enfrascaba en un juego de coquetería que estaba de moda en aquel tiempo y en aquel grupo, Olga Sokratovna daba de comer de un platillo a uno u otro de los invitados, como a un niño, mientras Nikolai Gavrilovich, simulando celos, apretaba una servilleta contra su corazón y amenazaba con agujerearse el pecho con un tenedor. Ella, a su vez, fingía estar enfadada con él. Entonces él le pedía perdón (todo esto es de una horrible falta de gracia) y besaba las partes desnudas de sus brazos, que ella intentaba ocultar, mientras exclamaba: «¡Cómo se atreve!» El pingüino adoptaba «una expresión grave y triste, porque de hecho era posible que yo hubiera dicho algo que habría ofendido a cualquier otra» (es decir, a una muchacha menos audaz). En los días festivos se inventaba trucos en el Templo de Dios, divirtiendo a su futura esposa —pero el comentarista marxista (es decir, Steklov) se equivoca al ver en esto «una sana blasfemia»—. Como hijo de un sacerdote, Nikolai se encontraba a sus anchas en una iglesia (así el joven príncipe que corona a un gato con la diadema de su padre no está expresando en modo alguno simpatía hacia el gobierno popular). Aún menos puede reprochársele hacer mofa de los cruzados porque dibujaba con tiza una cruz en la espalda de muchos: la marca de los frustrados admiradores de Olga Sokratovna. Y tras otras payasadas de la misma especie, tiene lugar —recordémoslo– un duelo fingido con palos.

Algunos años después, cuando fue arrestado, la policía confiscó su viejo diario, que estaba escrito con una caligrafía regular, adornada con pequeños peciolos, y en una clave particular, con abreviaciones tales como ¡debdad! ¡misrio!(debilidad, misterio), Ubtad, = tad(libertad, igualdad) y ch-k(chelovek, hombre, y no Cheka, la policía de Lenin).

Sin duda, la descifraron personas incompetentes, pues cometieron numerosos errores: por ejemplo, tomaron dzryapor druzya(amigos), en lugar de podosrenya(sospechas), con lo cual deformaron la frase «Despertaré fuertes sospechas» en: «Tengo amigos fuertes.» Chernyshevski se agarró ávidamente a esto y empezó a mantener que el diario entero era el borrador de una novela, una invención literaria, ya que, como dijo, «entonces carecía de amigos influyentes, mientras que este personaje tenía claramente amigos en el gobierno». No es importante (aunque resulta una cuestión interesante por sí misma) que recordara con exactitud o hubiera olvidado las palabras de su diario; lo importante es que después da a estas palabras una curiosa coartada en ¿Qué hacer?, donde desarrolla por completo su ritmo interno «de borrador» (por ejemplo, en la canción de una de las muchachas que meriendan en el campo: «Oh, doncella, mi morada son los bosques sombríos, soy un amigo maligno y peligrosa será mi vida, y triste será mi fin»). Encerrado en la prisión y sabiendo que estaban descifrando su peligroso diario, se apresuró a mandar al Senado «ejemplos de los borradores de mi manuscrito»; es decir, cosas que había escrito exclusivamente para justificar su diario, convirtiéndolas también ex post factoen el borrador de una novela. (Strannolyubski supone abiertamente que esto fue lo que le impulsó a escribir en la cárcel ¿Qué hacer?—que, por cierto, dedicó a su esposa y comenzó el día de santa Olga—.) Por consiguiente, pudo expresar su indignación por el hecho de que se diera un significado delictivo a escenas que había inventado. «Me coloco a mí mismo y a otros en diversas situaciones y las desarrollo caprichosamente... Un "yo" habla de la posibilidad del arresto, a otro "yo" le golpean con un palo delante de su novia.» Al recordar esta parte de su viejo diario, esperaba que el relato detallado de toda clase de juegos de salón lo consideraran, por sí mismo, «caprichoso», ya que una persona sosegada no haría... Lo triste era que en círculos oficiales no se le consideraba una persona sosegada, sino precisamente un bufón, y fue en estas mismas bufonadas de sus frases periodísticas de El Contemporáneodonde detectaron una solapada infiltración de ideas perniciosas. Y para una perfecta conclusión del tema de los petits-jeuxde Saratov, adelantémonos un poco, hasta los trabajos forzados, donde su eco vive todavía en las pequeñas piezas que compone para sus camaradas y especialmente en la novela El prólogo(escrita en la fábrica de Alexandrov, en 1866), en la cual aparece un estudiante, que finge ser tonto sin ninguna gracia, y una joven belleza que coquetea con sus admiradores. Si añadimos a esto que el protagonista (Volgin), cuando habla a su esposa del peligro que le amenaza, se refiere a una advertencia que le ha hecho antes de casarse, es imposible no llegar a la conclusión de que aquí tenemos, por fin, una tardía muestra de la verdad, insertada por Chernyshevski para apoyar su antigua afirmación de que su diario era meramente el borrador de un escritor... porque la misma pulpa de El prólogo, a través de toda la escoria de invención mediocre, se antoja ahora, sin duda, una continuación novelística de los grabados de Saratov.

Enseñaba allí gramática y literatura en la escuela secundaria y resultó ser un maestro en extremo popular: en la clasificación no escrita que los muchachos aplicaban con rapidez y exactitud a todos los profesores, le asignaron al tipo de sujeto nervioso, distraído y bonachón que se irritaba con facilidad pero a quien se podía distraer del tema sin el menor esfuerzo —para caer al instante en las garras del virtuoso de la clase (Fioletov hijo, en este caso): en el momento crítico, cuando parecía inevitable el desastre para aquellos que no sabían la lección, y quedaba muy poco tiempo para que el celador agitase la campana, formulaba una pregunta salvadora y dilatoria: «Nikolai Gavrilovich, aquí hay algo sobre la Convención...», y en seguida Nikolai Gavrilovich se entusiasmaba, iba a la pizarra y, aplastando la tiza, dibujaba el plano de la sala donde celebraba sus reuniones la Convención Nacional de 1792-1795 (era, como ya sabemos, un gran experto en planos), y entonces, animándose cada vez más, señalaba los lugares que habían ocupado los miembros de todos los partidos.

Durante aquellos años en provincias se comportó con bastante imprudencia, pues asustó a la gente moderada y la juventud temerosa de Dios con la severidad de sus opiniones y la insolencia de sus modales. Se ha conservado una historia algo retocada al efecto de que, en el funeral de su madre, apenas bajado el ataúd, encendió un cigarrillo y se fue del brazo de Olga Sokratovna, con quien se casó diez días después. Pero los muchachos del grado superior estaban entusiasmados con él; algunos de ellos siguieron después vinculados a él con aquel ardor extasiado con que la gente joven de esta era didáctica se mantenía fiel al maestro que estaba a punto de convertirse en un líder; en cuanto a la «gramática», hay que decir en conciencia que sus alumnos jamás aprendieron a utilizar las comas. ¿Acudieron muchos de ellos a su funeral, cuarenta años después? Según algunas fuentes había dos, según otras, ninguno. Y cuando la procesión fúnebre iba a detenerse ante la escuela de Saratov para entonar una letanía, el director envió a alguien a informar al sacerdote de que esto era inoportuno, y, acompañada por un viento de octubre, racheado e intermitente, la procesión pasó de largo.

Mucho menos lograda que su carrera en Saratov fue, después de su traslado a San Petersburgo, su enseñanza en el Segundo Cuerpo de Cadetes, durante varios meses de 1854. Los cadetes armaban alborotos en sus clases. Gritar con estridencia a los díscolos alumnos sólo servía para aumentar la confusión. ¡Uno no podía enardecerse mucho allí a propósito de los Montagnards! En cierta ocasión, durante un recreo, se produjo un altercado en una de las clases, el oficial de guardia entró, ladró un poco y dejó tras de sí una calma relativa; entretanto, estalló el desorden en otra clase (el recreo ya había terminado), en la cual Chernyshevski acaba de entrar con la cartera bajo el brazo. Volviéndose hacia el oficial, le detuvo con la mano y dijo con irritación contenida, mientras le miraba por encima de las gafas: «No, señor, ahora no puede entrar aquí.» El oficial se sintió insultado; el profesor se negó a disculparse y se marchó. De este modo se inició el tema de los «oficiales».

Sin embargo, el ansia de instruir ya había arraigado en él para el resto de su vida, y desde 1853 a 1862 sus actividades periodísticas de la aspiración de alimentar al flaco lector ruso con una dieta de la más variada información: las raciones eran enormes, el suministro de pan, inagotable, y los domingos se repartían nueces; porque mientras subrayaba la importancia de los platos de carne de política y filosofía, Nikolai Gavrilovich nunca olvidaba los postres. Por su crítica de Magia doméstica, de Amarantov, es evidente que había intentado en su casa esta física entretenida, y a uno de los mejores trucos, «llevar agua en un tamiz», añadió su propia enmienda: como todos los divulgadores, tenía debilidad por semejantes Kunststücke; y tampoco debemos olvidar que apenas había pasado un año desde que, por un acuerdo con su padre, había abandonado finalmente su idea del movimiento perpetuo.

Le encantaba leer almanaques, y observaba para información general de los suscriptores de El Contemporáneo(1855): «Una guinea equivale a 6 rublos y 47,5 copecs; el dólar norteamericano es 1 rublo de plata y 31 copecs»; o les informaba de que «las torres telegráficas entre Odesa y Ochakov se han construido gracias a donaciones.» Enciclopedista auténtico, una especie de Voltaire —aunque con acento en la primera sílaba—, copió con generosidad miles de páginas (estaba siempre dispuesto a abrazar la alfombra enrollada de cualquier tema y desenrollarla toda ante el lector), tradujo toda una biblioteca, cultivó todos los géneros, incluida la poesía, y soñó hasta el fin de su vida con componer «un diccionario crítico de ideas y hechos» (lo cual recuerda la caricatura de Flaubert, aquel «Dictionnaire des idées reçues» cuyo irónico epígrafe —«la mayoría siempre tiene razón»– hubiese adoptado Chernyshevski con toda seriedad). Sobre este tema escribe a su esposa desde la fortaleza, le habla con pasión, tristeza y amargura de todas las obras titánicas que aún completará. Más tarde, durante los veinte años de su aislamiento siberiano, buscó solaz en este sueño; pero cuando, un año antes de su muerte, conoció la aparición del diccionario de Brockhaus, lo vio realizado. Entonces se propuso traducirlo (de otro modo «acumularían en él toda clase de basura, como los artistas menores alemanes»), pues consideraba que semejante obra coronaría toda su vida; resultó que también esto ya lo había emprendido otro.

Al principio de sus actividades periodísticas, al escribir sobre Lessing (que había nacido exactamente cien años antes que él y con quien él mismo admitía cierto parecido), dijo: «Para tales naturalezas existe un servicio más dulce que el servicio a la propia ciencia favorita —y es el servicio al desarrollo del propio pueblo.» Como Lessing, solía desarrollar ideas generales basándose en casos particulares. Y al recordar que la esposa de Lessing había muerto de parto, temió por Olga Sokratovna, sobre cuyo primer embarazo escribió a su padre en latín, tal como hiciera Lessing cien años antes.

Esclarezcamos un poco este tema: el 21 de diciembre de 1853, Nikolai Gavrilovich hizo saber que, según mujeres bien informadas, su esposa había concebido. El parto fue difícil. Nació un niño. «Mi cariñín», arrulló Olga Sokratovna a su primogénito —pero muy pronto se desencantó del pequeño Sasha. Los médicos les advirtieron que otro hijo mataría a la madre. Pese a ello, quedó embarazada de nuevo —«en cierto modo como expiación de nuestros pecados, contra mi voluntad», escribió a Nekrasov en tono lastimero, con angustia sorda... No, era otra cosa, algo más fuerte que el temor por su esposa, lo que le oprimía. Según algunas fuentes, Chernyshevski pensó en el suicidio durante los años cincuenta; incluso pareció que bebía —¡qué visión tan espantosa: Chernyshevski borracho! Era inútil ocultarlo —el matrimonio había resultado desgraciado, tres veces desgraciado, e incluso en años posteriores, cuando hubo logrado con ayuda de sus reminiscencias «inmovilizar su pasado en un estado de felicidad estática» ( Strannolyubski), todavía llevaba las marcas de aquella amargura fatal y mortífera —compuesta de piedad, celos y orgullo herido– que un marido de carácter muy diferente había experimentado y tratado de muy distinta manera: Pushkin.

Tanto su esposa como el recién nacido Victor sobrevivieron y en diciembre de 1858 estuvo de nuevo a punto de morir al dar a luz a su tercer hijo, Misha. Asombrosos tiempos —heroicos, prolíficos, que vestían crinolina– ese símbolo de fertilidad.

«Son inteligentes, educadas, buenas, lo sé —mientras yo soy estúpida, inculta y mala», solía decir Olga Sokratovna (no sin aquel espasmo del alma llamado nadryv) acerca de las parientas de su marido, las hermanas Pypin, que pese a su bondad no ahorraban insultos a «esta histérica, esa ramera desequilibrada de carácter insufrible». ¡Cómo tiraba los platos al suelo! ¿Qué biógrafo puede juntar los pedazos? Y aquella pasión por el movimiento... Aquellas indisposiciones misteriosas... En su vejez le gustaba mucho recordar que una tarde polvorienta y soleada, paseando por Pavlovsk en un faetón tirado por un caballo de raza, había adelantado al Gran Duque Konstantin, y entonces lanzó al aire su velo azul y lo aniquiló con una mirada ardiente, o que había engañado a su marido con el emigrado polaco, Ivan Fiodorovich Savitski, hombre conocido por la longitud de su bigote: «Golfillo ( Kanashka, apodo vulgar) estaba enterado de ello... Ivan Fiodorovich y yo nos hallábamos en la alcoba, mientras él seguía escribiendo en su escritorio junto a la ventana.» Uno siente mucha lástima de Golfillo; debió atormentarle penosamente la presencia de los hombres que rodeaban a su mujer y estaban en diferentes fases de intimidad amorosa con ella. Las fiestas de madame Chernyshevski eran animadas sobre todo por una pandilla de estudiantes caucasianos. Nikolai Gavrilovich no salía casi nunca a reunirse con ellos en el salón. Una vez, la víspera de Año Nuevo, los georgianos, conducidos por el payaso Gogoberidze, irrumpieron en su estudio, le sacaron por la fuerza, y Olga Sokratovna le echó una mantilla por encima y le obligó a bailar.

Sí, uno se apiada de él —y sin embargo... podría haberle dado unos buenos azotes con una correa, enviarla al diablo; o incluso describirla con todos sus pecados, gemidos, extravíos e innumerables traiciones en una de aquellas novelas con las que se ocupaba en los ratos de ocio de la prisión. Pero, ¡no! En El prólogo(y parcialmente en ¿Qué hacer?) nos conmueven sus intentos de rehabilitar a su esposa. No hay amantes a su alrededor, sólo admiradores respetuosos; y tampoco hay aquella coquetería barata que inducía a los hombres (a los que llamaba mushchinki, horrible diminutivo) a creerla aún más accesible de lo que realmente era, y lo único que se encuentra es la vitalidad de una mujer bella e ingeniosa. La disipación se convierte en emancipación, y el respeto hacia su emprendedor marido (cierto que sentía algún respeto hacia él, pero no servía de nada) aparece como su sentimiento dominante. En El prólogo, el estudiante Mironov, con objeto de desorientar a un amigo, le dice que la esposa de Volgin es viuda. Esto trastorna tanto a la señora Volgin que prorrumpe en llanto —e igualmente la heroína de ¿Qué hacer?, que representa a la misma mujer, suspira, entre vertiginosas frases hechas, por su marido arrestado. Volgin abandona la imprenta y corre a la ópera donde escudriña con unos prismáticos una y otra parte del auditorio tras lo cual resbalan bajo las lentes lágrimas de ternura. Había ido a comprobar que su mujer, sentada en su palco, era más atractiva y elegante que todas —exactamente igual que el propio Chernyshevski había comparado en su juventud a Nadeshda Lobodovski con cabezas femeninas.

Y aquí volvemos a estar rodeados de las voces de su estética —porque los motivos de la vida de Chernyshevski ya me obedecen, he domesticado sus temas, ya se han acostumbrado a mi pluma; les doy rienda suelta con" una sonrisa: en el curso de su desarrollo se limitan a describir un círculo, como un bumerang o un halcón, para terminar volviendo a mi mano; e incluso aunque alguno volara muy lejos, más allá del horizonte de mi página, no me preocuparía; encontraría el camino de vuelta, como ha hecho éste.

Así pues: el 10 de mayo de 1855, Chernyshevski defendía en la Universidad de San Petersburgo la tesis que ya conocemos, «Las relaciones del Arte con la Realidad», escrita en tres noches de agosto de 1853; es decir, precisamente cuando «las vagas y líricas emociones de su juventud, que le sugirieron la consideración del arte en términos del retrato de una mujer bella, habían acabado por madurar y ahora producían esta fruta carnosa en natural correlación con la apoteosis de su pasión marital» ( Strannolyubski). En este debate público se proclamó por vez primera «la tendencia intelectual de los años sesenta», como recordó más tarde el anciano Shelgunov, y, observó con desalentadora ingenuidad, que el presidente de la Universidad, Pletniov, no se emocionó ante el discurso del joven estudioso, cuyo genio fue incapaz de percibir.

El auditorio, en cambio, estaba en éxtasis. Había acudido tanta gente que algunos tuvieron que permanecer de píe en las ventanas. «Descendieron como moscas sobre la carroña», rió con desprecio Turguenev, que debió sentirse herido en su calidad de esteta declarado, aunque él mismo no era contrario a complacer a las moscas.

Como ocurre a menudo con las ideas poco firmes que no se han librado de la carne o ésta las ha cubierto, es posible detectar en las nociones estéticas del «joven estudioso» su propio estilo físico, el sonido mismo de su voz estridente y didáctica. «La belleza es la vida. Aquello que nos gusta es hermoso; la vida nos gusta en sus buenas manifestaciones... Hablad de la vida y sólo de la vida (así continúa este sonido, aceptado tan de buen grado por la acústica del siglo), y si los seres humanos no viven humanamente —pues, enseñadles a vivir, describidles las vidas de hombres ejemplares y sociedades bien organizadas.» El arte es así un sustituto o un veredicto, pero en ningún caso el equivalente de la vida, del mismo modo que «un boceto es artísticamente muy inferior al cuadro» del que ha sido tomado (una idea encantadora). «Sin embargo —prosiguió con claridad el orador—, en lo único que la poesía puede superar a la realidad es en el embellecimiento de acontecimientos mediante la adición de efectos accesorios y haciendo que el carácter de los personajes descritos corresponda a los acontecimientos en que toman parte.»

Así, al denunciar el «arte puro», los hombres de los años sesenta, y las buenas personas rusas hasta los noventa, denunciaron —como resultado de una información defectuosa —su propio concepto falso de él, porque del mismo modo que veinte años después el escritor social Garshin vio el «arte puro» en los cuadros de Smiradski (académico de categoría) —o un asceta puede soñar con un banquete que repugnaría a un epicúreo—, así Chernyshevski, sin tener la menor idea de la verdadera naturaleza del arte, vio su culminación en el arte convencional y vistoso (es decir, anti-arte) al que se oponía, arremetiendo a ciegas. Al mismo tiempo es preciso no olvidar que el otro bando, el bando de los «estetas» —el crítico Drushinin con su pedantería e insulsa brillantez, o Turguenev con sus «visiones» elegantes en exceso y su mal empleo de Italia– proporcionaba con frecuencia al enemigo aquel mismo material empalagoso que era tan fácil de condenar.

Nikolai Gavrilovich denostaba la «poesía pura» dondequiera que la encontrase —en las sendas más inesperadas. En su crítica de un libro de consulta, en las páginas de El Contemporáneo(1854), citaba una lista de vocablos que en su opinión eran demasiado largos: l aberinto, laurel, Lenclos (Ninon de)—y otra lista de vocablos demasiado cortos: laboratorio, Lafayette, Linen, Lessing. ¡Una objeción elocuente! ¡Un lema que cuadra con toda su vida intelectual! Las oleadas oleográficas de la «poesía» originaron (como ya hemos visto) un «lujo» de abundantes senos; lo «fantástico» tomó un sombrío giro económico. «Iluminaciones... Confeti lanzados a las calles desde globos —enumera (el tema son los festejos y regalos con ocasión del bautizo del hijo de Luis Napoleón)—, colosales bomboneras descendiendo en paracaídas.»...Y qué cosas poseen los ricos: «Camas de palisandro... armarios con goznes y espejos corredizos... cortinajes de damasco... Y más allá, el pobre trabajador.» Se ha hallado el vínculo, se ha obtenido la antítesis; con tremenda fuerza acusatoria y una abundancia de piezas de mobiliario, Nikolai Gravrilovich expone toda su inmoralidad. «¿Es sorprendente que la modistilla dotada de hermosura olvide poco a poco sus principios morales...? ¿Es sorprendente que después de cambiar su barato vestido de muselina, lavado centenares de veces, por encajes de Alencon, y sus noches de insomnio dedicadas al trabajo a la luz de una vela casi consumida por otras noches de insomnio en una mascarada pública o en una orgía suburbana, la modistilla... en medio de la confusión...?», etcétera. (Y después de meditarlo, aniquiló al poeta Nikitin, no porque éste versificara mal, sino porque, siendo un habitante de la remota región de Voronesh, no tenía ningún derecho a hablar de veleros y columnatas de mármol.)

El pedagogo alemán Kampe, cruzando sus pequeñas manos sobre el estómago, dijo una vez: «Hilar una libra de lana es más útil que escribir un volumen de versos.» También a nosotros, con seriedad igualmente imperturbable, nos molestan los poetas, los sujetos rebosantes de salud que estarían mejor sin hacer nada, y que en cambio se atarean recortando tonterías «de bonitos papeles de colores». Entérate bien, tramposo, entérate bien, recortador de arabescos, «el poder del arte es el poder de sus lugares comunes» y nada más. Lo que más debería interesar a un crítico es la idea expresada en la obra del escritor. Tanto Volynski como Strannolyubski– observan aquí cierta extraña inconsecuencia (una de esas fatales contradicciones internas que se descubren a lo largo de todo el camino de nuestro héroe): el dualismo de la estética del monista Chernyshevski —en la cual la «forma» y el «contenido» son claros, predominando el «contenido»– o, más exactamente, la «forma» representando al alma y el «contenido», al cuerpo; y la confusión se ve incrementada por el hecho de que esta «alma» consiste en componentes mecánicos, ya que Chernyshevski creía que el valor de una obra no era un concepto cualitativo sino cuantitativo, y que «si alguien extrajera de una novela mediocre y olvidada todos sus destellos de observación, recogería gran número de frases cuyo valor no diferiría del de aquellos que constituyen las páginas de las obras que admiramos». Y aún más: «Es suficiente echar una mirada a las chucherías fabricadas en París, a esos elegantes artículos de bronce, porcelana o madera, para comprender lo imposible que es hoy distinguir entre un producto artístico y otro que no lo sea» (este elegante bronce explica muchas cosas).


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