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La dádiva
  • Текст добавлен: 21 сентября 2016, 16:35

Текст книги "La dádiva"


Автор книги: Владимир Набоков



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—Hubo un tiempo —explicó, siguiendo junto a Fiodor los vericuetos de un sendero del parque—, hubo un tiempo en que todos los miembros del comité de nuestro sindicato eran personas muy respetables, como Podtiaguin, van Lushin, Zilanov, pero algunos murieron y otros están en París. No sé cómo, Gurman se introdujo en él, y luego, poco a poco, fue metiendo a sus camaradas. Para este trío, la participación pasiva de los extremadamente decentes —no hago ninguna alusión—, pero de total inutilidad, Kern y Goryainov, es una pantalla muy conveniente, una especie de camuflaje. Y las tensas relaciones de Gurman con Georgui Ivanovich son también una garantía de inactividad por su parte. Los que tenemos la culpa de todo esto somos nosotros, los miembros del sindicato. De no ser por nuestra pereza, indolencia, falta de organización, actitud indiferente hacia el sindicato y flagrante carencia de sentido práctico en el trabajo social, jamás habría podido ocurrir que Gurman y sus compinches se eligieran entre sí año tras año o eligieran a personas adictas a ellos. Ya es hora de poner fin a esta situación. Como siempre, harán circular su lista para las próximas elecciones... Pero entonces nosotros presentaremos la nuestra, profesional en un ciento por ciento: presidente, Vasiliev; vicepresidente, Getz; miembros de la junta: Lishenevski, Shajmatov, Vladimirov, usted y yo; y entonces reconstituiremos el comité de inspección, tanto más cuanto que Belenki y Chernyshevski se han retirado.

—Oh, no, por favor —dijo Fiodor (admirando de paso la definición de la muerte dada por Shirin)—, no cuente conmigo. Nunca he pertenecido ni quiero pertenecer a ningún comité.

—¡Cómo que no! —exclamó Shirin, frunciendo el ceño—. Esto no es justo.

—Por el contrario, es muy justo. Y de todos modos el hecho de que sea miembro del sindicato se debe a una distracción. A decir verdad, creo que Koncheyev hace bien en mantenerse apartado de todo esto.

—¡Koncheyev! —repitió Shirin, airado—. Koncheyev es un artesano totalmente inútil que trabaja por su cuenta y carece de todo interés general. Pero usted debería interesarse por el destino del sindicato, aunque sólo fuera porque —perdone mi franqueza —le pide dinero prestado.

—De esto se trata, precisamente. Comprenderá que si formo parte del comité no podré votar por mí mismo.

—Tonterías. ¿Por qué no? Es un procedimiento completamente legal. Usted se levanta y se va al lavabo, convirtiéndose así por un momento en un miembro ordinario, mientras los demás discuten su solicitud. No siga inventándose excusas sin ningún fundamento.

—¿Cómo va su nueva novela? —inquirió Fiodor—. ¿Casi terminada?

—Ahora no se trata de mi nueva novela. Le estoy pidiendo que acepte con toda seriedad. Necesitamos sangre joven. Lishnevski y yo hemos pensado mucho en esta lista.

—No, en ninguna circunstancia —replicó Fiodor—. No quiero hacer el ridículo.

—Bueno, si llama hacer el ridículo a cumplir un deber público...

—Si formo parte del comité, no cabe duda de que haré el ridículo, o sea que rehuso por respeto a ese deber.

—Muy triste —observó Shirin—. ¿De verdad tendremos que sustituirle a usted por Rostislav Strannyy?

—¡Claro! ¡Magnífico! ¡Adoro a Rostislav!

—De hecho yo le reservaba para el comité de inspección. También está Busch, naturalmente... Pero, medítelo bien, se lo ruego. No es una cuestión que pueda tomarse a la ligera. Tendremos que librar una verdadera batalla con esos gángsters. Estoy preparando un discurso que les dejará sorprendidos. Reflexione usted sobre ello, aún le queda todo un mes.

Durante aquel mes se publicó el libro de Fiodor y tuvieron tiempo de aparecer dos o tres críticas más, así que se dirigió a la reunión general con la agradable sensación de que encontraría en ella a más de un lector enemigo. Se celebraba como siempre en la planta superior de un gran café, y cuando él llegó ya estaba presente todo el mundo. Un camarero servía café y cerveza con ojos rápidos y fenomenal agilidad. Los miembros de la sociedad se hallaban sentados ante mesitas. Los escritores de creación formaban un grupo compacto, y ya podía oírse el enérgico «psst, psst» de Shajmatov, a quien acababan de servir algo que no había pedido. Al fondo, tras una mesa larga, estaba el comité: el fornido y muy meditabundo Vasiliev, con Goryainov y el ingeniero Kern a su derecha y otros tres a su izquierda. Kern, cuyo interés principal eran las turbinas pero que en un tiempo sostuvo relaciones amistosas con Alexander Blok, y Goryainov, ex funcionario de un antiguo departamento gubernamental, que sabía recitar maravillosamente «El mal del ingenio» y el diálogo de Iván el Terrible con el embajador lituano (ocasión en. que hacía una imitación espléndida del acento polaco), se comportaban con silenciosa dignidad: ya habían denunciado hacía tiempo a sus tres perversos colegas. Uno de éstos, Gurman, era un hombre gordo cuya calva estaba ocupada a medias por un lunar de color café; tenía grandes hombros caídos y una expresión ofendida y desdeñosa en los labios gruesos y violáceos. Sus relaciones con la literatura se limitaban a una breve conexión, enteramente comercial, con un editor alemán de manuales técnicos; el tema principal de su personalidad, la médula de su existencia, era la especulación —le gustaban sobre todo las letras de cambio soviéticas—. Junto a él había un abogado de baja estatura pero robusto y ágil a la vez, de mandíbula protuberante y con un destello rapaz en el ojo derecho (el izquierdo había sido entornado por la naturaleza) y un almacén de metal en la boca, hombre vivaz y fogoso, bravucón a su manera, que siempre retaba a los demás al arbitraje, y hablaba de ello (le desafié y él rehusó) con la concisa severidad de un duelista empedernido. El otro amigo de Gurman, lánguido, de carnes flojas y piel grisácea, que llevaba gafas con montura de concha y tenía todo el aspecto de un sapo pacífico que sólo quiere una cosa —estar completamente tranquilo en un lugar húmedo—, había escrito alguna vez en alguna parte sobre cuestiones de economía, aunque la lengua de víbora de Lishnevski le negaba incluso esto, jurando que su único esfuerzo impreso era una carta anterior a la Revolución al editor de un periódico de Odesa, en la cual se segregaba con indignación de un infame tocayo suyo que posteriormente resultó ser un familiar, luego su doble y por fin él mismo, como si aquí estuviera en acción la ley irrevocable de la atracción y fusión capilar.

Fiodor se sentó entre los novelistas Shajmatov y Vladimirov, junto a una ventana ancha tras la cual lanzaba destellos la negrura húmeda de la noche, con sus letreros iluminados en dos tonos (la imaginación berlinesa no daba para más) —azul de ozono y rojo de oporto —y sus ruidosos trenes eléctricos, que se deslizaban sobre la plaza por un viaducto contra cuyas arquivoltas los tranvías que circulaban lentamente por debajo parecían topar una y otra vez sin encontrar una tronera.

Mientras tanto el presidente de la junta se había levantado y propuesto la elección de un presidente para la reunión. Sonaron voces desde distintos lugares: «Kraevich, elijamos a Kraevich...», y el profesor Kraevich (que no tenía nada que ver con el autor del manual de física, era profesor de derecho internacional), anciano ágil y anguloso, que llevaba chaleco de punto y la chaqueta desabrochada, subió a la mesa del estrado con rapidez extraordinaria, sin sacar la mano izquierda del bolsillo del pantalón y haciendo oscilar con la derecha los quevedos que le pendían de un cordoncito sobre el pecho se sentó entre Vasiliev y Gurman (que introducía lenta y sombríamente un cigarrillo en una boquilla de ámbar), volvió a levantarse en seguida y declaró abierta la reunión.

Me pregunto, pensó Fiodor, mirando de reojo a Vladimirov, me pregunto si habrá leído mi libro. Vladimirov dejó el vaso sobre la mesa y miró a Fiodor, pero no dijo nada. Bajo la chaqueta llevaba un jersey inglés con una raya negra y otra naranja al borde del escote tringular; la calva incipiente de las sienes exageraba el tamaño de la frente, su gran nariz era muy huesuda, sus dientes entre amarillos y grises brillaban de modo desagradable bajo el labio algo levantado y sus ojos miraban con inteligencia e indiferencia —al parecer había estudiado en una universidad inglesa y alardeaba de unos modales seudobritánicos—. A sus veintinueve años era ya autor de dos novelas —notables por la fuerza y rapidez del estilo claro y diáfano—, lo cual irritaba a Fiodor quizá precisamente por la razón de que se sentía algo afín a él. Como conversador, Vladimorov carecía totalmente de atractivo. Se le acusaba de ser burlón, desdeñoso, frío, incapaz de sincerarse en discusiones amistosas, pero esto también se decía de Koncheyev y del propio Fiodor, y de quienquiera cuyos pensamientos vivieran en su propia casa y no en un cuartel o una taberna.

Después de elegir asimismo a un secretario, el profesor Kraevich propuso que todos se pusieran en pie para honrar la memoria de los dos miembros fallecidos; y durante esta petrificación de cinco segundos, el excomulgado camarero echó una ojeada a las mesas, pues había olvidado para quién era el bocadillo de jamón que acababa de traer sobre una bandeja. Todo el mundo se mantenía inmóvil como podía. Gurman, por ejemplo, con la cabeza baja, tenía la mano sobre la mesa con la palma hacia arriba, como si acabase de echar los dados y le hubiera inmovilizado el asombro de su pérdida.

«¡Eh! ¡Es aquí!», gritó Shajmatov, que había esperado ansiosamente el momento en que la vida volviera a aposentarse con un estrépito de alivio, y el camarero levantó con rapidez el índice (lo había recordado), se dirigió hacia él y posó el plato con urr tintineo sobre el mármol de imitación. Shajmatov empezó a cortar el bocadillo inmediatamente, sosteniendo de través el tenedor y el cuchillo; en el borde del plato un poco de mostaza amarilla proyectaba, como suele ser el caso, un cuerno amarillo. El rostro de Shajmatov, con su complacencia napoleónica y el mechón de cabellos azulados sobre la sien, atraía de modo especial a Fiodor en estos momentos gastronómicos. A su lado, bebiendo té con limón y con expresión asimismo bastante agria y cejas tristemente arqueadas, se encontraba el satírico de la Gazeta, cuyo seudónimo, Foma Mur, contenía según propia declaración «una novela francesa completa (femme, amour), una página de la literatura inglesa (Thomas Moore) y una pizca de escepticismo judío (Tomás el Apóstol)». Shirin estaba afilando un lápiz encima de un cenicero: se había ofendido mucho ante la negativa de Fiodor a «figurar» en la lista de elegibles. Entre los escritores estaba también presente Rostislav Strannyy —persona bastante imponente, que llevaba un brazalete en la peluda muñeca; la poetisa Anna Aptekar, pálida como el pergamino y de cabellera negra y brillante; un crítico teatral—, joven, flaco y muy silencioso, de aspecto tan difuminado que recordaba un daguerrotipo ruso de los años cuarenta; y, naturalmente, el bondadoso Busch, cuyos ojos descansaban con brillo paternal en Fiodor, el cual, con un oído vuelto hacia el informe del presidente de la sociedad, había dejado de mirar a Busch, Lishnevski, Shirin y demás escritores para dedicar su atención a la masa general de asistentes, entre los que se contaban varios periodistas, por ejemplo, el viejo Stupishin, cuya cuchara se abría camino entre un pedazo de pastel de moka, muchos reporteros y —sola y admitida aquí, basándose en Dios sabe qué– Lyubov Markovna con sus tímidos quevedos; y, en general, un elevado número de aquellos a quienes Shirin calificaba severamente de «elemento externo»: el majestuoso abogado Charski, sosteniendo en la mano blanca y siempre temblorosa su quinto cigarrillo de la noche; un pequeño corredor de bolsa, que una vez había publicado una necrología en un diario bundista; un anciano pálido y afable, que olía a pasta de manzana y desempeñaba con entusiasmo su cargo de chantre en el coro de una iglesia; un hombre enorme y enigmático, que vivía como un ermitaño en un pinar próximo a Berlín, algunos decían en una cueva, donde había compilado una colección de anécdotas soviéticas; un grupo aislado de camorristas, frutrados y pagados de sí; un joven agradable, de posición y medios desconocidos («un agente soviético», dijo Shirin simple y oscuramente); otra dama —ex secretaria de alguien; su marido– hermano de un conocido editor; y todas estas personas, desde el vagabundo analfabeto con mirada de borracho, autor de versos místicos acusatorios que aún no había querido publicar ningún periódico, hasta el abogado de repelente pequeñez, casi portátil, Poshkin, que al hablar con la gente decía «pos» en vez de «pues» y «quin» en vez de «quien», como estableciendo una coartada para su nombre; todos éstos, opinaba Shirin, eran perjudiciales para la dignidad de la sociedad y estaban expuestos a una inmediata expulsión.

—Y ahora —anunció Vasiliev después de terminar su informe—, pongo en conocimiento de la reunión que dimito como presidente de la sociedad y no me presento a la reelección.

Se sentó. Un pequeño escalofrío recorrió a los asambleístas. Gurman cerró sus gruesos párpados bajo el peso de la aflicción. Un tren eléctrico pasó como un arco por una cuerda de contrabajo.

—Seguidamente... —dijo el profesor Kraevich, llevándose los quevedos a los ojos y mirando la agenda– el informe del tesorero. Cuando guste.

El ágil vecino de Gurman, adoptó inmediatamente un desafiante tono de voz, lanzó destellos por su ojo bueno, torció con efectividad sus elocuentes labios y empezó a leer... las cifras despedían chispas al ser emitidas, las palabras metálicas daban brincos... «entramos en el año en curso»... «el débito»... «el balance»... mientras Shirin anotaba algo en el dorso de un paquete de cigarrillos, efectuaba una suma y cambiaba miradas triunfantes con Lishnevski.

Cuando terminó la lectura, el tesorero cerró la boca con un clic, mientras a cierta distancia ya se había levantado un miembro del comité auditor, socialista georgiano de rostro picado de viruelas y cabellos negros y duros como cerdas de cepillo, quien enumeró brevemente sus impresiones favorables. Tras lo.cual Shirin pidió la palabra y en seguida se percibió el olor de algo divertido, alarmante e indecoroso.

Empezó subrayando que los gastos del baile benéfico de Año Nuevo eran exorbitantes; Gurman intentó replicar... el presidente, señalando a Shirin con su lápiz, le preguntó si había terminado... «¡Déjenle hablar, no le interrumpan!», gritó Shajmatov desde su asiento, y el lápiz del «presidente», temblando como la lengua de una culebra, le apuntó a él antes de volver a Shirin, quien se limitó a inclinar la cabeza y se sentó. Gurman se levantó pesadamente, llevando el peso de su tristeza con desprecio y resignación, y empezó a hablar... pero Shirin no tardó en interrumpirle y Kraevich agarró la campana. Gurman acabó, y entonces el tesorero pidió la palabra, pero Shirin ya estaba levantado y continuaba: «La explicación del honorable caballero de la bolsa...» El presidente tocó la campana, pidió más moderación y amenazó con negarles autorización para hablar. Shirin volvió a saludar con la cabeza y dijo que sólo quería formular una pregunta: según las palabras del tesorero, en caja había tres mil setenta y seis marcos y quince pfennigs. ¿Podía ver este dinero ahora mismo?

«Bravo», gritó Shajmatov, y el miembro menos atractivo del sindicato, el poeta místico, soltó una risotada, aplaudió y casi se cayó de la silla. El tesorero, blanco como la nieve, se puso a hablar en un rápido murmullo... Mientras hablaba así y era interrumpido por confusas exclamaciones del auditorio, un tal Shuf, flaco, afeitado, parecido a un piel roja, abandonó su rincón, se acercó a la mesa del comité, inadvertido gracias a sus suelas de goma, y la golpeó de repente con el puño rojo, con tal fuerza que hasta la campana dio un brinco. «Está mintiendo», bramó y volvió a su asiento.

Se desencadenó un alboroto en todos los puntos de la sala cuando, para desconsuelo de Shirin, se puso de manifiesto que había otra facción deseosa de hacerse con el poder, y se trataba del grupo que siempre quedaba excluido y al que pertenecía el místico y también el piel roja, así como el individuo bajo y barbudo y varios tipos andrajosos y desequilibrados, uno de los cuales se puso a leer inopinadamente una lista de candidatos para el comité, todos ellos inaceptables. La batalla tomó un nuevo giro, bastante complicado, ya que ahora eran tres los grupos beligerantes. Se oyeron expresiones como «traficante del mercado negro», «no es digno de batirse en duelo» y «usted ya ha sido derrotado». Incluso Busch habló, tratando de ahogar las exclamaciones insultantes, pero debido a la oscuridad natural de su estilo, nadie pudo comprender' de qué hablaba hasta que se sentó y explicó que estaba totalmente de acuerdo con el orador precedente. Gurman, que sólo con las ventanas de la nariz ya expresaba sarcasmo, jugaba con su boquilla. Vasiliev abandonó su asiento y se retiró a un rincón, donde fingió leer el periódico. Lishnevski pronunció un discurso demoledor dirigido principalmente al miembro de la junta semejante a un sapo pacífico, quien se limitó a extender los brazos y mirar con expresión de impotencia a Gurman y al tesorero, quienes se esforzaban por no mirarle. Al final, cuando el poeta místico se levantó, tambaleándose, y con una sonrisa muy prometedora en el rostro sudoroso empezó a hablar en verso, el presidente agitó con furia la campana y anunció una pausa, tras la cual se celebrarían las elecciones. Shirin corrió hacia Vasiliev y le habló con persuasión, mientras Fiodor, sintiendo un repentino aburrimiento, encontraba su impermeable y se abría paso hasta la calle.

Estaba enfadado consigo mismo: ¡sacrificar por esta ridícula representación la estrella fija de su cita nocturna con Zina! El deseo de verla al instante le torturó con su imposibilidad paradójica: si no durmiera a seis metros de la cabecera de su cama, el acceso a ella sería mucho más fácil. Un tren se extendió sobre el viaducto: el bostezo iniciado por una mujer ante la ventana iluminada del primer coche fue completado por otra mujer en el último coche. Fiodor Konstantinovich se dirigía hacia la parada del tranvía por una calle ruidosa, de un negro brillante. El letrero iluminado de un cabaret subía los peldaños de las letras colocadas verticalmente; se apagaban todas a la vez, y entonces la luz volvía a trepar: ¿qué palabra babilónica llegaría hasta el cielo?... un nombre compuesto con un trillón de matices: diamanteclarolunalilas-fogosoardientevioleta, etc., ¡y muchísimos más! ¿Y si intentara telefonear? Sólo tenía una moneda en el bolsillo y era preciso decidirse: telefonear significaba en cualquier caso no poder tomar el tranvía, pero telefonear en balde, o sea no hablar con la propia Zina (hacerla avisar por su madre no estaba permitido por el código) y además volver a pie sería demasiado irritante. Me arriesgaré. Entró en una cervecería, llamó, ¡y todo se acabó en un santiamén! Contestó un número equivocado, el mismo número que el ruso anónimo trataba siempre de obtener y siempre le contestaban los Shchyogolev. Qué remedio, tendría que ir a pata, como diría Boris Ivanovich.

En la esquina siguiente su presencia disparó el mecanismo de muñeca de las prostitutas que deambulaban allí. Una de ellas trató incluso de fingir que miraba un escaparate, y era triste pensar que conocía de memoria estos corsés color de rosa y estos maniquíes dorados. De memoria... «Cariño», dijo otra con una sonrisa inquisitiva. La noche era cálida, empolvada de estrellas. Andaba a paso rápido y sentía en la cabeza destocada la embriaguez del narcótico aire nocturno, y más adelante, cuando caminaba entre jardines, llegaron flotando hasta él fantasmas de lilas, la oscuridad del follaje y olores desnudos y maravillosos que se extendían por el césped.

Tenía calor y la frente le ardía cuando por fin cerró con suavidad la puerta tras de sí y se encontró en el oscuro recibidor. El cristal opaco de la parte superior de la puerta de Zina semejaba un mar radiante: debía leer en la cama, pensó, pero mientras estaba mirando este cristal misterioso, ella tosió, dio media vuelta y la luz se apagó. Qué absurda tortura. Entrar allí, entrar... ¿Quién lo sabría? La gente como su madre y su padrastro duermen el sueño, insensible en un ciento por ciento, de los campesinos. La escrupulosidad de Zina: jamás abriría al rasgeo minúsculo de una uña. Pero sabe que estoy en el recibidor oscuro, y ahogándome. Durante los últimos meses esta habitación prohibida se había convertido en una enfermedad, una carga, una parte de sí mismo, pero hinchada y sellada: el neumotorax de la noche.

Se quedó un momento más, y de puntillas alcanzó su habitación. Pensándolo bien, todo emociones francesas. Fama Mour. Dormir, dormir, la languidez de la primavera carece de talento. Vencerse a sí mismo: un retruécano monástico. ¿Qué haremos? ¿A qué estamos esperando, exactamente? En cualquier caso, no encontraré una esposa mejor. Pero, ¿acaso necesito una esposa? «Aparta esa lira, no tengo sitio para moverme...» No,.jamás le oiría semejantes palabras, ésta era la cuestión.

Y pocos días después, de una manera sencilla e incluso un poco tonta, surgió una solución al problema, cuya gran complejidad casi hacía sospechar un error en su construcción. Boris Ivanovich, cuyos negocios iban de mal en peor desde hacía algunos años, recibió la inesperada oferta, por parte de una firma berlinesa, de un respetable cargo representativo en Copenhague. Dentro de dos meses, a principios de julio, tendría que trasladarse allí por un plazo mínimo de un año, y si todo iba bien, para siempre. Marianna Nikolavna, que por alguna razón amaba Berlín (lugares conocidos, excelentes instalaciones sanitarias, aunque ella era sucia), sentía tristeza de tener que marcharse, pero ésta se disipó en cuanto pensó un poco en las mejores condiciones de vida que le esperaban. Así, pues, quedó decidido que a partir de julio Zina permanecería sola en Berlín y seguiría trabajando para Traum hasta que Shchyogolev «le encontrara un empleo» en Copenhague, adonde Zina debería dirigirse «en cuanto» la llamaran (es decir, esto es lo que pensaban los Shchyogolev; Zina había decidido algo muy diferente). Había que resolver la cuestión del apartamento. Los Shchyogolev no querían venderlo, por lo que empezaron a buscar a alguien que lo alquilase. Lo encontraron en la persona de un joven alemán de gran futuro comercial, quien, acompañado de su novia —chica sencilla, sin afeites, domésticamente robusta, que llevaba un abrigo verde—, inspeccionó el apartamento: comedor, dormitorio, cocina, Fiodor en la cama, y se declaró satisfecho. Sin embargo, no alquilaría el apartamento hasta el mes de agosto, por lo que durante un mes tras la marcha de los Shchyogolev, Zina y el inquilino podrían continuar en él. Contaban los días: cincuenta, cuarenta y nueve, treinta, veinticinco, cada uno de estos números tenía su propio rostro: una colmena, una urraca en un árbol, la silueta de un caballo de ajedrez, un hombre joven. Desde la primavera, sus citas nocturnas dejaban atrás las márgenes de su calle inicial (farol, tilo, valla), y ahora sus inquietos paseos les llevaban, en círculos cada vez más amplios, a rincones distantes y siempre nuevos de la ciudad. Una vez era un puente sobre un canal, otra un bosquecillo de enredaderas en un parque, tras cuyo varaseto se deslizaban las luces, otra una calle sin pavimentar entre solares llenos de neblina en los cuales se estacionaban camiones oscuros, otra unas arcadas extrañas, imposibles de encontrar a la luz del día. Cambio de costumbres antes de emigrar; excitación; un dolor lánguido en los hombros.

Los periódicos diagnosticaban al verano todavía joven un calor excepcional, y hubo en efecto una larga hilera de días espléndidos, interrumpida de vez en cuando por la interjección de una tormenta. Por la mañana, mientras Zina se marchitaba al calor maloliente de la oficina (sólo los sobacos de la chaqueta de Hamekke eran más que suficientes... ¿y cómo calificar los cuellos de las mecanógrafas, que se derretían como la cera, y la pegajosa negrura del papel carbón?), Fiodor se iba al Grünewald a pasar todo el día, abandonando sus lecciones y trataba de no pensar en el pago atrasado de su habitación. Jamás se había levantado a las siete, le habría parecido algo monstruoso, pero ahora, bajo la nueva luz de la vida (en la que de algún modo se mezclaba la madurez de su talento, un presentimiento de nuevos esfuerzos y la proximidad de la dicha completa con Zina), experimentaba un placer directo en la velocidad y ligereza de estos madrugones, en aquella explosión de movimiento, en la sencillez ideal de vestirse en tres segundos: camisa, pantalones y sandalias sin calcetines, tras lo cual envolvía el bañador en una manta de viaje, se la ponía bajo el brazo, cogía al pasar por el recibidor una naranja y un bocadillo y echaba a correr escaleras abajo.

Una alfombrilla vuelta hacia atrás mantenía la puerta abierta de par en par mientras el portero sacudía el polvo de otra alfombra golpeándola con energía contra el tronco de un limero inocente: ¿qué he hecho para merecer esto? El asfalto aún estaba a la sombra azulada de las casas. En la acera brillaban los primeros y frescos excrementos de un perro. Un coche fúnebre, que ayer se encontraba frente a un taller de reparaciones, salió con cautela por un portal y bajó por la calle vacía, y en su interior, tras el cristal y unas rosas blancas artificiales, en lugar de un ataúd había una bicicleta: ¿de quién? ¿por qué? La lechería ya estaba abierta, pero el perezoso estanquero continuaba dormido. El sol jugaba sobre diversos objetos del lado derecho de la calle, como una urraca eligiendo con el pico cosas minúsculas que brillan; y en el extremo, donde la cruzaba el profundo barranco de un ferrocarril, una nube de humo de locomotora apareció de improviso a la derecha del puente, se desintegró contra sus costillas de hierro y volvió a recuperar inmediatamente su forma blanca en el otro lado, donde se alejó serpenteando por entre los árboles. Al cruzar el puente después de la nube, Fiodor se alegró, como de costumbre, al ver la maravillosa poesía de los terraplenes de la vía férrea, su naturaleza libre y diversa: una multitud de langostas y sauces, matorrales, abejas, mariposas; todo esto vivía en aislamiento y despreocupación de la tosca vecindad del polvo de carbón que brillaba más abajo, entre los cinco chorros de raíles, y en dichosa ignorancia de los bastidores de la ciudad, de los muros agrietados de las casas viejas que tostaban sus espaldas tatuadas al sol de la mañana. Más allá del puente, cerca del pequeño jardín público, dos ancianos empleados de correos, tras completar la comprobación de una estampadora, y sintiéndose repentinamente juguetones, salían a hurtadillas de entre el jazmín, uno detrás de el otro, uno imitando los gestos del otro, en dirección a un tercero —que humilde y brevemente descansaba en un banco con los ojos cerrados antes de iniciar su jornada de trabajo—, con objeto de hacerle cosquillas en la nariz con una flor. ¿Dónde pondré todos estos regalos con que me recompensa la mañana veraniega, a mí y sólo a mí? ¿Los guardaré para futuros libros? ¿Los usaré inmediatamente para un manual práctico: ¿Cómo ser feliz? O profundizando más, yendo al fondo de las cosas: ¿comprenderé lo que se oculta detrás de todo esto, detrás del juego, el centelleo, la pintura gruesa y verde del follaje? ¡Porque hay algo, verdaderamente hay algo! Y uno quiere ofrecer su agradecimiento y no hay nadie a quien ofrecerlo. La lista de donaciones ya está hecha: 10.000 días de un Donante Desconocido.

Siguió andando, frente a verjas de hierro, frente a los profundos jardines de las villas de los banqueros, con sus grutas en la sombra, su boj, hiedra y césped perlados por el agua de riego, y entonces, entre los tilos y los olmos aparecieron los primeros pinos, enviados a la vanguardia por los pinares del Grünewald (o, por el contrario, ¿rezagados del regimiento?). Silbando con fuerza e irguiéndose (cuesta arriba) sobre los pedales de su triciclo, pasó el mandadero de la panadería; un camión de riego se acercaba lentamente, con un sonido sibilante y húmedo; una ballena sobre me das regaba con generosidad el asfalto. Alguien provisto de una cartera abrió de golpe una verja pintada de rojo y se marchó hacia una oficina desconocida. Fiodor salió al bulevar justo detrás de él (todavía el mismo Hohenzollerdamm en cuyo principio habían incinerado al pobre Alexander Yakovlevich), y allí, haciendo centellear la cerradura, la cartera echó a correr, tras un tranvía. Ahora el bosque ya no estaba lejos y aceleró el paso, sintiendo ya en el rostro levantado la máscara caliente del sol. Pasaron por su lado las estacas de una valla, salpicando su visión. En el solar de ayer se estaba construyendo una pequeña villa, y como el cielo miraba a través de los agujeros de futuras ventanas, y como bardanas y rayos de sol habían aprovechado la lentitud de la obra para instalarse con comodidad entre las blancas paredes inacabadas, éstas habían adquirido el semblante pensativo de las ruinas, como la expresión «a veces», que sirve igual para el pasado y el futuro. Una muchacha con una botella de leche se acercaba a Fiodor; tenía cierto parecido con Zina, o, mejor dicho, contenía una partícula de aquella fascinación, vaga y especial a la vez, que encontraba en muchas chicas, pero con particular abundancia en Zina, por lo que todas tenían un misterioso parentesco con ella, parentesco que sólo él conocía, aunque era totalmente incapaz de formular los indicios de esta afinidad (fuera de la cual las mujeres evocaban en él un penoso hastío), y ahora, al seguirla con la mirada y captar sus contornos fugitivos, dorados, tan familiares, que en seguida desaparecieron para siempre, sintió por un momento el impacto de un deseo sin esperanzas cuyo único encanto y riqueza estribaba en su calidad de irrealizable. Oh, trivial diablo de las emociones baratas, no me tientes con el apunte «mi tipo». No es eso, no es eso, sino algo que va más allá. La definición es siempre finita, pero yo sigo persiguiendo lo lejano; busco, más allá de las barricadas (de palabras, de sentidos, del mundo), lo infinito, donde todas, todas las líneas convergen.


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