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Las dos torres
  • Текст добавлен: 20 сентября 2016, 14:40

Текст книги "Las dos torres"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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—Veremos, veremos —se decía Gollum, cuando predominaba en él el humor maligno, mientras recorría el peligroso camino que descendía de Emyn Muil al Valle de Morgul—, veremos. Puede ser, oh sí, puede ser que cuando Ella tire los huesos y las ropas vacías, lo encontremos, y entonces lo tendremos, el Tesoro, una recompensa para él pobre Sméagol que le trae buena comida. Y salvaremos el Tesoro, como prometimos. Oh sí. Y cuándo lo tengamos a salvo, Ella lo sabrá, oh sí, y entonces ajustaremos cuentas con Ella, oh sí mi tesoro. ¡Entonces ajustaremos cuentas con todo el mundo!

Así reflexionaba Gollum con la astucia retorcida que aún esperaba poder ocultarle, aunque la había vuelto a ver y se había prosternado ante ella mientras los hobbits dormían.

Y en cuanto a Sauron: sabía muy bien dónde se ocultaba Ella-Laraña. Le complacía que habitase allí hambrienta, pero nunca menos malvada; ningún artificio que él hubiera podido inventar habría guardado mejor que ella aquel antiguo acceso. En cuanto a los orcos, eran esclavos útiles, pero los tenía en abundancia. Y si de tanto en tanto Ella-Laraña atrapaba alguno para calmar el apetito, tanto mejor: Sauron podía prescindir de ellos. Y a veces, como un hombre que le arroja una golosina a su gata ( mi gatala llamaba él, pero ella no lo reconocía como amo), Sauron le enviaba aquellos prisioneros que ya no le servían. Los hacía llevar a la guarida de Ella-Laraña, y luego exigía que le describieran el espectáculo.

Así vivían uno y otro, deleitándose con cada nueva artimaña que inventaban, sin temer ataques, ni iras, ni el fin de aquellas maldades. Jamás una mosca había escapado de las redes de Ella-Laraña, y jamás ésta había estado tan furiosa ni tan hambrienta.


Pero nada sabía el pobre Sam de todo ese mal que habían desencadenado contra ellos, salvo que sentía crecer en él un terror, una amenaza indescriptible; y esta carga se le hizo pronto tan pesada que casi le impedía correr, y sentía los pies como si fuesen de plomo.

El miedo lo cercaba, y allá adelante, en el paso, estaban los enemigos, a cuyo encuentro Frodo corría ahora, imprudentemente, en un arranque de frenética alegría. Apartando los ojos de las sombras de atrás y de la profunda oscuridad al pie del risco a la izquierda, miró hacia adelante y vio dos cosas que lo asustaron todavía más. Vio que la espada de Frodo centelleaba todavía con una llama azul; y vio también que el cielo por detrás de las torres estaba ahora en sombras, pero el resplandor rojizo ardía aún en la ventana.

—¡Orcos! —murmuró entre dientes—. Con precipitarnos no ganaremos nada. Hay orcos en todas partes, y cosas peores que orcos. —Luego, volviendo con presteza a la larga costumbre de estar siempre ocultando algo, cerró la mano alrededor del frasco que aún llevaba consigo. Roja con su propia sangre le brilló un instante la mano, y en seguida guardó la luz reveladora en lo más profundo de un bolsillo, cerca del pecho, y se envolvió en la capa élfica. Luego procuró acelerar el paso. Frodo estaba cada vez más lejos; ya le llevaba unos veinte pasos largos, y se deslizaba, veloz como una sombra; pronto lo habría perdido de vista en ese mundo gris.



Apenas hubo escondido Sam la luz del cristal de estrella, Ella-Laraña reapareció. Un poco más adelante y a la izquierda Sam vio de pronto, saliendo de un negro agujero de sombras al pie del risco, la forma más abominable que había contemplado jamás, más horrible que el horror de una pesadilla. En realidad se parecía a una araña, pero era más grande que una bestia de presa, y un malvado designio reflejado en los ojos despiadados la hacía más terrible. Aquellos mismos ojos que Sam creía apagados y vencidos, allí estaban de nuevo, y relucían con un brillo feroz, arracimados en la cabeza que se proyectaba hacia adelante. Tenía grandes cuernos, y detrás del cuello corto semejante a un fuste, seguía el cuerpo enorme e hinchado, un saco tumefacto e inmenso que colgaba oscilante entre las patas; la gran mole del cuerpo era negra, manchada con marcas lívidas, pero la parte inferior del abdomen era pálida y fosforescente, y exhalaba un olor nauseabundo. Las patas de coyunturas nudosas y protuberantes se replegaban muy por encima de la espalda, los pelos erizados parecían púas de acero, y cada pata terminaba en una garra.

En cuanto el cuerpo fofo y las patas replegadas pasaron estrujándose por la abertura superior de la guarida, Ella-Laraña avanzó con una rapidez espantosa, ya corriendo sobre las patas crujientes, ya dando algún salto repentino. Estaba entre Sam y su amo. O no vio a Sam, o prefirió evitarlo momentáneamente por ser el portador de la luz, lo cierto es que dedicó toda su atención a una sola presa, Frodo, que privado de la Redoma e ignorando aún el peligro que lo amenazaba, corría sendero arriba. Pero Ella-Laraña era más veloz: unos saltos más y le daría alcance.

Sam jadeó, y juntando todo el aire que le quedaba en los pulmones alcanzó a gritar: —¡Cuidado, atrás! ¡Cuidado, mi amo! Yo estoy... —pero algo le ahogó el grito en la garganta.

Una mano larga y viscosa le tapó la boca y otra le atenazó el cuello, en tanto algo se le enroscaba alrededor de la pierna. Tomado por sorpresa, cayó hacia atrás en los brazos del agresor.

—¡Lo hemos atrapado! —siseó la voz de Gollum al oído de Sam—. Por fin, mi tesoro, por fin lo hemos atrapado, sí, al hobbit perverso. Nos quedamos con éste. Que Ella se quede con el otro. Oh sí, Ella-Laraña lo tendrá, no Sméagol: él prometió; él no le hará ningún daño al amo. Pero te tiene a ti, pequeño fisgón inmundo y perverso. —Le escupió a Sam en el cuello.

La furia desencadenada por la traición, y la desesperación de verse retenido en un momento en que Frodo corría un peligro mortal, dotaron a Sam de improviso de una energía y una violencia que Gollum jamás habría sospechado en aquel hobbit a quien consideraba torpe y estúpido. Ni el propio Gollum hubiera sido capaz de retorcerse y debatirse con tanta celeridad y fiereza. La mano se le escurrió de la boca, y Sam se agachó y se lanzó hacia adelante, tratando de zafarse de la garra que le apretaba la garganta. Aún conservaba la espada en la mano, y en el brazo izquierdo, colgado de la correa, el bastón de Faramir. Trató de darse la vuelta para traspasar con la espada a su enemigo. Pero Gollum fue demasiado rápido: estiró de pronto un largo brazo derecho y aferró la muñeca de Sam; los dedos eran como tenazas: lentos, implacables; le doblaron la mano hacia atrás y hacia adelante, hasta que con un alarido de dolor Sam dejó caer la espada; y entretanto la otra mano de Gollum se le cerraba cada vez más alrededor del cuello.

Sam jugó entonces una última carta. Tiró con todas sus fuerzas hacia adelante y plantó con firmeza los pies en el suelo; luego, con un movimiento brusco, se dejó caer de rodillas, y se echó hacia atrás.

Gollum, que ni siquiera esperaba de Sam esta sencilla treta, cayó al suelo con Sam encima de él, y recibió sobre el estómago todo el peso del robusto hobbit. Soltó un agudo silbido y por un segundo la garra cedió en la garganta de Sam; pero los dedos de la otra seguían apretando como tenazas la mano de la espada. Sam se arrancó de un tirón y volvió a ponerse en pie y giró en círculo hacia la derecha, apoyándose en la muñeca que Gollum le sujetaba. Blandiendo el bastón con la mano izquierda, lo alzó y lo dejó caer con un crujido sibilante sobre el brazo extendido de Gollum, justo por debajo del codo.

Dando un chillido, Gollum soltó la presa. Entonces Sam atacó otra vez; sin detenerse a cambiar el bastón de la mano izquierda a la derecha, le asestó otro golpe salvaje. Rápido como una serpiente Gollum se escurrió a un lado, y el golpe, destinado a la cabeza, fue a dar en la espalda. La vara crujió y se quebró. Eso fue suficiente para Gollum. Atacar de improviso por la espalda era uno de sus trucos habituales, y casi nunca le había fallado. Pero esta vez, ofuscado por el despecho, había cometido el error de hablar y jactarse antes de aferrar con ambas manos el cuello de la víctima. El plan había empezado a andar mal desde el momento mismo en que había aparecido en la oscuridad aquella luz horrible. Y ahora lo enfrentaba un enemigo furioso, y apenas más pequeño que él. No era una lucha para Gollum. Sam levantó la espada del suelo y la blandió. Gollum lanzó un chillido, y escabulléndose hacia un costado cayó al suelo en cuatro patas, y huyó, saltando como una rana. Antes que Sam pudiese darle alcance, se había alejado, corriendo hacia el túnel con una rapidez asombrosa.

Sam lo persiguió, espada en mano. Por el momento, salvo la furia roja que le había invadido el cerebro, y el deseo de matar a Gollum, se había olvidado de todo. Pero Gollum desapareció sin que pudiera alcanzarlo. Entonces, ante aquel agujero oscuro y el olor nauseabundo que le salía al encuentro, el recuerdo de Frodo y del monstruo lo sacudió como el estallido de un trueno. Dio media vuelta y en una enloquecida carrera se precipitó hacia el sendero, gritando sin cesar el nombre de su amo. Era quizá demasiado tarde. Hasta ese momento el plan de Gollum había tenido éxito.


10



LAS DECISIONES DE MAESE SAMSAGAZ



Frodo yacía de cara al cielo, y Ella-Laraña se inclinaba sobre él, tan dedicada a su víctima que no advirtió la presencia de Sam ni lo oyó gritar hasta que lo tuvo a pocos pasos. Sam, llegando a todo correr, vio a Frodo atado con cuerdas que lo envolvían desde los hombros hasta los tobillos; y ya el monstruo, a medias levantándolo con las grandes patas delanteras, a medias a la rastra, se lo estaba llevando.

Junto a Frodo en el suelo, inútil desde que se le cayera de la mano, centelleaba la espada élfica. Sam no perdió tiempo en preguntarse qué convenía hacer, o si lo que sentía era coraje, o lealtad, o furia. Se abalanzó con un grito y recogió con la mano izquierda la espada de Frodo. Luego atacó. Jamás se vio ataque más feroz en el mundo salvaje de las bestias, como si una alimaña pequeña y desesperada, armada tan sólo de dientes diminutos, se lanzara contra una torre de cuerno y cuero, inclinada sobre el compañero caído.

Como interrumpida en medio de una ensoñación por el breve grito de Sam, Ella-Laraña volvió lentamente hacia él aquella mirada horrenda y maligna. Pero antes de que llegara a advertir que la furia de este enemigo era mil veces superior a todas las que conociera en años incontables, la espada centelleante le mordió el pie y amputó la garra. Sam saltó adentro, al arco formado por las patas, y con un rápido movimiento ascendente de la otra mano, lanzó una estocada a los ojos arracimados en la cabeza gacha de Ella-Laraña. Un gran ojo quedó en tinieblas.

Ahora la criatura pequeña y miserable estaba debajo de la bestia, momentáneamente fuera del alcance de los picotazos y las garras. El vientre enorme pendía sobre él con una pútrida fosforescencia, y el hedor le impedía respirar. No obstante, la furia de Sam alcanzó para que asestara otro golpe, y antes de que Ella-Laraña se dejara caer sobre él y lo sofocara, junto con ese pequeño arrebato de insolencia y coraje, le clavó la hoja de la espada élfica, con una fuerza desesperada.

Pero Ella-Laraña no era como los dragones, y no tenía más puntos vulnerables que los ojos. Aquel pellejo secular de agujeros y protuberancias de podredumbre estaba protegido interiormente por capas y capas de excrecencias malignas. La hoja le abrió una incisión horrible, mas no había fuerza humana capaz de atravesar aquellos pliegues y repliegues monstruosos, ni aun con un acero forjado por los Elfos o por los Enanos, o empuñado por Beren o Túrin. Se encogió al sentir el golpe, pero en seguida levantó el gran saco del vientre muy por encima de la cabeza de Sam. El veneno brotó espumoso y burbujeante de la herida. Luego, abriendo las patas, dejó caer otra vez la mole enorme sobre Sam. Demasiado pronto. Pues Sam estaba aún en pie, y soltando la espada tomó con ambas manos la hoja élfica, y apuntándola al aire paró el descenso de aquel techo horrible; y así Ella-Laraña, con todo el poder de su propia y cruel voluntad, con una fuerza superior a la del puño del mejor guerrero, se precipitó sobre la punta implacable. Más y más profundamente penetraba cada vez aquella punta, mientras Sam era aplastado poco a poco contra el suelo.

Jamás Ella-Laraña había conocido ni había soñado conocer un dolor semejante en toda su larga vida de maldades. Ni el más valiente de los soldados de la antigua Gondor, ni el más salvaje de los orcos atrapado en la tela, había resistido de ese modo, y nadie, jamás, le había traspasado con el acero la carne bienamada. Se estremeció de arriba abajo. Levantó una vez más la gran mole, tratando de arrancarse del dolor, y combando bajo el vientre los tentáculos crispados de las patas, dio un salto convulsivo hacia atrás.

Sam había caído de rodillas cerca de la cabeza de Frodo; tambaleándose en el hedor repelente, aún empuñaba la espada con ambas manos. A través de la niebla que le enturbiaba los ojos entrevió el rostro de Frodo, y trató obstinadamente de dominarse, y no perder el sentido. Levantó con lentitud la cabeza y la vio, a unos pocos pasos, y ella lo miraba; una saliva venenosa le goteaba del pico, y un limo verdoso le rezumaba del ojo lastimado. Allí estaba, agazapada, el vientre palpitante desparramado en el suelo, los grandes arcos de las patas, que se estremecían, juntando fuerzas para dar otro salto, para aplastar esta vez, y picar a muerte; no una ligera mordedura venenosa destinada a suspender la lucha de la víctima; esta vez matar y luego despedazar.

Y mientras Sam la observaba, agazapado también él, viendo en los ojos de la bestia su propia muerte, un pensamiento lo asaltó, como si una voz remota le hablase al oído de improviso, y tanteándose el pecho con la mano izquierda encontró lo que buscaba: frío, duro y sólido le pareció al tacto en aquel espectral mundo de horror la redoma de Galadriel.

—¡Galadriel! —dijo débilmente, y entonces oyó voces lejanas pero claras: las llamadas de los Elfos cuando vagaban bajo las estrellas en las sombras amadas de la Comarca, y la música de los Elfos tal como la oyera en sueños en la Sala de Fuego de la casa de Elrond.


Gilthoniel A Elbereth!


Y de pronto, como por encanto, la lengua se le aflojó, e invocó en un idioma para él desconocido:


A Elbereth Gilthoniel

o menel palan-diriel,

le nallon sí di’nguruthos!

A tiro nin, Fanuilos!


Y al instante se levantó, tambaleándose, y fue otra vez el hobbit Samsagaz hijo de Hamfast.

—¡A ver, acércate bestia inmunda! —gritó—. Has herido a mi amo y me las pagarás. Seguiremos adelante, te lo aseguro, pero primero arreglaremos cuentas contigo. ¡Acércate y prueba otra vez!

Como si el espíritu indomable de Sam hubiese reforzado la potencia del cristal, la redoma de Galadriel brilló de pronto como una antorcha incandescente. Centelleó, y pareció que una estrella cayera del firmamento rasgando el aire tenebroso con una luz deslumbradora. Jamás un terror como este que venía de los cielos había ardido con tanta fuerza delante de Ella-Laraña. Los rayos le entraron en la cabeza herida y la terrible infección de luz se extendió de ojo a ojo. La bestia cayó hacia atrás agitando en el aire las patas delanteras, enceguecida por los relámpagos internos, la mente en agonía. Luego volvió la cabeza mutilada, rodó a un costado, y adelantando primero una garra y luego otra, se arrastró hacia la abertura del acantilado sombrío.

Sam la persiguió, vacilante, tambaleándose como un hombre ebrio. Y Ella-Laraña, domada al fin, encogida en la derrota, temblaba y se sacudía tratando de huir. Llegó al agujero y se escurrió dejando un reguero de limo amarillo verdoso, y desapareció en el momento en que Sam, antes de desplomarse, le asestaba el último golpe a las patas traseras.


Ella-Laraña había desaparecido; y la historia no cuenta si permaneció largo tiempo encerrada rumiando su malignidad y su desdicha, y si en lentos años de tinieblas se curó desde adentro y reconstituyó los racimos de los ojos, hasta que un hambre mortal la llevó a tejer otra vez las redes horribles en los valles de las Montañas de la Sombra.

Sam se quedó solo. Penosamente, mientras la noche del País Sin Nombre caía sobre el lugar de la batalla, se arrastró de nuevo hacia su amo.

—¡Mi amo, mi querido amo! —gritó. Pero Frodo no habló. Mientras corría hacia adelante en plena exaltación, feliz al verse en libertad, Ella-Laraña lo había perseguido con una celeridad aterradora y de un solo golpe le había clavado en el cuello el pico venenoso. Ahora Frodo yacía pálido, inmóvil, insensible a cualquier voz.

”¡Mi amo, mi querido amo! —repitió Sam, y esperó durante un largo silencio, escuchando en vano.

Luego, lo más rápido que pudo, cortó las cuerdas y apoyó la cabeza en el pecho y en la boca de Frodo pero no descubrió ningún signo de vida, ni el más leve latido del corazón. Le frotó varias veces las manos y los pies y le tocó la frente, pero todo estaba frío.

—¡Frodo, señor Frodo! —exclamó—. ¡No me deje aquí solo! Es su Sam quien lo llama. No se vaya a donde yo no pueda seguirlo. ¡Despierte, señor Frodo! ¡Oh, por favor, despierte, Frodo! ¡Despierte, Frodo, pobre de mí, pobre de mí! ¡Despierte!


Y entonces la cólera lo dominó, y levantándose corrió frenéticamente alrededor del cuerpo de su amo, y hendió el aire con la espada, y golpeó las piedras dando gritos de desafío. Luego se volvió, e inclinándose miró a la luz crepuscular el rostro pálido de Frodo. Y de pronto descubrió que ésta era la imagen que se le había revelado en el espejo de Galadriel en Lórien: Frodo de cara pálida dormido al pie de un risco grande y oscuro. Profundamente dormido, había pensado entonces. —¡Está muerto! —dijo—. ¡No está dormido, está muerto! —Y mientras lo decía, como si las palabras hubiesen activado el veneno, le pareció que el rostro de Frodo cobraba un tinte lívido y verdoso.

Y entonces la desesperación más negra cayó sobre él, y se inclinó hasta el suelo y se cubrió la cabeza con la capucha gris, mientras la noche le invadía el corazón, y no supo nada más.


Cuando al fin las tinieblas se disiparon, Sam levantó la cabeza y vio sombras en torno; pero no hubiera sabido decir durante cuántos minutos o cuántas horas el mundo había continuado arrastrándose. Estaba en el mismo lugar, y aún allí junto a él yacía su amo muerto. Ni las montañas se habían desmoronado ni la tierra había caído en ruinas.

—¿Qué haré, qué haré? —se preguntó—. ¿Habré recorrido con él todo este camino para nada? —Y en ese preciso instante oyó su propia voz diciendo palabras que al comienzo del viaje él mismo no había comprendido: Tengo que hacer algo antes del fin, y está ahí adelante, tengo que buscarlo, señor, si usted me entiende.

”¿Pero qué puedo hacer? No por cierto abandonar al señor Frodo muerto y sin sepultura en lo alto de las montañas, y volverme para casa. O continuar. ¿Continuar? —repitió, y por un momento lo sacudió un estremecimiento de miedo y de incertidumbre—. ¿Continuar? ¿Es eso lo que he de hacer? ¿Y abandonarlo aquí?

Entonces por fin rompió a llorar; y volviendo junto a Frodo le estiró el cuerpo, y le cruzó las manos frías sobre el pecho, y lo envolvió en la capa élfica, y luego puso a un lado su propia espada y al otro el bastón que le había regalado Faramir.

—Si voy a continuar, señor Frodo —dijo—, tendré que llevarme su espada, con el permiso de usted, pero le dejo esta otra al lado, así como estaba junto al viejo rey en el túmulo; y usted tiene además la hermosa cota de mithril del viejo señor Bilbo. Y el cristal de estrella, señor Frodo, usted me lo prestó, pero voy a necesitarlo, pues de ahora en adelante andaré siempre en la oscuridad. Es demasiado precioso para mí, y la Dama se lo regaló a usted, pero ella tal vez comprendería. Usted lo comprende, ¿verdad, señor Frodo? Tengo que seguir.


Sin embargo no pudo seguir, todavía no. Se arrodilló, tomó la mano de Frodo y no la pudo soltar. Y el tiempo pasaba y él seguía allí, de rodillas, estrechando la mano de Frodo, mientras en su corazón se libraba una batalla.

Trató de reunir las fuerzas necesarias para arrancarse de allí y partir en un viaje solitario: el viaje vengador. Si al menos pudiera partir, la furia lo llevaría por todas las rutas del mundo detrás de Gollum, hasta dar por fin con él. Y entonces Gollum moriría en un rincón. Pero no era eso lo que él pretendía. Abandonar a su amo sólo por eso no tenía ningún sentido. No le devolvería la vida. Nada ahora le devolvería la vida. Hubiera sido preferible que murieran juntos. Y aun así sería también un viaje solitario.

Miró la punta reluciente de la espada. Pensó en los lugares que habían dejado atrás, la orilla negra, el precipicio que se abría al vacío. Por ese lado no había salida posible. Sería como no hacer nada, no valía la pena. No era eso lo que él pretendía.

—Pero entonces, ¿qué he de hacer? —gritó de nuevo, y ahora le pareció conocer exactamente la dura respuesta: seguir adelante. Otro viaje solitario, y el peor.

”¿Cómo? ¿Yo, solo, ir hasta la Grieta del Destino y todo lo demás? —Titubeaba aún, pero la resolución crecía—. ¿Cómo? ¿Yo sacarle a élel Anillo? El Concilio se lo entregó a él.

Pero al instante le llegó la respuesta:

—Y el Concilio le dio compañeros, a fin de que la misión no fracasara. Y tú eres el último que queda de la Compañía. La misión no puede fracasar.

”¡Por qué me habrá tocado ser el último! —gimió—. ¡Cuánto daría porque estuviese aquí el viejo Gandalf, o algún otro! ¿Por qué me habrán dejado solo para que yo decida? Me equivocaré, estoy seguro. Y no me corresponde a mí sacarle el Anillo, y ponerme por delante.

”Pero no eres tú quien se pone por delante, te han puesto. Y en cuanto a no ser la persona adecuada, tampoco lo era el señor Frodo, se podría decir, ni el señor Bilbo. Tampoco ellos eligieron.

”Pues bien, tengo que decidirlo, y lo decidiré. Aunque estoy seguro de equivocarme: qué otra cosa puede hacer Sam Gamyi.

”A ver, reflexionemos un poco: si nos encuentran aquí, o si encuentran al señor Frodo, y con esa cosa encima, bueno, el Enemigo se apoderará de él. Y será el fin de todos nosotros, de Lórien y de Rivendel, y de la Comarca y todo lo demás. Y no hay tiempo que perder, pues entonces será el fin, de todas maneras. La guerra ha comenzado, y es muy probable que todo vaya ahora a favor del Enemigo. Imposible regresar con la cosa en busca de permiso o consejo. No, se trata de quedarse aquí hasta que ellos vengan y me maten sobre el cuerpo de mi amo, y se apoderen de la cosa, o de tomarla y partir. —Respiró profundamente—. ¡Tomémosla, entonces!


Se agachó. Desprendió con delicadeza el broche que cerraba la túnica alrededor del cuello de Frodo, e introdujo la mano; luego, levantando con la otra la cabeza, besó la frente helada y le sacó dulcemente la cadena. La cabeza yació otra vez, descansando. No hubo ningún cambio en el rostro sereno, y más que todos los otros signos esto convenció por fin a Sam de que Frodo había muerto y había abandonado la Misión.

—¡Adiós, amo querido! —murmuró—. Perdone a su Sam. Él regresará en cuanto haya llevado a cabo la tarea... si lo consigue. Y entonces nunca más volverá a abandonarlo. Descanse tranquilo hasta mi regreso: ¡y que ninguna criatura inmunda se le acerque! Y si la Dama pudiese oírme y concederme un deseo, desearía volver, y encontrarlo otra vez. ¡Adiós!

Luego, inclinándose, se pasó la cadena por la cabeza y al instante el peso del Anillo lo encorvó hasta el suelo, como si le hubiesen colgado una piedra enorme. Pero poco a poco, como si el peso disminuyera, o una fuerza nueva naciera en él, irguió la cabeza y haciendo un gran esfuerzo se levantó y comprobó que podía caminar con la carga. Y entonces alzó un momento la redoma para mirar por última vez a su amo, y la luz ardía ahora suavemente, con el débil resplandor de la estrella vespertina en el estío, y a esa luz la lividez verdosa desapareció del rostro de Frodo, y fue hermoso otra vez, pálido pero hermoso, con una belleza élfica, el rostro de alguien que ha partido hace mucho tiempo del mundo de las sombras. Y con el triste consuelo de esta última visión, luego de haber escondido la luz, Sam se internó con paso vacilante en la creciente oscuridad.


No tuvo mucho que caminar. La boca del túnel se abría atrás, no lejos de allí; pero adelante, a unas doscientas yardas o quizá menos, corría el Desfiladero. El sendero era visible en la penumbra del crepúsculo, un surco profundo excavado a lo largo de los siglos, que ascendía en una garganta larga flanqueada por paredes rocosas. La garganta se estrechaba rápidamente. Pronto Sam llegó a un tramo de escalones anchos y bajos. Ahora la torre de los orcos se erguía justo encima, negra y hostil, y en ella brillaba el ojo incandescente. Las sombras de la base ocultaban al hobbit. Llegó a lo alto de la escalera y se encontró por fin en el Desfiladero.

—Lo he decidido —se repetía a menudo. Pero no era verdad. Pese a que lo había pensado muchas veces, lo que estaba haciendo era del todo contrario a su naturaleza—. ¿Me habré equivocado? —murmuró—. ¿Qué hubiera tenido que hacer?

Mientras las paredes casi verticales del Desfiladero se cerraban alrededor de él, antes de llegar a la cima misma, y antes de mirar por fin el sendero que descendía al País Sin Nombre, dio media vuelta. Por un momento, paralizado por la duda intolerable, miró hacia atrás. La boca del túnel era todavía visible, una mancha borrosa y pequeña en la penumbra; y creyó ver o adivinar el lugar donde yacía Frodo. Y de pronto le pareció que allá abajo en el suelo ardía un leve resplandor, o tal vez fuese tan sólo un efecto de las lágrimas que le empañaban los ojos, mientras escudriñaba aquella cumbre pedregosa donde su vida entera había caído en ruinas.

—Si al menos pudiera cumplir mi deseo —suspiró—, mi único deseo: ¡volver y encontrarlo! —Luego, por fin, se volvió hacia el camino que se extendía ante él y avanzó unos pocos pasos: los más pesados y más penosos que hubiera dado nunca.


Apenas unos pocos pasos; y ahora sólo unos pocos más, y luego descendería y ya nunca más volvería a ver aquellas alturas. Y entonces, de improviso, oyó gritos y voces. Sam esperó inmóvil, como petrificado. Voces de orcos. Adelante y atrás de él. Un fuerte ruido de pisadas y voces roncas: los orcos subían al Desfiladero desde el otro lado, tal vez desde alguna de las puertas de la torre. Pasos precipitados y gritos detrás. Dio media vuelta y vio unas lucecitas rojas, antorchas que parpadeaban a lo lejos a la salida del túnel. La cacería había comenzado al fin. El ojo de la torre no era ciego. Y Sam estaba atrapado.

La temblorosa luz de las antorchas y el retintín de los aceros se iban acercando. Un momento más, y llegarían a la cima, y caerían sobre él. Había perdido un tiempo precioso en decidirse, y ahora todo era inútil. ¿Cómo huir, cómo salvarse, cómo salvar el Anillo? El Anillo. No fue ni un pensamiento ni una decisión; de pronto se dio cuenta de que se había sacado la cadena y de que tenía el Anillo en la mano. La vanguardia de la horda de orcos apareció en el Desfiladero, justo delante de él. Entonces se puso el Anillo en el dedo.


El mundo se transformó, y un solo instante se colmó de una hora de pensamiento. Advirtió en seguida que oía mejor y que la vista se le debilitaba, pero no como en el antro de Ella-Laraña. Aquí todo cuanto veía alrededor no era oscuro sino impreciso; y él, en un mundo gris y nebuloso, se sentía como una pequeña roca negra y solitaria, y el Anillo, que le pesaba y le tironeaba en la mano izquierda, era como un globo de oro incandescente. No se sentía para nada invisible, sino por el contrario, horrible y nítidamente visible; y sabía que en alguna parte un Ojo lo buscaba.

Oía crujir las piedras, y el murmullo del agua a lo lejos en el Valle de Morgul; y en lo profundo de la roca la bullente desesperación de Ella-Laraña, extraviada en algún pasadizo ciego; y voces en las mazmorras de la torre; y los gritos de los orcos que salían del túnel; y ensordecedor, rugiente, el ruido de los pasos y los alaridos de los orcos. Se acurrucó contra la pared de roca. Pero ellos seguían subiendo, un ejército espectral de figuras grises distorsionadas en la niebla, sólo sueños de terror con llamas pálidas en las manos. Y pasaron junto al hobbit. Sam se agazapó, tratando de escabullirse y esconderse en alguna grieta.

Prestó oídos. Los orcos que salían del túnel y los que ya descendían por el Desfiladero se habían visto, y apurando el paso hablaban entre ellos a voz en cuello. Sam los oía claramente, y entendía lo que decían. Tal vez el Anillo le había dado el don de entender todas las lenguas (o simplemente el don de la comprensión), en particular la de los servidores de Sauron, el artífice, de modo tal que si prestaba atención entendía y podía traducir los pensamientos de los orcos. Sin duda los poderes del Anillo aumentaban enormemente a medida que se acercaba a los lugares en que fuera forjado; pero de algo no cabía duda: no transmitía coraje. Por el momento Sam no pensaba en otra cosa que en esconderse, en pegarse al suelo hasta que retornase la calma, y escuchaba con ansiedad. No hubiera sabido decir a qué distancia hablaban, ya que las palabras le resonaban casi dentro de los oídos.


—¡Hola! ¡Gorbag! ¿Qué estás haciendo aquí arriba? ¿Aún no estás harto de guerra?

—Órdenes, imbécil. ¿Y qué estás haciendo tú, Shagrat? ¿Cansado de estar ahí arriba, agazapado? ¿Tienes intenciones de bajar a combatir?

—Las órdenes te las doy yo a ti. Este paso está bajo mi custodia. De modo que cuida lo que dices. ¿Tienes algo que informar?

—Nada.

—¡Hai! ¡Hai! ¡Yoi!

Un griterío interrumpió la conversación de los cabecillas. Los orcos que estaban más abajo habían visto algo. Echaron a correr. Y de pronto todos los demás los siguieron.

—¡Hai! ¡Hola! ¡Hay algo aquí! En el medio del camino. ¡Un espía! ¡Un espía! —Hubo un clamor de cuernos enronquecidos y una babel de voces destempladas.


Sam tuvo un terrible sobresalto, y la cobardía que lo dominaba se disipó como un sueño. Habían visto a su amo. ¿Qué le irían a hacer? Se contaban acerca de los orcos historias que helaban la sangre. No, era inadmisible. De un salto estuvo de pie. Mandó a paseo la Misión, todas sus decisiones y junto con ellas el miedo y la duda. Ahora sabía cuál era y cuál había sido siempre su lugar: junto a su amo, aunque ignoraba de qué podía servir estando allí. Se lanzó escaleras abajo y corrió por el sendero en dirección a Frodo.


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