355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » John Ronald Reuel Tolkien » Las dos torres » Текст книги (страница 11)
Las dos torres
  • Текст добавлен: 20 сентября 2016, 14:40

Текст книги "Las dos torres"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



сообщить о нарушении

Текущая страница: 11 (всего у книги 30 страниц)

—Se diría que el regalo se ha entregado ya —dijo Théoden—. Pero, prestad oídos, todos los presentes. Aquí y ahora nombro a mi huésped Gandalf Capagrís, el más sabio de los consejeros, el más bienvenido de todos los vagabundos, un señor de la Marca, un jefe de los Eorlingas, mientras perdure nuestra dinastía; y le doy a Sombragrís, príncipe de caballos.

—Gracias, Rey Théoden —dijo Gandalf. Luego, de súbito, echó atrás la capa gris, arrojó a un lado el sombrero y saltó sobre la grupa del caballo. No llevaba yelmo ni cota de malla. Los cabellos de nieve le flotaban al viento, y las blancas vestiduras resplandecieron al sol con un brillo enceguecedor.

—¡Contemplad al Caballero Blanco! —gritó Aragorn; y todos repitieron estas palabras.

—¡Nuestro Rey y el Caballero Blanco! —exclamaron—. ¡Adelante, Eorlingas!

Sonaron las trompetas. Los caballos piafaron y relincharon. Las lanzas restallaron contra los escudos. Entonces el rey levantó las manos y, con un ímpetu semejante al de un vendaval, la última hueste de Rohan partió como un trueno rumbo al oeste.

Sola e inmóvil, de pie delante de las puertas del castillo silencioso, Éowyn siguió con la mirada el centelleo de las lanzas que se alejaban por la llanura.


7



EL ABISMO DE HELM



El sol declinaba ya en el poniente cuando partieron de Edoras, llevando en los ojos la luz del atardecer, que envolvía los ondulantes campos de Rohan en una bruma dorada. Un camino trillado costeaba las estribaciones de las Montañas Blancas hacia el noroeste, y en él se internaron, subiendo y bajando y vadeando numerosos riachos que corrían y saltaban entre las rocas de la campiña. A lo lejos y a la derecha asomaban las Montañas Nubladas, cada vez más altas y sombrías a medida que avanzaban las huestes. Ante ellos, el sol se hundía lentamente. Detrás, venía la noche.

El ejército proseguía la marcha, empujado por la necesidad. Temiendo llegar demasiado tarde, se adelantaban a todo correr y rara vez se detenían. Rápidos y resistentes eran los corceles de Rohan, pero el camino era largo: cuarenta leguas o quizá más, a vuelo de pájaro, desde Edoras hasta los vados del Isen, donde esperaban encontrar a los hombres del rey que contenían a las tropas de Saruman.

Cayó la noche. Al fin se detuvieron a acampar. Habían cabalgado unas cinco horas y habían dejado atrás buena parte de la llanura occidental, pero aún les quedaba por recorrer más de la mitad del trayecto. En un gran círculo bajo el cielo estrellado y la luna creciente levantaron el vivac. No encendieron hogueras, pues no sabían lo que la noche podía depararles; pero rodearon el campamento con una guardia de centinelas montados, y algunos jinetes partieron a explorar los caminos, deslizándose como sombras entre los repliegues del terreno. La noche transcurrió lentamente, sin novedades ni alarmas. Al amanecer sonaron los cuernos, y antes de una hora ya estaban otra vez en camino.


Aún no había nubes en el cielo, pero la atmósfera era pesada y demasiado calurosa para esa época del año. El sol subía velado por una bruma, perseguido palmo a palmo por una creciente oscuridad, como si un huracán se levantara en el este. Y a lo lejos, en el Noroeste, otra oscuridad parecía cernirse sobre las últimas estribaciones de las Montañas Nubladas, una sombra que descendía arrastrándose desde el Valle del Mago.

Gandalf retrocedió hasta donde Legolas cabalgaba al lado de Éomer.

—Tú que tienes los ojos penetrantes de tu hermosa raza, Legolas —dijo—, capaces de distinguir a una legua un gorrión de un jilguero: dime, ¿ves algo allá a lo lejos, en el camino a Isengard?

—Muchas millas nos separan —dijo Legolas, y miró llevándose la larga mano a la frente y protegiéndose los ojos de la luz—. Veo una oscuridad. Dentro hay formas que se mueven, grandes formas lejanas a la orilla del río, pero qué son no lo puedo decir. No es una bruma ni una nube lo que me impide ver: es una sombra que algún poder extiende sobre la tierra para velarla, y que avanza lentamente a lo largo del río. Es como si el crepúsculo descendiera de las colinas bajo una arboleda interminable.

—Y la tempestad de Mordor nos viene pisando los talones —dijo Gandalf—. La noche será siniestra.


En la jornada del segundo día, el aire parecía más pesado aún. Por la tarde, las nubes oscuras los alcanzaron: un palio sombrío de grandes bordes ondulantes y estrías de luz enceguecedora. El sol se ocultó, rojo sangre en una espesa bruma gris. Un fuego tocó las puntas de las lanzas cuando los últimos rayos iluminaron las pendientes escarpadas del Thrihyrne, ya muy cerca, en el brazo septentrional de las Montañas Blancas: tres picos dentados que miraban al poniente. A los últimos resplandores purpúreos, los hombres de la vanguardia divisaron un punto negro, un jinete que avanzaba hacia ellos. Se detuvieron a esperarlo.

El hombre llegó, exhausto, con el yelmo abollado y el escudo hendido. Se apeó del caballo y allí se quedó, silencioso y jadeante.

—¿Está aquí Éomer? —preguntó al cabo de un rato—. Habéis llegado al fin, pero demasiado tarde y con fuerzas escasas. La suerte nos ha sido adversa después de la muerte de Théodred. Ayer, en la otra margen del Isen, sufrimos una derrota; muchos hombres perecieron al cruzar el río. Luego, al amparo de la noche, otras fuerzas atravesaron el río y atacaron el campamento. Toda Isengard ha de estar vacía; y Saruman armó a los montañeses y pastores salvajes de las Tierras Brunas de más allá de los ríos, y los lanzó contra nosotros. Nos dominaron. El muro de protección ha caído. Erkenbrand del Folde Oeste se ha replegado con todos los hombres que pudo reunir en la fortaleza del Abismo de Helm. Los demás se han dispersado.

”¿Dónde está Éomer? Decidle que no queda ninguna esperanza. Que mejor sería regresar a Edoras antes que lleguen los lobos de Isengard.

Théoden había permanecido en silencio, oculto detrás de los guardias; ahora adelantó el caballo.

—¡Ven, acércate, Ceorl! —dijo—. Aquí estoy yo. La última hueste de los Eorlingas se ha puesto en camino. No volverá a Edoras sin presentar batalla.

Una expresión de alegría y sorpresa iluminó el rostro del hombre. Se irguió y luego se arrodilló a los pies del rey ofreciéndole la espada mellada.

—¡Ordenad, mi Señor! —exclamó—. ¡Y perdonadme! Creía que...

—Creías que me había quedado en Meduseld, agobiado como un árbol viejo bajo la nieve de los inviernos. Así me vieron tus ojos cuando partiste para la guerra. Pero un viento del oeste ha sacudido las ramas —dijo Théoden—. ¡Dadle a este hombre otro caballo! ¡Volemos a auxiliar a Erkenbrand!


Mientras Théoden hablaba aún, Gandalf se había adelantado un trecho, y miraba hacia Isengard al norte, y al sol que se ponía en el oeste.

—Adelante, Théoden —dijo regresando—. ¡Adelante hacia el Abismo de Helm! ¡No vayáis a los Vados del Isen ni os demoréis en los llanos! He de abandonaros por algún tiempo. Sombragrís me llevará ahora a una misión urgente. —Volviéndose a Aragorn y Éomer, y a los hombres del séquito del rey, gritó:– ¡Cuidad bien al Señor de la Marca hasta mi regreso! ¡Esperadme en la Puerta de Helm! ¡Adiós!

Le dijo una palabra a Sombragrís, y como una flecha disparada desde un arco, el caballo echó a correr. Apenas alcanzaron a verlo partir: un relámpago de plata en el atardecer, un viento impetuoso sobre las hierbas, una sombra que volaba y desaparecía. Crinblanca relinchó y piafó, queriendo seguirlo; pero sólo un pájaro que volara raudamente hubiera podido darle alcance.


—¿Qué significa esto? —preguntó a Háma uno de los guardias.

—Que Gandalf Capagrís tiene mucha prisa —le respondió Háma—. Siempre aparece y desaparece así, de improviso.

—Si Lengua de Serpiente estuviera aquí, no le sería difícil buscar una explicación —dijo el otro.

—Muy cierto —dijo Háma—, pero yo, por mi parte, esperaré hasta que lo vuelva a ver.

—Quizá tengas que esperar un largo tiempo —dijo el otro.


El ejército se desvió del camino que conducía a los Vados del Isen y se dirigió al sur. Cayó la noche, y continuaron cabalgando. Las colinas se acercaban, pero ya los altos picos del Thrihyrne se desdibujaban en la oscuridad creciente del cielo. Algunas millas más allá, del otro lado del Folde Oeste, había una hondonada ancha y verde en las montañas, y desde allí un desfiladero se abría paso entre las colinas. Los lugareños lo llamaban el Abismo de Helm, en recuerdo de un héroe de antiguas guerras que había tenido allí su refugio. Cada vez más escarpado y angosto, serpeaba desde el norte y se perdía a la sombra del Thrihyrne, en los riscos poblados de cuervos que se levantaban como torres imponentes a uno y otro lado, impidiendo el paso de la luz.

En la Puerta de Helm, ante la entrada del Abismo, el risco más septentrional se prolongaba en un espolón de roca. Sobre esta estribación se alzaban unos muros de piedra altos y antiguos que circundaban una soberbia torre. Se decía que en los lejanos días de gloria de Gondor los reyes del mar habían edificado aquella fortaleza con la ayuda de gigantes. La llamaban Cuernavilla, porque los ecos de una trompeta que llamaba a la guerra desde la torre resonaban aún en el Abismo, como si unos ejércitos largamente olvidados salieran de nuevo a combatir de las cavernas y bajo las colinas. Aquellos hombres de antaño también habían edificado una muralla, desde Cuernavilla hasta el acantilado más austral, cerrando así la entrada del desfiladero. Más allá se deslizaba la Corriente del Bajo. Serpeaba a los pies del Cuernapiedra y fluía luego por una garganta a través de una ancha lengua de tierra verde que descendía en pendiente desde la Puerta hasta la Empalizada de Helm. De ahí caía en el Valle del Bajo y penetraba en el Valle del Folde Oeste. Allí, en Cuernavilla, a la Puerta de Helm, moraba ahora Erkenbrand, señor del Folde Oeste, en las fronteras de la Marca. Y cuando el peligro de guerra se hizo más inminente, Erkenbrand, hombre precavido, ordenó reparar las murallas y fortificar la ciudadela.


Los Jinetes estaban todavía en la hondonada a la entrada del Bajo, cuando oyeron los gritos y los cuernos tonantes de los exploradores que se habían adelantado. Las flechas rasgaban, silbando, la oscuridad. Uno de los exploradores volvió al galope para anunciar que unos jinetes montados en lobos ocupaban el valle y que una horda de orcos y de hombres salvajes, procedente de los Vados del Isen, avanzaba en tropel hacia el sur y parecía encaminarse al Abismo de Helm.

—Hemos encontrado muertos a muchos de nuestros hombres que trataron de huir en esa dirección —dijo el explorador—. Y hemos tropezado con compañías desperdigadas, que erraban de un lado a otro, sin jefes que las guiaran. Nadie parecía saber qué había sido de Erkenbrand. Lo más probable es que lo capturen antes que pueda llegar a la Puerta de Helm, si es que no ha muerto todavía.

—¿Se sabe de Gandalf? —preguntó Théoden.

—Sí, señor. Muchos han visto aquí y allá a un anciano vestido de blanco y montado en un caballo que cruzaba las llanuras rápido como el viento. Algunos creían que era Saruman. Dicen que antes que cayera la noche partió rumbo a Isengard. Otros dicen que más temprano vieron a Lengua de Serpiente que iba al norte con una compañía de orcos.

—Mal fin le espera a Lengua de Serpiente si Gandalf tropieza con él —dijo Théoden—. Como quiera que sea, ahora echo de menos a mis dos consejeros, el antiguo y el nuevo. Pero en este trance, no hay otra alternativa que seguir adelante, como dijo Gandalf, hacia la Puerta de Helm, aunque Erkenbrand no esté allí. ¿Se sabe cómo es de poderoso el ejército que avanza del Norte?

—Es muy grande —dijo el explorador—. El que huye cuenta a cada enemigo por dos; sin embargo, yo he hablado con hombres de corazón bien templado y estoy convencido de que el enemigo es muchas veces superior a las fuerzas con que aquí contamos.

—Entonces, démonos prisa —dijo Éomer—. Tratemos de cruzar a salvo las líneas enemigas que nos separan de la fortaleza. Hay cavernas en el Abismo de Helm donde pueden ocultarse centenares de hombres; y caminos secretos que suben por las colinas.

—No te fíes de los caminos secretos —le dijo el rey—. Saruman ha estado espiando toda esta región desde hace años. Sin embargo, en ese paraje nuestra defensa puede resistir mucho tiempo. ¡En marcha!


Aragorn y Legolas iban ahora con Éomer en la vanguardia. Cabalgaban en plena noche, a paso más lento a medida que la oscuridad se hacía más profunda y el camino trepaba más escarpado hacia el sur, entre los imprecisos repliegues de las estribaciones montañosas. Encontraron pocos enemigos. De tanto en tanto se topaban con pandillas de orcos vagabundos; pero huían antes que los Jinetes pudieran capturarlos o matarlos.

—No pasará mucho, me temo —dijo Éomer—, antes de que el avance de las huestes del rey llegue a oídos del hombre que encabeza las tropas enemigas, Saruman o quienquiera que sea el capitán que haya puesto al frente.

Los rumores de la guerra crecían al paso de las huestes. Ahora escuchaban, como transportados en alas de la noche, unos cantos roncos. Cuando habían escalado ya un buen trecho del Valle del Bajo se volvieron a mirar, y abajo vieron antorchas, innumerables puntos de luz incandescente que tachonaban los campos negros como flores rojas o que serpenteaban subiendo desde los bajíos en largas hileras titilantes. De tanto en tanto la luz estallaba, resplandeciente.

—Es un ejército muy grande, y nos pisa los talones —dijo Aragorn.

—Traen fuego —dijo Théoden—, e incendian todo cuanto encuentran a su paso, niaras, cabañas y árboles. Éste era un valle rico, y en él prosperaban muchas heredades. ¡Ay, pobre pueblo mío!

—¡Si por lo menos fuese de día y pudiésemos caer sobre ellos como una tormenta que baja de las montañas! —dijo Aragorn—. Me avergüenza tener que huir delante de ellos.

—No tendremos que huir mucho tiempo —afirmó Éomer—. Ya no estamos lejos de la Empalizada de Helm, una antigua trinchera con una gran muralla que protege la hondonada, a un cuarto de milla por debajo de la Puerta de Helm. Allí podremos volvernos y combatir.

—No, somos muy pocos para defender la Empalizada —dijo Théoden—. Tiene por lo menos una milla de largo, y el foso es demasiado ancho.

—Allí, en el foso, mantendremos nuestra retaguardia, por si nos asedian —dijo Éomer.


No había luna ni estrellas cuando los Jinetes llegaron al foso de la Empalizada, allí de donde salían el río y el camino ribereño que bajaban de Cuernavilla. El murallón apareció de pronto ante ellos, una sombra gigantesca del otro lado de un foso negro. Cuando subían, se oyó el grito de un centinela.

—El Señor de la Marca se encamina hacia la Puerta de Helm —respondió Éomer—. El que habla es Éomer hijo de Éomund.

—Buenas nuevas nos traes, cuando ya habíamos perdido toda esperanza —dijo el centinela—. ¡Daos prisa! El enemigo os pisa los talones.

La tropa cruzó el foso y se detuvo en lo alto de la pendiente. Allí se enteraron con alegría de que Erkenbrand había dejado muchos hombres custodiando la Puerta de Helm, y que más tarde también otros habían podido refugiarse allí.

—Quizá contemos con unos mil hombres aptos para combatir a pie —dijo Gamelin, un anciano que era el jefe de los que defendían la Empalizada—. Pero la mayoría ha visto muchos inviernos, como yo, o demasiado pocos, como el hijo de mi hijo, aquí presente. ¿Qué noticias hay de Erkenbrand? Ayer nos llegó la voz de que se estaba replegando hacia aquí, con todo lo que se ha salvado de los mejores Jinetes del Folde Oeste. Pero no ha venido.

—Me temo que ya no pueda venir —dijo Éomer—. Nuestros exploradores no han sabido nada de él, y el enemigo ocupa ahora todo el valle.

—Ojalá haya podido escapar —dijo Théoden—. Era un hombre poderoso. En él renació el temple de Helm Mano de Hierro. Pero no podemos esperarlo aquí. Hemos de concentrar todas nuestras fuerzas detrás de las murallas. ¿Tenéis provisiones suficientes? Nosotros estamos escasos de víveres, pues partimos dispuestos a librar batalla, no a soportar un sitio.

—Detrás, en las cavernas del Abismo, están las tres cuartas partes de los habitantes del Folde Oeste, viejos y jóvenes, niños y mujeres —dijo Gamelin—. Pero también hemos llevado allí provisiones en abundancia y muchas bestias, y el forraje necesario para alimentarlas.

—Habéis actuado bien —dijo Éomer—. El enemigo quema o saquea todo cuanto queda en el valle.

—Si vienen a la Puerta de Helm a conseguir una victoria fácil, pagarán un alto precio —dijo Gamelin.


El rey y sus Jinetes prosiguieron la marcha. Frente a la explanada que pasaba sobre el río se detuvieron apeándose. En una larga fila, subieron los caballos por la rampa y franquearon las puertas de Cuernavilla. Allí fueron una vez más recibidos con júbilo y renovadas esperanzas; porque ahora había hombres suficientes para defender a la vez la Empalizada y la fortaleza.

Rápidamente, Éomer desplegó a sus hombres. El rey y su séquito quedaron en Cuernavilla, donde también había muchos hombres del Folde Oeste. Pero Éomer distribuyó la mayor parte de las fuerzas sobre el Muro del Bajo y la torre, y también detrás, pues era allí donde la defensa parecía más incierta en caso de que el enemigo decidiese atacar resueltamente y con tropas numerosas. Llevaron los caballos más lejos, al Abismo, dejándolos bajo la custodia de unos pocos guardias.

El Muro del Bajo tenía veinte pies de altura, y el espesor suficiente como para que cuatro hombres caminaran de frente todo a lo largo del adarve, protegido por un parapeto al que sólo podía asomarse un hombre muy alto. De tanto en tanto había troneras en el parapeto de piedra a través de las cuales los hombres podían disparar. Se llegaba a este baluarte por una escalera que descendía desde una de las puertas del patio exterior de la fortaleza; otras tres escaleras subían por detrás desde el Abismo hasta la muralla; pero la fachada era lisa, y las grandes piedras empalmaban unas con otras tan ajustadamente que no había en las uniones ningún posible punto de apoyo para el pie, y las de más arriba eran anfractuosas como las rocas de un acantilado tallado por el mar.


Gimli estaba apoyado contra el parapeto del muro. Legolas, sentado bajo las almenas, jugueteaba con el arco y escudriñaba la oscuridad.

—Esto me gusta más —dijo el Enano pisando las piedras—. El corazón siempre se me anima en las cercanías de las montañas. Hay buenas rocas aquí. Esta región tiene los huesos sólidos. Podía sentirlos bajo los pies cuando subíamos desde el foso. Dadme un año y un centenar de los de mi raza, y haré de este lugar un baluarte donde todos los ejércitos se estrellen como un oleaje.

—No lo dudo —dijo Legolas—. Pero tú eres un Enano, y los Enanos son gente extraña. A mí no me gusta este lugar, y sé que no me gustará más a la luz del día. Pero tú me reconfortas, Gimli, y me alegro de tenerte cerca con tus piernas robustas y tu hacha poderosa. Desearía que hubiera entre nosotros más de los de tu raza. Pero más daría aún por un centenar de arqueros del Bosque Negro. Los necesitaremos. Los Rohirrim tienen buenos arqueros a su manera, pero hay muy pocos aquí, demasiado pocos.

—Está muy oscuro para hablar de estas cosas —dijo Gimli—. En realidad, es hora de dormir. ¡Dormir! Nunca un Enano tuvo tantas ganas de dormir. Cabalgar es faena pesada. Sin embargo, el hacha no se está quieta en mi mano. ¡Dadme una hilera de cabezas de orcos y espacio suficiente para blandir el hacha y todo mi cansancio desaparecerá!


El tiempo pasó, lento. A lo lejos, en el valle, ardían aún algunas hogueras desperdigadas. Las huestes de Isengard avanzaban en silencio, y las antorchas trepaban serpeando por la cañada en filas innumerables.

De súbito, desde la Empalizada, llegaron los alaridos y los feroces gritos de guerra de los hombres. Teas encendidas asomaron por el borde y se amontonaron en el foso en una masa compacta. En seguida se dispersaron y desaparecieron. Los hombres volvían al galope a través del campo y subían por la rampa hacia Cuernavilla. La retaguardia del Folde Oeste se había visto obligada a replegarse.

—¡El enemigo está ya sobre nosotros! —dijeron—. Hemos agotado nuestras flechas y dejamos en la Empalizada un tendal de orcos. Pero esto no los detendrá. Ya están escalando la rampa por distintos puntos, en filas cerradas como un hormiguero en marcha. Pero les hemos enseñado a no llevar antorchas.


Había pasado ya la medianoche. El cielo era un espeso manto de negrura, y la quietud del aire pesado anunciaba una tormenta. De pronto un relámpago enceguecedor rasgó las nubes. Unas ramas luminosas cayeron golpeando las colinas del este. Durante un momento los vigías apostados en los muros vieron todo el espacio que los separaba de la Empalizada: iluminado por una luz blanquísima, hervía, pululaba de formas negras, algunas rechonchas y achaparradas, otras gigantescas y amenazadoras, con cascos altos y escudos negros. Centenares y centenares de estas formas continuaban descolgándose en tropel por encima de la Empalizada y a través del Foso. La marea oscura subía como un oleaje hasta los muros, de risco en risco. En el valle retumbó el trueno, y se descargó una lluvia lacerante.

Las flechas, no menos copiosas que el aguacero, silbaban por encima de los parapetos y caían sobre las piedras restallando y chisporroteando. Algunas encontraban un blanco. Había comenzado el ataque al Abismo de Helm, pero dentro no se oía ningún ruido, ningún desafío; nadie respondía a las flechas enemigas.

Las huestes atacantes se detuvieron, desconcertadas por la amenaza silenciosa de la piedra y el muro. A cada instante, los relámpagos desgarraban las tinieblas. De pronto, los orcos prorrumpieron en gritos agudos agitando lanzas y espadas y disparando una nube de flechas contra todo cuanto se veía por encima de los parapetos; y los hombres de la Marca, estupefactos, se asomaron sobre lo que parecía un inmenso trigal negro sacudido por un vendaval de guerra, y cada espiga era una púa erizada y centelleante.

Resonaron las trompetas de bronce. Los enemigos se abalanzaron en una marejada violenta, unos contra el Muro del Bajo, otros hacia la Explanada y la rampa que subía hasta las Puertas de Cuernavilla. Era un ejército de orcos gigantescos y montañeses salvajes de las Tierras Brunas. Vacilaron un instante y luego reanudaron el ataque. El resplandor fugaz de un relámpago iluminó en los cascos y los escudos la insignia siniestra, la mano de Isengard. Llegaron a la cima de la roca; avanzaron hacia los portales.

Entonces, por fin, hubo una respuesta: una tormenta de flechas les salió al encuentro, y una granizada de pedruscos. Sorprendidas, las criaturas titubearon, se desbandaron y emprendieron la fuga; pero en seguida volvieron a la carga, dispersándose y atacando de nuevo, y cada vez, como una marea creciente, se detenían en un punto más elevado. Resonaron otra vez las trompetas y una horda saltó hacia adelante, vociferando. Llevaban los escudos en alto como formando un techo y empujaban en el centro dos troncos enormes. Tras ellos se amontonaban los arqueros orcos, lanzando una lluvia de dardos contra los arqueros apostados en los muros. Llegaron por fin a las puertas. Los maderos crujieron al resquebrajarse, cediendo a los embates de los árboles impulsados por brazos vigorosos. Si un orco caía aplastado por una piedra que se despeñaba, otros dos corrían a reemplazarlo. Una y otra vez los grandes arietes golpearon la puerta.

Éomer y Aragorn estaban juntos, de pie sobre el Muro del Bajo. Oían el rugido de las voces y los golpes sordos de los arietes; de pronto, a la luz de un relámpago, ambos advirtieron el peligro que amenazaba a las puertas.

—¡Vamos! —dijo Aragorn—. ¡Ha llegado la hora de las espadas!

Rápidos como fuego, corrieron a lo largo del muro, treparon las escaleras y subieron al patio exterior en lo alto del Peñón. Mientras corrían, reunieron un puñado de valientes espadachines. En un ángulo del muro de la fortaleza había una pequeña poterna que se abría al oeste, en un punto en el que el acantilado avanzaba hacia el castillo. Un sendero estrecho y sinuoso descendía hasta la puerta principal, entre el muro y el borde casi vertical del Peñón. Éomer y Aragorn franquearon la puerta de un salto, seguidos por sus hombres. En un solo relámpago las espadas salieron de las vainas.

—¡Gúthwinë! —exclamó Éomer—. ¡Gúthwinë por la Marca!

—¡Andúril! —exclamó Aragorn—. ¡Andúril por los Dúnedain!

Atacando de costado, se precipitaron sobre los salvajes. Andúril subía y bajaba, resplandeciendo con un fuego blanco. Un grito se elevó desde el muro y la torre.

—¡Andúril! ¡Andúril va a la guerra! ¡La Espada que estuvo Rota brilla otra vez!

Aterrorizadas, las criaturas que manejaban los arietes los dejaron caer y se volvieron para combatir; pero el muro de escudos se quebró como atravesado por un rayo, y los atacantes fueron barridos, abatidos o arrojados por encima del Peñón al torrente pedregoso. Los arqueros orcos dispararon sin tino todas sus flechas, y luego huyeron.


Éomer y Aragorn se detuvieron un momento frente a las puertas. El trueno rugía ahora en la lejanía. Los relámpagos centelleaban aún a la distancia entre las montañas del Sur. Un viento inclemente soplaba otra vez desde el Norte. Las nubes se abrían y se dispersaban, y aparecieron las estrellas; y por encima de las colinas que bordeaban el Bajo la luna surcó el cielo hacia el oeste, con un brillo amarillento en los celajes de la tormenta.

—No hemos llegado demasiado pronto —dijo Aragorn, mirando los portales. Los golpes de los arietes habían sacado de quicio los grandes goznes y habían doblado las trancas de hierro; muchos maderos estaban rotos.

—Sin embargo, no podemos quedarnos aquí, de este lado de los muros, para defenderlos —dijo Éomer—. ¡Mira! —señaló hacia la Explanada. Una apretada turba de orcos y hombres volvía a congregarse más allá del río. Ya las flechas zumbaban y rebotaban en las piedras de alrededor—. ¡Vamos! Tenemos que volver y amontonar piedras y vigas y bloquear las puertas por dentro. ¡Vamos ya!

Dieron media vuelta y echaron a correr. En ese momento, unos diez o doce orcos que habían permanecido inmóviles y como muertos entre los cadáveres, se levantaron rápida y sigilosamente, y partieron tras ellos. Dos se arrojaron al suelo y tomando a Éomer por los talones lo hicieron trastabillar y caer, y se le echaron encima. Pero una pequeña figura negra en la que nadie había reparado emergió de las sombras lanzando un grito ronco.

Baruk Khazâd! Khazâd ai-mênu!

Un hacha osciló como un péndulo. Dos orcos cayeron, decapitados. El resto escapó.

En el momento en que Aragorn acudía a auxiliarlo, Éomer se levantaba trabajosamente.

Cerraron la poterna, y amontonando piedras barricaron los portales de hierro. Cuando todos estuvieron dentro, a salvo, Éomer se volvió.

—¡Te doy las gracias, Gimli hijo de Glóin! —dijo—. No sabía que tú estabas con nosotros en este encuentro. Pero más de una vez el huésped a quien nadie ha invitado demuestra ser la mejor compañía. ¿Cómo apareciste por allí?

—Yo os había seguido para ahuyentar el sueño —dijo Gimli—; pero miré a los montañeses y me parecieron demasiado grandes para mí; entonces me senté en una piedra a admirar la destreza de vuestras espadas.

—No me será fácil devolverte el favor que me has prestado —dijo Éomer.

—Quizá se te presenten otras muchas oportunidades antes de que pase la noche —rió el Enano—. Pero estoy contento. Hasta ahora no había hachado nada más que leña desde que partí de Moria.


—¡Dos! —dijo Gimli acariciando el hacha. Había regresado a su puesto en el muro.

—¿Dos? —dijo Legolas—. Yo he hecho más que eso, aunque ahora tenga que buscar a tientas las flechas malgastadas; me he quedado sin ninguna. De todos modos, estimo en mi haber por lo menos veinte. Pero son sólo unas pocas hojas en todo un bosque.


Ahora las nubes se dispersaban rápidamente, y la luna declinaba clara y luminosa. Pero la luz trajo pocas esperanzas a los Jinetes de la Marca. Las fuerzas del enemigo, antes que disminuir, parecían acrecentarse; y nuevos refuerzos llegaban al valle y cruzaban el foso. El enfrentamiento en el Peñón había sido sólo un breve respiro. El ataque contra las puertas se redobló. Las huestes de Isengard rugían como un mar embravecido contra el Muro del Bajo. Orcos y montañeses iban y venían de un extremo al otro arrojando escalas de cuerda por encima de los parapetos, con tanta rapidez que los defensores no atinaban a cortarlas o desengancharlas. Habían puesto ya centenares de largas escalas. Muchas caían rotas en pedazos, pero eran reemplazadas en seguida, y los orcos trepaban por ellas como los monos en los oscuros bosques del sur. A los pies del muro, los cadáveres y los despojos se apilaban como pedruscos en una tormenta; el lúgubre montículo crecía y crecía, pero el enemigo no cejaba.

Los hombres de Rohan empezaban a sentirse fatigados. Habían agotado todas las flechas y habían arrojado todas las lanzas; las espadas estaban melladas y los escudos hendidos. Tres veces Aragorn y Éomer consiguieron reorganizarlos y darles ánimo, y tres veces Andúril flameó en una carga desesperada que obligó al enemigo a alejarse del muro.

De pronto un clamor llegó desde atrás, desde el Abismo. Los orcos se habían escabullido como ratas hacia el canal. Allí, al amparo de los peñascos, habían esperado a que el ataque creciera y que la mayoría de los defensores estuviese en lo alto del muro. En ese momento cayeron sobre ellos. Ya algunos se habían arrojado a la garganta del Abismo y estaban entre los caballos, luchando con los guardias.

Con un grito feroz cuyo eco resonó en los riscos vecinos, Gimli saltó del muro.

Khazâd! Khazâd!—Pronto tuvo en qué ocuparse—. ¡Ai-oi! —gritó—. ¡Los orcos están detrás del muro! ¡Ai-oi! Ven aquí, Legolas. ¡Hay bastante para los dos! Khazâd ai-mênu!


Gamelin el Viejo observaba desde lo alto de Cuernavilla, y escuchaba por encima del tumulto la poderosa voz del Enano.

—¡Los orcos están en el Abismo! —gritó—. ¡Helm! ¡Helm! ¡Adelante, Helmingas! —mientras bajaba a saltos la escalera del Peñón, seguido por numerosos hombres del Folde Oeste.

El ataque fue tan feroz como súbito, y los orcos perdieron terreno. Arrinconados en los angostos desfiladeros de la garganta, todos fueron muertos, o cayeron aullando al precipicio frente a los guardias de las cavernas ocultas.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю