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Las dos torres
  • Текст добавлен: 20 сентября 2016, 14:40

Текст книги "Las dos torres"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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La conversación se extinguió en un silencio expectante. Todo parecía inmóvil, atento. Sam, acurrucado en el borde del helechal, espió asomando la cabeza. Los ojos penetrantes del hobbit vieron más Hombres en las cercanías. Los veía subir furtivamente por las cuestas, de uno en uno, en largas columnas, manteniéndose siempre a la sombra de los bosquecillos, o arrastrándose, apenas visibles en las ropas pardas y verdes, a través de la hierba y los matorrales. Todos estaban encapuchados y enmascarados, y llevaban las manos enguantadas, e iban armados como Faramir y sus compañeros. Pronto todos pasaron y desaparecieron. El sol subía por el Sur. Las sombras se encogían.

«Me gustaría saber dónde anda ese malandrín de Gollum —pensó Sam, mientras regresaba gateando a una sombra más profunda—. Corre el riesgo de que lo ensarten, confundiéndolo con un orco, o de que lo ase la Cara Amarilla. Pero imagino que sabrá cuidarse.» Se echó al lado de Frodo y se quedó dormido.

Despertó, creyendo haber oído voces de cuernos. Se puso de pie. Era mediodía. Los guardias seguían alertas y tensos a la sombra de los árboles. De pronto los cuernos sonaron otra vez, más poderosos, y sin ninguna duda allá arriba, por encima de la cresta de la loma. Sam creyó oír gritos y también clamores salvajes, pero apagados, como si vinieran de una caverna lejana. Luego, casi en seguida, un fragor de combate estalló muy cerca, justo encima del escondite de los hobbits. Oían claramente el tintineo del acero contra el acero, el choque metálico de las espadas sobre los yelmos de hierro, el golpe seco de las hojas sobre los escudos: los hombres bramaban y aullaban, y una voz clara y fuerte gritaba: – ¡Gondor! ¡Gondor!

—Suena como si un centenar de herreros golpearan juntos los yunques —le dijo Sam a Frodo—. ¡No me gustaría tenerlos cerca!



Pero el estrépito se acercaba. —¡Aquí vienen! —gritó Damrod—. ¡Mirad! Algunos de los Sureños han conseguido escapar de la emboscada y ahora huyen del camino. ¡Allá van! Nuestros hombres los persiguen, con el Capitán a la cabeza.

Sam, dominado por la curiosidad, salió del escondite y se unió a los guardias. Subió gateando un trecho y se ocultó en la fronda espesa de un laurel. Por un momento alcanzó a ver unos hombres endrinos vestidos de rojo que corrían cuesta abajo a cierta distancia, perseguidos por guerreros de ropaje verde que saltaban tras ellos y los abatían en plena huida. Una espesa lluvia de flechas surcaba el aire. De pronto, un hombre se precipitó justo por encima del borde de la loma que les servía de reparo, y se hundió a través del frágil ramaje de los arbustos, casi sobre ellos. Cayó de bruces en el helechal, a pocos pies de distancia; unos penachos verdes le sobresalían del cuello por debajo de la gola de oro. Tenía la túnica escarlata hecha jirones, la loriga de bronce rajada y deformada, las trenzas negras recamadas de oro empapadas de sangre. La mano morena aprisionaba aún la empuñadura de una espada rota.

Era la primera vez que Sam veía una batalla de Hombres contra Hombres, y no le gustó nada. Se alegró de no verle la cara al muerto. Se preguntó cómo se llamaría el hombre y de dónde vendría; y si sería realmente malo de corazón, o qué amenazas lo habrían arrastrado a esta larga marcha tan lejos de su tierra, y si no hubiera preferido en verdad quedarse allí en paz... Todos esos pensamientos le cruzaron por la mente y desaparecieron en menos de lo que dura un relámpago. Pues en el preciso momento en que Mablung se adelantaba hacia el cuerpo, estalló una nueva algarabía. Fuertes gritos y alaridos. En medio del estrépito Sam oyó un mugido o una trompeta estridente. Y luego unos golpes y rebotes sordos, como si grandes arietes batieran la tierra.

—¡Cuidado! ¡Cuidado! —gritó Damrod a su compañero—. ¡Ojalá el Valar lo desvíe! ¡Mûmak! ¡Mûmak!

Asombrado y aterrorizado, pero con una felicidad que nunca olvidaría, Sam vio una mole enorme que irrumpía por entre los árboles y se precipitaba como una tromba pendiente abajo. Grande como una casa, mucho más grande que una casa le pareció, una montaña gris en movimiento. El miedo y el asombro quizá la agrandaban a los ojos del hobbit, pero el Mûmak de Harad era en verdad una bestia de vastas proporciones, y ninguna que se le parezca se pasea en estos tiempos por la Tierra Media; y los congéneres que viven hoy no son más que una sombra de aquella corpulencia y aquella majestad. Y venía, corría en línea recta hacia los espectadores, y de pronto, justo a tiempo, se desvió, y pasó a pocos metros, estremeciendo la tierra: las patas grandes como árboles, las orejas enormes tendidas como velas, la larga trompa erguida como una serpiente lista para atacar, furibundos los ojillos rojos. Los colmillos retorcidos como cuernos estaban envueltos en bandas de oro y goteaban sangre. Los arreos de púrpura y oro le flotaban alrededor del cuerpo en desordenados andrajos. Sobre la grupa bamboleante llevaba las ruinas de lo que parecía ser una verdadera torre de guerra, destrozada en furiosa carrera a través de los bosques; y en lo alto, aferrado aún desesperadamente al pescuezo de la bestia, una figura diminuta, el cuerpo de un poderoso guerrero, un gigante entre los Endrinos.

Ciega de cólera, la gran bestia se precipitó con un ruido de trueno a través del agua y la espesura. Las flechas rebotaban y se quebraban contra el cuero triple de los flancos. Los hombres de ambos bandos huían despavoridos, pero la bestia alcanzaba a muchos y los aplastaba contra el suelo. Pronto se perdió de vista, siempre trompeteando y pisoteando con fuerza en la lejanía. Qué fue de ella, Sam jamás lo supo: si había escapado para vagabundear durante un tiempo por las regiones salvajes, hasta perecer lejos de su tierra, o atrapada en algún pozo profundo; o si había continuado aquella carrera desenfrenada hasta zambullirse al fin en el Río Grande y desaparecer bajo el agua.


Sam respiró profundamente.

—¡Era un Olifante! —dijo—. ¡De modo que los Olifantes existen y yo he visto uno! ¡Qué vida! Pero nadie en la Tierra Media me lo creerá jamás. Bueno, si esto ha terminado, me echaré un sueño.

—Duerme mientras puedas —le dijo Mablung—. Pero el Capitán volverá, si no está herido; y partiremos en cuanto llegue. Pronto nos perseguirán, no bien las nuevas del combate lleguen a oídos del Enemigo, y eso no tardará.

—¡Partid en silencio cuando sea la hora! —dijo Sam—. No es necesario que perturbéis mi sueño. He caminado la noche entera.

Mablung se echó a reír.

—No creo que el Capitán te abandone aquí, Maese Samsagaz —dijo—. Pero ya lo verás tú mismo.


5



UNA VENTANA AL OESTE



Sam tenía la impresión de haber dormido sólo unos pocos minutos, cuando descubrió al despertar que ya caía la tarde y que Faramir había regresado. Había traído consigo un gran número de hombres; en realidad todos los sobrevivientes de la batalla estaban ahora reunidos en la pendiente vecina, es decir, unos doscientos o trescientos hombres. Se habían dispuesto en un vasto semicírculo, entre cuyas ramas se encontraba Faramir, sentado en el suelo, mientras que Frodo estaba de pie delante de él. La escena se parecía extrañamente al juicio de un prisionero.

Sam se deslizó fuera del helechal, pero nadie le prestó atención, y se instaló en el extremo de las hileras de hombres, desde donde podía ver y oír todo cuanto ocurría. Observaba y escuchaba con atención, pronto a correr en auxilio de su amo en caso necesario. Veía el rostro de Faramir, ahora desenmascarado: era severo e imperioso; y detrás de aquella mirada escrutadora brillaba una viva inteligencia. Había duda en los ojos grises, clavados en Frodo.

Sam no tardó en comprender que las explicaciones de Frodo no eran satisfactorias para el Capitán en varios puntos: qué papel desempeñaba el hobbit en la Compañía que partiera de Rivendel; por qué se había separado de Boromir; y a dónde iba ahora. En particular, volvía a menudo al Daño de Isildur. Veía a las claras que Frodo le ocultaba algo de suma importancia.

—Pero era a la llegada del Mediano cuando tenía que despertar el Daño de Isildur, o así al menos se interpretan las palabras —insistía—. Si tú eres ese Mediano del poema, sin duda habrás llevado esa cosa, lo que sea, al Concilio de que hablas, y allí lo vio Boromir. ¿Lo niegas todavía?

Frodo no respondió.

—¡Bien! —dijo Faramir—. Deseo entonces que me hables más de todo eso; pues lo que concierne a Boromir me concierne a mí. Fue la flecha de un orco la que mató a Isildur, según las antiguas leyendas. Pero flechas de orcos hay muchas, y ver una flecha no le parecería una señal del Destino a Boromir de Gondor. ¿Tenías tú ese objeto en custodia? Está escondido, dices; ¿no será porque tú mismo has elegido esconderlo?

—No, no porque yo lo haya elegido —respondió Frodo—. No me pertenece. No pertenece a ningún mortal, grande o pequeño; aunque si alguien puede reclamarlo, ése es Aragorn hijo de Arathorn, a quien ya nombré, y que guió nuestra Compañía desde Moria hasta el Rauros.

—¿Por qué él, y no Boromir, príncipe de la Ciudad que fundaron los hijos de Elendil?

—Porque Aragorn desciende en línea paterna directa del propio Isildur hijo de Elendil. Y la espada que lleva es la espada de Elendil.

Un murmullo de asombro recorrió el círculo de hombres. Algunos gritaron en voz alta: —¡La espada de Elendil! ¡La espada de Elendil viene a Minas Tirith! —Pero el semblante de Faramir permaneció impasible.

—Puede ser —dijo—. Pero un reclamo tan grande necesita algún fundamento, y se le exigirán pruebas claras, si ese Aragorn viene alguna vez a Minas Tirith. No había llegado, ni él ni ninguno de vuestra Compañía, cuando partí de allí seis días atrás.

—Boromir aceptaba la legitimidad de ese reclamo —dijo Frodo—. En verdad, si Boromir estuviese aquí, él podría responder a tus preguntas. Y puesto que estaba ya en el Rauros muchos días atrás, y tenía la intención de ir directamente a Minas Tirith, si vuelves pronto tendrás allí todas las respuestas. Mi papel en la Compañía le era conocido, como a todos los demás, pues me fue encomendado por Elrond de Imladris en presencia de todos los miembros del Concilio. En cumplimiento de esa misión he venido a estas tierras, pero no me es dado revelarla a nadie ajeno a la Compañía. No obstante, quienes pretenden combatir al Enemigo harían bien en no entorpecerla.

El tono de Frodo era orgulloso, cualesquiera que fuesen sus sentimientos, y Sam lo aprobó; pero no apaciguó a Faramir.

—¡Ah, sí! —dijo—. Me conminas a ocuparme de mis propios asuntos, y volver a casa, y dejarte en paz. Boromir lo dirá todo cuando vuelva. ¡Cuando vuelva, dices! ¿Eras tú un amigo de Boromir?

El recuerdo de la agresión de Boromir volvió vívidamente a la mente de Frodo, y vaciló un instante. La mirada alerta de Faramir se endureció.

—Boromir fue un miembro muy valiente de nuestra Compañía —dijo Frodo al cabo—. Sí, yo por mi parte era amigo de Boromir.

Faramir sonrió con ironía.

—¿Te entristecería entonces enterarte de que Boromir ha muerto?

—Me entristecería por cierto —dijo Frodo. Luego, reparando en la expresión de los ojos de Faramir, se turbó—. ¿Muerto? —preguntó—. ¿Quieres decirme que está muerto y que tú lo sabías? ¿Has pretendido enredarme en mis propias palabras, jugar conmigo? ¿O es que me mientes para tenderme una trampa?

—No le mentiría ni siquiera a un orco.

—¿Cómo murió, entonces, y cómo sabes tú que murió? Puesto que dices que ninguno de la Compañía había llegado a la Ciudad cuando partiste.

—En cuanto a las circunstancias de su muerte, esperaba que su amigo y compañero me las revelase.

—Pero estaba vivo y fuerte cuando nos separamos. Y por lo que yo sé vive aún. Aunque hay ciertamente muchos peligros en el mundo.

—Muchos en verdad —dijo Faramir—, y la traición no es el menor.


La impaciencia y la cólera de Sam habían ido en aumento mientras escuchaba esta conversación. Las últimas palabras no las pudo soportar, y saltando al centro del círculo fue a colocarse al lado de su amo.

—Con perdón, señor Frodo —dijo—, pero esto ya se ha prolongado demasiado. Él no tiene ningún derecho a hablarle en ese tono. Después de todo lo que usted ha soportado, tanto por el bien de él como por el de estos Hombres Grandes, y por el de todos.

”¡Oiga usted, Capitán! —Sam se plantó tranquilamente delante de Faramir, las manos en las caderas, y una expresión ceñuda, como si estuviese increpando a un joven hobbit que interrogado acerca de sus visitas a la huerta, se hubiese pasado de «fresco», como el mismo Sam decía. Hubo algunos murmullos, pero también algunas sonrisas en los rostros de los hombres que observaban. La escena del Capitán sentado en el suelo, enfrentado por un joven hobbit, de pie frente a él, abierto de piernas y erizado de cólera, era inusitada para ellos—. ¡Oiga usted! —dijo—. ¿A dónde quiere llegar? ¡Vayamos al grano antes que todos los orcos de Mordor nos caigan encima! Si piensa que mi señor asesinó a ese Boromir y luego huyó, no tiene ni un ápice de sentido común; pero dígalo, ¡y acabe de una vez! Y luego díganos qué se propone. Pero es una lástima que gente que habla de combatir al Enemigo no pueda dejar que cada uno haga lo suyo. Él se sentiría profundamente complacido si lo viera a usted en este momento. Creería haber conquistado un nuevo amigo, eso creería.

—¡Paciencia! —dijo Faramir, pero sin cólera—. No hables así delante de tu amo, que es más inteligente que tú. Y no necesito que nadie me enseñe el peligro que nos amenaza. Aun así, me concedo un breve momento para poder juzgar con equidad en un asunto difícil. Si fuera tan irreflexivo como tú, ya os hubiera matado. Pues tengo la misión de dar muerte a todos los que encuentre en estas tierras sin autorización del Señor de Gondor. Pero yo no mato sin necesidad ni a hombre ni a bestia, y cuando es necesario no lo hago con alegría. Tampoco hablo en vano. Tranquilízate, pues. ¡Siéntate junto a tu señor, y guarda silencio!

Sam se sentó pesadamente, el rostro acalorado. Faramir se volvió otra vez a Frodo.

—Me preguntaste cómo sabía yo que el hijo de Denethor ha muerto. Las noticias de muerte tienen muchas alas. Amenudo la noche trae las nuevas a los parientes cercanos, dicen. Boromir era mi hermano. —Una sombra de tristeza le pasó por el rostro—. ¿Recuerdas algo particularmente notable que el Señor Boromir llevaba entre sus avíos?

Frodo reflexionó un momento, temiendo alguna nueva trampa y preguntándose cómo acabaría la discusión. A duras penas había salvado el Anillo de la orgullosa codicia de Boromir, y no sabía cómo se daría maña esta vez, entre tantos hombres aguerridos y fuertes. Sin embargo, tenía en el fondo la impresión de que Faramir, aunque muy semejante a su hermano en apariencia, era menos orgulloso, y a la vez más austero y más sabio.

—Recuerdo que Boromir llevaba un cuerno —dijo por último.

—Recuerdas bien, y como alguien que en verdad lo ha visto —dijo Faramir—. Tal vez puedas verlo entonces con el pensamiento: un gran cuerno de asta, de buey salvaje del Este, guarnecido de plata y adornado con caracteres antiguos. Ese cuerno lo ha llevado durante muchas generaciones el primogénito de nuestra casa; y se dice que si se lo hace sonar en un momento de necesidad dentro de los confines de Gondor, tal como era el reino en otros tiempos, la llamada no será desoída.

”Cinco días antes de mi partida para esta arriesgada empresa, hace once días, y casi a esta misma hora, oí la llamada del cuerno; parecía venir del norte, pero apagada, como si fuese sólo un eco en la mente. Un presagio funesto, pensamos que era, mi padre y yo, pues no habíamos tenido ninguna noticia de Boromir desde su partida, y ningún vigía de nuestras fronteras lo había visto pasar. Y tres noches después me aconteció otra cosa, más extraña aún.

”Era la noche y yo estaba sentado junto al Anduin, en la penumbra gris bajo la luna pálida y joven, contemplando la corriente incesante; y las cañas tristes susurraban en la orilla. Es así como siempre vigilamos las costas en las cercanías de Osgiliath, ahora en parte en manos del Enemigo, y donde se esconden antes de saquear nuestro territorio. Pero era medianoche y todo el mundo dormía. Entonces vi, o me pareció ver, una barca que flotaba sobre el agua, gris y centelleante, una barca pequeña y rara de proa alta, y no había nadie en ella que la remase o la guiase.

”Un temor misterioso me sobrecogió; una luz pálida envolvía la barca. Pero me levanté, y fui hasta la orilla, y entré en el río, pues algo me atraía hacia ella. Entonces la embarcación viró hacía mí, y flotó lentamente al alcance de mi mano. Yo no me atreví a tocarla. Se hundía en el río, como si llevase una carga pesada, y me pareció, cuando pasó bajo mis ojos, que estaba casi llena de un agua transparente, y que de ella emanaba aquella luz, y que sumergido en el agua dormía un guerrero.

”Tenía sobre la rodilla una espada rota. Y vi en su cuerpo muchas heridas. Era Boromir, mi hermano, muerto. Reconocí los atavíos, la espada, el rostro tan amado. Una única cosa eché de menos: el cuerno. Y vi una sola que no conocía: un hermoso cinturón de hojas de oro engarzadas le ceñía el talle. ¡Boromir!grité. ¿Dónde está tu cuerno? ¿Adónde vas? ¡Oh Boromir!Pero ya no estaba. La embarcación volvió al centro del río y se perdió centelleando en la noche. Fue como un sueño, pero no era un sueño, pues no hubo un despertar. Y no dudo que ha muerto y que ha pasado por el Río rumbo al Mar.


—¡Ay! —dijo Frodo—. Era en verdad Boromir tal como yo lo conocí. Pues el cinturón de oro se lo regaló en Lothlórien la Dama Galadriel. Ella fue quien nos vistió como ves, de gris élfico. Este broche es obra de los mismos artífices. —Tocó la hoja verde y plata que le cerraba el cuello del manto.

Faramir la examinó de cerca.

—Es muy hermoso —dijo—. Sí, es obra de los mismos artífices. ¿Habéis pasado entonces por el País de Lórien? Laurelindórenan era el nombre que le daban antaño, pero hace mucho tiempo que ha dejado de ser conocido por los Hombres —agregó con dulzura, mirando a Frodo con renovado asombro—. Mucho de lo que en ti me parecería extraño, empiezo ahora a comprenderlo. ¿No querrás decirme más? Pues es amargo el pensamiento de que Boromir haya muerto a la vista del país natal.

—No puedo decir más de lo que he dicho —respondió Frodo—. Aunque tu relato me trae presentimientos sombríos. Una visión fue lo que tuviste, creo yo, y no otra cosa; la sombra de un infortunio pasado o porvenir. A menos que sea en realidad una superchería del Enemigo. Yo he visto dormidos bajo las aguas de las Ciénagas de los Muertos los rostros de hermosos guerreros de antaño, o así parecía por algún artificio siniestro.

—No, no era eso —dijo Faramir—. Pues tales sortilegios repugnan al corazón; pero en el mío sólo había compasión y tristeza.

—Pero ¿cómo es posible que tal cosa haya ocurrido realmente? —preguntó Frodo—. ¿Quién hubiera podido llevar una barca sobre las colinas pedregosas desde Tol Brandir? Boromir pensaba regresar a su tierra a través del Entaguas y los campos de Rohan. Y además, ¿qué embarcación podría navegar por la espuma de las grandes cascadas y no hundirse en las charcas burbujeantes, y cargada de agua por añadidura?

—No lo sé —dijo Faramir—. Pero ¿de dónde venía la barca?

—De Lórien —dijo Frodo—. En tres embarcaciones semejantes a aquélla bajamos por el Anduin a los Saltos. También las barcas eran obra de los Elfos.

—Habéis pasado por las Tierras Ocultas —dijo Faramir– pero no habéis entendido el poder que hay allí, parece. Si los Hombres tienen tratos con la Dueña de la Magia que habita en el Bosque de Oro, cosas extrañas habrán por cierto de acontecerles. Pues se dice que es peligroso para un mortal salir al mundo de ese Sol, y pocos de los que allí fueron en días lejanos volvieron como eran.

¡Boromir, oh Boromir!—exclamó—. ¿Qué te dijo la Dama que no muere? ¿Qué vio? ¿Qué despertó en tu corazón en aquel momento? ¿Por qué fuiste a Laurelindórenan, por qué no regresaste de mañana montado en los caballos de Rohan?

Luego, volviéndose a Frodo, habló una vez más en voz baja.

”A estas preguntas creo que tú podrías dar alguna respuesta, Frodo hijo de Drogo. Pero no aquí ni ahora, quizá. Mas para que no sigas pensando que mi relato fue una visión, te diré esto: el cuerno de Boromir al menos ha vuelto realmente, y no en apariencia. El cuerno regresó, pero partido en dos, como bajo el golpe de un hacha o de una espada. Los pedazos llegaron a la orilla separadamente: uno fue hallado en los cañaverales donde los vigías de Gondor montan guardia, hacia el norte, bajo las cascadas del Entaguas; el otro lo encontró girando en la corriente un hombre que cumplía una misión en las aguas del río. Extrañas coincidencias, pero tarde o temprano el crimen siempre sale a la luz, se dice.

”Y el cuerno del primogénito yace ahora, partido en dos, sobre las rodillas de Denethor, que en el alto sitial aún espera noticias. ¿Y tú nada puedes decirme de cómo quebraron el cuerno?

—No, yo nada sabía —dijo Frodo—, pero el día que lo oíste sonar, si tu cuenta es exacta, fue el de nuestra partida, el mismo en que mi sirviente y yo nos separamos de los otros. Y ahora tu relato me llena de temores. Pues si Boromir estaba entonces en peligro y fue muerto, puedo temer que mis otros compañeros también hayan perecido. Y ellos eran mis amigos y mis parientes.

”¿No querrás desechar las dudas que abrigas sobre mí y dejarme partir? Estoy fatigado, cargado de penas, y tengo miedo de no llevar a cabo la empresa o intentarla al menos, antes que me maten a mí también. Y más necesaria es la prisa si nosotros, dos medianos, somos todo lo que queda de la Comunidad.

”Vuelve a tu tierra, Faramir, valiente Capitán de Gondor, y defiende tu ciudad mientras puedas, y déjame partir hacia donde me lleve mi destino.

—No hay consuelo posible para mí en esta conversación —dijo Faramir—; pero a ti te despierta sin duda demasiados temores. A menos que hayan llegado a él los de Lórien, ¿quién habrá ataviado a Boromir para los funerales? No los orcos ni los servidores del Sin Nombre. Algunos de los miembros de vuestra Compañía han de vivir aún, presumo.

”Mas, sea lo que fuere lo que haya sucedido en la Frontera del Norte, de ti, Frodo, no dudo más. Si días crueles me han inclinado a erigirme de algún modo en juez de las palabras y los rostros de los Hombres, puedo ahora aventurar una opinión sobre los Medianos. Sin embargo —y sonrió al decir esto—, noto algo extraño en ti, Frodo, un aire élfico, tal vez. Pero en las palabras que hemos cambiado hay mucho más de lo que yo pensé al principio. He de llevarte ahora a Minas Tirith para que respondas a Denethor, y en justicia pagaré con mi vida si la elección que ahora hiciera fuese nefasta para mi ciudad. No decidiré, pues, precipitadamente lo que he de hacer. Sin embargo, saldremos de aquí sin más demora.

Se levantó con presteza e impartió algunas órdenes. Al instante los hombres que estaban reunidos alrededor de él se dividieron en pequeños grupos, y partieron con distintos rumbos, y no tardaron en desaparecer entre las sombras de las rocas y los árboles. Pronto sólo quedaron allí Mablung y Damrod.

—Ahora vosotros, Frodo y Samsagaz, vendréis conmigo y con mis guardias —dijo Faramir—. No podéis continuar vuestro camino rumbo al sur, si tal era vuestra intención. Será peligroso durante algunos días, y lo vigilarán más estrechamente después de esta refriega. De todos modos, tampoco podríais llegar muy lejos hoy, me parece, puesto que estáis fatigados. También nosotros. Ahora iremos a un lugar secreto, a menos de diez millas de aquí. Los orcos y los espías del Enemigo no lo han descubierto todavía, y si así no fuera, igualmente podríamos resistir un largo tiempo, aun contra muchos. Allí podremos estar y descansar un rato, y vosotros también. Mañana por la mañana decidiré qué es lo mejor que puedo hacer, tanto por mí como por vosotros.


No le quedaba a Frodo otra alternativa que la de resignarse a este pedido, o esta orden. Parecía ser en todo caso una medida prudente por el momento, ya que después de esta correría de los hombres de Gondor, un viaje a Ithilien era más peligroso que nunca.

Se pusieron en marcha inmediatamente: Mablung y Damrod un poco más adelante, y Faramir con Frodo y Sam detrás. Bordeando la orilla opuesta de la laguna en que se habían lavado los hobbits, cruzaron el río, escalaron una larga barranca, y se internaron en los bosques de sombra verde que descendían hacia el oeste. Mientras caminaban, tan rápidamente como podían ir los hobbits, hablaban entre ellos en voz baja.

—Si interrumpí nuestra conversación —dijo Faramir– no fue sólo porque el tiempo apremiaba, como me recordó Maese Samsagaz, sino también porque tocábamos asuntos que era mejor no discutir abiertamente delante de muchos hombres. Por esa razón preferí volver al tema de mi hermano y dejar para otro momento el Daño de Isildur. No has sido del todo franco conmigo, Frodo.

—No te dije ninguna mentira, y de la verdad, te he dicho cuanto podía decirte —replicó Frodo.

—No te estoy acusando —dijo Faramir—. Hablaste con habilidad, en una contingencia difícil, y con sabiduría, me pareció. Pero supe por ti, o adiviné, más de lo que me decían tus palabras. No estabas en buenos términos con Boromir, o no os separasteis como amigos. Tú, y también Maese Samsagaz, guardáis, lo adivino, algún resentimiento. Yo lo amaba, sí, entrañablemente, y vengaría su muerte con alegría, pero lo conocía bien. El Daño de Isildur... me aventuro a decir que el Daño de Isildurse interpuso entre vosotros y fue motivo de discordias. Parece ser, a todas luces, un legado de importancia extraordinaria, y esas cosas no ayudan a la paz entre los confederados, si hemos de dar crédito a lo que cuentan las leyendas. ¿No me estoy acercando al blanco?

—Cerca estás —dijo Frodo—, mas no en el blanco mismo. No hubo discordias en nuestra Compañía, aunque sí dudas; dudas acerca de qué rumbo habríamos de tomar luego de Emyn Muil. Sea como fuere, las antiguas leyendas también advierten sobre el peligro de las palabras temerarias, cuando se trata de cuestiones tales como... herencias.

—Ah, entonces era lo que yo pensaba: tu desavenencia fue sólo con Boromir. Él deseaba que el objeto fuese llevado a Minas Tirith. ¡Ay! Un destino injusto que sella los labios de quien lo viera por última vez me impide enterarme de lo que tanto quisiera saber: lo que guardaba en el corazón y el pensamiento en sus últimas horas. Que haya o no cometido un error, de algo estoy seguro: murió con ventura, cumpliendo una noble misión. Tenía el rostro más hermoso aún que en vida.

”Pero Frodo, te acosé con dureza al principio a propósito del Daño de Isildur. Perdóname. ¡No era prudente en aquel lugar y en tales circunstancias! No había tenido tiempo para reflexionar. Acabábamos de librar un violento combate, y tenía la mente ocupada con demasiadas cosas. Pero en el momento mismo en que hablaba contigo, me iba acercando al blanco, y deliberadamente dispersaba mis flechas. Pues has de saber que entre los Gobernantes de la ciudad se conserva aún buena parte de la antigua sabiduría, que no se ha difundido más allá de las fronteras. Nosotros, los de mi casa, no pertenecemos a la dinastía de Elendil, aunque la sangre de Númenor corre por nuestras venas. Mi dinastía se remonta hasta Mardil, el buen senescal, que gobernó en el lugar del rey, cuando éste partió para la guerra. Era el Rey Eärnur, último de la dinastía de Anárion, pues no tenía hijos, y nunca regresó. Desde ese día el Senescal reinó en la ciudad, aunque ya hace de esto muchas generaciones de Hombres.

”Y una cosa recuerdo de Boromir cuando era niño, y juntos aprendíamos las leyendas de nuestros antepasados y la historia de la ciudad: siempre le disgustaba que su padre no fuera rey. «¿Cuántos centenares de años han de pasar para que un senescal se convierta en rey, si el rey no regresa?», preguntaba. «Pocos años, tal vez, en casas de menor realeza», le respondía mi padre. «En Gondor no bastarían diez mil años.» ¡Ay! pobre Boromir. ¿Esto no te dice algo de él?

—Sí —dijo Frodo—. Sin embargo siempre trató a Aragorn con honor.

—No lo dudo —dijo Faramir—. Si estaba convencido, como dices, de que las pretensiones de Aragorn eran legítimas, ha de haberlo reverenciado. Pero no había llegado aún el momento decisivo: no había ido aún a Minas Tirith, ni se habían convertido aún en rivales en las guerras de la ciudad.

”Pero me estoy alejando del tema. Nosotros, los de la casa de Denethor, tenemos por tradición un conocimiento profundo de la antigua sabiduría; y en nuestros cofres conservamos además muchos tesoros: libros y tabletas escritos en caracteres diversos sobre pergamino, sí, y sobre piedra y sobre láminas de plata y de oro. Hay algunos que nadie puede leer; en cuanto a los demás, pocos son los que logran alguna vez entenderlos. Yo los sé descifrar, un poco, pues he sido iniciado. Son los archivos que nos trajo el Peregrino Gris. Yo lo vi por primera vez cuando era niño, y ha vuelto dos o tres veces desde entonces.

—¡El Peregrino Gris! —exclamó Frodo—. ¿Tenía un nombre?

—Mithrandir lo llamaban a la manera élfica —dijo Faramir—, y él estaba satisfecho. Muchos son mis nombres en numerosos países, decía. Mithrandir entre los Elfos, Tharkûn para los Enanos; Olórin era en mi juventud en el Oeste que nadie recuerda, Incánus en el Sur, Gandalf en el Norte; al Este nunca voy.

—¡Gandalf! —dijo Frodo—. Me imaginé que era Gandalf el Gris, el más amado de nuestros consejeros. Guía de nuestra Compañía. Lo perdimos en Moria.

—¡Mithrandir perdido! —dijo Faramir—. Se diría que un destino funesto se ha encarnizado con vuestra comunidad. Es en verdad difícil de creer que alguien de tan alta sabiduría y tanto poder, pues muchos prodigios obró entre nosotros, pudiera perecer de pronto, que tanto saber fuera arrebatado al mundo. ¿Estás seguro? ¿No habrá partido simplemente en uno de sus misteriosos viajes?

—¡Ay! sí —dijo Frodo—. Yo lo vi caer en el abismo.

—Veo que detrás de todo esto se oculta una historia larga y terrible —dijo Faramir– que tal vez podrás contarme en la velada. Este Mithrandir era, ahora lo adivino, más que un maestro de sabiduría: un verdadero artífice de las cosas que se hacen en nuestro tiempo. De haber estado entre nosotros para discutir las duras palabras de nuestro sueño, él nos las hubiera esclarecido en seguida, sin necesidad de ningún mensajero. Pero quizá no habría querido hacerlo, y el viaje de Boromir era inevitable. Mithrandir nunca nos hablaba de lo que iba a acontecer, ni de sus propósitos. Obtuvo autorización de Denethor, ignoro por qué medios, para examinar los secretos de nuestro tesoro, y yo aprendí un poco de él, cuando quería enseñarme, cosa poco frecuente. Buscaba siempre y quería saberlo todo de la Gran Batalla que se libró sobre el Dagorlad en los primeros tiempos de Gondor, cuando aquel a quien no nombramos fue derrotado. Y pedía que le contáramos historias de Isildur, aunque poco podíamos decirle; pues acerca del fin de Isildur nada seguro se supo jamás entre nosotros.


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