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Las dos torres
  • Текст добавлен: 20 сентября 2016, 14:40

Текст книги "Las dos torres"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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—Tengo la orden de ir a las tierras de Mordor, y por lo tanto iré —dijo Frodo—. Si no hay más que un camino, tendré que tomarlo. Suceda lo que suceda.


Sam se quedó callado. La expresión del rostro de Frodo era suficiente para él; sabía que todo cuanto pudiera decirle sería inútil. Al fin y al cabo, él nunca había puesto ninguna esperanza en el éxito de la empresa; pero era un hobbit vehemente y temerario y no necesitaba esperanzas, mientras pudiera retrasar la desesperanza. Ahora habían llegado al amargo final. Pero él no había abandonado a su señor ni un solo instante; para eso había venido, y no pensaba abandonarlo ahora. Frodo no iría solo a Mordor, Sam iría con él... y en todo caso, al menos se verían por fin libres de Gollum.

Gollum, sin embargo, no tenía ningún interés en que se libraran de él, al menos por el momento. Se arrodilló a los pies de Frodo, retorciéndose las manos y lloriqueando.

—¡No por este camino, mi amo! —suplicó—. Hay otro camino. Oh sí, de verdad, hay otro. Otro camino más oscuro, más difícil de encontrar, más secreto. Pero Sméagol lo conoce. ¡Deja que Sméagol te lo muestre!

—¡Otro camino! —dijo Frodo en tono dubitativo, escrutando el rostro de Gollum.

—¡Sssí! Sssí, ¡de verdad! Habíaotro camino. Sméagol lo descubrió. Vayamos a ver si todavía está.

—No dijiste nada de ese camino, antes.

—No. El amo no preguntó. El amo no dijo lo que quería hacer. No le dice nada al pobre Sméagol. Dice: Sméagol, llévame hasta la Puerta... y luego ¡adiós! Sméagol puede marcharse y ser bueno. Pero ahora le dice: pienso entrar en Mordor por este camino. Y entonces Sméagol tiene mucho miedo. No desea perder al buen amo. Y él prometió, el amo le hizo prometer que salvaría el Tesoro. Pero el amo se lo llevará a Él, directamente a la Mano Negra, si va por este camino. Entonces Sméagol piensa en otro camino, de mucho tiempo atrás. Buen amo. Sméagol muy bueno, siempre ayuda.


Sam arrugó el entrecejo. Si hubiera podido, habría atravesado a Gollum con los ojos. Tenía muchas dudas. En apariencia Gollum estaba sinceramente afligido, y deseaba ayudar a Frodo. Pero a Sam, recordando la discusión que había escuchado a hurtadillas, le costaba creer que el Sméagol largamente sumergido hubiese salido a la superficie; esta voz, en todo caso, no era la que había dicho la última palabra en la discusión. Lo que Sam sospechaba era que las dos mitades, Sméagol y Gollum (que él llamaba para sus adentros el Adulón y el Bribón), habían pactado una tregua y una alianza temporaria: ninguno de los dos quería que el Anillo fuese a parar a manos del Enemigo; ambos querían evitar que Frodo cayese prisionero, para poder vigilarlo ellos mismos tanto tiempo como fuera posible... al menos mientras Bribón tuviese la posibilidad de recuperar el «Tesoro». De que hubiera realmente otro camino a Mordor, Sam no estaba seguro.

—Y es una suerte que ninguna de las mitades de este viejo bribón conozca las intenciones del amo —se dijo—. Si supiera que el señor Frodo se propone acabar de una vez por todas con el Tesoro, apuesto a que muy pronto se armaría la gorda. Como quiera que sea, el viejo Bribón le tiene tanto miedo al Enemigo (y está o estuvo de algún modo bajo sus órdenes) que preferiría entregarnos a Él a que lo atrapen ayudándonos, y a que fundan el Tesoro, quizá. Ésta es mi opinión, por lo menos. Y espero que el amo lo piense con cuidado. Es tan sagaz como cualquiera, pero tiene un corazón demasiado tierno, eso es lo que pasa. ¡Y lo que vaya a hacer ahora está más allá del entendimiento de un Gamyi!

Frodo no le respondió a Gollum en seguida. Mientras estas dudas pasaban por el cerebro lento pero perspicaz de Sam, había estado mirando los acantilados oscuros que flanqueaban el Cirith Gorgor. La hoya en que se habían refugiado estaba excavada en el flanco de una loma, un poco por encima de un largo valle atrincherado que se abría entre la colina y las estribaciones de la montaña. En el centro del valle se alzaban los cimientos negros de la torre de atalaya occidental. Ahora, a la luz de la mañana, podían verse claramente los caminos que convergían hacia la Puerta de Mordor, pálidos y polvorientos; uno serpenteaba en dirección al norte; otro se perdía en el este entre las nieblas que flotaban en las faldas de Ered Lithui; el tercero venía hacia ellos. Luego de describir una curva brusca alrededor de la torre, se internaba en una garganta angosta y pasaba no muy lejos de la hondonada.

A la derecha giraba hacia el oeste, bordeando las estribaciones montañosas, y hacia el sur desaparecía en las sombras que envolvían las laderas occidentales de Ephel Dúath; más allá de donde alcanzaba la vista, se internaba en la estrecha lengua de tierra que corría entre las montañas y el Río Grande.

Mientras miraba en esa dirección, Frodo advirtió que había mucho movimiento y agitación en la llanura. Se hubiera dicho que ejércitos enteros estaban en marcha, aunque ocultos en parte por los vahos y humaredas que el viento traía a la deriva desde las ciénagas y desiertos lejanos. No obstante, vislumbraba aquí y allá el centelleo de las lanzas y los yelmos; y por los terraplenes vecinos a las carreteras se veían jinetes que cabalgaban en compañías numerosas. Recordó la visión que había tenido en lo alto del Amon Hen, hacía apenas unos días, aunque ahora le parecieran años. Y supo entonces que la esperanza que en un raro momento le había encendido el corazón era vana. Las trompetas no habían tronado en son de desafío sino de bienvenida. No era éste un ataque al Señor Oscuro organizado por los Hombres de Gondor que como espectros vengadores habían salido de las tumbas de los héroes desaparecidas hacía tiempo. Éstos eran Hombres de otra raza, venidos de las vastas Comarcas del Este, que acudían al llamado del Soberano; ejércitos que, luego de acampar por la noche ante la Puerta, entraban en la fortaleza para engrosar aquel poderío avasallador. Como si de súbito tomara conciencia cabal del peligro que corrían, solos, a la creciente luz de la mañana, tan al alcance de esa inmensa amenaza, Frodo se cubrió prestamente la cabeza con el frágil capuchón y descendió al valle. Luego se volvió hacia Gollum.

—Sméagol —le dijo—. Confiaré en ti una vez más. Se diría en verdad que he de hacerlo, y que es mi destino recibir ayuda de ti cuando menos la busco, y el tuyo ayudar a quien tanto tiempo perseguiste con designios perversos. Hasta ahora has merecido mi confianza, y has mantenido fielmente tu promesa. Fielmente, digo y creo —agregó mirando a Sam de soslayo—, pues dos veces nos tuviste a tu merced y no nos hiciste daño alguno. Tampoco has intentado quitarme lo que antes codiciabas. ¡Ojalá esta tercera prueba sea la mejor! Pero te lo advierto, estás en peligro.

—¡Sí, sí, amo! —dijo Gollum—. ¡Un peligro terrible! Los huesos de Sméagol tiemblan al pensarlo, pero él no huye. Él tiene que ayudar al buen amo.

—No me refería al peligro que todos compartimos —dijo Frodo—. Hablo de un peligro que sólo tú corres. Juraste cumplir una promesa por eso que llamas el Tesoro. ¡Recuérdalo! Te obligará a cumplirla, pero tratará de volverla contra ti para destruirte. Ya ha empezado a volverla contra ti. Tú mismo te delataste hace un momento por atolondrado. Devuélveselo a Sméagol, dijiste. ¡No lo digas nunca más! ¡No dejes que ese pensamiento crezca en ti! Nunca podrás recuperarlo. Pero la codicia que sientes por él puede traicionarte y arrastrarte a la desgracia. Nunca podrás recuperarlo. Como último recurso, Sméagol, yo me pondré el Tesoro; y el Tesoro te dominó hace mucho tiempo. Si entonces yo te diese una orden, tendrías que obedecerla, aunque dijera que saltaras al fuego desde un precipicio y ésa sería mi orden. ¡Así que ten cuidado, Sméagol!

Sam le lanzó a Frodo una mirada de aprobación, pero a la vez de sorpresa: había algo en la expresión del rostro y en el tono de la voz de Frodo que él nunca había conocido antes. Siempre había pensado que la bondad de su querido señor Frodo era tal que entrañaba una considerable dosis de ceguera. Por supuesto, siempre había sostenido a pies juntillas la creencia incompatible de que el señor Frodo era la persona más sabia del mundo (con la posible excepción del anciano señor Bilbo y de Gandalf). Gollum a su modo (y con muchas más disculpas, pues su relación con Frodo era tanto más reciente) debía de haber cometido el mismo error, confundiendo bondad con ceguera. En todo caso, este discurso lo había apabullado y aterrorizado. Se arrastraba por el suelo y era incapaz de pronunciar palabras más inteligibles que buen amo.

Frodo esperó pacientemente, y luego volvió a hablar, en tono menos severo.

—A ver, Gollum, o Sméagol si prefieres, háblame de ese otro camino, y muéstrame qué esperanzas podemos poner en él, y si justifican que me desvíe del rumbo elegido. Tengo prisa.

Pero el estado de Gollum era deplorable; la amenaza de Frodo lo había desarmado por completo. No fue fácil obtener de él una explicación clara, entre balbuceos y gemidos, y las frecuentes interrupciones en las que se retorcía por el suelo y les suplicaba que fuesen buenos con el «pobrecito Sméagol». Al cabo de un rato se tranquilizó un poco, y Frodo pudo al fin sacar en limpio, pedazo a pedazo, que si un viajero seguía el camino que giraba hacia el oeste de Ephel Dúath, llegaría en cierto momento a una encrucijada en un círculo de árboles sombríos. A la derecha, un camino descendía hasta Osgiliath y los puentes del Anduin; en el centro, el camino continuaba hacia el sur.

—Continúa, continúa y continúa —dijo Gollum—. Nunca fuimos por ese camino, pero dicen que continúa así un centenar de leguas hasta que se ven las Grandes Aguas que nunca están quietas. Hay muchos peces allí, y grandes pájaros que se comen los peces: pájaros buenos; pero nosotros nunca estuvimos allí, ¡ay, no! Nunca tuvimos la oportunidad. Y más lejos aún hay otras tierras, dicen, dicen, pero allí la Cara Amarilla es muy caliente, y casi nunca hay nubes, y los hombres son feroces y tienen la cara negra. Nosotros no queremos ver esa región.

—¡No! —dijo Frodo—. Pero no te alejes de lo que importa. ¿Y el tercer camino?

—Oh sí, oh sí, hay un tercer camino —dijo Gollum—. Es el de la izquierda. Ni bien comienza empieza a trepar, a trepar, y serpentea y vuelve siempre trepando hacia las sombras altas. Cuando pasas el recodo de la roca negra, la ves, la ves de pronto; allá arriba, sobre tu cabeza, y entonces quieres esconderte.

—La ves, la ves... ¿Qué ves?

—La antigua fortaleza, muy vieja, muy horrible hoy. Oíamos entonces historias del Sur, cuando Sméagol era joven, hace mucho tiempo. Oh sí, nos contaban montones de cuentos por la noche, sentados junto a las orillas del Río Grande, en los saucedales, cuando también el Río era más joven, ¡gollum, gollum!—Gollum empezó a llorar y balbucear. Los hobbits esperaron con paciencia.

”Historias del Sur —siguió diciendo Gollum– acerca de los Hombres altos de ojos brillantes, y de casas como colinas de piedra, la corona de plata del Rey y el Árbol Blanco: cuentos maravillosos. Levantaban torres altísimas, y una de ellas era blanca como la plata, y allí había una piedra parecida a la luna, rodeada de grandes muros blancos. Oh sí, había muchas historias acerca de la Torre de la Luna.

—Ésa ha de ser Minas Ithil, construida por Isildur el hijo de Elendil —dijo Frodo—. Fue Isildur quien le cortó el dedo al Enemigo.

—Sí, Él tiene sólo cuatro dedos en la Mano Negra, pero le bastan —dijo Gollum estremeciéndose—. Y Él odiaba la ciudad de Isildur.

—¿Qué es lo que él no odia? —dijo Frodo—. Pero ¿qué tiene que ver con nosotros la Torre de la Luna?

—Bueno, amo, allí estaba, y aún está allí: la torre alta y las casas blancas y el muro; pero no agradables ahora, no hermosas. Él las conquistó hace mucho tiempo. Es un lugar terrible ahora. Los viajeros tiemblan al verlo, se ocultan, evitan la sombra de los muros. Pero el amo tendrá que ir por ese camino. Ése es el único otro camino. Porque allí las montañas son más bajas, y el viejo camino sube y sube, hasta llegar en la cima a una garganta sombría, y luego desciende, desciende otra vez... hasta Gorgoroth. —La voz se perdió en un susurro y Gollum se estremeció de nuevo.

—¿Pero de qué nos servirá? —preguntó Sam—. Sin duda el Enemigo conoce palmo a palmo todas esas montañas, y es seguro que en ese camino hay tantos vigías como aquí. La torre no está vacía, ¿verdad?

—¡Oh no, vacía no! —murmuró Gollum—. Parece vacía, pero no lo está, ¡oh no! Criaturas muy terribles viven en ella. Orcos sí, siempre orcos; pero cosas peores; también viven allí cosas peores. El camino trepa en línea recta bajo la sombra de los muros y pasa por la puerta. Nada puede acercarse por el camino sin que ellos lo noten. Las criaturas de allí dentro lo saben: los Centinelas Silenciosos.

—Así que ése es tu consejo —dijo Sam—, que emprendamos otra interminable caminata hacia el sur, para encontrarnos nuevamente en este mismo brete, o quizá en otro peor, cuando lleguemos allí, si alguna vez llegamos.

—No, no, claro que no —dijo Gollum—. Los hobbits tienen que verlo, tratar de comprender. Él no espera un ataque por ese lado. El Ojo de Él está en todas partes, pero a algunos sitios llega más que a otros. Entendedlo, Él no puede verlo todo al mismo tiempo, todavía no. Ha conquistado todos los territorios al oeste de las Montañas de las Sombras, hasta el Río, y domina los puentes. Cree que nadie podrá llegar a la Torre de la Luna sin librar una batalla en los puentes, o sin traer cantidades de embarcaciones imposibles de ocultar y que Él descubriría.

—Pareces saber mucho acerca de lo que Él hace y piensa —dijo Sam—. ¿Has estado hablando con Él recientemente? ¿O te has codeado con los orcos?

—No bueno el hobbit, no sensato —dijo Gollum, lanzándole a Sam una mirada furiosa y volviéndose a Frodo—. Sméagol ha hablado con los orcos, claro que sí, antes de encontrar al amo, y con mucha gente: ha caminado mucho y lejos. Y lo que ahora dice, lo dice mucha gente. Aquí en el Norte está ese gran peligro que lo amenaza a Él, y también a nosotros. Un día saldrá por la Puerta Negra, un día muy cercano. Ése es el único camino por el que pueden venir los grandes ejércitos. Pero allá, en el oeste, Él no teme nada, y allí están los Centinelas Silenciosos.

—¡Exactamente! —replicó Sam, que no era nada fácil de convencer—. Sólo tenemos que subir y llamar a la puerta de la Torre y preguntar si ése es el camino que lleva a Mordor. ¿O son demasiado silenciosos para responder? Esto no tiene ni pies ni cabeza. Tanto valdría probar aquí, y ahorrarnos una larga caminata.

—No hagas bromas sobre eso —siseó Gollum—. No le veo ninguna gracia. ¡Oh no! No es divertido. No tiene ni pies ni cabeza tratar de llegar a Mordor. Pero si el amo dice He de iro Iré, entonces tiene que buscar algún camino. Pero no ir a la ciudad terrible. Oh no, claro que no. Aquí es donde Sméagol ayuda, buen Sméagol, aunque nadie le dice de qué se trata. Sméagol ayuda otra vez. Él lo descubrió. Él lo conoce.

—¿Qué descubriste? —preguntó Frodo.

Gollum se enroscó sobre sí mismo y bajó la voz hasta que habló en un susurro. —Un pequeño sendero que sube hasta las montañas; y a continuación una escalera, una escalera estrecha. Oh sí, muy larga y muy estrecha. Y después —la voz bajó aún más– un túnel, un túnel oscuro; y por último una hendidura, una pequeña hendidura, y un sendero muy por encima del paso principal. Fue por ese camino por donde Sméagol salió de las tinieblas. Pero eso sucedió hace muchos años. El sendero puede haber desaparecido desde entonces; pero tal vez no, tal vez no.

—No me gusta nada como suena todo eso —dijo Sam—. Suena demasiado fácil, al menos en palabras. Si el sendero existe todavía, también ha de estar vigilado. ¿No estaba vigilado, Gollum? —Mientras decía estas palabras, vio, o creyó ver, un resplandor verde en la mirada de Gollum. Gollum masculló, y no dijo nada.

—¿No está vigilado? —preguntó Frodo con voz severa—. ¿Y tú escapastede las tinieblas, Sméagol? ¿No habrá sido más bien que te dejaron partir, con una misión? Eso era al menos lo que pensaba Aragorn, que te encontró cerca de las Ciénagas de los Muertos hace algunos años.

—¡Mentira! —siseó Gollum, y un resplandor maligno le cruzó los ojos cuando oyó el nombre de Aragorn—. Mintió, sí, mintió. Es verdad que escapé, solo y sin ayuda, pobre de mí. Es verdad que me encomendaron que buscara el Tesoro, y lo he buscado y buscado, seguro que sí. Pero no para Él, no para el Oscuro. El Tesoro era nuestro, era mío, te dije. Yo me escapé.

Frodo tuvo una extraña certeza: que Gollum por una vez no estaba tan lejos de la verdad como se podría sospechar, que de algún modo había llegado a encontrar la manera de salir de Mordor y que atribuía el hallazgo a su propia astucia. Notó, en todo caso, que Gollum había utilizado el yo, lo que era de algún modo un signo, las raras veces que aparecía, de que en ese momento predominaban los restos de una veracidad y sinceridad de otros tiempos. Pero aunque en este aspecto se pudiera confiar en Gollum, Frodo no olvidaba la astucia del Enemigo. La «evasión» bien podía haber sido permitida o arreglada, y perfectamente conocida en la Torre Oscura. Y en todo caso, no cabía duda de que Gollum callaba muchas cosas.

—Vuelvo a preguntarte —dijo—: ¿no está vigilado ese camino secreto?

Pero el nombre de Aragorn había puesto de mal talante a Gollum. Tenía todo el aire ofendido de un mentiroso de quien se sospecha que está mintiendo, cuando por una vez ha dicho la verdad, o parte de ella. No contestó.

—¿No está vigilado? —repitió Frodo.

—Sí, sí, tal vez. Ningún lugar es seguro en esta región —dijo Gollum malhumorado—. Ningún lugar es seguro. Pero el amo tiene que intentarlo o volverse atrás. No hay otro camino. —No consiguieron hacerle decir otra cosa. El nombre del paraje peligroso y del paso alto, no pudo, o no quiso decirlo.

Era Cirith Ungol, un nombre de siniestra memoria. Quizá Aragorn hubiera podido decirles este nombre y explicarles su significado; Gandalf los habría puesto en guardia. Pero estaban solos, y Aragorn se encontraba lejos, y Gandalf estaba entre las ruinas de Isengard, en lucha con Saruman, retenido por traición. No obstante, en el momento mismo en que decía a Saruman unas últimas palabras, y la palantírse desplomaba en llamas sobre las gradas de Orthanc, los pensamientos de Gandalf volvían sin cesar a Frodo y Sam; a través de las largas leguas los buscaba siempre con esperanza y compasión.

Quizá Frodo lo sentía, sin saberlo, como lo había sentido en el Amon Hen, aunque creyera que Gandalf había partido, partido para siempre a las sombras de la Moria distante. Durante largo rato permaneció sentado en el suelo, en silencio, cabizbajo, tratando de recordar todo cuanto le dijera Gandalf. Mas con respecto a esta elección no podía recordar ningún consejo. En verdad, la guía de Gandalf les había sido arrebatada demasiado pronto, cuando el País Oscuro estaba aún lejano. Cómo harían para entrar por fin en él, Gandalf no lo había dicho. Tal vez no lo supiera. En una oportunidad se había aventurado a entrar en la fortaleza Enemiga del Norte. Pero ¿había viajado alguna vez a Mordor, a la Montaña de Fuego y a Barad-dûr desde que el Señor Oscuro recobrara el poder? Frodo no lo creía. Y ahora él, un pequeño mediano de la Comarca, un simple hobbit de la apacible campiña, estaba aquí ¡obligado a encontrar un camino que los mayores no podían o no se atrevían a transitar! Triste destino el suyo. Pero Frodo ya lo había aceptado en su propia salita en la remota primavera de otro año, tan remota que le parecía un capítulo en la historia de la juventud del mundo, cuando los Árboles de Plata y de Oro todavía estaban en flor. Era una elección nefasta. ¿Qué camino elegir? Y si ambos conducían al terror y a la muerte, ¿de qué le valía elegir?


Avanzaba el día. Un silencio profundo cayó sobre el pequeño hueco gris en que yacían tendidos, tan cercano a las orillas del reino del terror: un silencio palpable, como un velo espeso, que los separara del mundo circundante. Allá arriba una cúpula de cielo pálido, con estrías de un humo fugitivo, parecía alta y lejana, como si la observaran a través de profundos abismos de aire, cargado de inquietos pensamientos. Ni aun un águila volando contra el sol habría reparado en los hobbits sentados allí, bajo el peso del destino, silenciosos e inmóviles, envueltos en los delgados mantos grises. Acaso se habría detenido un instante a examinar a Gollum, una figura minúscula, inerte contra el suelo: quizá eso que allí yacía era el esqueleto enflaquecido de un niño humano, las ropas en harapos aún adheridas al cuerpo, los brazos y piernas largos y blancos y resecos como huesos; de carne, ni un mísero bocado.

Frodo tenía la cabeza inclinada y apoyada sobre las rodillas, pero Sam, recostado de espaldas, con las manos detrás de la cabeza, contemplaba por debajo del capuchón el cielo desierto. O por lo menos estuvo desierto un rato. De pronto creyó ver la forma oscura de un pájaro que revoloteaba en círculos, se cernía sobre ellos, y se alejaba otra vez. Otras dos la siguieron, y luego una cuarta. A simple vista, parecían muy pequeñas, pero algo le decía a Sam que eran enormes, de alas inmensas, y que volaban a gran altura. Se tapó los ojos e inclinó el cuerpo hacia adelante, acurrucándose. Sentía el mismo temor premonitorio que había conocido en presencia de los Jinetes Negros, aquel horror irremediable que llegara con el grito en el viento y la sombra sobre la luna, aunque ahora no era tan aplastante y compulsivo: la amenaza parecía más remota. Pero era una amenaza. También Frodo la sintió, e interrumpió sus meditaciones. Se movió y se estremeció, pero no levantó la cabeza. Gollum se enroscó sobre sí mismo como una araña acorralada. Las figuras aladas giraron, y en rápido descenso partieron como flechas rumbo a Mordor.

—Los Jinetes andan otra vez por aquí, en el aire —dijo Sam en un ronco murmullo—. Yo los vi. ¿Cree que ellos nos habrán visto? Volaban muy alto. Si son los mismos Jinetes Negros no ven mucho a la luz del día, ¿verdad?

—No, tal vez no —respondió Frodo—. Pero los corceles podían ver. Y estas criaturas aladas en que ahora cabalgan tienen la vista más aguda que cualquiera otra. Son como grandes aves de rapiña. Algo andan buscando: el Enemigo está en guardia, me temo.

El sentimiento de terror pasó, pero el silencio que los envolvía se había roto. Durante un tiempo habían estado aislados del mundo, como en una isla invisible; ahora estaban de nuevo al desnudo, el peligro había retornado. Pero Frodo seguía sin hablarle a Gollum, y aún no se había decidido. Tenía los ojos cerrados, como si soñara, o se escudriñase interiormente el corazón y la memoria. Por fin se movió, se puso de pie, y pareció que iba a hablar y decidir.

—¡Escuchad! —dijo en cambio—. ¿Qué es esto?



Un nuevo temor cayó sobre ellos. Oyeron cantos y gritos roncos. Al principio parecían lejanos, pero se acercaban hacia ellos. A los tres los asaltó la idea de que las Alas Negras los habían descubierto y habían enviado hombres armados a capturarlos; nada era nunca demasiado rápido para aquellos terribles servidores de Sauron. Se acurrucaron, escuchando. Las voces y el ruido metálico de las armas y los arneses se oían ahora muy cerca. Frodo y Sam desenvainaron las pequeñas espadas. Huir era imposible.

Gollum se incorporó lentamente y trepó como un insecto hasta el reborde del hueco. Con extrema cautela, pulgada por pulgada, se encaramó hasta poder mirar hacia abajo entre dos aristas de la piedra. Allí estuvo inmóvil un tiempo, sin hacer ningún ruido. Pronto las voces comenzaron a alejarse otra vez, hasta extinguirse poco a poco. Un cuerno sonó a lo lejos en las murallas del Morannon. Entonces Gollum se retiró en silencio y se deslizó nuevamente en el agujero.

—Más Hombres que van a Mordor —dijo en voz baja—. Caras oscuras. Nunca vimos Hombres como éstos hasta ahora. No, Sméagol nunca los vio. Parecen feroces. Tienen los ojos negros, largos cabellos negros, y aros de oro en las orejas: sí, montones de oro muy bello. Y algunos tienen pintura roja en las mejillas, y mantos rojos; y los estandartes son rojos, y también las puntas de las lanzas; y llevan escudos redondos, amarillos y negros con grandes clavijas. No buenos: hombres malos muy crueles, parecen. Casi tan malvados como los orcos, y mucho más grandes. Sméagol piensa que vienen del Sur, de más allá del extremo del Río Grande: llegaban por ese camino. Iban todos hacia la Puerta Negra; pero otros podrían venir detrás. Siempre más gente llegando a Mordor. Un día todos estarán adentro.

—¿Había algún Olifante? —preguntó Sam, olvidándose del miedo, ávido de noticias de países extraños.

—No, no, ningún Olifante. ¿Qué son los Olifantes? —dijo Gollum.


Sam se levantó, y poniéndose las manos en la espalda (como siempre cuando «decía poesía»), declamó:


Gris como una rata,

grande como una casa,

la nariz de serpiente,

hago temblar la tierra

cuando piso la hierba;

y los árboles crujen.

Con cuernos en la boca

por el Sur voy moviendo

las inmensas orejas.

Desde años sin cuento,

marcho de un lado a otro,

y ni para morir

en la tierra me acuesto.

Yo soy el Olifante,

el más grande de todos,

viejo, alto y enorme.

Si alguna vez me ves,

no podrás olvidarme.

Y si nunca me encuentras

no pensarás que existo.

Soy el viejo Olifante,

el que nunca se acuesta.


”Éste —dijo Sam cuando hubo terminado de recitar—, éste es uno de los poemas que se dicen en la Comarca. Puede que sean tonterías, puede que no. Pero te diré una cosa, nosotros tenemos nuestras historias, y noticias del Sur. En los viejos tiempos los hobbits partían de viaje de tanto en tanto. No eran muchos los que regresaban, y no siempre la gente creía lo que decían: noticias de Bree y no tan seguras como las habladurías de la Comarca, como se suele decir. Pero yo he escuchado historias de la Gente Grande de allá lejos, de las Tierras del Sur. Endrinos los llamamos en nuestras historias; y montan Olifantes cuando luchan, según dicen. Ponen casas y torres sobre las grupas de los Olifantes y se arrojan rocas y árboles unos a otros. Por eso cuando tú dijiste: «Hombres que vienen del Sur, todos de rojo y oro», yo te pregunté: «¿Había algún Olifante?», porque si los hay, peligro o no peligro, iré a echar una ojeada. Pero ahora supongo que nunca en mi vida veré un Olifante. Tal vez ese animal no exista. —Sam suspiró.

—No, nunca, ningún Olifante —repitió Gollum—. Sméagol no ha oído hablar de ellos. No quiere verlos. No quiere que existan. Sméagol quiere irse de aquí y esconderse en un lugar seguro. Sméagol quiere que el amo se vaya. Buen amo, ¿no te irás con Sméagol?

Frodo se levantó. Aunque estaba muy preocupado, se había reído de buena gana cuando Sam sacó a relucir el viejo poema del Olifante, y esa risa había puesto fin a sus titubeos.

—Ojalá tuviéramos un millar de Olifantes, y a Gandalf a la cabeza montado en uno blanco —dijo—. Entonces podríamos tal vez abrirnos paso en esa tierra maldita. Pero no los tenemos; sólo contamos con nuestras pobres piernas fatigadas, y nada más. Y bien, Sméagol, esta alternativa puede ser la mejor. Iré contigo.

—¡Amo bueno, amo sabio, querido amo! —exclamó Gollum radiante de alegría, palmoteando las rodillas de Frodo—. ¡Buen amo! Entonces, ahora descansad, queridos hobbits, a la sombra de las piedras, ¡muy cerca de las piedras! Descansad y quedaos tranquilos, hasta que la Cara Amarilla se haya marchado. Partiremos entonces. ¡Tenemos que ser sigilosos y rápidos como sombras!


4



HIERBAS AROMÁTICAS Y GUISO DE CONEJO



Descansaron durante las pocas horas de luz que aún quedaban, corriéndose a medida que el sol se movía, hasta que la sombra de la cresta del valle se alargó por fin, y el hueco todo se pobló de oscuridad. Entonces comieron un poco, y bebieron unos sorbos. Gollum no quiso comer, pero aceptó el agua de buena gana.

—Pronto conseguiremos más —dijo, lamiéndose los labios—. Corre agua buena por los arroyos que van al Río Grande, hay agua sabrosa en las tierras a donde vamos. Allí Sméagol también conseguirá comida, tal vez. Tiene mucha hambre, sí, ¡gollum!—Se llevó las manazas al vientre encogido, y una débil luz verde le animó los ojos.


La oscuridad era profunda cuando por fin se pusieron en marcha, deslizándose por encima de la pared del valle, y desvaneciéndose como fantasmas en las tierras accidentadas que se extendían más allá del camino. Era la tercera noche de plenilunio, pero la luna no asomó por encima de las montañas hasta pasada la medianoche, y en esas primeras horas la oscuridad era casi impenetrable. Excepto una luz roja encendida en lo alto de las Torres de los Dientes, no se veía ni oía ningún otro indicio de la insomne vigilancia mantenida sobre el Morannon.

Durante muchas millas, mientras huían tropezando a través de un campo yermo y pedregoso, tuvieron la impresión de que el ojo rojo no dejaba de observarlos. No se atrevían a marchar por el camino, pero procuraban no alejarse de él, siguiendo sus sinuosidades por la izquierda lo mejor que podían. Por fin, cuando la noche envejecía y el cansancio empezaba a vencerlos, pues sólo habían hecho un breve alto, el ojo se empequeñeció, fue una punta de fuego, y desapareció al fin: habían bordeado el oscuro rellano septentrional de las montañas más bajas y ahora iban hacia el sur.

Con el corazón extrañamente aligerado volvieron a descansar, aunque no por mucho tiempo. Gollum opinaba que la marcha era demasiado lenta. Según él había casi treinta leguas desde el Morannon hasta la encrucijada en lo alto del Osgiliath, y esperaba que cubrieran esa distancia en cuatro etapas. De modo que pronto reanudaron la penosa caminata, hasta que el alba se extendió lentamente en la vasta soledad gris. Para ese entonces habían recorrido ya casi ocho leguas, y los hobbits no podían ir más allá, aun cuando se hubiesen atrevido.


La luz creciente les descubrió una región ya menos yerma y estragada. A la izquierda, las montañas se erguían aún amenazantes, pero ya alcanzaban a ver el camino del sur, que ahora se alejaba de las raíces negras de las colinas y descendía hacia el oeste. Más allá, las pendientes estaban cubiertas de árboles sombríos, como nubes oscuras, pero alrededor crecía un tupido brezal de retamas, cornejos y otros arbustos desconocidos. Aquí y allá asomaban unos pinos altos. Los corazones de los hobbits parecieron reanimarse: el aire, fresco y fragante, les trajo el recuerdo de allá lejos, de las tierras altas de la Cuaderna del Norte. Era una felicidad que se les concediera aquella tregua, y un placer pisar un suelo que el Señor Oscuro dominaba desde hacía sólo pocos años, y aún no había caído en la ruina total. No se olvidaron, sin embargo, del peligro que los amenazaba, ni tampoco de la Puerta Negra, muy cercana aún, por oculta que estuviese detrás de aquellas elevaciones lúgubres. Observaron los alrededores en busca de un sitio donde ocultarse de los ojos maléficos mientras durase la luz.


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