Текст книги "Las dos torres"
Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien
Жанр:
Эпическая фантастика
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—Entonces Sombragrís ha encontrado solo su camino desde el lejano Norte —dijo Aragorn—, pues fue allí donde Gandalf y él se separaron. Pero, ay, Gandalf no volverá a cabalgar. Cayó en las tinieblas de las Minas de Moria, y nadie ha vuelto a verlo.
—Malas nuevas son éstas —dijo Éomer—. Al menos para mí, y para muchos; aunque no para todos, como descubrirás si ves al rey.
—Nadie podría entender ahora en estos territorios hasta qué extremo son malas nuevas, aunque quizá lo comprueben amargamente antes que el año avance mucho más —dijo Aragorn—. Pero cuando los grandes caen, los pequeños ocupan sus puestos. Mi parte ha sido guiar a la Compañía por el largo camino que viene de Moria. Viajamos cruzando Lórien, y a este respecto sería bueno que te enteraras de la verdad antes de hablar otra vez, y luego bajamos por el Río Grande hasta los Saltos de Rauros. Allí los orcos que tú destruiste mataron a Boromir.
—¡Tus noticias son todas de desgracias! —exclamó Éomer, consternado—. Esta muerte es una gran pérdida para Minas Tirith, y para todos nosotros. Boromir era un hombre digno, todos lo alababan. Pocas veces venía a la Marca, pues estaba siempre en las guerras de las fronteras del Este, pero yo lo conocí. Me recordaba más a los rápidos hijos de Eorl que a los graves Hombres de Gondor, y hubiera sido un gran capitán. Pero nada sabíamos de esta desgracia en Gondor. ¿Cuándo murió?
—Han pasado ya cuatro días —dijo Aragorn—, y aquella misma tarde dejamos la sombra del Tol Brandir y hemos venido viajando hasta ahora.
—¿A pie? —exclamó Éomer.
—Sí, así como nos ves.
Éomer parecía estupefacto.
—Trancos es un nombre que no te hace justicia, hijo de Arathorn —dijo—. Yo te llamaría Pies Alados. Esta hazaña de los tres amigos tendría que ser cantada en muchos castillos. ¡No ha concluido el cuarto día y ya habéis recorrido cuarenta y cinco leguas! ¡Fuerte es la raza de Elendil!
”Pero ahora, señor, ¿cómo podría ayudarte? Tendría que volver en seguida a avisar a Théoden. He hablado con cierta prudencia ante mis hombres. Es cierto que aún no estamos en guerra declarada con la Tierra Tenebrosa, y algunos, próximos a la oreja del rey, dan consejos cobardes, pero la guerra se acerca. No olvidamos nuestra vieja alianza con Gondor, y cuando ellos luchen los ayudaremos: así pienso yo y todos aquellos que me acompañan. La Marca del Este está a mi cuidado, el distrito del Tercer Mariscal, y he sacado de aquí todas las manadas y las gentes que las cuidan, dejando sólo unos pocos guardias y centinelas.
—Entonces, ¿no pagáis tributo a Sauron? —le preguntó Gimli.
—Ni ahora ni nunca —dijo Éomer, y un relámpago le pasó por los ojos—, aunque he oído hablar de esa mentira. Hace algunos años el Señor de la Tierra Tenebrosa deseó comprarnos algunos caballos a buen precio, pero nos rehusamos, pues emplean las bestias para malos propósitos. Entonces mandó una tropa de orcos, que saquearon nuestras tierras y se llevaron lo que pudieron, eligiendo siempre los caballos negros: de éstos pocos quedan ahora. Por esa razón nuestra enemistad con los orcos tiene un sabor amargo.
”Pero en este momento nuestra mayor preocupación es Saruman. Se ha declarado señor de todos estos territorios, y desde hace varios meses estamos en guerra. Ha reclutado Orcos, y Jinetes de Lobos, y Hombres malignos, y nos cerró los caminos de El Paso, y así es posible que nos asalten desde el este y el oeste.
”No es bueno toparse con semejante enemigo: un mago a la vez astuto y habilidoso que tiene muchos disfraces. Va de un lado a otro, dicen, como un viejo encapuchado y envuelto en una capa, muy parecido a Gandalf, como muchos recuerdan ahora. Los espías que tiene a su servicio se escurren por todas partes, y sus pájaros de mal agüero recorren el cielo. No sé qué fin nos espera, y estoy preocupado, pues tengo la impresión de que sus amigos no son todos de Isengard. Pero si vienes a casa del rey, lo verás por ti mismo. ¿No quieres venir? ¿Es vana mi esperanza de que hayas sido enviado para ayudarme en estas dudas y aprietos?
—Iré cuando pueda —dijo Aragorn.
—¡Ven ahora! —dijo Éomer—. El Heredero de Elendil sería sin duda un fuerte apoyo para los Hijos de Eorl en estos tiempos aciagos. Ahora mismo se está librando una batalla en Oestemnet, y temo que termine mal para nosotros.
”En verdad, en este viaje por el Norte partí sin autorización del rey, y han quedado pocos guardias en la casa. Pero los centinelas me advirtieron que una tropa de orcos bajó de la Muralla del Este hace tres noches, y que algunos de ellos llevaban las insignias blancas de Saruman. De modo que sospechando lo que más temo, una alianza entre Orthanc y la Torre Oscura, me puse a la cabeza de mis éored, hombres de mi propia Casa. Alcanzamos a los orcos a la caída de la noche hace ya dos días, cerca de los lindes del Bosque de Ent. Allí los rodeamos, y ayer al alba libramos la batalla. Ay, perdí quince hombres y doce caballos. Pues los orcos eran mucho más numerosos de lo que habíamos creído. Otros se unieron a ellos, viniendo del este a través del Río Grande: se ven claramente las huellas un poco al norte de aquí. Y otros vinieron del bosque. Orcos de gran tamaño que también exhibían la Mano Blanca de Isengard; esta especie es más fuerte y cruel que todas las otras.
”Sin embargo, terminamos con ellos. Pero nos alejamos demasiado. Nos necesitan en el sur y el oeste. ¿No vendrás? Sobran caballos, como ves. Hay trabajo suficiente para la Espada. Sí, y quizá podamos servirnos también del hacha de Gimli y del arco de Legolas, si me perdonan lo que he dicho de la Dama del Bosque. Sólo digo lo que dicen los hombres de mi tierra, y me complacería enderezar mi error.
—Te agradezco tus buenas palabras —dijo Aragorn—, y en mi corazón desearía acompañarte, pero no puedo abandonar a mis amigos mientras haya alguna esperanza.
—Esperanzas no hay —dijo Éomer—. No encontrarás a tus amigos en las fronteras del Norte.
—Sin embargo, no están detrás de nosotros —dijo Aragorn—. No lejos de la Muralla del Este encontramos una prueba clara de que uno de ellos al menos estaba con vida allí. Pero entre la muralla y las lomas no había más señales, y no vimos ninguna huella que se desviara a un lado y otro, si mis talentos no me han abandonado.
—¿Qué fue de ellos entonces?
—No lo sé. Quizá murieron, y ardieron junto con los orcos, pero tú me dices que esto no puede ser, y yo no lo temo. Quizá los llevaron al bosque antes de la batalla, quizá aun antes de que cercaras a los enemigos. ¿Estás seguro de que nadie escapó a tus redes?
—Puedo jurar que ningún orco escapó, desde el momento en que los vimos —dijo Éomer—. Llegamos a los lindes antes que ellos, y si alguna criatura rompió después el cerco, entonces no era un orco y tenía algún poder élfico.
—Nuestros amigos estaban vestidos como nosotros —dijo Aragorn—, y tú pasaste a nuestro lado sin vernos a plena luz del día.
—Lo había olvidado —dijo Éomer—. Es difícil estar seguro de algo entre tantas maravillas. Todo en este mundo está teniendo un aire extraño. Elfos y Enanos recorren juntos nuestras tierras, y hay gente que habla con la Dama del Bosque y continúa con vida, y la Espada vuelve a una guerra que se interrumpió hace muchos años antes que los padres de nuestros padres cabalgaran en la Marca. ¿Cómo encontrar el camino recto en semejante época?
—Como siempre —dijo Aragorn—. El mal y el bien no han cambiado desde ayer, ni tienen un sentido para los Elfos y Enanos y otro para los Hombres. Corresponde al hombre discernir entre ellos, tanto en el Bosque de Oro como en su propia casa.
—Muy cierto —dijo Éomer—. No dudo de ti, ni de lo que me dice el corazón. Pero no soy libre de hacer lo que quiero. Está contra la ley permitir que gente extranjera ande a su antojo por nuestras tierras, hasta que el rey mismo les haya dado permiso, y la prohibición es más estricta en estos días peligrosos. Te he pedido que vengas conmigo voluntariamente, y te has negado. No seré yo quien inicie una lucha de cien contra tres.
—No creo que tus leyes se apliquen a estas circunstancias —dijo Aragorn—, y ciertamente no soy un extranjero, pues he estado antes en estas tierras, más de una vez, y he cabalgado con las tropas de los Rohirrim, aunque con otro nombre y otras ropas. A ti no te he visto antes, pues eres joven, pero he hablado con Éomund, tu padre, y con Théoden hijo de Thengel. En otros tiempos los altos señores de estas tierras nunca hubieran obligado a un hombre a abandonar una búsqueda como la mía. Al menos mi obligación es clara: continuar. Vamos, hijo de Éomund, decídete a elegir. Ayúdanos, o en el peor de los casos déjanos en libertad. O aplica las leyes. Si así lo haces serán menos quienes regresen a tu guerra o a tu rey.
Éomer calló un momento, y al fin habló.
—Los dos tenemos prisa —dijo—. Mi compañía está tascando el freno, y tus esperanzas se debilitan hora a hora. Ésta es mi elección. Te dejaré ir, y además te prestaré unos caballos. Sólo te pido: cuando hayas terminado tu búsqueda, o la hayas abandonado, vuelve con los caballos por el Vado de Ent hasta Meduseld, la alta casa de Edoras donde Théoden reside ahora. Así le probarás que no me he equivocado. En esto quizá me juegue la vida, confiando en tu veracidad. No faltes a tu obligación.
—No lo haré —dijo Aragorn.
Cuando Éomer ordenó que los caballos sobrantes fueran prestados a los extranjeros, los demás jinetes se sorprendieron y cambiaron entre ellos miradas sombrías y desconfiadas; pero sólo Éothain se atrevió a hablar francamente.
—Quizá esté bien para este señor que pretende ser de la raza de Gondor —comentó—, ¿pero quién ha oído hablar de prestarle a un Enano un caballo de la Marca?
—Nadie —dijo Gimli—. Y no te preocupes, nadie lo oirá nunca. Antes prefiero ir a pie que sentarme en el lomo de una bestia tan grande, aunque me la dieran de buena gana.
—Pero tienes que montar o serás una carga para nosotros —dijo Aragorn.
—Vamos, te sentarás detrás de mí, amigo Gimli —dijo Legolas—. Todo estará bien entonces, y no tendrás que preocuparte ni por el préstamo ni por el caballo mismo.
Le dieron a Aragorn un caballo grande, de pelaje gris oscuro, y él lo montó.
—Se llama Hasufel —dijo Éomer—. ¡Que te lleve bien y hacia una mejor fortuna que la de Gárulf, su último dueño!
A Legolas le trajeron un caballo más pequeño y ligero, pero más arisco y fogoso. Se llamaba Arod. Pero Legolas pidió que le sacaran la montura y las riendas.
—No las necesito —dijo, y lo montó ágilmente de un salto, y, ante el asombro de los otros, Arod se mostró manso y dócil bajo Legolas, y bastaba una palabra para que fuera o viniera en seguida de aquí para allá; tal era la manera de los Elfos con todas las buenas bestias.
Pusieron a Gimli detrás de Legolas, y se aferró al Elfo, no mucho más tranquilo que Sam Gamyi en una embarcación.
—¡Adiós, y que encuentres lo que buscas! —le gritó Éomer—. Vuelve lo más rápido que puedas, ¡y que juntas brillen entonces nuestras espadas!
—Vendré —dijo Aragorn.
—Y yo también vendré —dijo Gimli—. El asunto de la Dama Galadriel no está todavía claro. Aún tengo que enseñarte el lenguaje de la cortesía.
—Ya veremos —dijo Éomer—. Se han visto tantas cosas extrañas que aprender a alabar a una hermosa dama bajo los amables hachazos de un Enano no parecerá mucha maravilla. ¡Adiós!
Los caballos de Rohan se alejaron rápidamente. Cuando poco después Gimli volvió la cabeza, la compañía de Éomer era ya una mancha pequeña y distante. Aragorn no miró atrás: observaba las huellas mientras galopaban, con la cabeza pegada al pescuezo de Hasufel. No había pasado mucho tiempo cuando llegaron a los límites del Entaguas, y allí encontraron el rastro del que había hablado Éomer, y que bajaba de la Meseta del Este.
Aragorn desmontó y examinó el suelo; en seguida, volviendo a montar de un salto, cabalgó un tiempo hacia el este, manteniéndose a un lado y evitando pisar el rastro. Luego se apeó otra vez y escudriñó el terreno adelante y atrás.
—Hay poco que descubrir —dijo al volver—. El rastro principal está todo confundido con las huellas de los jinetes que venían de vuelta; de ida pasaron sin duda más cerca del río. Pero el rastro que va hacia el este es reciente y claro. No hay huellas de pies en la otra dirección, hacia el Anduin. Cabalgaremos ahora más lentamente asegurándonos de que no haya rastros de otras huellas a los lados. Los orcos tienen que haberse dado cuenta aquí de que los seguían; quizá intentaron llevarse lejos a los cautivos antes que les diéramos alcance.
Mientras se adelantaban cabalgando, el día se nubló. Unas nubes grises y bajas vinieron de la Meseta. Una niebla amortajó el sol. Las laderas arboladas de Fangorn se elevaron, oscureciéndose a medida que el sol descendía. No vieron signos de ninguna huella a la derecha o a la izquierda, pero de vez en cuando encontraban el cadáver de un orco, que había caído en plena carrera, y que ahora yacía con unas flechas de penacho gris clavadas en la espalda o la garganta.
Al fin, cuando el sol declinaba, llegaron a los lindes del bosque, y en un claro que se abría entre los primeros árboles encontraron los restos de una gran hoguera: las cenizas estaban todavía calientes y humeaban. Al lado había una gran pila de cascos y cotas de malla, escudos hendidos, y espadas rotas, arcos y dardos y otros instrumentos de guerra, y sobre la pila una gran cabeza empalada: la insignia blanca podía verse aún en el casco destrozado. Más allá, no lejos del río, que fluía saliendo del bosque, había un montículo. Lo habían levantado recientemente: la tierra desnuda estaba recubierta de terrones de hierba, y alrededor habían clavado quince lanzas.
Aragorn y sus compañeros inspeccionaron todos los rincones del campo de batalla, pero la luz disminuía, y pronto cayó la noche, oscura y neblinosa. No habían encontrado aún ningún rastro de Merry y Pippin.
—Más no podemos hacer —dijo Gimli tristemente—. Hemos tropezado con muchos enigmas desde que llegamos a Tol Brandir, pero éste es el más difícil de descifrar. Apostaría a que los huesos quemados de los hobbits están mezclados con los de los orcos. Malas noticias para Frodo, si llega a enterarse un día, y malas también para el viejo hobbit que espera en Rivendel. Elrond se oponía a que vinieran.
—Gandalf no —dijo Legolas.
—Pero Gandalf eligió venir él mismo, y fue el primero que se perdió —respondió Gimli—. No alcanzó a ver bastante lejos.
—El consejo de Gandalf no se fundaba en la posible seguridad de él mismo o de los otros —intervino Aragorn—. De ciertas empresas podría decirse que es mejor emprenderlas que rechazarlas, aunque el fin se anuncie sombrío. Pero no dejaremos todavía este lugar. En todo caso hemos de esperar aquí la luz de la mañana.
Acamparon poco más allá del campo de batalla bajo un árbol frondoso: parecía un castaño, y sin embargo tenía aún las hojas anchas y ocres del año anterior, como manos secas que mostraban los largos dedos; murmuraban tristemente en el viento de la noche.
Gimli tuvo un escalofrío. Habían traído sólo una manta para cada uno.
—Encendamos un fuego —dijo—. El peligro ya no me importa. Que los orcos vengan apretados como falenas de verano alrededor de una vela.
—Si esos desgraciados hobbits se han perdido en el bosque quizá este fuego los atraiga.
—Y quizá atraiga también a otras cosas que no serían ni orcos ni hobbits —dijo Aragorn—. Estamos cerca de las montañas del traidor Saruman, y también en los lindes mismos de Fangorn, y dicen que es peligroso tocar los árboles de ese bosque.
—Pero los Rohirrim hicieron una gran hoguera aquí ayer mismo —dijo Gimli—, y derribaron árboles para el fuego, como puede verse. Y sin embargo pasaron aquí la noche sin que nada los molestara, una vez concluido el trabajo.
—Eran muchos —dijo Aragorn—, y no prestan atención a la cólera de Fangorn, pues apenas vienen por aquí, y no andan bajo los árboles. Pero es posible que nuestros caminos nos lleven al corazón del bosque. De modo que cuidado. No cortéis ninguna madera viva.
—No es necesario —dijo Gimli—. Los Jinetes han dejado muchas ramas cortadas, y hay madera muerta de sobra.
Fue a juntar leña, y luego se ocupó en preparar y encender fuego, pero Aragorn se quedó sentado en silencio, ensimismado, la espalda apoyada contra el tronco corpulento. Mientras, Legolas, de pie en el claro, miraba hacia las sombras profundas del bosque, inclinado hacia adelante, como escuchando unas voces que llamaban desde lejos.
Cuando el Enano hubo obtenido una pequeña llamarada brillante, los tres compañeros se sentaron alrededor, ocultando la luz con las formas encapuchadas. Legolas alzó los ojos hacia las ramas del árbol que se extendían sobre ellos.
—¡Mirad! —dijo—. El árbol está contento con el fuego.
Quizás las sombras danzantes les engañaban los ojos, pero cada uno de los compañeros tuvo la impresión de que las ramas se inclinaban a un lado y a otro poniéndose encima del fuego, mientras que las ramas superiores se doblaban hacia abajo; las hojas pardas estaban tiesas ahora, y se frotaban unas contra otras como manos frías y envejecidas que buscaran el consuelo de las llamas.
De pronto hubo un silencio entre ellos, pues el bosque oscuro y desconocido, tan al alcance de la mano, era ahora como una gran presencia meditativa, animada por secretos propósitos. Al cabo de un rato, Legolas habló otra vez.
—Celeborn nos advirtió que no nos internásemos demasiado en Fangorn —dijo—. ¿Sabes tú por qué, Aragorn? ¿Qué son esos cuentos del bosque de que hablaba Boromir?
—He oído muchas historias en Gondor y en otras partes —dijo Aragorn—, pero si no fuese por las palabras de Celeborn yo diría que son meras fábulas, que los Hombres inventan cuando los recuerdos empiezan a borrarse. Yo había pensado preguntarte si tú sabías la verdad. Y si un Elfo de los Bosques no lo sabe, ¿qué podrá responder un Hombre?
—Tú has viajado más lejos que yo —dijo Legolas—. No he oído nada parecido en mi propia tierra, excepto unas canciones que dicen cómo los Onodrim, a quienes los Hombres llaman Ents, moraban aquí hace tiempo, pues Fangorn es viejo, muy viejo, aun para las medidas élficas.
—Sí, es viejo, tan viejo como el bosque de las Quebradas de los Túmulos, y mucho más extenso. Elrond dice que están emparentados y son las últimas plazas fuertes de los bosques de los Días Antiguos, cuando los Primeros Nacidos ya iban de un lado a otro, mientras los Hombres dormían aún. Sin embargo, Fangorn tiene un secreto propio. Qué secreto es ése, no lo sé.
—Y yo no quiero saberlo —exclamó Gimli—. ¡Que mi paso no perturbe a ninguno de los moradores de Fangorn!
Tiraron a suerte los turnos de guardia, y la primera velada le tocó a Gimli. Los otros se tendieron en el suelo. Casi en seguida se quedaron dormidos.
—Gimli —dijo Aragorn, somnoliento—. No lo olvides: cortar una rama o una ramita de árbol vivo de Fangorn es peligroso. Pero no te alejes buscando madera muerta. ¡Antes deja que el fuego se apague! ¡Llámame si me necesitas!
Dicho esto, se durmió. Legolas ya no se movía; las manos hermosas cruzadas sobre el pecho, los ojos abiertos, unía la noche viviente al sueño profundo, como es costumbre entre los Elfos. Gimli se sentó en cuclillas junto a la hoguera, pensativo, pasando el pulgar por el filo del hacha. El árbol susurraba. No se oía ningún otro sonido.
De pronto Gimli alzó la cabeza, y allí, al borde mismo del resplandor del fuego, vio la figura encorvada de un anciano, apoyada en un bastón y envuelta en una capa amplia; un sombrero de ala ancha le ocultaba los ojos. Gimli dio un salto, demasiado sorprendido para gritar, aunque pensó en seguida que Saruman los había atrapado. El movimiento brusco había despertado a Aragorn y Legolas, que ya estaban sentados, los ojos muy abiertos. El anciano no habló ni hizo ningún ademán.
—Bueno, abuelo, ¿qué podemos hacer por ti? —dijo Aragorn, poniéndose de pie—. Acércate y caliéntate, si tienes frío.
Dio un paso adelante, pero el anciano ya no estaba allí. No había ninguna huella de él en las cercanías y no se atrevieron a ir muy lejos. La luna se había puesto y la noche era muy oscura.
De pronto Legolas lanzó un grito.
—¡Los caballos! ¡Los caballos!
Los caballos habían desaparecido, llevándose las estacas a la rastra. Durante un tiempo los tres compañeros se quedaron quietos y en silencio, perturbados por este nuevo y desafortunado incidente. Estaban en los lindes de Fangorn, e innumerables leguas los separaban ahora de los Hombres de Rohan, única gente en la cual podían confiar en aquellas tierras vastas y peligrosas. Mientras estaban así, creyeron oír, lejos en la noche, los relinchos de uno de los caballos. Luego el silencio reinó otra vez, interrumpido sólo por el susurro frío del viento.
—Bueno, se han ido —dijo Aragorn al fin—. No podemos encontrarlos o darles caza; de modo que si no vuelven ellos solos, tendremos que seguir como podamos. Partimos a pie, y continuaremos a pie.
—Pobres pies —dijo Gimli—. Pero no podemos comernos los pies, y caminar al mismo tiempo.
Echó un poco de leña al fuego y se dejó caer a un lado.
—Hace aún pocas horas no querías montar un caballo de Rohan —dijo Legolas riendo—. Todavía llegarás a ser un verdadero jinete.
—No parece muy probable que yo tenga esa oportunidad —dijo Gimli, y un momento después añadió—: Si queréis saber lo que pienso, creo que el viejo era Saruman. ¿Quién si no? Recordad las palabras de Éomer: Va de un lado a otro, como un viejo encapuchado y envuelto en una capa.Así nos dijo. Se llevó los caballos, o los espantó, y aquí estamos ahora. Las dificultades no terminaron aún, ¡no olvidéis mis palabras!
—No las olvidaré —dijo Aragorn—, pero no olvido tampoco que el viejo tenía un sombrero y no una capucha. No pienso sin embargo que no tengas razón, y que aquí no corramos peligro, de día o de noche. Pero por el momento nada podemos hacer, excepto descansar, mientras sea posible. Yo velaré ahora un rato, Gimli. Tengo más necesidad de pensar que de dormir.
La noche pasó lentamente. Legolas reemplazó a Aragorn, y Gimli reemplazó a Legolas, y las guardias concluyeron. Pero no ocurrió nada. El anciano no volvió a aparecer, y los caballos no regresaron.
3
LOS URUK-HAI
Pippin se debatía en una oscura pesadilla: creía oír su propia vocecita que resonaba en unos túneles oscuros llamando: ¡Frodo! ¡Frodo!Pero en vez de Frodo las caras horribles de centenares de orcos lo miraban desde las sombras haciendo muecas, y centenares de brazos horribles se extendían hacia él. ¿Dónde estaba Merry?
Despertó. Un aire frío le soplaba en la cara. Caía la noche, y el cielo se oscurecía en el cenit. Dio media vuelta y descubrió que el sueño era poco peor que el despertar. Tenía las manos, las piernas y los tobillos atados con cuerdas. Junto a él yacía Merry, pálido, la frente envuelta en un trapo sucio. Todo alrededor, sentados o de pie, había muchos orcos.
Lentamente la memoria se fue aclarando en la cabeza dolorida de Pippin y salió de las sombras del sueño. Por supuesto: él y Merry habían huido a los bosques. ¿Qué les había ocurrido? ¿Por qué habían escapado así sin darse cuenta que era el viejo Trancos? Habían corrido lejos, dando gritos; no alcanzaba a recordar ni la distancia ni el tiempo; y de pronto habían tropezado con un grupo de orcos: estaban de pie, escuchando, y al parecer no habían visto a Merry y Pippin hasta que casi los tuvieron encima. Se pusieron a aullar entonces, y docenas de otras bestias salieron de entre los árboles. Merry y él habían echado mano a las espadas, pero los orcos no querían luchar y sólo intentaron apoderarse de ellos, aun cuando Merry ya había cortado muchos brazos y manos. ¡Buen viejo Merry!
En seguida llegó Boromir, saltando entre los árboles. Los obligó a combatir. Mató a muchos y el resto escapó. Pero aún no se habían alejado en el camino de vuelta cuando un centenar de orcos los atacó otra vez. Algunos eran muy corpulentos, y lanzaban lluvias de flechas, siempre contra Boromir. Boromir tocó el gran cuerno, hasta que los sonidos estremecieron el bosque, pero cuando no llegó otra respuesta que los ecos, los orcos atacaron con más fiereza. Pippin no recordaba mucho más. La última imagen era la figura de Boromir apoyada contra un árbol, quitándose una flecha; luego la oscuridad cayó de súbito.
«Supongo que me golpearon en la cabeza —se dijo a sí mismo—. Me pregunto si la herida del pobre Merry será grave. ¿Qué le ha pasado a Boromir? ¿Por qué los orcos no nos mataron? ¿Dónde estamos, y a dónde vamos?»
No encontraba respuesta. Hacía frío y se sentía enfermo.
«Ojalá Gandalf no hubiera convencido a Elrond de que nos dejara venir —pensó—. ¿Qué he hecho de bueno? He sido sólo una molestia, un pasajero, un bulto de equipaje. Ahora me han robado y soy sólo un bulto de equipaje para los orcos. Espero que Trancos o algún otro vengan a rescatarnos. ¿Pero puedo tener esperanzas? ¿No se malograrán todos los planes? ¡Ah, cómo quisiera escapar!»
Luchó un rato en vano, tratando de librarse de las ligaduras. Uno de los orcos, sentado no muy lejos, se rió y le dijo algo a un compañero en aquella lengua abominable.
—¡Descansa mientras puedas, tontito! —dijo en seguida en la Lengua Común, que le pareció entonces a Pippin tan espantosa como el lenguaje de los orcos—. ¡Descansa mientras puedas! Pronto encontrarás en qué utilizar tus piernas. Desearás no haberlas tenido nunca, antes que lleguemos a destino.
—Si por mí fuera, querrías morir ahora mismo —dijo el otro—. Te haría chillar, rata miserable. —Se inclinó sobre Pippin acercándole a la cara las garras amarillas, blandiendo un puñal negro de larga hoja mellada—. Quédate tranquilo, o te haré cosquillas con esto —siseó—. No llames la atención, pues yo podría olvidar las órdenes que me han dado. ¡Malditos sean los Isengardos! Uglúk u bagronk sha pushdug Saruman-glob búbhosh skai—y el orco se lanzó a un largo y colérico discurso en su propia lengua, que se perdió poco a poco en murmullos y ronquidos.
Aterrorizado, Pippin se quedó muy quieto, aunque las muñecas y los tobillos le dolían cada vez más, y las piedras del suelo se le clavaban en la espalda. Para distraerse, escuchó con la mayor atención todo lo que podía oír. Muchas voces se alzaban alrededor, y aunque en la lengua de los orcos había siempre un tono de odio y cólera, parecía evidente que había estallado alguna especie de pelea, y que los ánimos se iban acalorando.
Pippin descubrió sorprendido que mucha de la charla era inteligible; algunos de los orcos estaban usando la Lengua Común. En apariencia había allí miembros de dos o tres tribus muy diferentes, que no entendían la lengua orca de los otros. La airada disputa tenía como tema el próximo paso: qué ruta tomar y qué hacer con los prisioneros.
—No hay tiempo para matarlos de un modo adecuado —dijo uno—. No hay tiempo para diversiones en este viaje.
—Es cierto —dijo otro—, ¿pero por qué no eliminarlos rápidamente, y matarlos ahora? Son una maldita molestia, y tenemos prisa. Se acerca la noche, y hay que pensar en irse.
—Órdenes —dijo una tercera voz gruñendo roncamente—. Matadlos a todos, perono a los Medianos; los quierovivos aquí y lo más pronto posible.Ésas son las órdenes que tengo.
—¿Para qué los quiere? —preguntaron varias voces—. ¿Por qué vivos? ¿Son una buena diversión?
—¡No! He oído que uno de ellos tiene una cosa que se necesita para la Guerra, un artificio élfico o algo parecido. En todo caso serán interrogados.
—¿Es todo lo que sabes? ¿Por qué no los registramos y descubrimos la verdad? Quizá encontremos algo que nos sirva a nosotros.
—Muy interesante observación —dijo una voz burlona, más dulce que las otras pero más malévola—. La incluiré en mi informe. Los prisioneros no serán registrados ni saqueados. Ésas son las órdenes que yotengo.
—Y también las mías —dijo la voz profunda—. Vivos y tal como fueran capturados; nada de pillajes.Así me lo ordenaron.
—¡Pero no a nosotros! —dijo una de las voces anteriores—. Hemos recorrido todo el camino desde las Minas para matar y vengar a los nuestros. Tengo ganas de matar, y luego volver al norte.
—Pues bien, quédate con las ganas —dijo la voz ronca—. Yo soy Uglúk. Soy yo quien manda. Iré a Isengard por el camino más corto.
—¿Quién es el amo, Saruman o el Gran Ojo? —dijo la voz malévola—. Tenemos que volver en seguida a Lugbúrz.
—Sería posible, si cruzáramos el Río Grande —dijo otra voz—. Pero no somos bastante numerosos como para aventurarnos hasta los puentes.
—Yo crucé el Río Grande —dijo la voz malévola—. Un Nazgûl alado nos espera en el norte junto a la orilla oriental.
—¡Quizá, quizá! Y entonces tú te irás volando con los prisioneros, y recibirás toda la paga y los elogios en Lugbúrz, y dejarás que crucemos a pie el País de los Caballos. No, tenemos que seguir juntos. Estas tierras son muy peligrosas: infestadas de traidores y bandidos.
—Sí, tenemos que seguir juntos —gruñó Uglúk—. No confío en ti, cerdito. Fuera del establo ya no tienes ningún coraje. Si no fuera por nosotros, ya habrías escapado. ¡Somos los combatientes Uruk-hai! Hemos abatido al Gran Guerrero. Hemos apresado a esos dos. Somos los sirvientes de Saruman el Sabio, la Mano Blanca: la Mano que nos da de comer carne humana. Salimos de Isengard, y trajimos aquí la tropa, y volveremos por el camino que nosotros decidamos. Soy Uglúk. He dicho.
—Has dicho demasiado, Uglúk —se burló la voz malévola—. Me pregunto qué pensarán en Lugbúrz. Quizá piensen que los hombres de Uglúk necesitan que se les quite el peso de una cabeza inflada. Quizá pregunten de dónde sacaste esas raras ideas. ¿De Saruman quizá? ¿Quién se cree, volando por cuenta propia y envuelto en sucios trapos blancos? Estarán de acuerdo conmigo, Grishnákh, el mensajero de confianza; y yo, Grishnákh, digo: Saruman es un idiota, sucio y traidor. Pero el Gran Ojo no lo deja en paz.
”¿ Cerdo, dijiste? ¿Qué pensáis vosotros? Los lacayos de un mago insignificante dicen que sois unos cerdos. Apuesto a que se alimentan de carne de orco.
Unos alaridos feroces en lengua orca fueron la respuesta, y se pudo oír el ruido metálico de las armas desenvainadas. Pippin se volvió con precaución esperando ver qué ocurría. Los guardias se habían alejado para unirse a la pelea. Alcanzó a distinguir en la penumbra un orco grande y negro, Uglúk sin duda, que enfrentaba a Grishnákh, una criatura patizamba de talla corta y maciza, y con unos largos brazos que casi le llegaban al suelo. Alrededor había otros monstruos más pequeños. Pippin supuso que éstos eran los que venían del Norte. Habían desenvainado los cuchillos y las espadas, pero no se atrevían a atacar a Uglúk.