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Las dos torres
  • Текст добавлен: 20 сентября 2016, 14:40

Текст книги "Las dos torres"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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Sam clavó la mirada en su amo, que parecía hablar con alguien que no estaba allí. Gollum alzó la cabeza.

—Sssí, somos desgraciados, tesoro —gimió—. ¡Miseria! ¡Miseria! Los hobbits no nos matarán, buenos hobbits.

—No, no te mataremos —dijo Frodo—. Pero tampoco te soltaremos. Eres todo maldad y malicia, Gollum. Tendrás que venir con nosotros, sólo eso, para que podamos vigilarte. Pero tú tendrás que ayudarnos, si puedes. Favor por favor.

—Sí, sí, por supuesto —dijo Gollum incorporándose—. ¡Buenos hobbits! Iremos con ellos. Les buscaremos caminos seguros en la oscuridad, sí. ¿Y adónde van ellos por estas tierras frías, preguntamos, sí, preguntamos?

Levantó la mirada hacia ellos y un leve resplandor de astucia y ansiedad apareció un instante en los ojos pálidos y temerosos.

Sam le clavó una mirada furibunda y apretó los dientes; pero notó que había algo extraño en la actitud de su amo, y comprendió que las discusiones estaban fuera de lugar. Pero la respuesta de Frodo lo dejó estupefacto.

Frodo miró a Gollum y la criatura apartó los ojos.

—Tú lo sabes, o lo adivinas, Sméagol —dijo Frodo con voz severa y tranquila—. Vamos camino de Mordor, naturalmente. Y tú conoces ese camino, me parece.

—¡Aj! ¡Sss! —dijo Gollum, cubriéndose las orejas con las manos, como si tanta franqueza y esos nombres pronunciados en voz alta y clara le hicieran daño—. Lo adivinamos, sí lo adivinamos —murmuró—, y no queríamos que fueran, ¿no es verdad? No, tesoro, no los buenos hobbits. Cenizas, cenizas y polvo, y sed, hay allí, y fosos, fosos, fosos, y orcos, orcos, millares de orcos. Los buenos hobbits evitan... sss... esos lugares.

—¿Entonces has estado allí? —insistió Frodo—. Y ahora tienes que volver, ¿no?

—Ssí. Ssí. ¡No! —chilló Gollum—. Una vez, por accidente ¿no fue así, mi tesoro? Sí, por accidente. Pero no volveremos, no, ¡no! —De pronto la voz y el lenguaje de Gollum cambiaron, los sollozos se le ahogaron en la garganta y habló, pero no para ellos.

—¡Déjame solo, gollum! Me haces daño. Oh, mis pobres manos. ¡Gollum!Yo, nosotros, no quisiera volver. No lo puedo encontrar. Estoy cansado. Yo, nosotros no podemos encontrarlo, gollum, gollum, no, en ninguna parte. Ellos siempre están despiertos. Enanos, Hombres y Elfos, Elfos terribles de ojos brillantes. No puedo encontrarlo. ¡Aj! —Se puso de pie y cerró la larga mano en un nudo de huesos, y la sacudió mirando al este—. ¡No queremos! —gritó—. ¡No para ti! —Luego volvió a derrumbarse—. Gollum, gollum—gimió de cara al suelo—. ¡No nos mires! ¡Vete a dormir!

—No se marchará ni se dormirá porque tú se lo ordenes, Sméagol —le dijo Frodo—. Pero si realmente quieres librarte de él, tendrás que ayudarme. Y eso, me temo, significa encontrar un camino que nos lleve a él. Tú no necesitas llegar hasta el final, no más allá de las puertas de ese país.

Gollum se incorporó otra vez y miró a Frodo por debajo de los párpados.

—¡Está allí! —dijo con sarcasmo—. Siempre allí. Los orcos te indicarán el camino. Es fácil encontrar orcos al este del Río. No se lo preguntes a Sméagol. Pobre, pobre Sméagol, hace mucho tiempo que partió. Le quitaron su Tesoro, y ahora está perdido.

—Tal vez podamos encontrarlo, si vienes con nosotros —dijo Frodo.

—No, no, ¡jamás! Ha perdido el Tesoro —dijo Gollum.

—¡Levántate! —ordenó Frodo.

Gollum se puso en pie y retrocedió hasta el acantilado.

—¡A ver! —dijo Frodo—. ¿Cuándo es más fácil encontrar el camino, de día o de noche? Nosotros estamos cansados; pero si prefieres la noche, partiremos hoy mismo.

—Las grandes luces nos dañan los ojos, sí —gimió Gollum—. No la luz de la Cara Blanca, no, todavía no. Pronto se esconderá detrás de las colinas, sssí. Descansad antes un poco, buenos hobbits.

—Siéntate aquí, entonces —dijo Frodo—, ¡y no te muevas!



Los hobbits se sentaron uno a cada lado de Gollum, de espaldas a la pared pedregosa, y estiraron las piernas. No fue preciso que hablaran para ponerse de acuerdo: sabían que no tenían que dormir ni un solo instante. Lentamente desapareció la luna. Las sombras cayeron desde las colinas y todo fue oscuridad. Las estrellas se multiplicaron y brillaron en el cielo. Ninguno de los tres se movía. Gollum estaba sentado con las piernas encogidas, las rodillas debajo del mentón, las manos y los pies planos abiertos contra el suelo, los ojos cerrados; pero parecía tenso, como si estuviera pensando o escuchando.

Frodo cambió una mirada con Sam. Los ojos se encontraron y se comprendieron. Los hobbits aflojaron el cuerpo, apoyaron la cabeza en la piedra, y cerraron los ojos, o fingieron cerrarlos. Pronto se los oyó respirar regularmente. Las manos de Gollum se crisparon, nerviosas. La cabeza se volvió en un movimiento casi imperceptible a la izquierda y a la derecha, y primero entornó apenas un ojo y luego el otro. Los hobbits no reaccionaron.

De súbito, con una agilidad asombrosa y la rapidez de una langosta o una rana, Gollum se lanzó de un salto a la oscuridad. Eso era precisamente lo que Frodo y Sam habían esperado. Sam lo alcanzó antes de que pudiera dar dos pasos más. Frodo, que lo seguía, le aferró la pierna y lo hizo caer.

—Tu cuerda podrá sernos útil otra vez, Sam —dijo.

Sam sacó la cuerda.

—¿Y adónde iba usted por estas duras tierras frías, señor Gollum? —gruñó—. Nos preguntamos, sí, nos preguntamos. En busca de algunos de tus amigos orcos, apuesto. Repugnante criatura traicionera. Alrededor de tu gaznate tendría que ir esta cuerda, y con un nudo bien apretado.

Gollum yacía inmóvil y no intentó ninguna otra jugarreta. No le contestó a Sam, pero le echó una mirada fugaz y venenosa.

—Sólo nos hace falta algo con que sujetarlo —dijo Frodo—. Es necesario que camine, de modo que no tendría sentido atarle las piernas... o los brazos, pues por lo que veo los utiliza indistintamente. Átale esta punta al tobillo, y no sueltes el otro extremo.

Permaneció junto a Gollum, vigilándolo, mientras Sam hacía el nudo. El resultado desconcertó a los dos hobbits. Gollum se puso a gritar: un grito agudo, desgarrador, horrible al oído. Se retorcía tratando de alcanzar el tobillo con la boca y morder la cuerda, aullando siempre.

Frodo se convenció al fin de que Gollum sufría de verdad; pero no podía ser a causa del nudo. Lo examinó y comprobó que no estaba demasiado apretado; al contrario. Sam había sido más compasivo que sus propias palabras.

—¿Qué te pasa? —dijo—. Si intentas escapar, tendremos que atarte; pero no queremos hacerte daño.

—Nos hace daño, nos hace daño —siseó Gollum—. ¡Hiela, muerde! ¡La hicieron los Elfos, malditos sean! ¡Hobbits sucios y crueles! Por eso tratamos de escapar, claro, tesoro. Adivinamos que eran hobbits crueles. Hobbits que visitan a los Elfos, Elfos feroces de ojos brillantes. ¡Quitad la cuerda! ¡Nos hace daño!

—No, no te la sacaré —dijo Frodo– a menos... —se detuvo un momento para reflexionar—... a menos que haya una promesa de tu parte en la que yo confíe.

—Juraremos hacer lo que él quiere, sí, sssí —dijo Gollum, siempre retorciéndose y aferrándose el tobillo—. Nos hace daño.

—¿Jurarías? —dijo Frodo.

—Sméagol —dijo Gollum con voz súbitamente clara, abriendo grandes los ojos y mirando a Frodo con una extraña luz—. Sméagol jurará sobre el Tesoro.

Frodo se irguió, y una vez más Sam escuchó estupefacto las palabras y la voz grave de Frodo.

—¿Sobre el Tesoro? ¿Cómo te atreves? —dijo—. Reflexiona.


Un Anillo para gobernarlos a todos y atarlos en las Tinieblas.


”¿Te atreves a hacer una promesa semejante, Sméagol? Te obligará a cumplirla. Pero es todavía más traicionero que tú. Puede tergiversar tus palabras. ¡Ten cuidado!

Gollum se encogió.

—¡Sobre el Tesoro, sobre el Tesoro! —repitió.

—¿Y qué jurarías? —preguntó Frodo.

—Ser muy muy bueno —dijo Gollum. Luego, arrastrándose por el suelo a los pies de Frodo, murmuró con voz ronca, y un escalofrío lo recorrió de arriba abajo, como si el terror de las palabras le estremeciera los huesos—: Sméagol jurará que nunca, nunca, permitirá que Él lo tenga. ¡Nunca! Sméagol lo salvará. Pero ha de jurar sobre el Tesoro.

—¡No! No sobre el Tesoro —dijo Frodo, mirándolo con severa piedad—. Lo que deseas es verlo y tocarlo, si puedes, aunque sabes que enloquecerías. No sobre el Tesoro. Jura por él, si quieres. Pues tú sabes dónde está. Sí, tú lo sabes, Sméagol. Está delante de ti.

Por un instante Sam tuvo la impresión de que su amo había crecido y que Gollum había empequeñecido: una sombra alta y severa, un poderoso y luminoso señor que se ocultaba en una nube gris, y a sus pies, un perrito apaleado. Sin embargo, no eran dos seres totalmente distintos, había entre ellos alguna afinidad: cada uno podía adivinar lo que pensaba el otro.

Gollum se incorporó y se puso a tocar a Frodo, acariciándole las rodillas.

—¡Abajo! ¡Abajo! Ahora haz tu promesa.

—Prometemos, sí, ¡yo prometo! —dijo Gollum—. Serviré al señor del Tesoro. Buen amo, buen Sméagol, ¡gollum, gollum!—Súbitamente se echó a llorar y volvió a morderse el tobillo.

—¡Sácale la cuerda, Sam! —dijo Frodo.

De mala gana, Sam obedeció. Gollum se puso de pie al instante y caracoleó como un cuzco que recibe una caricia luego del castigo. A partir de entonces hubo en él una curiosa transformación que se prolongó un cierto tiempo.

La voz era menos sibilante y menos llorosa, y hablaba directamente con los hobbits, no con aquel tesoro bienamado. Se encogía y retrocedía si los hobbits se le acercaban o hacían algún movimiento brusco, y evitaba todo contacto con las capas élficas; pero se mostraba amistoso, y en verdad daba lástima observar cómo se afanaba tratando de complacer a los hobbits. Se desternillaba de risa y hacía cabriolas ante cualquier broma, o cuando Frodo le hablaba con dulzura; y se echaba a llorar si lo reprendía. Sam casi no le hablaba. Desconfiaba de este nuevo Gollum, de Sméagol, más que nunca, y le gustaba, si era posible, aún menos que el antiguo.

—Y bien, Gollum, o como rayos te llames —dijo—, ¡ha llegado la hora! La luna se ha escondido y la noche se va. Convendría que nos pusiéramos en marcha.

—Sí, sí —asintió Gollum, brincando alrededor—. ¡En marcha! No hay más que un camino entre el extremo norte y el extremo sur. Yo lo descubrí, yo. Los orcos no lo utilizan, los orcos no lo conocen. Los orcos no atraviesan las Ciénagas, hacen rodeos de millas y millas. Es una gran suerte que hayáis venido por aquí. Es una gran suerte que os encontrarais con Sméagol, sí. Seguid a Sméagol.

Se alejó unos pasos y volvió la cabeza, en una actitud de espera solícita, como un perro que los invitara a dar un paseo.

—¡Espera un poco, Gollum! —le gritó Sam—. ¡No te adelantes demasiado! Te seguiré de cerca, y tengo la cuerda preparada.

—¡No, no! —dijo Gollum—. Sméagol prometió.

En plena noche y a la luz clara y fría de las estrellas, emprendieron la marcha. Durante un trecho Gollum los guió hacia el norte por el mismo camino por el que habían venido; luego dobló a la derecha alejándose de las escarpadas paredes de Emyn Muil, y bajó por la pendiente pedregosa y accidentada que llevaba a las ciénagas. Rápidos y silenciosos desaparecieron en la oscuridad. Sobre las interminables leguas desérticas que se extendían ante las puertas de Mordor, se cernía un silencio negro.


2



A TRAVÉS DE LAS CIÉNAGAS



Gollum avanzaba rápidamente, adelantando la cabeza y el cuello, y utilizando a menudo las manos con tanta destreza como los pies. Frodo y Sam se veían en apuros para seguirlo; pero ya no parecía tener intenciones de escaparse, y si se retrasaban, se daba vuelta y los esperaba. Al cabo de un rato llegaron a la entrada de la garganta angosta que antes les cerrara el paso; pero ahora estaban más lejos de las colinas.

—¡Helo aquí! —gritó Gollum—. Hay un sendero que desciende en el fondo, sí. Ahora lo seguimos... y sale allá, allá lejos. —Señaló las ciénagas, hacia el sur y hacia el este. El hedor espeso y rancio llegaba hasta ellos pese al fresco aire nocturno.

Gollum iba y venía a lo largo del borde, y por fin los llamó a gritos.

—¡Aquí! Por aquí podemos bajar. Sméagol fue por este camino una vez. Yo fui por este camino, ocultándome de los orcos.

Gollum se adelantó, y siguiéndole los pasos los hobbits bajaron a la oscuridad. No fue una empresa difícil, pues allí la grieta no medía más de doce pies de altura y unos doce de ancho. En el fondo corría agua: la grieta era en realidad el lecho de uno de los muchos riachos que descendían de las colinas a alimentar las lagunas y las ciénagas. Gollum giró a la derecha, hacia el sur, y pisó chapoteando el fondo pedregoso del riacho. Parecía inmensamente feliz al sentir el agua en los pies; reía entre dientes, y hasta creaba a ratos una especie de canción.


Las duras tierras frías,

nos muerden las manos,

nos roen los pies.

Las rocas y las piedras

son como huesos

viejos y descarnados.

Pero el arroyo y la charca

son húmedos y frescos:

¡buenos para los pies!

Y ahora deseamos...


—¡Ja! ¡ja! ¿Qué deseamos? —dijo, mirando de soslayo a los hobbits—. Te lo diremos —croó—. Él lo adivinó hace mucho tiempo, Bolsón lo adivinó. —Un fulgor le iluminó los ojos, y a Sam, que alcanzó a verlo en la oscuridad, no le causó ninguna gracia.


Vive sin respirar;

frío como la muerte;

nunca sediento, siempre bebiendo;

viste de malla y no tintinea.

Se ahoga en el desierto,

y cree que una isla

es una montaña;

y una fuente,

una ráfaga.

¡Tan bruñido y tan bello!

¡Qué alegría encontrarlo!

Sólo tenemos un deseo:

¡que atrapemos un pez

jugoso y suculento!


Estas palabras no hicieron más que acrecentar la preocupación que acuciaba a Sam desde que supo que su amo iba a adoptar a Gollum como guía: el problema de la alimentación. No se le ocurrió que quizá también Frodo lo hubiera pensado, pero de que Gollum lo pensaba no le cabía ninguna duda. Quién sabe cómo y de qué se había alimentado durante sus largos vagabundeos solitarios. «No demasiado bien —se dijo Sam—. Parece un tanto famélico. Y no creo que, a falta de pescado, tenga demasiados escrúpulos en probar el sabor de los hobbits... en el caso de que nos sorprendiera dormidos. Pues bien, no nos sorprenderá: no a Sam Gamyi por cierto.»


Avanzaron a tientas por la oscura y sinuosa garganta durante un tiempo que a los fatigados pies de Frodo y Sam les pareció interminable. La garganta, luego de describir una curva a la izquierda, se volvía cada vez más ancha y menos profunda. Por fin el cielo empezó a clarear, pálido y gris, a las primeras luces del alba. Gollum, que hasta ese momento no había dado señales de fatiga, miró hacia arriba y se detuvo.

—El día se acerca —murmuró, como si el día pudiese oírlo y saltarle encima—. Sméagol se queda aquí. Yo me quedaré aquí y la Cara Amarilla no me verá.

—A nosotros nos alegraría ver el Sol —dijo Frodo—, pero también nos quedaremos: estamos demasiado cansados para seguir caminando.

—No es de sabios alegrarse de ver la Cara Amarilla —dijo Gollum—. Delata. Los hobbits buenos y razonables se quedarán con Sméagol. Orcos y bestias inmundas rondan por aquí. Ven desde muy lejos. ¡Quedaos y escondeos conmigo!

Los tres se instalaron al pie de la pared rocosa, preparándose a descansar. Allí la altura de la garganta era apenas mayor que la de un hombre, y en la base había unos bancos anchos y lisos de piedra seca; el agua corría por un canal al pie de la otra pared. Frodo y Sam se sentaron en una de las piedras, recostándose contra el muro de roca. Gollum chapoteaba y pataleaba en el arroyo.

—Necesitaríamos comer un bocado —dijo Frodo—. ¿Tienes hambre, Sméagol? Es poco lo que nos queda para compartir, pero te daremos lo que podamos.

Al oír la palabra hambreuna luz verdosa se encendió en los pálidos ojos de Gollum, que ahora parecían más saltones que nunca en el rostro flaco y macilento. Durante un momento les habló como antes.

—Estamos famélicos, sí, sí, famélicos, mi tesoro —dijo—. ¿Qué comen ellos? ¿Tienen buenos pescados? —Movía la lengua de lado a lado entre los afilados dientes amarillos, y se lamía los labios pálidos.

—No, no tenemos pescado —dijo Frodo—. No tenemos más que esto... —le mostró una galleta de lembas—... y también agua, si es que el agua de aquí se puede beber.

—Ssí, ssí, agua buena —dijo Gollum—. ¡Bebamos, bebamos, mientras sea posible! ¿Pero qué es lo que ellos tienen, mi tesoro? ¿Se puede masticar? ¿Es sabroso?

Frodo partió un trozo de galleta y se lo tendió envuelto en la hoja. Gollum olió la hoja, y un espasmo de asco y algo de aquella vieja malicia le torcieron la cara.

—¡Sméagol lo huele! —dijo—. Hojas del país élfico. ¡Puaj! Apestan. Se trepaba a esos árboles, y nunca más podía quitarse el olor de las manos, ¡mis preciosas manos!

Dejó caer la hoja, y mordisqueó un borde de la lembas. Escupió, y un acceso de tos le sacudió el cuerpo.

—¡Aj! ¡No! —farfulló echando baba—. Estáis tratando de ahogar al pobre Sméagol. Polvo y cenizas, eso él no lo puede comer. Se morirá de hambre. Pero a Sméagol no le importa. ¡Hobbits buenos! Sméagol prometió. Se morirá de hambre. No puede comer alimentos de hobbits. Se morirá de hambre. ¡Pobre Sméagol, tan flaco!

—Lo lamento —dijo Frodo—, pero no puedo ayudarte, creo. Pienso que este alimento te haría bien, si quisieras probarlo. Pero tal vez ni siquiera puedas probarlo, al menos por ahora.


Los hobbits mascaron sus lembasen silencio. A Sam de algún modo, le supieron mucho mejor que en los últimos días: el comportamiento de Gollum le había permitido descubrir nuevamente el sabor y la fragancia de las lembas. Pero no se sentía a gusto. Gollum seguía con la mirada el trayecto de cada bocado de la mano a la boca, como un perro famélico que espera junto a la silla del que come. Sólo cuando los hobbits terminaron y se preparaban a descansar, se convenció al parecer de que no tenían manjares ocultos para compartir. Entonces se alejó, se sentó a solas a algunos pasos de distancia, y lloriqueó.

—¡Escuche! —le murmuró Sam a Frodo, no en voz demasiado baja; en realidad no le importaba que Gollum lo oyera o no—. Necesitamos dormir un poco; pero no los dos al mismo tiempo con este malvado hambriento en las cercanías. Con promesa o sin promesa, Sméagol o Gollum, no va a cambiar de costumbres de la noche a la mañana, eso se lo aseguro. Duerma usted, señor Frodo, y lo llamaré cuando se me cierren los ojos. Haremos guardias, como antes, mientras él ande suelto.

—Puede que tengas razón, Sam —dijo Frodo hablando abiertamente—. Ha habido un cambio en él, pero de qué naturaleza y profundidad, no lo sé todavía con certeza. A pesar de todo, creo sinceramente que no hay nada que temer... por el momento. De cualquier manera, monta guardia si quieres. Déjame dormir un par de horas, no más, y luego llámame.

Tan cansado estaba Frodo que la cabeza le cayó sobre el pecho, y no bien hubo terminado de hablar, se quedó dormido. Al parecer, Gollum no sentía ya ningún temor. Se hizo un ovillo, y no tardó en dormirse, indiferente a todo. Pronto se lo oyó respirar suave y acompasadamente, silbando apenas entre los dientes apretados, pero yacía inmóvil como una piedra. Al cabo de un rato, temiendo dormirse también él si seguía escuchando la respiración de sus dos compañeros, Sam se levantó y pellizcó ligeramente a Gollum. Las manos de Gollum se desenroscaron y se crisparon, pero no hizo ningún otro movimiento. Sam se agachó y dijo pessscadojunto al oído de Gollum, mas no hubo ninguna reacción, ni siquiera un sobresalto en la respiración de Gollum.

Sam se rascó la cabeza. —Ha de estar realmente dormido —murmuró—. Y si yo fuera como él, no despertaría nunca más. —Alejó las imágenes de la espada y la cuerda que se le habían aparecido en la mente, y fue a sentarse junto a Frodo.


Cuando despertó el cielo estaba oscuro, no más claro sino más sombrío que cuando habían desayunado. Sam se incorporó bruscamente. No sólo a causa del vigor que había recobrado, sino también por la sensación de hambre, comprendió de pronto que había dormido el día entero, nueve horas por lo menos. Frodo, tendido ahora de costado, aún dormía profundamente. A Gollum no lo veía por ninguna parte. Varios epítetos poco halagadores para sí mismo acudieron a la mente de Sam, tomados del vasto repertorio paternal del Tío; luego se le ocurrió pensar que su amo no se había equivocado: por el momento no tenían nada que temer. En todo caso, allí seguían los dos todavía vivos; nadie los había estrangulado.

—¡Pobre miserable! —dijo no sin remordimiento—. Me pregunto adónde habrá ido.

—¡No muy lejos, no muy lejos! —dijo una voz por encima de él. Sam levantó la mirada y vio la gran cabeza y las enormes orejas de Gollum contra el cielo nocturno.

—Eh, ¿qué estás haciendo? —gritó Sam, inquieto una vez más como antes no bien vio aquella cabeza.

—Sméagol tiene mucha hambre —dijo Gollum—. Volverá pronto.

—¡Vuelve ahora mismo! —gritó Sam—. ¡Eh! ¡Vuelve! —Pero Gollum había desaparecido.

Frodo despertó con el grito de Sam y se sentó y se frotó los ojos.

—¡Hola! —dijo—. ¿Algo anda mal? ¿Qué hora es?

—No sé —dijo Sam—. Ya ha caído el sol, me parece. Y el otro se ha marchado. Decía que tenía mucha hambre.

—No te preocupes —dijo Frodo—. No podemos impedirlo. Pero volverá, ya verás. Todavía cumplirá la promesa por algún tiempo. Y de todos modos, no abandonará su Tesoro.

Frodo tomó con calma la noticia de que ambos habían dormido profundamente durante horas con Gollum, y con un Gollum muy hambriento por añadidura, suelto en las cercanías.

—No pienses ahora en esos epítetos de tu Tío —le dijo a Sam—. Estabas extenuado, y todo ha salido bien: ahora los dos hemos descansado. Y tenemos por delante un camino muy dificultoso, el peor de todos los caminos.

—Bien, a propósito de comida —comentó Sam—, ¿cuánto tiempo cree que nos llevará este trabajo? Y cuando hayamos concluido, ¿qué haremos entonces? Este pan del camino mantiene en pie maravillosamente bien, pero no satisface para nada el hambre de adentro, por así decir: no a mí al menos, sin faltar el respeto a quienes lo prepararon. Pero uno tiene que comer cada día un poco, y el pan no se multiplica. Creo que nos alcanzará para unas tres semanas, digamos, y eso con el cinturón apretado y poco diente, téngalo en cuenta. Hemos estado derrochándolo.

—No sé cuánto tardaremos aún... hasta el final —dijo Frodo—. Nos retrasamos demasiado en las montañas. Pero Samsagaz Gamyi, mi querido hobbit... en verdad Sam, mi hobbit más querido, el amigo por excelencia, no nos preocupemos por lo que vendrá después. Terminar con este trabajo, como tú dices... ¿qué esperanzas tenemos de terminarlo alguna vez? Y si lo hacemos, ¿sabemos acaso qué habremos conseguido? Si el Único cae en el Fuego y nosotros nos encontramos en las cercanías, yo te pregunto a ti, Sam, ¿crees que en ese caso necesitaremos pan alguna vez? Yo diría que no. Cuidar nuestras piernas hasta que nos lleven al Monte del Destino, más no podemos hacer. Y empiezo a temer que sea más de lo que está a mi alcance.

Sam asintió en silencio. Tomando la mano de Frodo, se inclinó. No se la besó, pero unas lágrimas cayeron sobre ella. Luego se volvió, se enjugó la nariz con la manga, se levantó y se puso a dar puntapiés en el suelo, mientras trataba de silbar y decía con voz forzada:

—¿Por dónde andará esa condenada criatura?

En realidad, Gollum no tardó en regresar; pero con tanto sigilo que los hobbits no lo oyeron hasta que lo tuvieron delante. Tenía los dedos y la cara sucios de barro negro. Masticaba aún y se babeaba. Lo que mascaba, los hobbits no se lo preguntaron ni quisieron imaginarlo.

—Gusanos o escarabajos o algunos de esos bichos viscosos que viven en agujeros —pensó Sam—. ¡Brrr! ¡Qué criatura inmunda! ¡Pobre desgraciado!

Gollum no les habló hasta después de beber en abundancia y lavarse en el arroyo. Entonces se acercó a los hobbits lamiéndose los labios.

—Mejor ahora, ¿eh? —les dijo—. ¿Hemos descansado? ¿Listos para seguir viaje? ¡Buenos hobbits! ¡Qué bien duermen! ¿Confían ahora en Sméagol? Muy, muy bien.

La etapa siguiente del viaje fue muy parecida a la anterior. A medida que avanzaban la garganta se hacía menos profunda y la pendiente del suelo menos inclinada. El fondo era más terroso y casi sin piedras, y las paredes se transformaban poco a poco en barrancas. Ahora el sendero serpenteaba y se desviaba hacia uno u otro lado. La noche concluía, pero las nubes cubrían la luna y las estrellas, y sólo una luz gris y tenue que se expandía lentamente anunciaba la llegada del día.

Al cabo de una fría hora de marcha llegaron al término del arroyo. Las orillas eran ahora montículos cubiertos de musgo. El agua gorgoteaba sobre el último reborde de piedra putrefacta, caía en una charca de aguas pardas y desaparecía. Unas cañas secas silbaban y crujían, aunque al parecer no había viento.


A ambos lados y al frente de los viajeros se extendían grandes ciénagas y marismas, internándose al este y al sur en la penumbra pálida del alba. Unas brumas y vahos brotaban en volutas de los pantanos oscuros y fétidos. Un hedor sofocante colgaba en el aire inmóvil. En lontananza, casi en línea recta al sur, se alzaban las murallas montañosas de Mordor, como una negra barrera de nubes despedazadas que flotasen sobre un mar peligroso cubierto de nieblas.


Ahora los hobbits dependían enteramente de Gollum. No sabían, ni podían adivinar a esa luz brumosa, que en realidad se encontraban a sólo unos pasos de los confines septentrionales de las ciénagas, cuyas ramificaciones principales se abrían hacia el sur. De haber conocido la región, habrían podido, demorándose un poco, volver sobre sus pasos y luego, girando al este, llegar por tierra firme a la desnuda llanura de Dagorlad: el campo de la antigua batalla librada ante las puertas de Mordor. Aunque ese camino no prometía demasiado. En aquella llanura pedregosa, atravesada por las carreteras de los orcos y los soldados del Enemigo, no había ninguna posibilidad de encontrar algún refugio. Allí ni siquiera las capas élficas de Lórien hubieran podido ocultarlos.

—¿Y ahora por dónde vamos, Sméagol? —preguntó Frodo—. ¿Tenemos que atravesar estas marismas pestilentes?

—No, no —dijo Gollum—. No si los hobbits quieren llegar a las montañas oscuras e ir a verlo lo más pronto posible. Un poco para atrás y una pequeña vuelta... —el brazo flaco señaló el norte y el este—... y podréis llegar por caminos duros y fríos a las puertas mismas del país. Muchos de los suyos estarán allí para recibir a los huéspedes, felices de poder conducirlos directamente a Él, oh sí. El Ojo vigila constantemente en esa dirección. Allí capturó a Sméagol, hace mucho, mucho tiempo. —Gollum se estremeció—. Pero desde entonces Sméagol ha aprendido a usar sus propios ojos, sí, sí: he usado mis ojos y mis pies y mi nariz desde entonces. Conozco otros caminos. Más difíciles, menos rápidos; pero mejores, si no queremos que Él vea. ¡Seguid a Sméagol! Él puede guiaros a través de las ciénagas, a través de las nieblas espesas y amigas. Seguid a Sméagol con cuidado, y podréis ir lejos, muy lejos, antes que Él os atrape, sí, quizá.


Ya era de día, una mañana lúgubre y sin viento, y los vapores de las ciénagas yacían en bancos espesos. Ni un solo rayo de sol atravesaba el cielo encapotado, y Gollum parecía ansioso y quería continuar el viaje sin demora. Así pues, luego de un breve descanso, reanudaron la marcha y pronto se perdieron en un paisaje umbrío y silencioso, aislado de todo el mundo circundante, desde donde no se veían ni las colinas que habían abandonado ni las montañas hacia donde iban. Avanzaban en fila, a paso lento: Gollum, Sam, Frodo.

Frodo parecía el más cansado de los tres, y a pesar de la lentitud de la marcha, a menudo se quedaba atrás. Los hobbits no tardaron en comprobar que aquel pantano inmenso era en realidad una red interminable de charcas, lodazales blandos, y riachos sinuosos y menguantes. En esa maraña, sólo un ojo y un pie avezados podían rastrear un sendero tortuoso. Gollum poseía ambas cosas sin duda alguna, y las necesitaba. No dejaba de girar la cabeza de un lado a otro sobre el largo cuello, mientras husmeaba el aire y hablaba constantemente consigo mismo entre dientes. De vez en cuando levantaba una mano para indicarles que debían detenerse, mientras él se adelantaba unos pocos pasos, y se agachaba para palpar el terreno con los dedos de las manos o de los pies, o escuchar, con el oído pegado al suelo.

Era un paisaje triste y monótono. Un invierno frío y húmedo reinaba aún en aquella comarca abandonada. El único verdor era el de la espuma lívida de las algas en la superficie oscura y viscosa del agua sombría. Hierbas muertas y cañas putrefactas asomaban entre las neblinas como las sombras andrajosas de unos estíos olvidados.

A medida que avanzaba el día, la claridad fue en aumento, las nieblas se levantaron volviéndose más tenues y transparentes. En lo alto, lejos de la putrefacción y los vapores del mundo, el Sol subía, altivo y dorado sobre un paisaje sereno con suelos de espuma deslumbrante, pero ellos, desde allí abajo, no veían más que un espectro pasajero, borroso y pálido, sin color ni calor. Bastó no obstante ese vago indicio de la presencia del Sol para que Gollum se enfurruñara y vacilara. Suspendió el viaje, y descansaron, agazapados como pequeñas fieras perseguidas, a la orilla de un extenso cañaveral pardusco. Había un profundo silencio, rasgado sólo superficialmente por las ligeras vibraciones de las cápsulas de las semillas, ahora resecas y vacías, y el temblor de las briznas de hierba quebradas, movidas por una brisa que ellos no alcanzaban a sentir.

—¡Ni un solo pájaro! —dijo Sam con tristeza.

—¡No, nada de pájaros! —dijo Gollum—. ¡Buenos pájaros! —Se pasó la lengua por los dientes—. Nada de pájaros aquí. Hay serpientes, gusanos, cosas de las ciénagas. Muchas cosas, montones de cosas inmundas. Nada de pájaros —concluyó tristemente. Sam lo miró con repulsión.


Así transcurrió la tercera jornada del viaje en compañía de Gollum. Antes que las sombras de la noche comenzaran a alargarse en tierras más felices, los viajeros reanudaron la marcha, avanzando casi sin cesar, y deteniéndose sólo brevemente, no tanto para descansar como para ayudar a Gollum; porque ahora hasta él tenía que avanzar con sumo cuidado, y a ratos se desorientaba. Habían llegado al corazón mismo de las Ciénagas de los Muertos, y estaba oscuro.


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