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Las dos torres
  • Текст добавлен: 20 сентября 2016, 14:40

Текст книги "Las dos torres"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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Los Jinetes miraban a Théoden estupefactos, como si despertaran sobresaltados de un sueño. Áspera como el graznido de un cuervo viejo les sonaba la voz del rey después de la música de Saruman. Por un momento Saruman no pudo disimular la cólera que lo dominaba. Se inclinó sobre la barandilla como si fuese a golpear al rey con su bastón. Algunos creyeron ver de pronto una serpiente que se enroscaba para atacar.

—¡Horcas y cuervos! —siseó Saruman, y todos se estremecieron ante aquella horripilante transformación—. ¡Viejo chocho! ¿Qué es la Casa de Eorl sino un cobertizo hediondo donde se embriagan unos cuantos bandidos, mientras la prole se arrastra por el suelo entre los perros? Durante demasiado tiempo se han salvado de la horca. Pero el nudo corredizo se aproxima, lento al principio, duro y estrecho al final. ¡Colgaos, si así lo queréis! —La voz volvió a cambiar, a medida que Saruman conseguía dominarse—. No sé por qué he tenido la paciencia de hablar contigo. Porque no te necesito, ni a ti ni a tu pandilla de cabalgadores, tan rápidos para huir como para avanzar, Théoden Señor de Caballos. Tiempo atrás te ofrecí una posición superior a tus méritos y a tu inteligencia. Te la he vuelto a ofrecer, para que aquellos a quienes llevas por el mal camino puedan ver claramente el que tú elegiste. Tú me respondes con bravuconadas e insultos. Que así sea. ¡Vuélvete a tu choza!

”¡Pero tú, Gandalf! De ti al menos me conduelo, compadezco tu vergüenza. ¿Cómo puedes soportar semejante compañía? Porque tú eres orgulloso, Gandalf, y no sin razón, ya que tienes un espíritu noble y ojos capaces de ver lo profundo y lejano de las cosas. ¿Ni aun ahora querrás escuchar mis consejos?

Gandalf hizo un movimiento y alzó los ojos.

—¿Qué puedes decirme que no me hayas dicho en nuestro último encuentro? —preguntó—. ¿O tienes acaso cosas de que retractarte?

Saruman tardó un momento en responder.

—¿Retractarme dices? —murmuró, como perplejo—. ¿Retractarme? Intenté aconsejarte por tu propio bien, pero tú apenas escuchabas. Eres orgulloso y no te gustan los consejos, teniendo como tienes tu propia sabiduría. Pero en aquella ocasión te equivocaste, pienso, tergiversando mis propósitos.

”En mi deseo de persuadirte, temo haber perdido la paciencia; y lo lamento de veras. Porque no abrigaba hacia ti malos sentimientos; ni tampoco los tengo ahora, aunque hayas vuelto en compañía de gente violenta e ignorante. ¿Por qué habría de tenerlos? ¿Acaso no somos los dos miembros de una alta y antigua orden, la más excelsa de la Tierra Media? Nuestra amistad sería muy provechosa para ambos. Aún podríamos emprender juntos muchas cosas, para curar los males que aquejan al mundo. ¡Lleguemos a un acuerdo entre nosotros, y olvidemos para siempre a esta gente inferior! ¡Que ellos acaten nuestras decisiones! Por el bien común estoy dispuesto a renegar del pasado, y a recibirte. ¿No quieres que deliberemos? ¿No quieres subir?

Tan grande fue el poder de la voz de Saruman en este último esfuerzo que ninguno de los que escuchaban permaneció impasible. Pero esta vez el sortilegio era de una naturaleza muy diferente. Estaban oyendo el tierno reproche de un rey bondadoso a un ministro equivocado aunque muy querido. Pero se sentían excluidos, como si escucharan detrás de una puerta palabras que no les estaban destinadas: niños malcriados o sirvientes estúpidos que oían a hurtadillas las conversaciones ininteligibles de los mayores, y se preguntaban inquietos de qué modo podrían afectarlos. Los dos interlocutores estaban hechos de una materia más noble: eran venerables y sabios. Una alianza entre ellos parecía inevitable. Gandalf subiría a la torre, a discutir en las altas estancias de Orthanc problemas profundos, incomprensibles para ellos. Las puertas se cerrarían, y ellos quedarían fuera, esperando a que vinieran a imponerles una tarea o un castigo. Hasta en la mente de Théoden apareció el pensamiento, como la sombra de una duda: «Nos traicionará, nos abandonará... y nada ya podrá salvarnos».

De pronto Gandalf se echó a reír. Las fantasías se disiparon como una nubecilla de humo.

—¡Saruman, Saruman! —dijo Gandalf sin dejar de reír—. Saruman, erraste tu oficio en la vida. Tendrías que haber sido bufón de un rey, y ganarte el pan, y también los magullones, imitando a sus consejeros. ¡Ah, pobre de mí! —Hizo una pausa y dejó de reír—. ¿Un entendimiento entre nosotros? Temo que nunca llegues a entenderme. Pero yo te entiendo a ti, Saruman, y demasiado bien. Conservo de tus argucias y de tus actos un recuerdo mucho más claro de lo que tú imaginas. La última vez que te visité, eras el carcelero de Mordor, y allí ibas a enviarme. No, el visitante que escapó por el techo, lo pensará dos veces antes de volver a entrar por la puerta. No, no creo que suba. Pero escucha, Saruman, ¡por última vez! ¿Por qué no bajas tú? Isengard ha demostrado ser menos fuerte que en tus deseos y tu imaginación. Lo mismo puede ocurrir con otras cosas en las que aún confías. ¿No te convendría alejarte de aquí por algún tiempo? ¿Dedicarte a algo distinto, quizá? ¡Piénsalo bien, Saruman! ¿No quieres bajar?

Una sombra pasó por el rostro de Saruman; en seguida se puso mortalmente pálido. Antes que pudiese ocultarse, todos vieron a través de la máscara la angustia de una mente confusa, a quien repugnaba la idea de quedarse y temerosa a la vez de abandonar aquel refugio. Titubeó un segundo apenas, y todo el mundo contuvo el aliento. Luego Saruman habló, con una voz fría y estridente. El orgullo y el odio lo dominaban otra vez.

—¿Si quiero bajar? —dijo, burlón—. ¿Acaso un hombre inerme baja a hablar puertas afuera con los ladrones? Te oigo perfectamente bien desde aquí. No soy ningún tonto, y no confío en ti, Gandalf. Los demonios salvajes del bosque no están aquí a la vista, en la escalera, pero sé dónde se ocultan, esperando tus órdenes.

—Los traidores siempre son desconfiados —respondió Gandalf con cansancio—. Pero no tienes que temer por tu pellejo. No deseo matarte, ni lastimarte, como bien lo sabrías, si en verdad me comprendieses. Y mis poderes te protegerían. Te doy una última oportunidad. Puedes irte de Orthanc, en libertad... si lo deseas.

—Esto me suena bien —dijo con ironía Saruman—. Muy típico de Gandalf el Gris; tan condescendiente, tan generoso. No dudo que te sentirías a tus anchas en Orthanc, y que mi partida te convendría. Pero, ¿por qué yo querría partir? ¿Y qué significa para ti «en libertad»? Habrá condiciones, supongo.

—Los motivos para partir puedes verlos desde tus ventanas —respondió Gandalf—. Otros te acudirán a la mente. Tus siervos han sido abatidos y se han dispersado; de tus vecinos has hecho enemigos; y has engañado a tu nuevo amo, o has intentado hacerlo. Cuando vuelva la mirada hacia aquí, será el ojo rojo de la ira. Pero cuando yo digo «en libertad» quiero decir «en libertad»: libre de ataduras, de cadenas u órdenes: libre de ir a donde quieras, aun a Mordor, Saruman, si es tu deseo. Pero antes dejarás en mis manos la Llave de Orthanc, y tu bastón. Quedarán en prenda de tu conducta, y te serán restituidos un día, si lo mereces.

El semblante de Saruman se puso lívido, crispado de rabia, y una luz roja le brilló en los ojos. Soltó una risa salvaje.

—¡Un día! —gritó, y la voz se elevó hasta convertirse en un alarido—. ¡Un día! Sí, cuando también te apoderes de las Llaves de Barad-dûr, supongo, y las coronas de los siete reyes, y las varas de los Cinco Magos; cuando te hayas comprado un par de botas mucho más grandes que las que ahora calzas. Un plan modesto. ¡No creo que necesites mi ayuda! Tengo otras cosas que hacer. No seas tonto. Si quieres pactar conmigo, mientras sea posible, vete y vuelve cuando hayas recobrado el sentido. ¡Y sácate de encima a esa chusma de forajidos que llevas a la rastra, prendida a los faldones! ¡Buenos días! —Dio media vuelta y desapareció del balcón.

—¡Vuelve, Saruman! —dijo Gandalf con voz autoritaria. Ante el asombro de todos, Saruman dio otra vez media vuelta, y como arrastrado contra su voluntad, se acercó a la ventana y se apoyó en la barandilla de hierro, respirando muy agitadamente. Tenía la cara arrugada y contraída. La mano que aferraba la pesada vara negra parecía una garra.

—No te he dado permiso para que te vayas —dijo Gandalf con severidad—. No he terminado aún. No eres más que un bobo, Saruman, y sin embargo inspiras lástima. Estabas a tiempo todavía de apartarte de la locura y de la maldad, y ayudar de algún modo. Pero elegiste quedarte aquí, royendo las hilachas de tus viejas intrigas. ¡Quédate pues! Mas te lo advierto, no te será fácil volver a salir. A menos que las manos tenebrosas del Este se extiendan hasta aquí para llevarte. ¡Saruman! —gritó, y la voz creció aún más en potencia y autoridad—. ¡Mírame! No soy Gandalf el Gris a quien tú traicionaste. Soy Gandalf el Blanco que ha regresado de la muerte. Ahora tú no tienes color, y yo te expulso de la orden y del Concilio.

Levantó la mano, y habló lentamente, con voz clara y fría.

—Saruman, tu vara está rota. —Se oyó un crujido, y la vara se partió en dos en la mano de Saruman; la empuñadura cayó a los pies de Gandalf—. ¡Vete! —dijo Gandalf. Saruman retrocedió con un grito y huyó, arrastrándose como un reptil. En ese momento un objeto pesado y brillante cayó desde lo alto con estrépito. Rebotó contra la barandilla de hierro, en el mismo instante en que Saruman se alejaba de ella, y pasando muy cerca de la cabeza de Gandalf, golpeó contra el escalón en que estaba el mago. La barandilla vibró y se rompió con un estallido. El escalón crujió y se hizo añicos, chisporroteando. Pero la bola permaneció intacta: rodó escaleras abajo, un globo de cristal, oscuro, aunque con un corazón incandescente. Mientras se alejaba saltando hacia un charco, Pippin corrió y la recogió.

—¡Canalla y asesino! —gritó Éomer.

Pero Gandalf permaneció impasible.

—No, no ha sido Saruman quien la ha arrojado —dijo—; ni creo que se lo haya ordenado a alguien. Partió de una ventana mucho más alta. Un tiro de despedida de Maese Lengua de Serpiente, me imagino, pero le falló la puntería.

—Tal vez porque no pudo decidir a quién odiaba más, a ti o a Saruman —dijo Aragorn.

—Es posible —dijo Gandalf—. Magro consuelo encontrarán estos dos en mutua compañía: se roerán entre ellos con palabras. Pero el castigo es justo. Si Lengua de Serpiente sale alguna vez con vida de Orthanc, será una suerte inmerecida.

”¡Aquí, muchacho, yo llevaré eso! No te pedí que lo recogieras —gritó, volviéndose bruscamente y viendo a Pippin que subía la escalera con lentitud, como si transportase un gran peso. Bajó algunos peldaños, y yendo al encuentro del hobbit le sacó rápidamente de las manos la esfera oscura y la envolvió en los pliegues de la capa—. Yo me ocuparé —dijo—. No es un objeto que Saruman hubiera elegido para arrojar contra nosotros.

—Pero sin duda podría arrojar otras cosas —dijo Gimli—. Si la conversación ha terminado, ¡pongámonos al menos fuera del alcance de las piedras!

—Ha terminado —dijo Gandalf—. Partamos.


Volvieron la espalda a las puertas de Orthanc, y bajaron la escalera. Los Jinetes aclamaron al rey con alegría, y saludaron a Gandalf. El sortilegio de Saruman se había roto: lo habían visto acudir a la llamada de Gandalf, y escapar luego escurriéndose como un reptil.

—Bueno, esto es un asunto concluido —dijo Gandalf—. Ahora he de encontrar a Bárbol y contarle lo que ha pasado.

—Se lo habrá imaginado, supongo —dijo Merry—. ¿Acaso podía haber terminado de alguna otra manera?

—No lo creo —dijo Gandalf—, aunque por un instante la balanza estuvo en equilibrio. Pero yo tenía mis razones para intentarlo, algunas misericordiosas, otras menos. En primer lugar, le demostré a Saruman que ya no tiene tanto poder en la voz. No puede ser al mismo tiempo tirano y consejero. Cuando la conspiración está madura, el secreto ya no es posible. Sin embargo él cayó en la trampa, e intentó embaucar a sus víctimas una por una, mientras las otras escuchaban. Entonces le propuse una última alternativa, y generosa por cierto: renunciar tanto a Mordor como a sus planes personales, y reparar los males que había causado ayudándonos en un momento de necesidad. Nadie conoce nuestras dificultades mejor que él. Hubiera podido prestarnos grandes servicios; pero eligió negarse, y no renunciar al poder de Orthanc. No está dispuesto a servir, sólo quiere dar órdenes. Ahora vive aterrorizado por la sombra de Mordor, y sin embargo sueña aún con capear la tempestad. ¡Pobre loco! Será devorado, si el poder del Este extiende los brazos hasta Isengard. Nosotros no podemos destruir a Orthanc desde afuera, pero Sauron... ¿quién sabe lo que es capaz de hacer?

—¿Y si Sauron no gana la guerra? ¿Qué le harás a Saruman?

—¿Yo? ¡Nada! —dijo Gandalf—. No le haré nada. No busco poder. ¿Qué será de él? No lo sé. Me entristece pensar que tantas cosas que alguna vez fueron buenas se pudran ahora en esa torre. Como quiera que sea a nosotros no nos ha ido del todo mal. ¡Extrañas son las vueltas del destino! A menudo el odio se vuelve contra sí mismo. Sospecho que aun cuando hubiésemos entrado en Orthanc, habríamos encontrado pocos tesoros más preciosos que este objeto que nos arrojó Lengua de Serpiente.

Un chillido estridente, bruscamente interrumpido, partió de una ventana abierta en lo más alto de la torre.

—Parece que Saruman piensa como yo —dijo Gandalf—. ¡Dejémoslos!



Volvieron a las ruinas de la puerta. Habían atravesado la arcada, cuando Bárbol y una docena de Ents salieron de entre las sombras de las pilas de piedras, donde se habían ocultado. Aragorn, Gimli y Legolas los miraban perplejos.

—He aquí a tres de mis compañeros, Bárbol —dijo Gandalf—. Te he hablado de ellos, pero aún no los habías conocido. —Los nombró a todos.

El Viejo Ent los escudriñó largamente, y los saludó, uno por uno. El último a quien habló fue a Legolas.

—¿Así que has venido desde el Bosque Negro, mi buen Elfo? ¡Era un gran bosque, tiempo atrás!

—Y todavía lo es —dijo Legolas—, pero nosotros, los que habitamos en él, nunca nos cansamos de ver árboles nuevos. Me sentiría más que feliz si pudiera visitar el Bosque de Fangorn. Apenas llegué a cruzar el linde, y desde entonces no sueño con otra cosa que regresar.

Los ojos de Bárbol brillaron de placer.

—Espero que tu deseo pueda realizarse antes que las colinas envejezcan —dijo.

—Vendré, si la suerte me acompaña —dijo Legolas—. He hecho un pacto con un amigo, que si todo marcha bien, un día visitaremos Fangorn juntos... con tu permiso.

—Todo Elfo que venga contigo será bienvenido —dijo Bárbol.

—El amigo de quien hablo no es un Elfo —dijo Legolas—; me refiero a Gimli hijo de Glóin, aquí presente. —Gimli hizo una profunda reverencia y el hacha se le resbaló del cinturón y chocó contra el suelo.

—¡Hum, hm! ¡Ajá! —dijo Bárbol, observando a Gimli con una mirada sombría—. ¡Un Enano, y con un hacha por añadidura! ¡Hum! Tengo buena voluntad con los Elfos; pero pides demasiado. ¡Extraña amistad la vuestra!

—Puede parecer extraña —dijo Legolas—; pero mientras Gimli viva no vendré solo a Fangorn. El hacha no está destinada a los árboles sino a las cabezas de los orcos. Oh Fangorn, Señor del Bosque de Fangorn. Cuarenta y dos decapitó en la batalla.

—¡Ouuu! ¡Vaya! —dijo Bárbol—. Esto suena mejor. Bueno, bueno, las cosas seguirán su curso natural; es inútil querer apresurarlas. Pero ahora hemos de separarnos por algún tiempo. El día llega a su fin, y Gandalf dice que partiréis antes de la caída de la noche, y que el Señor de la Marca quiere volver en seguida a casa.

—Sí, hemos de partir, y ya mismo —dijo Gandalf—. Tendré que dejarte sin tus porteros. Pero no los necesitarás.

—Tal vez —dijo Bárbol—. Pero los echaré de menos. Nos hicimos amigos en tan poco tiempo que quizá me estoy volviendo apresurado... como si retrocediera a la juventud, quizá. Pero lo cierto es que son las primeras cosas nuevas que he visto bajo el Sol o la Luna en muchos, muchísimos años. Y no los olvidaré. He puesto esos nombres en la Larga Lista. Los Ents los recordarán.


Ents viejos como montañas, nacidos de la tierra,

grandes caminadores y bebedores de agua;

y hambrientos como cazadores, los niños Hobbits,

el pueblo risueño, la Gente Pequeña.


”Mientras las hojas continúen renovándose, ellos serán nuestros amigos. ¡Buen viaje! Pero si en vuestro país encantador, en la Comarca, tenéis noticias que puedan interesarme, ¡hacédmelo saber! Entendéis a qué me refiero: si oís hablar de las Ents-mujeres, o si las veis en algún lugar. Venid vosotros mismos, si es posible.

—Lo haremos —exclamaron a coro Merry y Pippin, mientras se alejaban de prisa. Bárbol los siguió con la mirada, y durante un rato guardó silencio, meneando pensativamente la cabeza. Luego se volvió a Gandalf.

—¿Así que Saruman no quiso marcharse? —dijo—. Me lo esperaba. Tiene el corazón tan podrido como el de un Ucorno negro. Sin embargo, si yo fuese derrotado y todos mis árboles fueran destruidos, tampoco yo me marcharía mientras tuviera un agujero oscuro donde ocultarme.

—No —dijo Gandalf—. Aunque tú no pensaste invadir con tus árboles el mundo entero y sofocar a todas las criaturas. Pero así son las cosas, Saruman se ha quedado para alimentar odios y tramar nuevas intrigas. La Llave de Orthanc la tiene él. Pero no podemos permitir que escape.

—¡Claro que no! De eso cuidaremos los Ents —dijo Bárbol—. Saruman no pondrá el pie fuera de la roca, sin mi permiso. Los Ents lo vigilarán.

—¡Excelente! —dijo Gandalf—. No esperaba menos. Ahora puedo partir y dedicarme a otros asuntos. Pero tienes que poner mucha atención. Las aguas han descendido. Temo que unos centinelas alrededor de la torre no sea suficiente. Sin duda hay túneles profundos excavados debajo de Orthanc, y Saruman espera poder ir y venir sin ser visto, dentro de poco. Si vas a ocuparte de esta tarea, te ruego que hagas derramar las aguas otra vez; hasta que Isengard se convierta en un estanque perenne, o hasta que descubras las bocas de los túneles. Cuando todos los sitios subterráneos estén inundados, y hayas descubierto los desagües, entonces Saruman se verá obligado a permanecer en la torre y mirar por las ventanas.

—¡Déjalo por cuenta de los Ents! —dijo Bárbol—. Exploraremos el valle palmo a palmo, y miraremos bajo todas las piedras. Ya los árboles se disponen a volver, los árboles viejos, los árboles salvajes. El Bosque Vigilante, lo llamaremos. Ni una ardilla entrará o saldrá de aquí sin que yo lo sepa. ¡Déjalo por cuenta de los Ents! Hasta que los años en que estuvo atormentándonos hayan pasado siete veces, no nos cansaremos de vigilarlo.


11



LA PALANTÍR



El sol se hundía detrás del largo brazo occidental de las montañas cuando Gandalf y sus compañeros, y el Rey y los Jinetes partieron de Isengard. Gandalf llevaba a Merry en la grupa del caballo, y Aragorn llevaba a Pippin. Dos de los hombres del rey se adelantaron a galope tendido, y pronto se perdieron de vista en el fondo del valle. Los otros continuaron a paso más lento.

Una solemne fila de Ents, erguidos como estatuas ante la puerta, con los largos brazos levantados, asistía silenciosa a la partida. Cuando se hubieron alejado un trecho por el camino sinuoso, Merry y Pippin volvieron la cabeza. El sol brillaba aún en el cielo, pero las sombras se extendían ya sobre Isengard: unas ruinas grises que se hundían en las tinieblas. Ahora Bárbol estaba solo, como la cepa de un árbol distante: los hobbits recordaron el primer encuentro, allá lejos en la asoleada cornisa de los lindes de Fangorn.

Llegaron a la columna de la Mano Blanca. La columna seguía en pie, pero la mano esculpida había sido derribada y yacía rota en mil pedazos. En el centro mismo del camino se veía el largo índice, blanco en el crepúsculo, y la uña roja se ennegrecía lentamente.

—¡Los Ents no descuidan ningún detalle! —observó Gandalf.

Continuaron cabalgando, y la noche se cerró en la hondonada.


—¿Piensas cabalgar toda la noche, Gandalf? —preguntó Merry al rato—. No sé cómo te sentirás tú con este forajido que llevas a la rastra prendido a los faldones, pero el forajido está cansado y le alegraría dejar de ir a la rastra y echarse a descansar.

—¿Así que oíste eso? —dijo Gandalf—. ¡No lo tomes a pecho! Alégrate de que no te hayan dedicado palabras más lisonjeras. Nunca se había encontrado con un hobbit y no sabía cómo hablarte. No te sacaba los ojos de encima. Si esto puede de algún modo reconfortar tu amor propio, te diré que en este momento tú y Pippin le preocupáis más que cualquiera de nosotros. Quiénes sois; cómo vinisteis aquí; y por qué; qué sabéis; si fuisteis capturados, y en ese caso cómo escapasteis cuando todos los orcos perecieron... Éstos son los pequeños enigmas que ahora perturban esa gran mente. Un sarcasmo en boca de Saruman, Meriadoc, es un cumplido, y puedes sentirte honrado por ese interés.

—¡Gracias! —dijo Merry—. ¡Pero prefiero la honra de ir prendido a tus faldones, Gandalf! Ante todo, porque así es posible repetir una pregunta. ¿Piensas cabalgar toda la noche?

Gandalf se echó a reír.

—¡Un hobbit insaciable! Todos los magos tendrían que tener uno o dos hobbits a su cuidado, para que les enseñaran el significado de las palabras y los corrigieran. Te pido perdón. Pero hasta en estos detalles he pensado. Seguiremos viaje aún algunas horas, sin fatigarnos, hasta el otro lado del valle. Mañana tendremos que cabalgar más de prisa.

”Cuando llegamos, nuestra intención era volver directamente de Isengard a la morada del Rey en Edoras, a través de la llanura, una cabalgata de varios días. Pero hemos reflexionado y cambiado los planes. Hemos enviado mensajeros al Abismo de Helm, a anunciar que el Rey regresará mañana. De allí partirá con muchos hombres hacia El Sagrario, por los senderos que pasan entre las colinas. De ahora en adelante es preciso evitar que más de dos o tres hombres cabalguen juntos, tanto de día como de noche.

—Tú, como de costumbre, ¡no nos das nada o nos das doble ración! —dijo Merry—. ¡Y yo que no pensaba en otra cosa que en un lugar donde dormir esta noche! ¿Dónde está y qué es ese Abismo de Helm y todo lo demás? No sé absolutamente nada de este país.

—En ese caso harías bien en aprender algo, si deseas comprender lo que está sucediendo. Pero no en este momento, ni de mí: tengo muchas cosas urgentes en qué pensar.

—Está bien, se lo preguntaré a Trancos, cuando acampemos: él es menos quisquilloso. Pero, ¿por qué tanto misterio? Creía que habíamos ganado la batalla.

—Sí, hemos ganado, pero sólo la primera victoria, y ahora el peligro es mayor. Había algún vínculo entre Isengard y Mordor que aún no he podido desentrañar. Intercambiaban noticias, es evidente, pero no sé cómo. El Ojo de Barad-dûr ha de estar escudriñando con impaciencia el Valle del Mago, creo; y las tierras de Rohan. Cuanto menos vea, mejor que mejor.


El camino proseguía lentamente, serpenteando por el valle. Ahora distante, ahora cercano, el Isen fluía por un lecho pedregoso. La noche descendía de las montañas. Las nieblas se habían desvanecido. Soplaba un viento helado. La luna, ya casi llena, iluminaba el cielo del este con un pálido y frío resplandor. A la derecha, las estribaciones de las montañas parecían lomas desnudas. Las vastas llanuras se abrían grises ante ellos.

Por fin hicieron un alto. Desviándose del camino principal, cabalgaron otra vez tierra adentro por las largas estribaciones herbosas. Luego de haber recorrido una o dos millas hacia el oeste llegaron a un valle. Se abría hacia el sur, recostado sobre la pendiente del redondo Dol Baran, la última montaña de la cordillera septentrional, de verdes laderas y coronada de brezos. En las paredes del valle, erizadas de helechos del año anterior, apuntaban ya en un suelo levemente perfumado las enmarañadas frondas de la primavera. Allí, en los bajíos cubiertos de espesos zarzales, levantaron campamento, una o dos horas antes de la medianoche. Encendieron la hoguera en una concavidad junto a las raíces de un espino blanco, alto y frondoso como un árbol, encorvado por la edad, pero de miembros todavía vigorosos: las yemas despuntaban en todas las ramas.

Organizaron turnos de guardia, de dos centinelas. Los demás, luego de comer, se envolvieron en las capas, y cubriéndose con una manta se echaron a dormir. Los hobbits se acostaron juntos sobre un montón de helechos secos. Merry tenía sueño, pero Pippin parecía ahora curiosamente intranquilo. Daba vueltas y vueltas, y el camastro de helechos crujía y chirriaba.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Merry—. ¿Te has acostado sobre un hormiguero?

—No —dijo Pippin—. Pero estoy incómodo. Me pregunto cuánto hace que no duermo en una cama.

Merry bostezó.

—¡Cuéntalo con los dedos! —dijo—. Pero no habrás olvidado cuándo partimos de Lórien.

—Oh, ¡eso! —dijo Pippin—. Quiero decir una cama verdadera, en una alcoba.

—Bueno, entonces Rivendel —dijo Merry—. Pero esta noche yo podría dormir en cualquier lugar.

—Tuviste suerte, Merry —dijo Pippin en voz baja, al cabo de un silencio—. Tú cabalgaste con Gandalf.

—Bueno, ¿y qué?

—¿Conseguiste sacarle alguna noticia, alguna información?

—Sí, bastante. Más que de costumbre. Pero tú las oíste todas, o la mayoría; estabas muy cerca y no hablábamos en secreto. Pero mañana podrás cabalgar con él, si consigues sacarle alguna otra cosa... y si él te acepta.

—¿De veras? ¡Magnífico! Pero es poco comunicativo, ¿no te parece? No ha cambiado nada.

—¡Oh, sí! —dijo Merry, despertándose un poco, y empezando a preguntarse qué preocupaba a su compañero—. Ha crecido, o algo así. Es al mismo tiempo más amable y más inquietante, más alegre y más solemne, me parece. Ha cambiado. Pero aún no sabemos hasta qué punto. ¡Piensa en la última parte de la conversación con Saruman! Recuerda que Saruman fue en un tiempo el superior de Gandalf: jefe del Concilio, aunque no sé muy bien qué significa eso. Era Saruman el Blanco. Ahora Gandalf es el Blanco. Saruman acudió a la llamada y perdió la vara, y luego Gandalf lo despidió, ¡y él acató la orden!

—Bueno, si en algo ha cambiado, como dices, está más misterioso que nunca, eso es todo —replicó Pippin—. Esa... bola de vidrio, por ejemplo. Parecía contento de tenerla consigo. Algo sabe o sospecha. ¿Pero nos dijo qué? No, ni una palabra. Y sin embargo fui yo quien la recogió, e impedí que rodase hasta un charco. Aquí, muchacho, yo la llevaré...Eso fue todo lo que dijo. Me gustaría saber qué era. Parecía tan pesada... —La voz de Pippin se convirtió casi en un susurro, como si hablara consigo mismo.

—¡Ajá! —dijo Merry—. ¿Así que es eso lo que te tiene a mal traer? Vamos, Pippin, muchacho, no olvides el dicho de Gildor, aquel que Sam solía citar: No te entrometas en asuntos de Magos, que son gente astuta e irascible.

—Pero si desde hace meses y meses no hacemos otra cosa que entrometernos en asuntos de magos —dijo Pippin—. Además del peligro, me gustaría tener alguna información. Me gustaría echarle una ojeada a esa bola.

—¡Duérmete de una vez! —le dijo Merry—. Ya te enterarás, tarde o temprano. Mi querido Pippin, jamás un Tuk le ganó en curiosidad a un Brandigamo; ¿pero te parece el momento oportuno?

—¡Está bien! ¿Pero qué hay de malo en que te cuente lo que a mí me gustaría: echarle una ojeada a esa piedra? Sé que no puedo hacerlo, con el viejo Gandalf sentado encima, como una gallina empollando un huevo. Pero no me ayuda mucho no oírte decir otra cosa que no-puedes-así-que-duérmete-de-una-vez.

—Bueno, ¿qué más podría decirte? —dijo Merry—. Lo siento, Pippin, pero tendrás que esperar hasta la mañana. Yo seré tan curioso como tú después del desayuno, y te ayudaré tanto como pueda en adular a los magos. Pero ya no puedo mantenerme despierto. Si vuelvo a bostezar, se me abrirá la boca hasta las orejas. ¡Buenas noches!


Pippin no dijo nada más. Ahora estaba inmóvil, pero el sueño se negaba a acudir; y ni siquiera parecía alentarlo la suave y acompasada respiración de Merry, que se había dormido pocos segundos después de haberle dado las buenas noches. El recuerdo del globo oscuro parecía más vivo en el silencio de alrededor. Pippin volvía a sentir el peso en las manos, y volvía a ver los misteriosos abismos rojos que había escudriñado un instante. Se dio vuelta y trató de pensar en otra cosa.

Por último, no aguantó más. Se levantó y miró en torno. Hacía frío, y se arrebujó en la capa. La luna brillaba en el valle, blanca y fría, y las sombras de los matorrales eran negras. Todo alrededor yacían formas dormidas. No vio a los dos centinelas: quizá habían subido a la loma, o estaban escondidos entre los helechos. Arrastrado por un impulso que no entendía, se acercó con sigilo al sitio donde descansaba Gandalf. Lo miró. El mago parecía dormir, pero los párpados no estaban del todo cerrados: los ojos centelleaban debajo de las largas pestañas. Pippin retrocedió rápidamente. Pero Gandalf no se movió; el hobbit avanzó otra vez, casi contra su voluntad, por detrás de la cabeza del mago. Gandalf estaba envuelto en una manta, con la capa extendida por encima; muy cerca, entre el costado derecho y el brazo doblado, había un bulto, una cosa redonda envuelta en un lienzo oscuro; y al parecer la mano que la sujetaba acababa de deslizarse hasta el suelo.

Conteniendo el aliento, Pippin se aproximó paso a paso. Por último se arrodilló. Entonces lenta, furtivamente, levantó el bulto; pesaba menos de lo que suponía. Quizá no era más que un paquete de trastos sin importancia, pensó curiosamente aliviado, pero no volvió a poner el bulto en su sitio. Permaneció un instante muy quieto con el bulto entre los brazos. De pronto se le ocurrió una idea. Se alejó en puntillas, buscó una piedra grande, y volvió junto a Gandalf.

Retiró con presteza el lienzo, envolvió la piedra, y arrodillándose la puso al alcance de la mano de Gandalf. Entonces miró por fin el objeto que acababa de desenvolver. Era el mismo: una tersa esfera de cristal, ahora oscura y muerta, inmóvil y desnuda. La levantó, la cubrió presurosamente con su propia capa, y en el momento en que iba a retirarse, Gandalf se agitó en sueños, y murmuró algunas palabras en una lengua desconocida; extendió a tientas la mano y la apoyó sobre la piedra envuelta en el lienzo; luego suspiró, y no volvió a moverse.


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