Текст книги "Las dos torres"
Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien
Жанр:
Эпическая фантастика
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—Quizá —dijo Sam—, pero no es eso lo que yo diría. Las cosas hechas y terminadas y transformadas en grandes historias son diferentes. Si hasta Gollum podría ser bueno en una historia, mejor que ahora a nuestro lado, al menos. Y a él también le gustaba escucharlas en otros días, por lo que nos ha dicho. Me gustaría saber si se considera el héroe o el villano...
”¡Gollum! —llamó—. ¿Te gustaría ser el héroe?... Bueno, ¿dónde se habrá metido otra vez?
No había rastros de él a la entrada del refugio ni en las sombras vecinas. Había rechazado la comida de los hobbits, aunque aceptara como de costumbre un sorbo de agua; y luego, al parecer, se había enroscado para dormir. Suponían que uno al menos de los propósitos de Gollum en la larga ausencia de la víspera había sido salir de caza, en busca de algún alimento de su gusto; y ahora era evidente que había vuelto a escabullirse a hurtadillas mientras ellos conversaban. Pero ¿con qué fin esta vez?
—No me gustan estas escapadas furtivas y sin previo aviso —dijo Sam—. Y menos ahora. No puede andar buscando comida allá arriba, a menos que quiera morder un pedazo de roca. ¡Si aquí ni el musgo crece!
—Es inútil preocuparse por él ahora —dijo Frodo—. Sin él no habríamos llegado tan lejos, ni siquiera a la vista del paso, y tendremos que amoldarnos a sus caprichos. Si es falso, es falso.
—De todos modos, preferiría no perderlo de vista. Y con mayor razón, si es falso. ¿Recuerda usted que nunca quiso decirnos si este paso estaba vigilado, o no? Y ahora vemos allí una torre... y quizá esté abandonada y quizá no. ¿Cree usted que habrá ido a buscarlos? ¿A los orcos o lo que sean?
—No, no lo creo —respondió Frodo—. Aun cuando ande en alguna trapacería, lo que no es inverosímil, no creo que se trate de eso. No ha ido en busca de orcos ni de ninguno de los servidores del Enemigo. ¿Por qué habría esperado hasta ahora, por qué habría hecho el esfuerzo de subir y venir hasta aquí, de acercarse a la región que teme? Sin duda hubiera podido delatarnos muchas veces a los orcos desde que lo encontramos. No, si hay algo de eso, ha de ser una de sus pequeñas jugarretas de siempre que él imagina absolutamente secreta.
—Bueno, supongo que usted tiene razón señor Frodo —dijo Sam—. Aunque eso no me tranquiliza demasiado. Pero en una cosa se que no me equivoco: estoy seguro de que a mi me entregaría a los orcos con alegría. Pero me olvidaba... el Tesoro. No, supongo que de eso se ha tratado desde el principio, El Tesoro para el pobre Sméagol. Ése es el único móvil de todos sus planes, si tiene alguno. Pero de qué puede servirle habernos traído aquí, no alcanzo a adivinarlo.
—Lo más probable es que ni él mismo lo sepa —dijo Frodo—. Y tampoco creo que tenga en la embrollada cabeza un plan único y bien definido. Pienso que en parte está intentando salvar el Tesoro del Enemigo, tanto tiempo como sea posible. También para él sería la peor de las calamidades, si fuese a parar a manos del Enemigo. Y es posible que además esté tratando de ganar tiempo, esperando una oportunidad.
—Adulón y Bribón, como dije antes —observó Sam—. Pero cuanto más se acerque al territorio del Enemigo, más será Bribón que Adulón. Recuerde mis palabras: si alguna vez llegamos al paso no nos permitirá que llevemos el Tesoro del otro lado de la frontera sin jugarnos alguna mala pasada.
—Todavía no hemos llegado —replicó Frodo.
—No, pero hasta entonces convendrá mantener los ojos bien abiertos. Si nos pesca dormitando, Bribón correrá a tomar la delantera. No es que sea arriesgado que ahora se eche usted a dormir, mi amo. No hay ningún peligro en que descanse en este sitio, bien cerca de mí. Y yo me sentiría muy feliz si lo viera dormir un rato. Yo lo cuidaré; y en todo caso, si usted se acuesta aquí, y yo le paso el brazo alrededor, nadie podrá venir a toquetearlo sin que Sam se entere.
—¡Dormir! —dijo Frodo, y suspiró, como si viera aparecer en un desierto un espejismo de frescura verde—. Sí, aun aquí podría dormir.
—¡Duerma entonces, señor! Apoye la cabeza en mis rodillas.
Y así los encontró Gollum unas horas más tarde, cuando volvió deslizándose y reptando a lo largo del sendero que descendía de la oscuridad. Sam, sentado de espaldas contra la roca, la cabeza inclinada a un lado, respiraba pesadamente. La cabeza de Frodo descansaba sobre las rodillas de Sam, que apoyaba una mano morena sobre la frente blanca de Frodo, mientras la otra le protegía el pecho. En los rostros de ambos había paz.
Gollum los miró. Una expresión extraña le apareció en la cara. Los ojos se le apagaron, y se volvieron de pronto grises y opacos, viejos y cansados. Se retorció, como en un espasmo de dolor, y volvió la cabeza y miró para atrás, hacia la garganta, sacudiendo la cabeza como si estuviese librando una lucha interior. Luego volvió a acercarse a Frodo y extendiendo lentamente una mano trémula le tocó con cautela la rodilla; más que tocarla, la acarició. Por un instante fugaz, si uno de los durmientes hubiese podido observarlo, habría creído estar viendo a un hobbit fatigado y viejo, abrumado por los años que lo habían llevado mucho más allá de su tiempo, lejos de los amigos y parientes, y de los campos y arroyos de la juventud; un viejo despojo hambriento y lastimoso.
Pero al sentir aquel contacto Frodo se agitó y se quejó entre sueños, y al instante Sam abrió los ojos. Y lo primero que vio fue a Gollum, «toqueteando al amo», le pareció.
—¡Eh, tú! —le dijo con aspereza—. ¿Qué andas tramando?
—Nada, no, nada —le respondió Gollum afablemente—. ¡Buen amo!
—Eso digo yo —replicó Sam—. Pero ¿dónde te habías metido?... ¿Por qué desapareces y reapareces así, furtivamente, viejo fisgón?
Gollum encogió el cuerpo y un fulgor verde le centelleó bajo los párpados pesados. Ahora casi parecía una araña, enroscado sobre las piernas combadas, los ojos protuberantes. El momento fugaz había pasado para siempre.
—¡Fisgón, fisgón! —siseó—. Hobbits siempre tan amables, sí. ¡Oh, buenos hobbits! Sméagol los trae por caminos secretos que nadie más podría encontrar. Cansado está, sediento, sí, sediento; y los guía y les busca senderos, y ellos le dicen fisgón, fisgón. Muy buenos amigos. Oh, sí, mi tesoro, muy buenos.
Sam sintió un ligero remordimiento, pero no menos desconfianza. —Lo lamento —dijo—. Lo lamento, pero me despertaste bruscamente. Y no tendría que haberme dormido, y por eso me alteré un poco. Pero el señor Frodo está muy cansado, y le pedí que se echara a dormir, y bueno, nada más. Lo lamento. Pero ¿dónde has estado?
—Fisgoneando —dijo Gollum, y el fulgor verde no se le iba de los ojos.
—Oh, está bien —dijo Sam—; ¡como tú quieras! Me imagino que lo que dices no está tan lejos de la verdad. Y ahora, creo que lo mejor será que vayamos a fisgonear todos juntos. ¿Qué hora es? ¿Es hoy o es mañana?
—Es mañana —dijo Gollum—, o sea mañana cuando los hobbits se quedaron dormidos. Muy estúpidos, muy peligroso... si el pobre Sméagol no hubiese fisgoneado vigilando.
—Me temo que pronto estaremos hartos de esa palabra —dijo Sam—. Pero no importa. Despertaré al amo. —Gentilmente echó hacia atrás los cabellos que caían sobre la frente de Frodo e inclinándose sobre él le habló con dulzura—. ¡Despierte, señor Frodo! ¡Despierte!
Frodo se movió y abrió los ojos, y sonrió al ver el rostro de Sam inclinado sobre él. —Me despiertas temprano, ¿eh, Sam? ¡Todavía está oscuro!
—Sí, aquí siempre está oscuro —dijo Sam—. Pero Gollum ha vuelto, señor Frodo, y dice que ya es mañana. Así que nos pondremos en camino. La última etapa.
Frodo respiró profundamente y se sentó.
—¡La última etapa! —dijo—. ¡Hola, Sméagol! ¿Encontraste algo para comer? ¿Descansaste un poco?
—Nada para comer, nada de descanso, nada para el pobre Sméagol —dijo Gollum—. No hace otra cosa que fisgonear.
Sam chasqueó la lengua, pero se contuvo.
—No te pongas calificativos, Sméagol —le dijo Frodo—. No es prudente, así sean verdaderos o falsos.
—Sméagol toma lo que le dan —dijo Gollum—. El nombre se lo puso el amable Maese Samsagaz, ese hobbit que tantas cosas sabe.
Frodo miró a Sam.
—Sí, señor —dijo Sam—. Yo empleé esa palabra, al despertar sobresaltado y todo lo demás. Y al encontrármelo aquí, al lado. Ya le dije que lo lamentaba, pero creo que pronto voy a dejar de lamentarlo.
—Bueno, bueno, a olvidar —dijo Frodo—. Pero me parece, Sméagol, que hemos llegado al final, tú y yo. Dime, ¿podremos encontrar solos el resto del camino? Tenemos el paso a la vista, una vía de acceso, y si podemos encontrarlo, creo que nuestro pacto ha tocado a su fin. Cumpliste con lo que habías prometido, y ahora eres libre: libre de ir a procurarte alimento y reposo, libre de ir a donde más te plazca, excepto en busca de los servidores del Enemigo. Y algún día tal vez podré recompensarte, yo o quienes me recuerden.
—¡No, no, todavía no! —gimió Gollum—. ¡Oh no! No podrán encontrar solos el camino, ¿verdad que no? Oh, seguro que no. Ahora viene el túnel. Sméagol tiene que seguir. Nada de descansar. Nada de comer. ¡Todavía no!
9
EL ANTRO DE ELLA-LARAÑA
Acaso fuera en verdad de día, como lo aseguraba Gollum, pero los hobbits no notaron mayor diferencia, salvo quizá el cielo de una negrura menos impenetrable, semejante a una inmensa bóveda de humo; y en lugar de las tinieblas de la noche profunda, que se demoraba aún en las grietas y en los agujeros, una sombra gris y confusa envolvía como en un sudario el mundo de piedra de alrededor. Prosiguieron la marcha, Gollum al frente y los hobbits uno al lado del otro, cuesta arriba entre los pilares y columnas de roca lacerada y desgastada por la intemperie que flanqueaban la larga hondonada como enormes estatuas informes. No se oía ningún ruido. Un poco más lejos, a una milla o algo así de distancia, había una muralla gris, el último e imponente macizo de roca montañosa. Más alto y sombrío a medida que se acercaban, al fin se alzó sobre ellos impidiéndoles ver todo cuanto se extendía más allá. Sam husmeó el aire.
—¡Puaj! ¡Ese olor! —dijo—. Es insoportable.
Pronto estuvieron bajo la sombra, y vieron allí la boca de una caverna.
—Éste es el camino —dijo Gollum en voz baja—. Por aquí se entra en el túnel. —No dijo el nombre: Torech Ungol, el Antro de Ella-Laraña. Un hedor repugnante salía del agujero, no el nauseabundo olor a podredumbre de los prados de Morgul, sino un tufo fétido y penetrante, como si allí, en la oscuridad, hubiesen acumulado montones de inmundicias.
—¿Éste es el único camino? —preguntó Frodo.
—Sí, sí —fue la respuesta—. Sí, ahora tenemos que tomar este camino.
—¿Quieres decir que ya estuviste en este agujero? —preguntó Sam—. ¡Puaj! Pero quizá a ti no te preocupan los malos olores.
Los ojos de Gollum relampaguearon.
—Él no sabe lo que a nosotros nos preocupa, ¿verdad, tesoro? No, no, no lo sabe. Pero Sméagol puede soportar muchas cosas. Sí. Ya ha pasado antes por aquí. Oh sí, ha ido hasta el otro lado. Es el único camino.
—Y qué es lo que produce el olor, me pregunto —dijo Sam—. Es como... Bueno, prefiero no decirlo. Una infecta cueva de orcos, apuesto, repleta de inmundicias de los últimos años.
—Bueno —dijo Frodo—, orcos o no, si es el único camino, tendremos que ir por él.
Tomaron aliento y entraron en la caverna. A los pocos pasos se encontraron en la tiniebla más absoluta e impenetrable. Desde que recorrieran los pasadizos sin luz de Moria, Frodo y Sam no habían visto oscuridad semejante: la de aquí les parecía, si era posible, más densa y más profunda. Allá en Moria, había ráfagas de aire, y ecos, y cierta impresión de espacio. Aquí, el aire pesaba, estancado, inmóvil, y los ruidos morían, sin ecos ni resonancias. Caminaban en un vapor negro que parecía engendrado por la oscuridad misma, y que cuando era inhalado producía una ceguera, no sólo visual sino también mental, borrando así de la memoria todo recuerdo de forma, de color y de luz. Siempre había sido de noche, siempre sería de noche, y todo era noche.
Durante un tiempo, sin embargo, no se les durmieron los sentidos; por el contrario, la sensibilidad de los pies y las manos había aumentado tanto al principio que era casi dolorosa. La textura de las paredes, para sorpresa de los hobbits, era lisa, y el suelo, salvo uno que otro escalón, recto y uniforme, ascendiendo siempre en la misma pendiente empinada. El túnel era alto y ancho, tan ancho que aunque los hobbits caminaban de frente y uno al lado del otro, rozando apenas las paredes laterales con los brazos extendidos, estaban separados, aislados en la oscuridad.
Gollum había entrado primero y parecía haberse adelantado sólo unos pasos. Mientras aún estaban en condiciones de atender a esas cosas, oían su respiración sibilante y jadeante justo delante de ellos. Pero al cabo de un rato se les embotaron los sentidos, fueron perdiendo el oído y el tacto, y continuaron avanzando a tientas, trepando, caminando, movidos sobre todo por la misma fuerza de voluntad que los había llevado a entrar, la voluntad de ir hasta el final y de llegar a la puerta alta que se abría del otro lado del túnel.
No habían ido aún muy lejos, quizá, pues habían perdido toda noción de tiempo y distancia, cuando Sam, que iba tanteando la pared, notó de pronto que de ese lado, a la derecha, había una abertura: sintió por un instante un ligero soplo de aire menos pesado, pero pronto lo dejaron atrás.
—Aquí hay más de un pasaje —murmuró con un esfuerzo; le parecía muy difícil respirar y emitir a la vez algún sonido—. ¡Jamás vi mejor sitio para orcos!
Después de aquel boquete, primero Sam a la derecha, y luego Frodo a la izquierda, encontraron tres o cuatro aberturas; pero en cuanto a la dirección del camino principal, que era siempre recto y empinado, no cabía ninguna duda. ¿Cuánto les quedaría aún por recorrer, cuánto tiempo más tendrían que soportarlo, o podrían soportarlo? A medida que subían el aire era cada vez más irrespirable; y ahora tenían a menudo la impresión de encontrar en las tinieblas una resistencia más tenaz que la del aire fétido. Y mientras se empeñaban en avanzar sentían cosas que les rozaban la cabeza o las manos, largos tentáculos o excrecencias colgantes, tal vez: no lo sabían. Y aquel hedor crecía sin cesar. Creció y creció hasta que tuvieron la impresión de que el único sentido que aún conservaban era el del olfato. Una hora, dos horas, tres horas: ¿cuántas habían pasado en aquel agujero sin luz? Horas... días, semanas más bien. Sam se apartó de la pared del túnel y se acercó a Frodo, y las manos de los hobbits se encontraron y se unieron, y de este modo, juntos, continuaron avanzando.
Por fin Frodo, que tanteaba la pared de la izquierda, sintió de pronto un vacío y estuvo a punto de caer de costado en el agujero. Allí la abertura en la roca era mucho más grande que todas las anteriores, y exhalaba un olor fétido tan nauseabundo y una impresión de malicia acechante tan intensa que Frodo vaciló. Y en ese preciso momento también Sam trastabilló y cayó de bruces.
Luchando al mismo tiempo contra la náusea y el miedo, Frodo apretó la mano de Sam.
—¡Arriba! —le dijo en un soplo ronco, sin voz—. Todo proviene de aquí, el olor y el peligro. ¡Escapemos! ¡Pronto!
Apelando a todo cuanto le quedaba de fuerza y de resolución, logró poner a Sam en pie, y obligó a sus propias piernas a moverse. Sam se tambaleaba. Un paso, dos pasos, tres pasos... seis pasos por fin. Acaso habían dejado atrás el horrendo agujero invisible, pero fuera o no así, de pronto se movieron con más facilidad, como si una voluntad hostil los hubiese soltado momentáneamente. Siempre tomados de la mano, prosiguieron el ascenso.
Pero casi en seguida encontraron una nueva dificultad. El túnel se bifurcaba, o parecía bifurcarse, y en la oscuridad no podían ver cuál era el camino más ancho, o el más recto. ¿Cuál tomar: el de la derecha o el de la izquierda? No había nada que pudiese orientarlos, pero una elección equivocada sería sin duda fatal.
—¿Qué dirección tomó Gollum? —jadeó Sam—. ¿Y por qué no nos esperó?
—¡Sméagol! —dijo Frodo, tratando de gritar—. ¡Sméagol! —Pero la voz le sonó como un graznido, y se extinguió ni bien le llegó a los labios. No hubo ninguna respuesta, ni un solo eco, ni una vibración del aire.
—Esta vez se ha marchado de veras creo —murmuró Sam—. Sospecho que éste es exactamente el lugar al que quería traernos. ¡Gollum! Si alguna vez vuelvo a ponerte las manos encima, te aseguro que te arrepentirás.
En seguida, tanteando y dando vueltas a ciegas en la oscuridad, descubrieron que la abertura de la izquierda estaba obstruida: o era un agujero ciego, o una gran piedra había caído en el pasadizo.
—Éste no puede ser el camino —susurró Frodo—. Para bien o para mal, tendremos que tomar el otro.
—¡Y pronto! —dijo Sam, jadeante—. Hay algo peor que Gollum muy cerca. Siento que nos están mirando.
Habían recorrido apenas unos pocos metros, cuando desde atrás les llegó un sonido, sobrecogedor y horrible en el silencio pesado: un gorgoteo, un ruido burbujeante, y un silbido largo y venenoso. Dieron media vuelta, pero nada era visible. Inmóviles, como petrificados, permanecieron allí, los ojos fijos y muy abiertos, en espera no sabían de que.
—¡Es una trampa! —dijo Sam, y apoyó la mano en la empuñadura de la espada; y al hacerlo, pensó en la oscuridad del túmulo de donde provenía. «¡Cuánto daría porque el viejo Tom estuviera ahora cerca de nosotros!», pensó. Y de pronto, mientras seguía allí de pie, envuelto en las tinieblas, el corazón rebosante de cólera y de negra desesperación, le pareció ver una luz: una luz que le iluminaba la mente, al principio casi enceguecedora, como un rayo de sol a los ojos de alguien que ha estado largo tiempo oculto en un foso sin ventanas. Y entonces la luz se transformó en color: verde, oro, plata, blanco. Muy distante, como en una imagen pequeña dibujada por dedos élficos, vio a la Dama Galadriel de pie en la hierba de Lórien, las manos cargadas de regalos. Y para ti, Portador del Anillo, le oyó decir con una voz remota pero clara, para ti he preparado esto.
El burbujeo sibilante se acercó y hubo un crujido como si una cosa grande y articulada se moviese con lenta determinación en la oscuridad. Un olor fétido la precedía.
—¡Amo! ¡Amo! —gritó Sam, y la vida y la vehemencia le volvieron a la voz—. ¡El regalo de la Dama! ¡El cristal de estrella! Una luz para usted en los sitios oscuros, dijo que sería. ¡El cristal de estrella!
—¿El cristal de estrella? —murmuró Frodo, como alguien que respondiera desde el fondo de un sueño, sin comprender—. ¡Ah, sí! ¿Cómo pude olvidarlo? ¡ Una luz cuando todas las otras luces se hayan extinguido!Y ahora en verdad sólo la luz puede ayudarnos.
Lenta fue la mano hasta el pecho, y con igual lentitud levantó la Redoma de Galadriel. Por un instante titiló, débil como una estrella que lucha al despertar en medio de las densas brumas de la tierra; luego, a medida que crecía, y la esperanza volvía al corazón de Frodo, empezó a arder, hasta transformarse en una llama plateada, un corazón diminuto de luz deslumbradora, como si Eärendil hubiese descendido en persona desde los altos senderos del crepúsculo llevando en la frente el último Silmaril. La oscuridad retrocedió y la Redoma pareció brillar en el centro de un globo de cristal etéreo, y la mano que lo sostenía centelleó con un fuego blanco.
Frodo contempló maravillado aquel don portentoso que durante tanto tiempo había llevado consigo, de un valor y un poder que no había sospechado. Rara vez lo había recordado en el camino, hasta que llegaron al Valle de Morgul, y nunca lo había utilizado porque temía aquella luz reveladora.
– Aiya Eärendil Elenion Ancalima!—exclamó sin saber lo que decía; porque fue como si otra voz hablase a través de la suya, clara, invulnerable al aire viciado del foso.
Pero hay otras fuerzas en la Tierra Media, potestades de la noche, que son antiguas y poderosas. Y Ella-Laraña, la que caminaba en las tinieblas, había oído en boca de los Elfos la misma exhortación en los días de un tiempo sin memoria, y ni entonces la había arredrado, ni la arredraba ahora. Y mientras Frodo aún hablaba, sintió que una maldad inmensa lo envolvía, y que unos ojos de mirada mortal lo escudriñaban. A corta distancia de allí, entre ellos y la abertura donde habían trastabillado, dos ojos se iban haciendo visibles, dos grandes racimos de ojos multifacéticos: el peligro inminente por fin desenmascarado. El resplandor del cristal de estrella se quebró y se refractó en un millar de facetas, pero detrás del centelleo un fuego pálido y mortal empezó a arder cada vez más poderoso, una llama encendida en algún pozo profundo de pensamientos malévolos. Monstruosos y abominables eran aquellos ojos, bestiales y a la vez resueltos y animados por una horrible delectación, clavados en la presa, ya acorralada.
Frodo y Sam, aterrorizados, como fascinados por la horrible e implacable mirada de aquellos ojos siniestros, empezaron a retroceder con lentitud; pero mientras ellos retrocedían los ojos avanzaban. La mano de Frodo tembló, y la Redoma descendió lentamente. Luego, de pronto, liberados del sortilegio que los retenía, dominados por un pánico inútil para diversión de los ojos, se volvieron y huyeron juntos; pero mientras corrían Frodo miró por encima del hombro y vio con terror que los ojos venían saltando detrás de ellos. El hedor de la muerte lo envolvió como una nube.
—¡Párate! ¡Párate! —gritó con voz desesperada—. Es inútil correr.
Los ojos se acercaban lentamente.
—¡Galadriel! —llamó y apelando a todas sus fuerzas levantó la Redoma una vez más. Los ojos se detuvieron. Por un instante la mirada cedió, como si la turbara la sombra de una duda. Y entonces a Frodo se le inflamó el corazón dentro del pecho, y sin pensar en lo que hacía, fuera locura, desesperación o coraje, tomó la Redoma en la mano izquierda, y con la derecha desenvainó la espada. Dardo relampagueó, y la afilada hoja élfica centelleó a la luz plateada, y una llama azul tembló en el filo. Entonces, la estrella en alto y esgrimiendo la espada reluciente, Frodo, hobbit de la Comarca, se encaminó con firmeza al encuentro de los ojos.
Los ojos vacilaron. La incertidumbre crecía en ellos a medida que la luz se acercaba. Uno a uno se oscurecieron, retrocediendo lentamente. Nunca hasta entonces los había herido una luz tan mortal. Del sol, la luna y las estrellas estaban al abrigo allá en el antro subterráneo, pero ahora una estrella había descendido hasta las entrañas mismas de la tierra. Y seguía acercándose, y los ojos empezaron a retraerse, acobardados. Uno por uno se fueron extinguiendo; y se alejaron, y un gran bulto, más allá de la luz, interpuso una sombra inmensa. Los ojos desaparecieron.
—¡Señor, Señor! —gritó Sam. Estaba detrás de Frodo, también él espada en mano—. ¡Estrellas y gloria! ¡Estoy seguro de que los Elfos compondrían una canción, si algún día oyeran esta hazaña! Ojalá viva yo el tiempo suficiente para contarla y oírlos cantar. Pero no siga adelante, señor. ¡No baje a ese antro! No tendremos otra oportunidad. ¡Salgamos en seguida de este agujero infecto!
Y así volvieron sobre sus pasos, al principio caminando y luego corriendo, pues a medida que avanzaban el suelo del túnel se elevaba en una cuesta cada vez más empinada y cada paso los alejaba del hedor y del antro invisible, y las fuerzas les volvían al corazón y los miembros. Pero el odio de la Vigía los perseguía aún, cegada acaso momentáneamente, pero invicta y ávida de muerte. En aquel momento una ráfaga de aire, fresco y ligero, les salió al encuentro. La boca, el extremo del túnel, estaba por fin ante ellos. Jadeando, deseando salir al fin al aire libre, se precipitaron y cayeron hacia atrás. La salida estaba bloqueada por una barrera, pero no de piedra: blanda y más bien elástica, al parecer, y al mismo tiempo resistente e impenetrable; a través de ella se filtraba el aire, pero ningún rayo de luz. Una vez más se abalanzaron y fueron rechazados.
Levantando la Redoma, Frodo miró y vio delante un color gris que la luminosidad del cristal de estrella no penetraba ni iluminaba, como una sombra que no fuera proyectada por ninguna luz, y que ninguna luz pudiera disipar. A lo ancho y a lo alto del túnel había una vasta tela tejida, como la tela de una araña enorme, pero de trama mucho más cerrada y mucho más grande, y cada hebra de esta tela era gruesa como una cuerda.
Sam soltó una risa sarcástica.
—¡Telarañas! —dijo—. ¿Nada más? ¡Telarañas! ¡Pero qué araña! ¡Adelante, abajo con ellas!
Las atacó furiosamente a golpes de espada, pero el hilo que golpeaba no se rompía. Cedía un poco, y luego, como la cuerda tensa de un arco, rebotaba desviando la hoja y lanzando hacia arriba la espada y el brazo. Tres veces golpeó Sam la telaraña con todas sus fuerzas, y a la tercera una sola de las innumerables cuerdas chasqueó y se enroscó, retorciéndose y azotando el aire. Uno de los extremos alcanzó a Sam, que se echó atrás con un grito, llevándose la mano a la boca.
—A este paso tardaremos días y días en despejar el camino —dijo—. ¿Qué hacer? ¿Han vuelto los ojos?
—No, no se los ve —dijo Frodo—. Pero tengo aún la impresión de que me están mirando, o pensando en mí: maquinando algún otro plan, tal vez. Si esta luz menguase, o fallara, no tardarían en reaparecer.
—¡Atrapados justo al final! —dijo Sam con amargura. Y otra vez, por encima del cansancio y la desesperación, lo dominó la cólera—. ¡Moscardones atrapados en una telaraña! ¡Que la maldición de Faramir caiga sobre Gollum, y cuanto antes!
—Nada ganaríamos con eso ahora —dijo Frodo—. ¡Bien! Veamos qué puede hacer Dardo. Es una hoja élfica. También en las hondonadas oscuras de Beleriand donde fue forjada había telarañas horripilantes. Pero tú tendrás que estar alerta y mantener los ojos a raya. Ven, toma el cristal de estrella. No tengas miedo. ¡Levántalo y vigila!
Frodo se aproximó entonces a la gran red gris, y lanzándole una violenta estocada, corrió rápidamente a filo a través de un apretado nudo de cuerdas, mientras saltaba de prisa hacia atrás. La hoja de reflejos azules cortó como una hoz que segara unas hierbas, y las cuerdas saltaron, se enroscaron, y colgaron flojamente, en el aire. Ahora había una gran rajadura en la telaraña.
Golpe tras golpe, toda la telaraña al alcance del brazo de Frodo quedó al fin despedazada, y el borde superior flotó y onduló como un velo a merced del viento. La trampa estaba abierta.
—¡Vamos, ya! —gritó Frodo—. ¡Adelante! ¡Adelante! —Una alegría frenética por haber podido escapar de las fauces mismas de la desesperación se apoderó de pronto de él. La cabeza le daba vueltas como si hubiera tomado un vino fuerte. Saltó afuera, con un grito.
Luego de haber pasado por el antro de la noche, aquella tierra en sombras le pareció luminosa. Las grandes humaredas se habían elevado, y eran menos espesas, y las últimas horas de un día sombrío estaban pasando; el rojo incandescente de Mordor se había apagado en una lobreguez melancólica. Pero Frodo tenía la impresión de estar contemplando el amanecer de una esperanza repentina. Había llegado casi a la cresta del murallón. Faltaba poco ahora. El Desfiladero, Cirith Ungol, ya se abría delante de él, una hendidura sombría en la cresta negra, flanqueada a ambos lados por los cuernos de la roca, cada vez más oscuros contra el cielo. Una carrera corta, una carrera rápida, y ya estaría del otro lado.
—¡El paso, Sam! —gritó, sin preocuparse por la estridencia de su voz, que libre de la atmósfera sofocante del túnel resonaba ahora vibrante y fogosa—. ¡El paso! Corre, corre, y llegaremos al otro lado... ¡antes que nadie pueda detenernos!
Sam corrió detrás de él, tan rápido como se lo permitían las piernas; no obstante la alegría de encontrarse en libertad, se sentía inquieto mientras corría, y miraba atrás, a la sombría arcada del túnel, temiendo ver aparecer allí los ojos, o alguna forma monstruosa e inimaginable que se acercara a los saltos. Él y su amo poco conocían de las astucias y ardides de Ella-Laraña. Muy numerosas eran las salidas de esta madriguera.
Allí tenía su morada, desde tiempos inmemoriales, una criatura maligna de cuerpo de araña, la misma que en días de antaño había habitado en el País de los Elfos, en el Oeste que está ahora sumergido bajo el Mar, la misma que Beren combatiera en las Montañas del Terror en Doriath, y que en ese entonces, en un remoto plenilunio, había venido a Lúthien sobre la hierba verde y entre las cicutas. De qué modo había llegado hasta allí Ella-Laraña, huyendo de la ruina, no lo cuenta ninguna historia, pues son pocos los relatos de los Años Oscuros que han llegado hasta nosotros. Pero allí seguía, ella que había estado allí antes que Sauron, e incluso antes que la primera piedra de Barad-dûr, y que a nadie servía sino a sí misma, bebiendo la sangre de los Elfos y de los Hombres, entumecida y obesa, rumiando siempre algún festín; tejiendo telas de sombra; pues todas las cosas vivas eran alimento para ella, y ella vomitaba oscuridad. Los retoños, bastardos de compañeros miserables de su propia progenie, que ella destinaba a morir, se esparcían por doquier de valle en valle, desde Ephel Dúath hasta las colinas del Este, y hasta el Dol Guldur y las fortalezas del Bosque Negro. Pero ninguno podía rivalizar con Ella-Laraña la Grande, última hija de Ungoliant para tormento del desdichado mundo.
Años atrás la había visto Gollum, el Sméagol que fisgoneaba en todos los agujeros oscuros, y en otros tiempos se había prosternado ante ella y la había venerado; y las tinieblas de la voluntad maléfica de Ella-Laraña habían penetrado en la fatiga de Gollum, alejándolo de toda luz y todo remordimiento. Y Gollum le había prometido traerle comida. Pero los apetitos de Ella-Laraña no eran semejantes a los de Gollum. Poco sabía ella de torres, o de anillos o de cualquier otra cosa creada por la mente o la mano, y poco le preocupaban a ella, que sólo deseaba la muerte de todos, corporal y mental, y para sí misma una hartura de vida, sola, hinchada hasta que las montañas ya no pudieran sostenerla y la oscuridad ya no pudiera contenerla.
Pero ese deseo tardaba en cumplirse, y ahora, encerrada en el antro oscuro, hacía mucho tiempo que estaba hambrienta, y mientras tanto el poder de Sauron se acrecentaba y la luz y los seres vivientes abandonaban las fronteras del reino; y la ciudad del valle había muerto y ningún Elfo ni Hombre se acercaba jamás, sólo los infelices orcos. Alimento pobre, y cauto por añadidura. Pero ella necesitaba comer, y por más que se empeñasen en cavar nuevos y sinuosos pasadizos desde la garganta y desde la torre, ella siempre encontraba alguna forma de atraparlos. Esta vez, sin embargo, le apetecía una carne más delicada. Y Gollum se la había traído.