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Las dos torres
  • Текст добавлен: 20 сентября 2016, 14:40

Текст книги "Las dos torres"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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Así cantó Gandalf con voz dulce; luego, súbitamente, cambió. Despojándose del andrajoso manto, se irguió, y sin apoyarse más en la vara, habló con voz clara y fría.

—Los sabios sólo hablan de lo que saben, Gríma hijo de Gálmód. Te has convertido en una serpiente sin inteligencia. Calla, pues, y guarda tu lengua bífida detrás de los dientes. No me he salvado de los horrores del fuego y de la muerte para cambiar frases retorcidas con un sirviente hasta que el rayo nos fulmine.

Levantó la vara. Un trueno rugió a lo lejos. El sol desapareció de las ventanas del este; la sala se ensombreció de pronto como si fuera noche. El fuego se debilitó, hasta convertirse en unos rescoldos oscuros. Sólo Gandalf era visible, de pie, alto y blanco ante el hogar ennegrecido.

Oyeron en la oscuridad la voz sibilante de Lengua de Serpiente.

—¿No os aconsejé, Señor, que no le dejarais entrar con la vara? ¡El imbécil de Háma nos ha traicionado!

Hubo un relámpago, como si un rayo hubiera partido en dos el techo. Luego, todo quedó en silencio. Lengua de Serpiente cayó al suelo de bruces.


—¿Me escucharéis ahora, Théoden hijo de Thengel? —dijo Gandalf—. ¿Pedís ayuda? —Levantó la vara y la apuntó hacia una ventana alta. Allí la oscuridad pareció aclararse, y pudo verse por la abertura, alto y lejano, un brillante pedazo de cielo—. No todo es oscuridad. Tened valor, Señor de la Marca, pues mejor ayuda no encontraréis. No tengo ningún consejo para darle a aquel que desespera. Podría, sin embargo, aconsejaros a vos, y hablaros con palabras. ¿Queréis escucharlas? No son para ser escuchadas por todos los oídos. Os invito, pues, a salir a vuestras puertas y a mirar a lo lejos. Demasiado tiempo habéis permanecido entre las sombras prestando oídos a historias aviesas e instigaciones tortuosas.

Lentamente Théoden se levantó del trono. Una luz tenue volvió a iluminar la sala. La mujer corrió, presurosa, al lado del rey y lo tomó del brazo; con paso vacilante, el anciano bajó del estrado y cruzó despaciosamente el recinto. Lengua de Serpiente seguía tendido de cara al suelo. Llegaron a las puertas, y Gandalf golpeó.

—¡Abrid! —gritó—. ¡Aquí viene el Señor de la Marca!

Las puertas se abrieron de par en par y un aire refrescante entró silbando en la sala. El viento soplaba sobre la colina.

—Enviad a vuestros guardias al pie de la escalera —dijo Gandalf—. Y vos, señora, dejadlo un momento a solas conmigo. Yo lo cuidaré.

—¡Ve, Éowyn, hija de hermana! —dijo el viejo rey. El tiempo del miedo ha pasado.

La mujer dio media vuelta y entró lentamente en la casa. En el momento en que franqueaba las puertas, volvió la cabeza y miró hacia atrás. Graves y pensativos, los ojos de Éowyn se posaron en el rey con serena piedad. Tenía el rostro muy hermoso, y largos cabellos que parecían un río dorado. Alta y esbelta era ella en la túnica blanca ceñida de plata; pero fuerte y vigorosa a la vez, templada como el acero, verdadera hija de reyes. Así fue como Aragorn vio por primera vez a la luz del día a Éowyn, Dama de Rohan, y la encontró hermosa, hermosa y fría, como una clara mañana de primavera que todavía no ha alcanzado la plenitud de la vida. Y Éowyn de pronto lo miró: noble heredero de reyes, con la sabiduría de muchos inviernos, envuelto en la andrajosa capa gris que ocultaba un poder que ella no podía dejar de sentir. Permaneció inmóvil un instante, como una estatua de piedra; luego, volviéndose rápidamente, entró en el castillo.

—Y ahora, Señor —dijo Gandalf—, ¡contemplad vuestras tierras! ¡Respirad una vez más el aire libre!

Desde el pórtico, que se alzaba en la elevada terraza, podían ver, más allá del río, las campiñas verdes de Rohan que se perdían en la lejanía gris. Cortinas de lluvia caían oblicuamente a merced del viento, y el cielo allá arriba, en el oeste, seguía encapotado; a lo lejos retumbaba el trueno y los relámpagos parpadeaban entre las cimas de las colinas invisibles. Pero ya el viento había virado al norte y la tormenta que venía del este se alejaba rumbo al sur, hacia el mar. De improviso las nubes se abrieron detrás de ellos, y por una grieta asomó un rayo de sol. La cortina de lluvia brilló con reflejos de plata y a lo lejos el río destelló como un espejo.

—No hay tanta oscuridad aquí —dijo Théoden.

—No —respondió Gandalf—. Ni los años pesan tanto sobre vuestras espaldas como algunos quisieran que creyerais. ¡Tirad el bastón!

La vara negra cayó de las manos del rey, restallando sobre las piedras. El anciano se enderezó lentamente, como un hombre a quien se le ha endurecido el cuerpo por haber pasado muchos años encorvado cumpliendo alguna tarea pesada. Se irguió, alto y enhiesto, contemplando con ojos ahora azules el cielo que empezaba a despejarse.

—Sombríos fueron mis sueños en los últimos tiempos —dijo—, pero siento como si acabara de despertar. Ahora quisiera que hubieras venido antes, Gandalf, pues temo que sea demasiado tarde y sólo veas los últimos días de mi casa. El alto castillo que construyera Brego hijo de Eorl no se mantendrá en pie mucho tiempo. El fuego habrá de devorarlo. ¿Qué podemos hacer?

—Mucho —dijo Gandalf—. Pero primero traed a Éomer. ¿Me equivoco al pensar que lo tenéis prisionero por consejo de Gríma, aquél a quien todos excepto vos llaman Lengua de Serpiente?

—Es verdad —dijo Théoden—. Éomer se rebeló contra mis órdenes y amenazó de muerte a Gríma en mi propio castillo.

—Un hombre puede amaros y no por ello amar a Lengua de Serpiente y aprobar sus consejos —dijo Gandalf.

—Es posible. Haré lo que me pides. Haz venir a Háma. Ya que como ujier no se ha mostrado digno de mi confianza, que sea mensajero. El culpable traerá al culpable para que sea juzgado —dijo Théoden, y el tono era grave, pero al mirar a Gandalf le sonrió y muchas de las arrugas de preocupación que tenía en la cara se le borraron y no reaparecieron.


Después de que Háma hubiera partido, Gandalf llevó a Théoden hasta un sitial de piedra, y él mismo se sentó en el escalón más alto. Aragorn y sus compañeros permanecieron de pie en las cercanías.

—No hay tiempo ahora para que os cuente todo cuanto tendríais que oír —dijo Gandalf—. No obstante, si el corazón no me engaña, no tardará en llegar el día en que pueda hablaros con más largueza. Tened presente mis palabras: estáis expuesto a un peligro mucho peor que todo cuanto la imaginación de Lengua de Serpiente haya podido tejer en vuestros sueños. Pero ya lo veis: ahora no soñáis, ahora vivís. Gondor y Rohan no están solos. El enemigo es demasiado poderoso, pero confiamos en algo que él ni siquiera sospecha.

Gandalf habló entonces rápida y secretamente, en voz baja, y nadie excepto el rey pudo oír lo que decía. Pero a medida que hablaba una luz cada vez más brillante iluminaba los ojos de Théoden; al fin el Rey se levantó, erguido en toda su estatura, y Gandalf a su lado, y ambos contemplaron el Este desde el alto sitial.

—En verdad —dijo Gandalf con voz alta, clara y sonora—, ahí, en lo que más tememos, reside nuestra mayor esperanza. El destino pende todavía de un hilo, pero hay todavía esperanzas, si resistimos un tiempo más.

También los otros volvieron entonces la mirada al Este. A través de leguas y leguas contemplaron allá en la lejanía el horizonte, y el temor y la esperanza llevaron los pensamientos de todos todavía más lejos, más allá de las montañas negras del País de la Sombra. ¿Dónde estaba ahora el Portador del Anillo? ¡Qué frágil era el hilo del que pendía aún el destino! Legolas miró con atención y creyó ver un resplandor blanco: allá, en lontananza, el sol centelleaba sobre el pináculo de la Torre de la Guardia. Y más lejos aún, remota y sin embargo real y amenazante, flameaba una diminuta lengua de fuego.

Lentamente Théoden volvió a sentarse, como si la fatiga estuviera una vez más dominándolo, contra la voluntad de Gandalf. Volvió la cabeza y contempló la mole imponente del castillo.

—¡Ay! —suspiró—. Que estos días aciagos sean para mí y que me lleguen ahora, en los años de mi vejez, en lugar de la paz que creía merecer. ¡Triste destino el de Boromir el intrépido! Los jóvenes mueren mientras los viejos se agostan lentamente. —Se abrazó las rodillas con las manos rugosas.

—Vuestros dedos recordarían mejor su antigua fuerza si empuñaran una espada —dijo Gandalf.

Théoden se levantó y se llevó la mano al costado, pero ninguna espada le colgaba del cinto.

—¿Dónde la habrá escondido Gríma? —murmuró a media voz.

—¡Tomad ésta, amado Señor! —dijo una voz clara—. Siempre ha estado a vuestro servicio.

Dos hombres habían subido en silencio por la escalera y ahora esperaban de pie, a unos pocos peldaños de la cima. Allí estaba Éomer, con la cabeza cubierta, sin cota de malla, pero con una espada desnuda en la mano; arrodillándose, le ofreció la empuñadura a su Señor.

—¿Qué significa esto? —dijo Théoden severamente. Y se volvió a Éomer, y los hombres miraron asombrados la figura ahora erguida y orgullosa. ¿Dónde estaba el anciano que dejaran abatido en el trono o apoyado en un bastón?

—Es obra mía, Señor —dijo Háma, temblando—. Entendí que Éomer tenía que ser puesto en libertad. Fue tal la alegría que sintió mi corazón, que quizá me haya equivocado. Pero como estaba otra vez libre, y es Mariscal de la Marca, le he traído la espada como él me ordenó.

—Para depositarla a vuestros pies, mi Señor —dijo Éomer.

Hubo un silencio y Théoden se quedó mirando a Éomer, siempre hincado ante él. Ninguno de los dos hizo un solo movimiento.

—¿No aceptaréis la espada? —preguntó Gandalf.

Lentamente Théoden extendió la mano. En el instante en que los dedos se cerraban sobre la empuñadura, les pareció a todos que el débil brazo del anciano recobraba la fuerza y la firmeza. Levantó bruscamente la espada y la agitó en el aire y la hoja silbó resplandeciendo. Luego Théoden lanzó un grito. La voz resonó, clara y vibrante, entonando en la lengua de Rohan la llamada a las armas:


¡De pie ahora, de pie, Caballeros de Théoden!

Desgracias horrendas nos acechan, hay sombras en el Este.

¡Preparad los caballos, que resuenen los cuernos!

¡Adelante, Eorlingas!


Los guardias, creyendo que se los convocaba, subieron en tropel las escaleras. Miraron con asombro a su Señor, y luego, como un solo hombre, depositaron a sus pies las espadas.

—¡Ordenad! —dijeron.

Westu Théoden hál!—gritó Éomer—. Es una alegría para nosotros volver a veros como antes. ¡Ya nadie podrá decir, Gandalf, que sólo vienes aquí a traer dolor!

—¡Toma de vuelta tu espada, Éomer, hijo de hermana! —dijo el rey—. ¡Ve, Háma, y tráeme mi propia espada! Gríma la ha guardado para mí. Tráeme también a Gríma. Y ahora, Gandalf, dijiste antes que me darías consejo, si yo quería escucharlo. ¿Cuál es entonces tu consejo?

—Lo que iba a aconsejarte ya está hecho —le respondió Gandalf—. Que confiarais en Éomer antes que en un hombre de mente tortuosa. Que dejarais de lado temores y remordimientos. Que hicierais lo que está a vuestro alcance. Todo hombre que pueda cabalgar tendrá que ser enviado al Oeste inmediatamente, tal como Éomer os ha aconsejado. Ante todo hemos de destruir la amenaza de Saruman, mientras estemos a tiempo. Si fracasamos, caeremos todos. Si triunfamos, emprenderemos la próxima tarea. Entretanto, la gente de vuestro pueblo, la que quede aquí, las mujeres, los niños, los ancianos, tendrán que huir a los refugios de las montañas. ¿No se han preparado acaso para un día funesto como el de hoy? Que lleven provisiones, pero que no se demoren, y que no se carguen de tesoros, grandes o pequeños. Es la vida de todos lo que está en peligro.

—Este consejo me parece bueno ahora —dijo Théoden—. ¡Que todos mis súbditos se preparen! Pero vosotros, mis huéspedes... tenías razón, Gandalf, al decir que la hospitalidad de mi castillo había menguado. Habéis cabalgado la noche entera y ya se termina la mañana. No habéis tenido reposo ni alimento. Prepararemos una casa para los huéspedes: allí dormiréis después de haber comido.

—Imposible, Señor —dijo Aragorn—. No ha llegado aún la hora del reposo para los fatigados. Los hombres de Rohan tendrán que partir hoy, y nosotros cabalgaremos con ellos, hacha, espada y arco. No hemos traído nuestras armas para dejarlas apoyadas contra vuestros muros, Señor de la Marca. Y le he prometido a Éomer que mi espada y la suya combatirán juntas.

—¡Ahora en verdad hay esperanzas de victoria! —dijo Éomer.

—Esperanzas, sí —dijo Gandalf—. Pero Isengard es poderoso. Y nos acechan otros peligros más inminentes. No os retraséis, Théoden, cuando hayamos partido. ¡Llevad prontamente a vuestro pueblo al Baluarte de El Sagrario en las colinas!

—Eso sí que no, Gandalf —le dijo el rey—. No sabes hasta qué punto me has devuelto la salud. No haré eso. Yo mismo iré a la guerra, para caer en el frente de combate, si tal es mi destino. Así podré dormir mejor.

—Entonces, hasta la derrota de Rohan se cantará con gloria —dijo Aragorn.

Los hombres armados que estaban cerca entrechocaron las espadas y gritaron:

—¡El Señor de la Marca parte para la guerra! ¡Adelante, Eorlingas!

—Pero vuestra gente no ha de quedar sin armas y sin pastor —dijo Gandalf—. ¿Quién los guiará y los gobernará en vuestro reemplazo?

—Lo pensaré antes de partir —respondió Théoden—. Aquí viene mi consejero.


En aquel momento Háma volvía de la sala del castillo. Tras él, encogido entre otros dos hombres, venía Gríma, Lengua de Serpiente. Estaba muy pálido y parpadeó a la luz del sol. Háma se arrodilló y presentó a Théoden una espada larga en una vaina con cierre de oro y recamada de gemas verdes.

—Hela aquí, Señor, Herugrim, vuestra antigua espada —dijo—. La encontramos en el cofre de Gríma. Por nada del mundo quería entregarnos las llaves. Hay allí muchas otras cosas que se creían perdidas.

—Mientes —dijo Lengua de Serpiente—. Y esta espada, tu propio amo me pidió que la guardara.

—Y ahora te la reclamo —dijo Théoden—. ¿Eso te disgusta?

—Por cierto que no, Señor —dijo Lengua de Serpiente—. Me preocupo por vos y por los vuestros tanto como puedo. Pero no os fatiguéis, ni confiéis demasiado en vuestras fuerzas. Dejad que otros se ocupen de estos huéspedes importunos. Vuestra mesa será servida de un momento a otro. ¿No iréis a comer?

—Sí —dijo Théoden—. Y que junto a mí se ponga comida para mis huéspedes. El ejército partirá hoy. ¡Enviad los heraldos! Que convoquen a todos. Que los hombres y los jóvenes fuertes y aptos para las armas, y todos quienes tengan caballos estén aquí montados a las puertas del castillo a la hora segunda pasado el mediodía.

—¡Venerado Señor! —gritó Lengua de Serpiente—. Tal como me lo temía, este mago os ha hechizado. ¿No quedará nadie para defender el Castillo de Oro de vuestros padres y todos los tesoros? ¿Nadie protegerá al Señor de la Marca?

—Si esto es hechicería —dijo Théoden—, me parece mucho más saludable que tus cuchicheos. Tus sanguijuelas pronto me hubieran obligado a caminar en cuatro patas como las bestias. No, nadie quedará, ni siquiera Gríma. Gríma partirá también. ¡Date prisa! ¡Aún tienes tiempo de limpiar la herrumbre de tu espada!

—¡Misericordia, Señor! —gimió Lengua de Serpiente, arrastrándose por el suelo—. Tened piedad de alguien que ha envejecido a vuestro servicio. ¡No me alejéis de vuestro lado! Yo al menos estaré con vos cuando todos los demás se hayan ido. ¡No os separéis de vuestro fiel Gríma!

—Cuentas con mi piedad —dijo Théoden—. Y no te alejo de mi lado. También yo parto a la guerra junto con mis hombres. Te invito a acompañarme y probarme tu lealtad.

Lengua de Serpiente miró una a una todas las caras, como una bestia acosada en medio de un círculo de enemigos y que busca una brecha por donde escapar. Se humedeció los labios con una lengua larga y pálida.

—De un Señor de la Casa de Eorl, por muy viejo que sea, no cabía esperar otra resolución —dijo—. Pero quienes lo aman de verdad tendrían que ayudarlo ahorrándole disgustos en estos últimos años. Veo, sin embargo, que he llegado demasiado tarde. Otros, que acaso llorarían menos la muerte de mi Señor, ya lo han persuadido. Si lo que está hecho no puede deshacerse, ¡escuchadme al menos en esto, Señor! Alguien que conozca vuestras ideas y honre vuestras órdenes tendrá que quedar en Edoras. Nombrad un senescal de confianza. Que vuestro consejero Gríma cuide de todo hasta vuestro regreso... y ojalá lo veamos, aunque ningún hombre sensato esperaría milagro semejante.

Éomer se rió.

—Y si este alegato no te exime de la guerra, nobilísimo Lengua de Serpiente —dijo—, ¿qué cargo menos honroso aceptarías? ¿Llevar una talega de harina a las montañas... si alguien se atreviera a confiártela?

—Jamás, Éomer, has comprendido tú los propósitos del Señor Lengua de Serpiente —dijo Gandalf, traspasando a Gríma con la mirada—. Es temerario y artero. En este mismo momento está jugando un juego peligroso y gana un lance. Ya me ha hecho perder horas de mi precioso tiempo. ¡Al suelo, víbora! —dijo de súbito con una voz terrible—. ¡Arrástrate sobre tu vientre! ¿Cuánto tiempo hace que te vendiste a Saruman? ¿Cuál fue el precio convenido? Cuando todos los hombres hayan muerto, ¿recogerás tu parte del tesoro y tomarás la mujer que codicias? Hace tiempo que la vigilas y la acechas de soslayo.

Éomer echó mano a la espada.

—Eso ya lo sabía —murmuró—. Por esa razón ya le habría dado muerte antes, olvidando la ley del castillo. Aunque hay también otras razones.

Dio un paso adelante, pero Gandalf lo detuvo.

—Éowyn está a salvo ahora —dijo—. Pero tú, Lengua de Serpiente, has hecho cuanto has podido por tu verdadero amo. Has ganado al menos una recompensa. Sin embargo, Saruman a veces no cumple lo que ha prometido. Te aconsejaría que fueses prontamente a refrescarle la memoria, para que no olvide tus fieles servicios.

—Mientes —dijo Lengua de Serpiente.

—Esta palabra te viene a la boca demasiado a menudo y con facilidad —dijo Gandalf—. Yo no miento. Mirad, Théoden, aquí tenéis una serpiente. No podéis, por vuestra seguridad, llevarla con vos, ni tampoco podéis dejarla aquí. Matarla sería hacer justicia. Sin embargo, no siempre fue como ahora. Alguna vez fue un hombre y os prestó servicios a su manera. Dadle un caballo y permitidle que parta inmediatamente, a donde quiera ir. Por lo que elija podréis juzgarlo.

—¿Oyes, Lengua de Serpiente? —dijo Théoden—. Ésta es tu elección: acompañarme a la guerra y demostrarnos en la batalla si en verdad eres leal; o irte ahora a donde quieras. Pero en ese caso, si alguna vez volvemos a encontrarnos, no tendré piedad de ti.

Lengua de Serpiente se levantó con lentitud. Miró a todos con ojos entornados, para escrutar por último el rostro de Théoden. Abrió la boca como si fuera a hablar, y entonces, de pronto, irguió el cuerpo, movedizas las manos, los ojos echando chispas. Tanta maldad se reflejaba en ellos que los hombres dieron un paso atrás. Mostró los dientes y con un ruido sibilante escupió a los pies del rey, y en seguida, saltando a un costado, se precipitó escaleras abajo.

—¡Seguidlo! —dijo Théoden—. Impedid que haga daño a nadie, mas no lo lastiméis ni lo retengáis. Dadle un caballo, si así lo desea.

—Y si hay alguno que quiera llevarlo —dijo Éomer.

Uno de los guardias bajó de prisa las escaleras. Otro fue hasta el manantial al pie de la terraza, recogió agua en el yelmo, y limpió con ella las piedras que Lengua de Serpiente había ensuciado.


—¡Y ahora, mis invitados, venid! —dijo Théoden—. Venid y reparad fuerzas mientras la prisa nos lo permita.

Entraron nuevamente en el castillo. Allá abajo en la villa ya se oían las voces de los heraldos y la llamada de los cuernos de guerra, pues el rey partiría tan pronto como los hombres de la aldea y los que habitaban en los aledaños estuviesen reunidos y armados a las puertas del castillo.

A la mesa del rey se sentaron Éomer y los cuatro invitados, y también estaba allí la Dama Éowyn, sirviendo al rey. Comieron y bebieron rápidamente. Todos escucharon en silencio mientras Théoden interrogaba a Gandalf sobre Saruman.

—¿Quién puede saber desde cuándo nos traiciona? —dijo Gandalf—. No siempre fue malvado. En un tiempo, no lo dudo, fue un amigo de Rohan; y aún más tarde, cuando empezó a enfriársele el corazón, pensaba que podíais serle útil. Pero hace tiempo ya que planeó vuestra ruina, bajo la máscara de la amistad, hasta que llegó el momento. Durante todos estos años la tarea de Lengua de Serpiente ha sido fácil, y todo cuanto hacíais era conocido inmediatamente en Isengard; porque el vuestro era un país abierto, y los extranjeros entraban en él y salían libremente. Y mientras tanto las murmuraciones de Lengua de Serpiente penetraban en vuestros oídos, os envenenaban la mente, os helaban el corazón, debilitaban vuestros miembros, y los otros observaban sin poder hacer nada, pues vuestra voluntad estaba sometida a él.

”Pero cuando escapé, y os puse en guardia, la máscara cayó para los que querían ver. Después de eso, Lengua de Serpiente jugó una partida peligrosa, procurando siempre reteneros, impidiendo que recobrarais vuestras fuerzas. Era astuto: embotaba la prudencia natural del hombre, o trabajaba con la amenaza del miedo, según le conviniera. ¿Recordáis con cuánta vehemencia os suplicó que no distrajerais un solo hombre en una empresa quimérica en el norte cuando el peligro inminente estaba en el oeste? Por consejo de él prohibisteis a Éomer que persiguiera a los orcos invasores. Si Éomer no hubiera desafiado las palabras de Lengua de Serpiente que hablaba por vuestra boca, esos orcos ya habrían llegado a Isengard, obteniendo una buena presa. No por cierto la que Saruman desea por encima de todo, pero sí al menos dos hombres de mi Compañía, con quienes comparto una secreta esperanza, de la cual, ni aun con vos, Señor, puedo todavía hablar abiertamente. ¿Alcanzáis a imaginar lo que podrían estar padeciendo o lo que Saruman podría saber ahora, para nuestra desdicha?

—Tengo una gran deuda con Éomer —dijo Théoden—. Un corazón leal puede tener una lengua insolente.

—Decid también que para ojos aviesos la verdad puede ocultarse detrás de una mueca —dijo Gandalf.

—En verdad, mis ojos estaban casi ciegos —dijo Théoden—. La mayor de mis deudas es para contigo, huésped mío. Una vez más, has llegado a tiempo. Quisiera hacerte un regalo antes de partir, a tu elección. Puedes escoger cualquiera de mis posesiones. Sólo me reservo la espada.

—Si he llegado a tiempo o no, queda por ver —dijo Gandalf—. En cuanto al regalo que me ofrecéis, Señor, escogeré uno que responde a mis necesidades: rápido y seguro. ¡Dadme a Sombragrís! Sólo en préstamo lo tuve antes, si préstamo es la palabra. Pero ahora tendré que exponerlo a grandes peligros, oponiendo la plata a las tinieblas: no quisiera arriesgar nada que no me pertenezca. Y ya hay un lazo de amistad entre nosotros.

—Escoges bien —dijo Théoden—; y ahora te lo doy de buen grado. Sin embargo, es un regalo muy valioso. No hay ningún caballo que se pueda comparar a Sombragrís. En él ha resurgido uno de los corceles más poderosos de tiempos muy remotos. Nunca más habrá otro semejante. Y a vosotros, mis otros invitados, os ofrezco lo que podáis encontrar en mi armería. No necesitáis espadas, pero hay allí yelmos y cotas de malla que son obra de hábiles artífices, regalos que los Señores de Gondor hicieran a mis antepasados. ¡Escoged lo que queráis antes de la partida, y ojalá os sirvan bien!


Los hombres trajeron entonces paramentos de guerra de los arcones del rey, y vistieron a Aragorn y Legolas con cotas de malla resplandecientes. También eligieron yelmos y escudos redondos, recamados de oro y con incrustaciones de piedras preciosas, verdes, rojas y blancas. Gandalf no aceptó una cota de malla; y Gimli no necesitaba cota, aun cuando encontraran alguna adecuada a su talla, pues no había en los arcones de Edoras un plaquín que pudiese compararse al jubón corto forjado en la Montaña del Norte. Pero escogió un capacete de hierro y cuero que le cubría perfectamente la cabeza redonda; también llevó un escudo pequeño con el emblema de la Casa de Eorl, un caballo al galope, blanco sobre fondo verde.

—¡Que te proteja bien! —le dijo Théoden—. Fue forjado para mí en los tiempos de Thengel, cuando era aún un niño.

Gimli hizo una reverencia. —Me enorgullezco, Señor de la Marca, de llevar vuestra divisa —dijo—. A decir verdad, quisiera ser yo quien llevara un caballo, y no que un caballo me lleve a mí. Prefiero mis piernas. Pero quizá haya un sitio donde pueda combatir de pie.

—Es probable que así sea —dijo Théoden.

El rey se levantó, y al instante se adelantó Éowyn trayendo el vino. – Ferthu Théoden hal!—dijo—. Recibid esta copa y bebed en esta hora feliz. ¡Que la salud os acompañe en la ida y el retorno!

Théoden bebió de la copa, y Éowyn la ofreció entonces a los invitados. Al llegar a Aragorn se detuvo y lo miró, y le brillaron los ojos. Y Aragorn contempló el bello rostro, y le sonrió; pero cuando tomó la copa, rozó la mano de la joven, y sintió que ella temblaba.

—¡Salve, Aragorn hijo de Arathorn! —dijo Éowyn.

—Salve, Dama de Rohan —respondió él; pero ahora tenía el semblante demudado y ya no sonreía.

Cuando todos hubieron bebido, el rey cruzó la sala en dirección a las puertas. Allí lo esperaban los guardias, y los heraldos, y todos los señores y jefes que quedaban en Edoras y en los alrededores.

—¡Escuchad! Ahora parto, y ésta será quizá mi última cabalgata —dijo Théoden—. No tengo hijos. Théodred, mi hijo, ha muerto a manos de nuestros enemigos. A ti, Éomer, hijo de mi hermana, te nombro mi heredero. Y si ninguno de nosotros vuelve de esta guerra, elegid, a vuestro albedrío, un nuevo señor. Pero he de dejar al cuidado de alguien este pueblo que ahora abandono, para que lo gobierne en mi reemplazo. ¿Quién de vosotros desea quedarse?

Nadie respondió.

—¿No hay nadie a quien vosotros quisierais nombrar? ¿En quién confía mi pueblo?

—En la casa de Eorl —respondió Háma.

—Pero de Éomer no puedo prescindir, ni él tampoco querría quedarse —dijo el rey; y Éomer es el último de esta Casa.

—No he nombrado a Éomer —dijo Háma—. Y no es el último. Está Éowyn, hija de Éomund, la hermana de Éomer. Es valiente y de corazón magnánimo. Todos la aman. Que ella sea el Señor de Eorlingas en nuestra ausencia.

—Así será —dijo Théoden—. ¡Que los heraldos anuncien que la Dama Éowyn gobernará al pueblo!

Y el rey se sentó entonces en un sitial frente a las puertas, y Éowyn se arrodilló ante él para recibir una espada y una hermosa cota de malla.

—¡Adiós, hija de mi hermana! —dijo—. Sombría es la hora; pero quizá un día volvamos al Castillo de Oro. Sin embargo, en El Sagrario el pueblo podrá resistir largo tiempo, y si la suerte no nos es propicia, allí irán a buscar refugio todos los que se salven.

—No habléis así —respondió ella—. Cada día que pase esperando vuestro regreso será como un año para mí. —Pero mientras hablaba los ojos de Éowyn se volvían a Aragorn, que estaba de pie allí cerca.

—El rey regresará —dijo Aragorn—. ¡Nada temas! No es en el Oeste sino en el Este donde nos espera nuestro destino.


El rey bajó entonces la escalera con Gandalf a su lado. Los otros lo siguieron. Aragorn volvió la cabeza en el momento en que se encaminaban hacia la puerta. Allá, en lo alto de la escalera, de pie, sola delante de las puertas, estaba Éowyn, las manos apoyadas en la empuñadura de la espada clavada ante ella en el suelo. Ataviada ya con la cota de malla, resplandecía como la plata a la luz del sol.

Con el hacha al hombro, Gimli caminaba junto a Legolas.

—¡Bueno, por fin partimos! —dijo—. Cuánto necesitan hablar los hombres antes de decidirse. El hacha se impacienta en mis manos. Aunque no pongo en duda que estos Rohirrim tengan la mano dura cuando llega la ocasión, no creo que sea ésta la clase de guerra que a mí me conviene. ¿Cómo llegaré a la batalla? Ojalá pudiera ir a pie y no rebotando como un saco contra el arzón de la silla de Gandalf.

—Un lugar más seguro que muchos otros, diría yo —dijo Legolas—. Aunque sin duda Gandalf te bajará de buena gana cuando comiencen los golpes, o el mismo Sombragrís. Un hacha no es arma de caballero.

—Y un Enano no es un caballero. Querría cortar cabezas de orcos, no rasurar cueros cabelludos humanos —dijo Gimli palmoteando el mango del hacha.

En la puerta, encontraron una gran hueste de hombres, viejos y jóvenes, ya montados. Eran más de mil. Las lanzas en alto, semejaban un bosque naciente. Un potente y jubiloso clamor saludó la aparición de Théoden. Algunos hombres sujetaban el caballo del rey, Crinblanca, ya listo para la partida, y otros cuidaban las cabalgaduras de Aragorn y Legolas. Gimli estaba malhumorado, con el ceño fruncido, pero Éomer se le acercó, llevando el caballo por la brida.

—¡Salve, Gimli hijo de Glóin! —exclamó—. No he tenido tiempo para aprender a expresarme en un lenguaje más delicado, bajo tu guía como me prometiste. ¿Pero no será mejor que olvidemos nuestra querella? Al menos no volveré a hablar mal de la Dama del Bosque.

—Olvidaré mi ira, por un tiempo, Éomer hijo de Éomund —dijo Gimli—, pero si un día llegas a ver a la Dama Galadriel con tus propios ojos, tendrás que reconocerla como la más hermosa de las damas, o acabará nuestra amistad.

—¡Que así sea! —exclamó Éomer—. Pero hasta ese momento, perdóname, y en prueba de tu perdón cabalga conmigo en mi silla, te lo ruego. Gandalf marchará a la cabeza con el Señor de la Marca; pero Pies de Fuego, mi caballo, nos llevará a los dos, si tú quieres.

—Te lo agradezco de veras —dijo Gimli muy complacido—. Con todo gusto montaré contigo si Legolas, mi camarada, cabalga a nuestro lado.

—Así será —dijo Éomer—. Legolas a mi izquierda y Aragorn a mi diestra, ¡y nadie se atreverá a ponerse delante de nosotros!

—¿Dónde está Sombragrís? —preguntó Gandalf.

—Corriendo desbocado por los prados —le respondieron—. No deja que ningún hombre se le acerque. Allá va, por el vado, como una sombra entre los sauces.

Gandalf silbó y llamó al caballo por su nombre, y el animal levantó la cabeza y relinchó; y en seguida, volviéndose, corrió como una flecha hacia la hueste.

—Si el Viento del Oeste tuviera un cuerpo visible, así de veloz soplaría —dijo Éomer, mientras el caballo corría hasta detenerse delante del mago.


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