Текст книги "Las dos torres"
Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien
Жанр:
Эпическая фантастика
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—¿Cuántos son? —se preguntó—. Treinta o cuarenta por lo menos los que vienen de la torre, y allá abajo hay muchos más, supongo. ¿Cuántos podré matar antes que caigan sobre mí? Verán la llama de la espada ni bien la desenvaine, y tarde o temprano me atraparán. Me pregunto si alguna canción mencionará alguna vez esta hazaña: De cómo Samsagaz cayó en el Paso Alto y levantó una muralla de cadáveres alrededor del cuerpo de su amo. No, no habrá canciones. Claro que no las habrá, porque el Anillo será descubierto, y acabarán para siempre las canciones. No lo puedo evitar. Mi lugar está al lado del señor Frodo. Es necesario que lo entiendan... Elrond y el Concilio, y los grandes Señores y las grandes Damas, tan sabios todos. Los planes que ellos trazaron han fracasado. No puedo ser yoel Portador del Anillo. No sin el señor Frodo.
Pero los orcos ya no estaban al alcance de la debilitada vista del hobbit. Sam no había tenido tiempo de pensar en sí mismo. De pronto se sintió cansado, casi exhausto: las piernas se negaban a responder. Avanzaba con increíble lentitud. El sendero le parecía interminable. ¿A dónde habrían ido los orcos en medio de semejante niebla?
¡Ah, ahí estaban otra vez! A bastante distancia todavía. Un grupo de figuras alrededor de algo que yacía en el suelo; unos pocos correteaban de aquí para allá, encorvados como perros que han husmeado una pista. Sam intentó un último esfuerzo.
—¡Coraje, Sam! —se dijo—, o llegarás otra vez demasiado tarde. —Aflojó la espada. Dentro de un momento la desenvainaría, y entonces...
Se oyó un clamor salvaje, gritos, risas cuando levantaron algo del suelo.
—¡Ya hoi! ¡Ya harri hoi! ¡Arriba! ¡Arriba!
Entonces una voz gritó: —¡De prisa ahora! ¡Por el camino más corto a la Puerta de Abajo! Parece que Ella ya no nos molestará esta noche. —La pandilla de sombras se puso en marcha. En el centro, cuatro de ellos cargaban un cuerpo sobre los hombros—. ¡Ya hoi!
Se habían marchado y se llevaban el cuerpo de Frodo. Sam nunca podría alcanzarlos. Sin embargo, no se dio por vencido. Los orcos ya estaban entrando en el túnel. Los que llevaban el cuerpo pasaron primero, los otros los siguieron, a codazos y empujones. Sam avanzó algunos pasos. Desenvainó la espada, un centelleo azul en la mano trémula, pero nadie lo vio. Avanzaba aún, sin aliento, cuando el último orco desapareció en el agujero oscuro.
Sam se detuvo un instante, jadeando, apretándose el pecho. Luego se pasó la manga por la cara, y se enjugó la suciedad, y el sudor, y las lágrimas. —¡Basura maldita! —exclamó, y saltó tras ellos hundiéndose en la sombra.
Esta vez el túnel no le pareció tan oscuro; tuvo más bien la impresión de haber pasado de una niebla más ligera a otra más densa. El cansancio aumentaba, pero se sentía cada vez más decidido. Le parecía vislumbrar, no lejos de allí, la luz de las antorchas, pero por más que se esforzaba no conseguía llegar hasta ellas. Los orcos se desplazaban veloces por los subterráneos, y este túnel lo conocían palmo a palmo: no obstante las persecuciones de Ella-Laraña estaban obligados a utilizarlo a menudo, pues era el camino más rápido entre las montañas y la Ciudad Muerta. En qué tiempos inmemoriales habían sido excavados el túnel principal y el gran foso redondo en que Ella-Laraña se había instalado siglos atrás, los orcos lo ignoraban, pero ellos mismos habían cavado a los lados muchos otros caminos a fin de evitar el antro de la bestia mientras iban y venían cumpliendo órdenes. Esa noche no tenían la intención de descender muy abajo, sólo querían encontrar cuanto antes un pasadizo lateral que los llevara de vuelta a su propia torre. Casi todos estaban contentos, felices con lo que habían visto y hallado, mientras corrían y parloteaban y gimoteaban a la manera de los orcos.
Sam oyó las voces ásperas y opacas en el aire muerto, y distinguió dos en particular, más fuertes y cercanas. Al parecer los cabecillas marchaban a la retaguardia, y discutían.
—¿No puedes ordenarle a tu chusma que no arme ese alboroto, Shagrat? —gruñó uno de ellos—. No tenemos interés en que nos caiga encima Ella-Laraña.
—¡Vamos, Gorbag! Tu gente es la que grita más —respondió el otro—. ¡Pero deja que los muchachos jueguen! Si no me equivoco, por algún tiempo no tendremos que preocuparnos de Ella-Laraña. Al parecer se ha sentado sobre un clavo, y no vamos a llorar por eso. ¿No viste el reguero de podredumbre a lo largo de la galería que lleva al antro? Ordenarles que se callen sería tener que repetirlo un centenar de veces. Déjalos pues que se rían. Por fin hemos tenido un golpe de suerte: hemos encontrado algo que le interesa a Lugbúrz.
—Le interesa a Lugbúrz, ¿eh? ¿Qué se te ocurre que puede ser? Parece un Elfo, pero de talla más pequeña. ¿Qué peligro puede haber en una cosa así?
—No lo sabremos hasta que le hayamos echado una ojeada.
—¡Oho! De modo que no te han dicho qué era, ¿eh? No nos dicen todo lo que saben, ¿verdad? Ni la mitad. Pero pueden equivocarse, sí, hasta los de Arriba pueden equivocarse.
—¡Calla, Gorbag! —La voz de Shagrat bajó de tono, y Sam, aunque ahora tenía un oído extrañamente fino, a duras penas alcanzaba a distinguir las palabras—. Pueden, sí, pero tienen ojos y oídos por todas partes; y algunos entre mi propia gente, sospecho. Pero es indudable que algo les preocupa. Por lo que me dices, los Nazgûl están inquietos; y también Lugbúrz. Al parecer, algo estuvo a punto de escabullirse.
—¡A punto, dices! —observó Gorbag.
—Está bien —dijo Shagrat—, pero dejemos esto para más tarde. Esperemos a estar en el camino subterráneo. Allí hay un lugar donde podremos conversar tranquilos, mientras los muchachos siguen adelante.
Poco después las antorchas desaparecieron de la vista de Sam. Oyó un fragor, y en el momento en que aceleraba el paso, un golpe seco. Sólo pudo imaginar que los orcos habían dado vuelta al recodo, entrando en el túnel que Frodo encontrara obstruido. Seguía obstruido.
Una gran piedra parecía interceptarle el paso, y sin embargo los orcos habían salvado el obstáculo de algún modo, ya que Sam los oía hablar del otro lado. Continuaban corriendo, adentrándose cada vez más en el corazón de la montaña hacia la torre. Sam estaba desesperado. Algún propósito maligno abrigaban sin duda al llevarse el cuerpo de Frodo, y él no podía seguirlos. Se abalanzó contra el peñasco y empujó, pero la piedra no se movió. Entonces le pareció oír no lejos de allí, dentro, las voces de los dos capitanes. Por un instante permaneció inmóvil, escuchando, esperando tal vez enterarse de algo útil. Quizá Gorbag, que evidentemente pertenecía a Minas Morgul, volviera a salir, y entonces él podría escabullirse y entrar.
—No, no lo sé —decía la voz de Gorbag—. En general los mensajes llegan más rápidos que el vuelo de los pájaros. Pero yo no pregunto cómo. Más vale no arriesgarse. ¡Grr! Esos Nazgûl me ponen la carne de gallina. Te desuellan sin siquiera mirarte, y te dejan afuera en el frío y la oscuridad. Pero a Él le gustan; en estos tiempos son sus favoritos. Así que de nada sirven las protestas. Te lo aseguro. No es ningún juego servir abajo, en la ciudad.
—Tendrías que probar lo que es estar aquí, en compañía de Ella-Laraña —dijo Shagrat.
—Quisiera más bien probar algún sitio donde no tuviera que encontrarme ni con ella ni con los otros. Pero ya la guerra ha comenzado, y cuando concluya tal vez las cosas anden mejor.
—Parece que andan bien, por lo que dicen.
—¿Qué otra cosa quieres que digan? —gruñó Gorbag—. Ya veremos. De todos modos, si en verdad termina bien, habrá mucho más espacio. ¿Qué te parece?... Si tenemos una oportunidad de escapar tú y yo por nuestra cuenta, con algunos de los muchachos de confianza, a algún lugar donde haya un botín bueno y fácil de conseguir, y ninguno de esos grandes patrones.
—¡Ah! —dijo Shagrat—, como en las viejas épocas.
—Sí —dijo Gorbag—. Pero no contemos con eso. Yo no estoy nada tranquilo. Como te decía, los Grandes Patrones, sí —y la voz descendió hasta convertirse casi en un susurro—, sí, hasta el Más Grande, pueden cometer errores. Algo estuvo a punto de escabullirse, dijiste. Y yo te digo: algo se escabulló. Y tenemos que estar alertas. A los pobres Uruks siempre les toca remediar entuertos, y sin ninguna recompensa. Pero no lo olvides: a nosotros los enemigos no nos quieren más que a Él, y si Él cae, también nosotros estaremos perdidos. Pero dime una cosa: ¿cuándo te dieron a ti la orden de salir?
—Hace alrededor de una hora, justo antes de que tú nos vieras. Llegó un mensaje: Nazgûl inquieto. Se temen espías en Escaleras. Redoblen la vigilancia. Patrullen arriba en Escaleras.Y vine en seguida.
—Fea historia —dijo Gorbag—. Escucha... nuestros Centinelas Silenciosos estaban inquietos desde hacía más de dos días, eso lo sé. Pero mi patrulla no recibió orden de salir hasta el día siguiente, y no se envió a Lugbúrz ningún mensaje: a causa de la Gran Señal y la partida para la guerra del Alto Nazgûl, y todas esas cosas. Y luego no pudieron conseguir que Lugbúrz los atendiera en seguida, según me han dicho.
—Supongo que el Ojo habrá estado ocupado en otros asuntos —dijo Shagrat—. Dicen que allá abajo, en el oeste, acontecen grandes cosas.
—Me imagino —dijo Gorbag—. Pero mientras tanto los enemigos han llegado hasta las Escaleras. ¿Y tú qué hacías? Se suponía que estabas allí vigilando, con órdenes especiales o sin ellas. ¿En qué andas pensando?
—¡Basta ya! No me enseñes a mí lo que tengo que hacer. Estábamos bien despiertos y alertas. Sabíamos que estaban sucediendo cosas extrañas.
—¡Muy extrañas!
—Sí, muy extrañas: luces y gritos y todo. Pero Ella-Laraña andaba en una de sus diligencias. Mis muchachos la vieron, a ella y al Fisgón.
—¿El Fisgón? ¿Qué es eso?
—Tienes que haberlo visto: uno pequeñito, flaco y negro; también él se parece a una araña, o quizá más a una rana famélica. Y había estado antes por aquí. Hace años salió de Lugbúrz la primera vez, y tuvimos orden de Arriba de dejarlo pasar. Desde entonces volvió un par de veces a subir por las Escaleras, pero nosotros lo dejábamos en paz: al parecer se entiende con la Señora. Supongo que no será un bocado muy apetitoso, pues a ella no le preocupan las órdenes de Arriba. Pero, ¡vaya la guardia que montáis en el valle: él estuvo aquí arriba un día antes de que se armase toda esa tremolina! Anoche, temprano, lo vimos. De todos modos mis muchachos informaron que la Señora se estaba divirtiendo, y con eso fue suficiente para mí, hasta que llegó el mensaje. Suponía que el Fisgón le había llevado algún juguete, o que quizá vosotros le habíais mandado un regalito, un prisionero de guerra o algo por el estilo. Yo no me meto cuando ella juega. Nada se le escapa a Ella-Laraña cuando sale de caza.
—¡Nada, dices! ¿Para qué tienes ojos? Te repito que no estoy nada tranquilo. Lo que subió por las Escaleras, haescapado. Cortó la telaraña y huyó por el agujero. ¡Eso da qué pensar!
—Ah, bueno, pero a fin de cuentas ella lo atrapó, ¿no?
—¿ Loatrapó? ¿Atrapó a quién? ¿A esta criatura insignificante? Pero si hubiera estado solo, ella se lo habría llevado mucho antes a su despensa, y allí se encontraría ahora. Y si a Lugbúrz le interesaba, te hubiera tocado a ti ir a rescatarlo. Buen trabajo. Pero había más de uno.
A esta altura de la charla, Sam se puso a escuchar con más atención, el oído pegado a la piedra.
—¿Quién cortó las cuerdas con que ella lo había atado, Shagrat? El mismo que cortó la telaraña. ¿No se te había ocurrido? ¿Y quién le clavó el clavo a la Señora? El mismo, supongo. ¿Y ahora dónde está? ¿Dónde está, Shagrat?
Shagrat no respondió.
—Te convendría usar la cabeza de vez en cuando, si la tienes. No es para reírse. Nadie, nadie jamás, antes de ahora, había pinchado a Ella-Laraña con un clavo, y tú tendrías que saberlo mejor que nadie. No es por ofenderte, pero piensa un poco... Alguien anda rondando por aquí y es más peligroso que el rebelde más condenado que se haya conocido desde los malos tiempos, desde el Gran Sitio. Algo se haescabullido.
—¿Qué, entonces? —gruñó Shagrat.
—A juzgar por todos los indicios, Capitán Shagrat, diría que se trata de un gran guerrero, probablemente un Elfo, armado sin duda de una espada élfica, y quizá también de un hacha: y anda suelto en tu territorio, para colmo, y tu nunca lo viste. ¡Divertidísimo en verdad! —Gorbag escupió. Sam torció la boca en una sonrisa sarcástica ante esa descripción de sí mismo.
—¡Bah, tú siempre lo ves todo negro! —dijo Shagrat—. Puedes interpretar los signos como te dé la gana, pero también podría haber otras explicaciones. De cualquier modo, tengo centinelas en todos los puntos claves, y pienso ocuparme de una cosa por vez. Cuando le haya echado una ojeada al que hemos capturado, entonces empezaré a preocuparme por alguna otra cosa.
—Me temo que no encontrarás mucho en ese personajillo —dijo Gorbag—. Es posible que no haya tenido nada que ver con el verdadero mal. En todo caso el gran guerrero de la espada afilada no parece haberle dado mucha importancia... dejarlo allí tirado: típico de los Elfos.
—Ya veremos. ¡En marcha ahora! Hemos hablado bastante. ¡Vamos a echarle una ojeada al prisionero!
—¿Qué te propones hacer con él? No olvides que yo lo vi primero. Si hay diversión, a mí y a mis muchachos también nos toca.
—Calma, calma —gruñó Shagrat—. Tengo mis órdenes, y no vale la pena arriesgar el pellejo, ni el mío ni el tuyo. Todo merodeador que sea encontrado por los guardias será recluido en la torre. Habrá que desnudar al prisionero. Una descripción detallada de todos sus avíos, vestimenta, armas, carta, anillo, o alhajas varias tendrá que ser enviada inmediatamente a Lugbúrz y solamentea Lugbúrz. El prisionero será conservado sano y salvo, bajo pena de muerte para todos los miembros de la guardia, hasta tanto Él envíe una orden, o venga en Persona. Todo esto es bien claro, y es lo que haré.
—¿Desnudarlo, eh? —dijo Gorbag—. ¿También los dientes, las uñas, el pelo y todo lo demás?
—No, nada de eso. Es para Lugbúrz. Ya te lo he dicho. Lo quieren sano e intacto.
—No te será tan fácil como supones —rió Gorbag—. A esta altura es sólo carroña. No me imagino qué podrá hacer Lugbúrz con una cosa semejante. Bien podrían echarlo en la cazuela.
—¡Pedazo de imbécil! —ladró Shagrat—. Te crees muy astuto, pero ignoras un montón de cosas, que conoce casi todo el mundo. Si no te cuidas, serás tú el que terminará en una cazuela, o en la panza de Ella-Laraña. ¡Carroña! Entonces conoces bien poco a la Señora. Cuando ella ata con cuerdas, lo que busca es carne. No come carne muerta ni chupa sangre fría. ¡Éste no está muerto!
Sam se estremeció, aferrándose a la piedra. Tenía la impresión de que todo aquel mundo oscuro se daba vuelta y se ponía al revés. La conmoción fue tan fuerte que estuvo a punto de desmayarse, y mientras luchaba por no perder el sentido, oía dentro de él un comentario: «Imbécil, no está muerto, y tu corazón lo sabía. No confíes en tu cabeza, Samsagaz, no es tu mejor parte. Lo que ocurre contigo es que nunca tuviste en realidad ninguna esperanza. ¿Y ahora qué te queda por hacer?». Por el momento nada más que apoyarse contra la piedra inamovible y escuchar, escuchar las horribles voces de los orcos.
—¡Garn! —dijo Shagrat—. Ella tiene más de un veneno. Cuando sale de caza, le basta dar un golpecito en el cuello, y las víctimas caen tan fofas como peces deshuesados, y entonces ella se da el gusto. ¿Recuerdas al viejo Ufthak? Lo habíamos perdido de vista durante varios días. Por último lo encontramos en un rincón: colgado, sí, pero bien despierto, y echando fuego por los ojos. ¡Cómo nos reímos! Quizá ella se había olvidado de él, pero nosotros no lo tocamos... no es bueno meterse en los asuntos de Ella. No... esta basura despertará dentro de un par de horas; y aparte de sentirse un poco mareado durante un rato, no le pasará nada. O no le pasará si Lugbúrz lo deja en paz. Y aparte, naturalmente, de preguntarse dónde está y qué le ha sucedido.
—¿Y qué le va a suceder? —rió Gorbag—. En todo caso, si no podemos hacer nada más, le contaremos algunas historias. No creo que haya estado jamás en la bella Lugbúrz, de modo que quizá le guste saber lo que allí le espera. Esto va a ser más divertido de lo que yo pensaba. ¡Vamos!
—No habrá ninguna diversión, te lo aseguro yo —dijo Shagrat—. Hay que conservarlo sano e intacto, pues de lo contrario todos nosotros podríamos darnos por muertos.
—¡Bueno! Pero si yo fuera tú atraparía al grande que anda suelto antes de enviar ningún mensaje a Lugbúrz. No les hará mucha gracia enterarse de que has atrapado al gatito y has dejado escapar al gato.
Las voces se apagaron. Sam oyó el sonido de las pisadas que se alejaban. Empezaba a recobrarse y ahora se sentía furioso. —¡Lo hice todo mal! —gritó—. Sabía que iba a pasar. ¡Ahora ellos lo tienen, los demonios! ¡Los inmundos! Nunca abandones a tu amo, nunca, nunca, nunca: ésa era mi verdadera norma. Y en el fondo de mi corazón lo sabía. Quiera el cielo perdonarme. Pero ahora tengo que volver a él. De cualquier manera.
Desenvainó otra vez la espada y golpeó la piedra con la empuñadura, pero sólo obtuvo un sonido sordo. Sin embargo, la espada resplandecía tanto que ahora él podía ver alrededor. Sorprendido, descubrió que el peñasco tenía la forma de una puerta pesada, y casi el doble de la altura de él. Arriba, un espacio oscuro separaba la parte superior del arco bajo de la puerta. Probablemente estaba destinado a impedirle la entrada a Ella-Laraña, y se cerraba por dentro con algún mecanismo invulnerable a la astucia de la bestia. Con las fuerzas que le quedaban, Sam dio un salto y se aferró a la parte superior de la puerta, trepó, y se dejó caer del otro lado; luego echó a correr como un loco, la espada incandescente en la mano, dando la vuelta en un recodo y subiendo por un túnel sinuoso.
La noticia de que su amo estaba aún con vida le daba el ánimo necesario para hacer un último esfuerzo. No veía absolutamente nada, pues este nuevo pasadizo consistía en una larga serie de curvas y recodos; pero tenía la impresión de estar ganando terreno: las voces de los orcos volvían a sonar más cerca, quizás a unos pocos pasos.
—Eso es lo que haré —dijo Shagrat—. Lo llevaré en seguida a la cámara más alta.
—¿Pero por qué? —gruñó Gorbag—. ¿Acaso no tienen mazmorras ahí abajo?
—No tiene que correr ningún riesgo, ya te lo dije —respondió Shagrat—. ¿Has entendido? Es muy valioso. No confío en todos mis muchachos, y en ninguno de los tuyos; ni en ti, cuando te entra la locura de divertirte. Lo llevaré donde me plazca, y donde tú no podrás ir, si no te comportas como es debido. A lo alto de la torre, he dicho. Allí estará seguro.
—¿Eso crees? —dijo Sam—. ¡Te olvidas del gran guerrero élfico que anda suelto! —Y al decir estas palabras dio vuelta el último recodo para descubrir, no supo si a causa de un truco del túnel o al oído que el Anillo le había prestado, que había estimado mal la distancia.
Las siluetas de los orcos estaban bastante más adelante. Y ahora los veía, negros y achaparrados, contra una intensa luz roja. El túnel, recto por fin, se elevaba en pendiente; y en el extremo había una puerta doble, que conducía sin duda a las cámaras subterráneas bajo el alto cuerno de la torre. Los orcos ya habían pasado por allí con el botín, y Gorbag y Shagrat se acercaban ahora a la puerta.
Sam oyó un estallido de cantos salvajes, un estruendo de trompetas y el tañido de los gongos: una algarabía horripilante. Gorbag y Shagrat estaban ya en el umbral.
Sam lanzó un gritó y blandió a Dardo, pero la vocecita se ahogó en el tumulto. Nadie la había escuchado.
La gran puerta se cerró con estrépito. Bum. Del otro lado golpearon sordamente las grandes trancas de hierro. Bam. La puerta estaba cerrada. Sam se arrojó contra las pesadas hojas de bronce, y cayó sin sentido al suelo. Estaba afuera y en la oscuridad. Y Frodo vivía, pero prisionero del Enemigo.
Aquí concluye la segunda parte de la historia de la Guerra del anillo.
La tercera parte cuenta la última defensa contra la Sombra, y el fin de la misión del Portador del Anillo, enEL RETORNO DEL REY.
notes
Notas a pie de página
1 Véase Apéndice F bajo Ents.
2 En el Cómputo de la Comarca todos los meses tienen treinta días.