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Las dos torres
  • Текст добавлен: 20 сентября 2016, 14:40

Текст книги "Las dos torres"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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Annotation

La Compañía se ha disuelto y sus integrantes emprenden caminos separados. Frodo y Sam continúan solos su viaje a lo largo del río Anduin, perseguidos por la sombra misteriosa de un ser extraño que también ambiciona la posesión del Anillo. Mientras, hombres, elfos y enanos se preparan para la batalla final contra las fuerzas del Señor del Mal.



J. R. R. Tolkien

EL SEÑOR DE LOS ANILLOS

II

LAS DOS TORRES

Minotauro


Título original: The Lord of the Rings II. The Two Towers

Primera edición en inglés: 1954

Traducción: Matilde Horne y Luis Domènech

© George Allen & Unwin Ltd., 1966

Ilustrado por Alan Lee

ISBN: 978-84-450-7750-4



Tres anillos para los Reyes Elfos bajo el cielo.

Siete para los Señores Enanos en casas de piedra.

Nueve para los Hombres Mortales condenados a morir.

Uno para el Señor Oscuro, sobre el trono oscuro

en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.

Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos,

un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas

en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.



LIBRO TERCERO



1



LA PARTIDA DE BOROMIR



Aragorn trepó rápidamente por la colina. De vez en cuando se inclinaba hasta el suelo. Los hobbits tienen el paso leve y no dejan huellas fáciles de leer, ni siquiera para un Montaraz, pero no lejos de la cima un manantial cruzaba el sendero, y Aragorn vio en la tierra húmeda lo que estaba buscando.

—Interpreto bien los signos —se dijo—. Frodo corrió a lo alto de la colina. ¿Qué habrá visto allí?, me pregunto. Pero luego bajó por el mismo camino.

Aragorn titubeó. Hubiera querido ir él mismo hasta el elevado sitial, esperando ver algo que lo orientase de algún modo, pero el tiempo apremiaba. De pronto dio un salto hacia adelante y corrió a la cima; atravesó las grandes losas y subió por los escalones. Luego, sentándose en el alto sitial, miró alrededor. Pero el sol parecía oscuro, y el mundo apagado y lejano. Se volvió desde el norte y dio una vuelta completa hasta mirar de nuevo al norte, y no vio nada excepto las colinas distantes, aunque allá a lo lejos la forma de un pájaro grande parecido a un águila planeaba en el cielo otra vez y descendía a tierra en círculos amplios y lentos.

Aún mientras observaba alcanzó a oír unos sonidos débiles en el bosque que se extendía allá abajo al oeste del Río. Se enderezó. Eran gritos, y entre ellos reconoció con horror las voces roncas de los orcos. Un instante después resonó de súbito la llamada profunda y gutural de un cuerno, y los ecos golpearon las colinas y se extendieron por las hondonadas, elevándose sobre el rugido de las aguas en un poderoso clamor.

—¡El cuerno de Boromir! —gritó Aragorn—. ¡Boromir está en dificultades! —Se lanzó escalones abajo, y se alejó saltando por el sendero—. ¡Ay! Hoy me persigue un destino funesto, y todo lo que hago sale torcido. ¿Dónde está Sam?

Mientras corría los gritos aumentaron, pero la llamada del cuerno era ahora más débil y más desesperada. Los aullidos de los orcos se alzaron, feroces y agudos, y de pronto el cuerno calló. Aragorn bajó a todo correr la última pendiente, pero antes que llegara al pie de la colina, los sonidos se apagaron, y cuando dobló a la izquierda para correr tras ellos, comenzaron a retirarse hasta que al fin ya no pudo oírlos. Sacando la espada brillante y gritando ¡Elendil! ¡Elendil!se precipitó entre los árboles.


A una milla quizá de Parth Galen, en un pequeño claro no lejos del lago, encontró a Boromir. Estaba sentado de espaldas contra un árbol grande, y parecía descansar. Pero Aragorn vio que estaba atravesado por muchas flechas empenachadas de negro; sostenía aún la espada en la mano, aunque se le había roto cerca de la empuñadura. En el suelo y alrededor yacían muchos orcos.

Aragorn se arrodilló junto a él. Boromir abrió los ojos y trató de hablar. Al fin salieron unas palabras, lentamente.

—Traté de sacarle el Anillo a Frodo —dijo—. Lo siento. He pagado. —Echó una ojeada a los enemigos caídos; veinte por lo menos estaban tendidos allí cerca—. Partieron. Los Medianos: se los llevaron los orcos. Pienso que no están muertos. Los orcos los maniataron.

Hizo una pausa y se le cerraron los ojos, cansados. Al cabo de un momento habló otra vez.

—¡Adiós, Aragorn! ¡Ve a Minas Tirith y salva a mi pueblo! Yo he fracasado.

—¡No! —dijo Aragorn tomándole la mano y besándole la frente—. Has vencido. Pocos hombres pueden reclamar una victoria semejante. ¡Descansa en paz! ¡Minas Tirith no caerá!

Boromir sonrió.

—¿Por dónde fueron? ¿Estaba Frodo allí? —le preguntó Aragorn.

Pero Boromir no dijo más.

—¡Ay! —dijo Aragorn—. ¡Así desaparece el heredero de Denethor, Señor de la Torre de la Guardia! Un amargo fin. La Compañía está deshecha. Soy yo quien ha fracasado. Vana fue la confianza que Gandalf puso en mí. ¿Qué haré ahora? Boromir me ha obligado a ir a Minas Tirith, y mi corazón así lo desea, ¿pero dónde están el Anillo y el Portador? ¿Cómo encontrarlos e impedir que la Misión termine en un desastre?

Se quedó un momento de rodillas doblado por el llanto, aferrado a la mano de Boromir. Así lo encontraron Legolas y Gimli. Vinieron de las faldas occidentales de la colina, en silencio, arrastrándose entre los árboles como si estuvieran de caza. Gimli esgrimía el hacha, y Legolas el largo cuchillo; no les quedaba ninguna flecha. Cuando desembocaron en el claro, se detuvieron con asombro, y en seguida se quedaron quietos un momento, cabizbajos, abrumados de dolor, pues veían claramente lo que había ocurrido.

—¡Ay! —dijo Legolas acercándose a Aragorn—. Hemos perseguido y matado a muchos orcos en el bosque, pero aquí hubiésemos sido más útiles. Vinimos cuando oímos el cuerno... demasiado tarde, parece. Temía que estuvieras mortalmente herido.

—Boromir está muerto —dijo Aragorn—. Yo estoy ileso, pues no me encontraba aquí con él. Cayó defendiendo a los hobbits mientras yo estaba arriba en la colina.

—¡Los hobbits! —gritó Gimli—. ¿Dónde están entonces? ¿Dónde está Frodo?

—No lo sé —respondió Aragorn con cansancio—. Boromir me dijo antes de morir que los orcos se los habían llevado atados; no creía que estuvieran muertos. Yo lo envié a que siguiera a Merry y a Pippin, pero no le pregunté si Frodo o Sam estaban con él: no hasta que fue demasiado tarde. Todo lo que he emprendido hoy ha salido torcido. ¿Qué haremos ahora?

—Primero tenemos que ocuparnos del caído —dijo Legolas—. No podemos dejarlo aquí como carroña entre esos orcos espantosos.

—Pero hay que darse prisa —dijo Gimli—. Él no hubiese querido que nos retrasáramos. Tenemos que seguir a los orcos, si hay esperanza de que alguno de la Compañía sea un prisionero vivo.

—Pero no sabemos si el Portador del Anillo está con ellos o no —dijo Aragorn—. ¿Vamos a abandonarlo? ¿No tendríamos que buscarlo primero? ¡La elección que se nos presenta ahora es de veras funesta!

—Pues bien, empecemos por lo que es ineludible —dijo Legolas—. No tenemos ni tiempo ni herramientas para dar sepultura adecuada a nuestro amigo. Podemos cubrirlo con piedras.

—La tarea será pesada y larga; las piedras que podrían servirnos están casi a orillas del Río.

—Entonces pongámoslo en una barca con las armas de él y las armas de los enemigos vencidos —dijo Aragorn—. Lo enviaremos a los Saltos de Rauros, y lo dejaremos en manos del Anduin. El Río de Gondor cuidará de que ninguna criatura maligna deshonre los huesos de Boromir.


Buscaron deprisa entre los cuerpos de los orcos, juntando en un montón las espadas y los yelmos y escudos hendidos.

—¡Mirad! —exclamó Aragorn—. ¡Hay señales aquí! —De la pila de armas siniestras recogió dos puñales de lámina en forma de hoja, damasquinados de oro y rojo; y buscando un poco más encontró también las vainas, negras, adornadas con pequeñas gemas rojas—. ¡Éstas no son herramientas de orcos! —dijo—. Las llevaban los hobbits. No hay duda de que fueron despojados por los orcos, pero que tuvieron miedo de conservar los puñales, conociéndolos en lo que eran: obra de Oesternesse, cargados de sortilegios para desgracia de Mordor. Bien, aunque estén todavía vivos, nuestros amigos no tienen armas. Tomaré éstas, esperando contra toda esperanza que un día pueda devolvérselas.

—Y yo —dijo Legolas– tomaré las flechas que encuentre, pues mi carcaj está vacío.

Buscó en la pila y en el suelo de alrededor y encontró no pocas intactas, más largas que las flechas comunes entre los orcos. Las examinó de cerca.

Y Aragorn, mirando los muertos, dijo:

—Hay aquí muchos cadáveres que no son gente de Mordor. Algunos vienen del Norte, de las Montañas Nubladas, si algo sé de orcos y sus congéneres. Y a estos otros nunca los he visto. ¡El atavío no es propio de los orcos!

Había cuatro soldados más corpulentos que los orcos, morenos, de ojos oblicuos, piernas gruesas y manos grandes. Estaban armados con espadas cortas de hoja ancha y no con las cimitarras curvas habituales en los orcos, y tenían arcos de tejo, parecidos en tamaño y en forma a los arcos de los Hombres. En los escudos llevaban un curioso emblema: una pequeña mano blanca en el centro de un campo negro; una S rúnica de algún metal blanco había sido montada sobre la visera de los yelmos.

—Nunca vi estos signos —dijo Aragorn—. ¿Qué significan?

—S representa a Sauron, por supuesto —dijo Gimli.

—¡No! —exclamó Legolas—. Sauron no usa las runas élficas.

—Nunca usa además su verdadero nombre, y no permite que lo escriban ni lo pronuncien —dijo Aragorn—. Y tampoco usa el blanco. El signo de los Orcos de Barad-dûr es el Ojo Rojo. —Se quedó pensativo un momento—. La S es de Saruman, me parece —dijo al fin—. Hay mal en Isengard, y el Oeste ya no está seguro. Tal como lo temía Gandalf: el traidor Saruman ha sabido de nuestro viaje, por algún medio. Es verosímil también que ya esté enterado de la caída de Gandalf. Entre los que venían persiguiéndonos desde Moria, algunos pudieron haber escapado a la vigilancia de Lórien, o quizás pudieron evitar esa tierra y llegar a Isengard por otro camino. Los orcos son rápidos. Pero Saruman tiene muchas maneras de enterarse. ¿Recuerdas los pájaros?

—Bueno, no tenemos tiempo de pensar en acertijos —dijo Gimli—. ¡Llevemos a Boromir!

—Pero luego tendremos que resolver los acertijos, si queremos elegir bien el camino —dijo Aragorn.

—Quizá no haya una buena elección —dijo Gimli.


Tomando el hacha, el enano se puso a cortar unas ramas. Las ataron con cuerdas de arco, y extendieron los mantos sobre la armazón. Sobre estas parihuelas rudimentarias llevaron el cuerpo de Boromir hasta la costa, junto con algunos trofeos de la última batalla. No había mucho que caminar, pero la tarea no les pareció fácil, pues Boromir era un hombre grande y muy robusto.

Aragorn se quedó a orillas del agua cuidando de las parihuelas, mientras Legolas y Gimli se apresuraban a volver a Parth Galen. La distancia era de una milla o más, y pasó bastante tiempo antes de que regresaran remando con rapidez en dos barcas a lo largo de la costa.

—¡Ocurre algo extraño! —dijo Legolas—. Había sólo dos barcas en la barranca. No pudimos encontrar ni rastros de la otra.

—¿Estuvieron los orcos allí? —preguntó Aragorn.

—No vimos ninguna señal —respondió Gimli—. Y los orcos habrían destruido todas las barcas, o se las habrían llevado, junto con el equipaje.

—Examinaré el suelo cuando lleguemos allí —dijo Aragorn.

Extendieron a Boromir en medio de la barca que lo transportaría aguas abajo. Plegaron la capucha gris y la capa élfica y se las pusieron bajo la cabeza. Le peinaron los largos cabellos oscuros y los dispusieron sobre los hombros. El cinturón dorado de Lórien le brillaba en la cintura. Junto a él colocaron el yelmo, y sobre el regazo el cuerno hendido y la empuñadura y los fragmentos de la espada, y a sus pies las armas de los enemigos. Luego de haber asegurado la proa a la popa de la otra embarcación, lo llevaron al agua. Remaron tristemente a lo largo de la orilla, y entrando en la corriente rápida del Río dejaron atrás los prados verdes de Parth Galen. Los flancos escarpados de Tol Brandir resplandecían: era media tarde. Mientras iban hacia el sur los vapores del Rauros se elevaron en una trémula claridad como una bruma dorada. La furia y el estruendo de las aguas sacudían el aire tranquilo.

Tristemente, soltaron la barca funeraria: allí reposaba Boromir, en paz, deslizándose sobre el seno de las aguas móviles. La corriente lo llevó, mientras ellos retenían su propia barca con los remos. Boromir flotó junto a ellos y luego se fue alejando lentamente, hasta ser sólo un punto negro en la luz dorada, y de pronto desapareció. El rugido del Rauros prosiguió, invariable. El Río se había llevado a Boromir, hijo de Denethor, y ya nadie volvería a verlo en Minas Tirith, de pie en la Torre Blanca por la mañana, como era su costumbre. Pero más tarde en Gondor se dijo mucho tiempo que la barca élfica dejó atrás los saltos y las aguas espumosas y que llevó a Boromir a través de Osgiliath y más allá de las numerosas bocas del Anduin, y al fin una noche salió al Gran Mar bajo las estrellas.


Los tres compañeros se quedaron un rato en silencio siguiéndolo con los ojos. Luego Aragorn habló: —Lo buscarán desde la Torre Blanca —dijo—, pero no volverá ni de las montañas ni del océano.

Luego, lentamente, se puso a cantar:


A través de Rohan por los pantanos y los prados donde crecen las hierbas largas

el Viento del Oeste se pasea y recorre los muros.

«¿Qué noticias del Oeste, oh viento errante, me traes esta noche?

¿Has visto a Boromir el Alto a la luz de la luna o las estrellas?»

«Lo vi cabalgar sobre siete ríos, sobre aguas anchas y grises;

lo vi caminar por tierras desiertas, y al fin desapareció

en las sombras del Norte, y no lo vi más desde entonces.

El Viento del Norte pudo haber oído el cuerno del hijo de Denethor.

Oh Boromir. Desde los altos muros miro lejos en el Oeste,

pero no vienes de los desiertos donde no hay hombres.»


Luego Legolas cantó:


De las bocas del Mar viene el Viento del Sur, de las piedras y de las dunas;

trae el quejido de las gaviotas, y a las puertas se lamenta.

«¿Qué noticias del Sur, oh viento que suspiras, me traes en la noche?

¿Dónde está ahora Boromir el Hermoso? Tarda en llegar, y estoy triste.»

«No me preguntes dónde habita... Hay allí tantos huesos...,

en las costas blancas y en las costas oscuras bajo el cielo tormentoso;

muchos han descendido las aguas del Río Anduin para encontrar las mareas del Mar.

¡Pídele al Viento Norte las noticias que él mismo me trae!»

«¡Oh Boromir! Más allá de la puerta la ruta al mar corre hacia el Sur,

pero tú no vienes con las gaviotas que desde la boca del mar gris se lamentan.»


Y Aragorn cantó de nuevo:


De la Puerta de los Reyes viene el Viento del Norte, y pasa por las cascadas tumultuosas:

y claro y frío alrededor de la torre llama el cuerno sonoro.

«¿Qué noticias del Norte, oh poderoso viento, hoy me traes?

¿Qué noticias de Boromir el Valiente? Pues partió hace tiempo.»

«Al pie del Amon Hen le he oído gritar. Allí batió a los enemigos.

El yelmo hendido, la espada rota, al agua los llevaron.

La orgullosa cabeza, el rostro tan hermoso, los miembros, pusieron a descansar;

y Rauros, los saltos dorados de Rauros, lo transportaron en el seno de las aguas.»

«¡Oh Boromir! La Torre de la Guardia mirará siempre al norte,

a Rauros, los saltos dorados de Rauros, hasta el fin de los tiempos.»


Concluyeron así. Entonces hicieron virar su barca y la llevaron con la mayor rapidez posible contra la corriente de vuelta a Parth Galen.

—Me dejasteis el Viento del Este —dijo Gimli—, pero de él no diré nada.

—Así tiene que ser —dijo Aragorn—. En Minas Tirith soportan al Viento del Este, mas no le piden noticias. Pero ahora Boromir ha tomado su camino, y hemos de apresurarnos a elegir el nuestro.

Examinó la hierba verde, de prisa pero con cuidado, inclinándose hasta el suelo.

—Ningún orco ha pisado aquí —dijo—. Ninguna otra cosa puede darse por segura. Ahí están todas nuestras huellas, en idas y venidas. No puedo decir si alguno de los hobbits estuvo aquí, luego de haber salido en busca de Frodo. —Volvió a la barranca, cerca del sitio donde el arroyo del manantial llegaba en hilos al Río—. Hay huellas nítidas aquí —dijo—. Un hobbit entró en el agua y regresó a tierra, pero no sé cuándo.

—¿Cómo descifras entonces el acertijo? —preguntó Gimli.

Aragorn no respondió en seguida; caminó de vuelta hasta el sitio del campamento y examinó un rato el equipaje.

—Faltan dos bultos —dijo—, y puedo asegurar que uno pertenecía a Sam: era bastante grande y pesado. Ésta es entonces la respuesta: Frodo se ha ido en una barca, y su sirviente ha ido con él. Frodo pudo haber vuelto mientras todos estábamos buscándolo. Me encontré con Sam subiendo la pendiente y le dije que me siguiera; pero es evidente que no lo hizo. Adivinó las intenciones de su amo y regresó antes que Frodo partiera. ¡No le resultó nada fácil dejar atrás a Sam!

—¿Pero por qué tenía que dejarnos a nosotros, y sin decir una palabra? —preguntó Gimli—. ¡Extraña ocurrencia!

—Y brava ocurrencia —dijo Aragorn—. Sam tenía razón, pienso. Frodo no quería llevar a ningún amigo a la muerte en Mordor. Pero sabía que él no podía eludir la tarea. Algo le ocurrió después de dejarnos que acabó con todos sus temores y dudas.

—Quizá lo sorprendieron unos orcos cazadores y escapó —dijo Legolas.

—Escapó, ciertamente —dijo Aragorn—, pero no creo que de los orcos.

Qué había provocado según él la repentina resolución y la huida de Frodo, Aragorn no lo dijo. Las últimas palabras de Boromir las guardó en secreto mucho tiempo.

—Bueno, al menos ahora algo es claro —dijo Legolas—. Frodo ya no está de este lado del Río: sólo él puede haber llevado la barca. Y Sam lo acompaña: sólo él ha podido llevarse el bulto.

—La alternativa entonces —dijo Gimli– es tomar la barca que queda y seguir a Frodo, o perseguir a los orcos a pie. En cualquier caso hay pocas esperanzas. Hemos perdido ya horas preciosas.

—¡Dejadme pensar! —dijo Aragorn—. ¡Ojalá pueda elegir bien y cambiar la suerte nefasta de este desgraciado día! —Se quedó callado un momento—. Seguiré a los orcos —dijo al fin—. Yo hubiera guiado a Frodo a Mordor acompañándolo hasta el fin; pero para buscarlo ahora en las tierras salvajes tendría que abandonar a los prisioneros al tormento y a la muerte. Mi corazón habla al fin con claridad: el destino del Portador ya no está en mis manos. Pero no podemos olvidar a nuestros compañeros mientras nos queden fuerzas. ¡Vamos! Partiremos en seguida. ¡Dejad aquí todo lo que no nos sea indispensable! ¡Marcharemos sin detenernos de día y de noche!


Arrastraron la última barca hasta los árboles. Pusieron debajo todo lo que no necesitaban y no podían llevar, y dejaron Parth Galen. El sol ya declinaba cuando regresaron al claro donde había caído Boromir. Allí examinaron un rato las huellas de los orcos. No se necesitaba mucha habilidad para encontrarlas.

—Ninguna otra criatura pisotea el suelo de este modo —dijo Legolas—. Parece que se deleitaran en romper y aplastar todo lo que crece, aunque no se encuentre en el camino de ellos.

—Pero no les impide marchar con rapidez —dijo Aragorn—, y no se cansan. Y más tarde tendremos que buscar la senda en terrenos desnudos y duros.

—Bueno, ¡vayamos tras ellos! —dijo Gimli—. También los Enanos son rápidos y no se cansan antes que los orcos. Pero será una larga cacería: nos llevan mucha ventaja.

—Sí —dijo Aragorn—, a todos nos hará falta la resistencia de los Enanos. ¡Pero adelante! Con o sin esperanza, seguiremos las huellas del enemigo. ¡Y ay de ellos, si probamos que somos más rápidos! Haremos una cacería que será el asombro de las Tres Razas emparentadas: Elfos, Enanos, y Hombres. ¡Adelante los Tres Cazadores!

Aragorn saltó como un ciervo, precipitándose entre los árboles. Corría siempre adelante, guiándolos, infatigable y rápido ahora que ya estaba decidido. Dejaron atrás los bosques junto al lago. Subieron por unas largas pendientes oscuras, que se recortaban contra el cielo enrojecido del crepúsculo. Anochecía. Se alejaron como sombras grises sobre una tierra pedregosa.


2



LOS JINETES DE ROHAN



La oscuridad aumentó. La niebla se extendía detrás de ellos en los bosques de las tierras bajas, y se demoraba en las pálidas márgenes del Anduin, pero el cielo estaba claro. Aparecieron las estrellas. La luna creciente remontaba en el oeste, y las sombras de las rocas eran negras. Habían llegado al pie de unas colinas rocosas, y marchaban más lentamente pues las huellas ya no eran fáciles de seguir. Aquí las tierras montañosas de Emyn Muil corrían de norte a sur en dos largas cadenas de cerros. Las faldas occidentales de estas cadenas eran empinadas y de difícil acceso, pero en el lado este había pendientes más suaves, atravesadas por muchas hondonadas y cañadas estrechas.

Los tres compañeros se arrastraron durante toda la noche por estas tierras descarnadas, subiendo hasta la cima del primero de los cerros, el más elevado, y descendiendo otra vez a la oscuridad de un valle profundo y serpenteante.

Allí descansaron un rato, en la hora silenciosa y fría que precede al alba. La luna se había puesto ante ellos mucho tiempo antes, y arriba titilaban las estrellas; la primera luz del día no había asomado aún sobre las colinas oscuras que habían dejado atrás. Por un momento Aragorn se sintió desorientado: el rastro de los orcos había descendido hasta el valle, y había desaparecido.

—¿Qué te parece? ¿De qué lado habrán ido? —dijo Legolas—. ¿Hacia el norte buscando un camino que los lleve directamente a Isengard, o a Fangorn, si es ahí a donde van como tú piensas? ¿O hacia el sur para encontrar el Entaguas?

—Vayan a donde vayan, no irán hacia el río —dijo Aragorn—. Y si no hay algo torcido en Rohan y el poder de Saruman no ha crecido mucho, tomarán el camino más corto por los campos de los Rohirrim. ¡Busquemos en el norte!


El valle corría como un canal pedregoso entre las cadenas de los cerros, y un arroyo se deslizaba en hilos entre las piedras del fondo. Había un acantilado sombrío a la derecha; a la izquierda se alzaban unas laderas grises, indistintas y oscuras en la noche avanzada. Siguieron así durante una milla o más hacia el norte. Inclinándose hacia el suelo, Aragorn buscaba entre las cañadas y repliegues que subían a los cerros del oeste. Legolas iba un poco adelante. De pronto el Elfo dio un grito y los otros corrieron hacia él.

—Ya hemos alcanzado a algunos de los que perseguíamos —dijo—. ¡Mirad!

Apuntó, y descubrieron entonces que las sombras que habían visto al pie de la pendiente no eran peñascos como habían pensado al principio sino unos cuerpos caídos. Cinco orcos muertos yacían allí. Habían sido cruelmente acuchillados, y dos no tenían cabeza. El suelo estaba empapado de sangre negruzca.

—¡He aquí otro acertijo! —dijo Gimli—. Pero para resolverlo necesitaríamos la luz del día, y no podemos esperar.

—De cualquier modo que lo interpretes, no parece desalentador —dijo Legolas—. Los enemigos de los orcos tienen que ser amigos nuestros. ¿Vive gente en estos montes?

—No —dijo Aragorn—. Los Rohirrim vienen aquí raramente, y estamos lejos de Minas Tirith. Pudiera ser que un grupo de hombres estuviese aquí de caza por razones que no conocemos. Sin embargo, se me ocurre que no.

—¿Qué piensas entonces? —preguntó Gimli.

—Pienso que el enemigo trajo consigo a su propio enemigo —respondió Aragorn—. Éstos son Orcos del Norte, venidos de muy lejos. Entre esos cadáveres no hay ningún orco corpulento, con esas extrañas insignias. Hubo aquí una pelea, me parece. No es cosa rara entre estas pérfidas criaturas. Quizá discutieron a propósito del camino.

—O a propósito de los cautivos —dijo Gimli—. Esperemos que tampoco los hayan matado a ellos.


Aragorn examinó el terreno en un amplio círculo, pero no pudo encontrar otras huellas de la lucha. Prosiguieron la marcha. El cielo del este ya palidecía; las estrellas se apagaban, y una luz gris crecía lentamente. Un poco más al norte llegaron a una cañada donde un arroyuelo diminuto, descendiendo y serpeando, había abierto un sendero pedregoso. En el medio crecían algunos arbustos, y había matas de hierba a los costados.

—¡Al fin! —dijo Aragorn—. ¡Aquí están las huellas que buscamos! Arroyo arriba, éste es el camino por el que fueron los orcos luego de la discusión.

Rápidamente, los perseguidores se volvieron y tomaron el nuevo sendero. Recuperados luego de una noche de descanso, iban saltando de piedra en piedra. Al fin llegaron a la cima del cerro gris, y una brisa repentina les sopló en los cabellos y les agitó las capas: el viento helado del alba.

Volviéndose, vieron por encima del Río las colinas lejanas envueltas en luz. El día irrumpió en el cielo. El limbo rojo del sol asomó por encima de las estribaciones oscuras. Ante ellos, hacia el oeste, se extendía el mundo: silencioso, gris, informe; pero aún mientras miraban, las sombras de la noche se fundieron, la tierra despertó y se coloreó otra vez, el verde fluyó sobre las praderas de Rohan; las nieblas blancas fulguraron en el agua de los valles, y muy lejos a la izquierda, a treinta leguas o más, azules y purpúreas se alzaron las Montañas Blancas en picos de azabache, y la luz incierta de la mañana brilló en las cumbres coronadas de nieve.

—¡Gondor! ¡Gondor! —exclamó Aragorn—. ¡Ojalá pueda volver a contemplarte en horas más felices! No es tiempo aún de que vaya hacia el sur en busca de tus claras corrientes.


¡Gondor, Gondor, entre las Montañas y el Mar!

El Viento del Oeste sopla aquí; la luz sobre el Árbol de Plata

cae como una lluvia centelleante en los jardines de los Reyes de antaño.

¡Oh muros orgullosos! ¡Torres blancas! ¡Oh alada corona y trono de oro!

¡Oh Gondor, Gondor! ¿Contemplarán los Hombres el Árbol de Plata,

o el Viento del Oeste soplará de nuevo entre las Montañas y el mar?


—¡Ahora, en marcha! —dijo apartando los ojos del sur y buscando en el oeste y el norte el camino que habían de seguir.


El monte sobre el que estaban ahora descendía abruptamente ante ellos. Allá abajo, a unas cuarenta yardas, corría una cornisa amplia y escabrosa que concluía bruscamente al borde de un precipicio: la Muralla del Este de Rohan. Así terminaban las Emyn Muil, y las llanuras verdes de los Rohirrim se extendían ante ellos hasta perderse de vista.

—¡Mirad! —gritó Legolas, apuntando al cielo pálido—. ¡Ahí está de nuevo el águila! Vuela muy alto. Parece que estuviera alejándose, de vuelta al norte, y muy rápidamente. ¡Mirad!

—No, ni siquiera mis ojos pueden verla, mi buen Legolas —dijo Aragorn—. Tiene que estar en verdad muy lejos. Me pregunto en qué andará, y si será la misma ave que vimos antes. ¡Pero mirad! Alcanzo a ver algo más cercano y más urgente. ¡Una cosa se mueve en la llanura!

—Muchas cosas —dijo Legolas—. Es una gran compañía a pie, pero no puedo decir más, ni ver qué clase de gente es ésa. Están a muchas leguas, doce me parece, aunque es difícil estimar la distancia en esa llanura uniforme.

—Pienso, sin embargo, que ya no necesitamos de ninguna huella que nos diga qué camino hemos de tomar —dijo Gimli—. Encontremos una senda que nos lleve a los llanos tan de prisa como sea posible.

—No creo que encuentres un camino más rápido que el de los orcos —dijo Aragorn.

Continuaron la persecución, ahora a la clara luz del día. Parecía como si los orcos hubiesen escapado a marcha forzada. De cuando en cuando los perseguidores encontraban cosas abandonadas o tiradas en el suelo: sacos de comida, cortezas de un pan gris y duro, una capa negra desgarrada, un pesado zapato claveteado roto por las piedras. El rastro llevaba al norte a lo largo del declive escarpado, y al fin llegaron a una hondonada profunda cavada en la piedra por un arroyo que descendía ruidosamente. En la cañada estrecha un sendero áspero bajaba a la llanura como una escalera empinada.

Abajo se encontraron de pronto pisando los pastos de Rohan. Llegaban ondeando como un mar verde hasta los mismos pies de Emyn Muil. El arroyo que bajaba de la montaña se perdía en un campo de berros y plantas acuáticas; los compañeros podían oír cómo se alejaba murmurando por túneles verdes, descendiendo poco a poco hacia los pantanos del Valle del Entaguas allá lejos. Parecía que hubieran dejado el invierno aferrado a las montañas de detrás. Aquí el aire era más dulce y tibio, y levemente perfumado, como si la primavera ya se hubiera puesto en movimiento y la savia estuviese fluyendo de nuevo en hierbas y hojas. Legolas respiró hondamente, como alguien que toma un largo trago luego de haber tenido mucha sed en lugares estériles.

—¡Ah, el olor a verde! —dijo—. Es mejor que muchas horas de sueño. ¡Corramos!

—Los pies ligeros pueden correr rápidamente aquí —dijo Aragorn—. Más rápido quizá que unos orcos calzados con zapatos de hierro. ¡Ésta es nuestra oportunidad de recuperar la ventaja que nos llevan!


Fueron en fila, corriendo como lebreles detrás de un rastro muy nítido, con un brillo de ansiedad en los ojos. La franja de hierba que señalaba el paso de los orcos iba hacia el oeste: los dulces pastos de Rohan habían sido aplastados y ennegrecidos. De pronto Aragorn dio un grito y se volvió a un lado.

—¡Un momento! —exclamó—. ¡No me sigáis todavía!

Corrió rápidamente a la derecha, alejándose del rastro principal, pues había visto unas huellas que iban en esa dirección, apartándose de las otras; las marcas de unos pies pequeños y descalzos. Estas huellas, sin embargo, no se alejaban mucho antes de confundirse otra vez con pisadas de orcos, que venían también desde el rastro principal, de atrás a adelante, y luego se volvían en una curva y se perdían de nuevo en las hierbas pisoteadas. En el punto más alejado Aragorn se inclinó y recogió algo del suelo; luego corrió de vuelta.

—Sí —dijo—, son muy claras: las huellas de un hobbit. Pippin, creo. Es más pequeño que el otro. ¡Y mirad!

Aragorn alzó un objeto pequeño que brilló a la luz del sol. Parecía el brote nuevo de una hoja de haya, hermoso y extraño en esa llanura sin árboles.

—¡El broche de una capa élfica! —gritaron juntos Legolas y Gimli.

—Las hojas de Lórien no caen inútilmente —dijo Aragorn—. Ésta no fue dejada aquí por casualidad, sino como una señal para quienes vinieran detrás. Pienso que Pippin se desvió de las huellas con ese propósito.


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