Текст книги "Las dos torres"
Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien
Жанр:
Эпическая фантастика
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—Entonces —dijo el Elfo—, como consuelo, te desearé esta buena fortuna, Gimli: que vuelvas sano y salvo de la guerra, y así podrás verlas otra vez. ¡Pero no se lo cuentes a todos los tuyos! Por lo que tú dices, poco tienen que hacer. Quizá los hombres de estas tierras callan por prudencia: una sola familia de activos enanos provistos de martillo y escoplo harían quizá más daño que bien.
—No, tú no me comprendes —dijo Gimli—. Ningún enano permanecería impasible ante tanta belleza. Ninguno de la raza de Durin excavaría estas grutas para extraer piedra o mineral, ni aunque hubiera ahí oro y diamantes. Si vosotros queréis leña, ¿cortáis acaso las ramas florecidas de los árboles? Nosotros cuidaríamos estos claros de piedra florecida, no los arruinaríamos. Con arte y delicadeza, a pequeños golpes, nada más que una astilla de piedra, tal vez, en toda una ansiosa jornada: ése sería nuestro trabajo, y con el correr de los años abriríamos nuevos caminos, y descubriríamos salas lejanas que aún están a oscuras, y que vemos apenas como un vacío más allá de las fisuras de la roca. ¡Y luces, Legolas! Crearíamos luces, lámparas como las que resplandecían antaño en Khazaddûm; y entonces podríamos, según nuestros deseos, alejar a la noche que mora allí desde que se edificaron las montañas, o hacerla volver, a la hora del reposo.
—Me has emocionado, Gimli —le dijo Legolas—. Nunca te había oído hablar así. Casi lamento no haber visto esas cavernas. ¡Bien! Hagamos un pacto: si los dos regresamos sanos y salvos de los peligros que nos esperan, viajaremos algún tiempo juntos. Tú visitarás Fangorn conmigo, y luego yo vendré contigo a ver el Abismo de Helm.
—No sería ése el camino que yo elegiría para regresar —dijo Gimli—. Pero soportaré la visita a Fangorn, si prometes volver a las cavernas y compartir conmigo esa maravilla.
—Cuentas con mi promesa —dijo Legolas—. Mas ¡ay! Ahora hemos de olvidar por algún tiempo el bosque y las cavernas. ¡Mira! Ya llegamos a la orilla del bosque. ¿A qué distancia estamos ahora de Isengard, Gandalf?
—A unas quince leguas, a vuelo de los cuervos de Saruman —dijo Gandalf—; cinco desde la desembocadura del Valle del Bajo hasta los Vados; y diez más desde allí hasta las puertas de Isengard. Pero no marcharemos toda la noche.
—Y cuando lleguemos allí ¿con qué nos encontraremos? —preguntó Gimli—. Quizá tú lo sepas, pero yo no puedo imaginarlo.
—Tampoco yo lo sé con certeza —respondió el mago—. Yo estaba allí ayer al caer la noche, pero desde entonces pueden haber ocurrido muchas cosas. Sin embargo, creo que no diréis que el viaje ha sido en vano, ni aunque hayamos tenido que abandonar las Cavernas Centelleantes de Aglarond.
Al fin la compañía dejó atrás los árboles y se encontró en el fondo del Bajo, donde el camino que descendía del Abismo de Helm se bifurcaba por un lado al este, hacia Edoras, y por el otro al Norte, hacia los Vados del Isen. Legolas, que cabalgaba a orillas del bosque, se detuvo y volvió tristemente la cabeza. De pronto lanzó un grito.
—¡Hay ojos! —exclamó—. ¡Ojos que espían desde las sombras de las ramas! Nunca he visto ojos semejantes.
Los otros, sorprendidos por el grito, pararon las cabalgaduras y se dieron vuelta; pero Legolas se preparaba a volver atrás.
—¡No, no! —gritó Gimli—. ¡Haz lo que quieras si te has vuelto loco, pero antes déjame bajar del caballo! ¡No quiero ver los ojos!
—¡Quédate, Legolas Hojaverde! —dijo Gandalf—. ¡No vuelvas al bosque, todavía no! Aún no ha llegado el momento.
Mientras Gandalf hablaba aún, tres formas extrañas salieron de entre los árboles. Altos como trolls (doce pies o más), de cuerpos vigorosos, recios como árboles jóvenes, parecían vestidos con prendas ceñidas de tela o de piel gris y parda. Los brazos y las piernas eran largos, y las manos de muchos dedos. Tenían los cabellos tiesos y la barba verdegrís, como de musgo. Miraban con ojos graves, pero no a los jinetes: estaban vueltos hacia el norte. De improviso ahuecaron las largas manos alrededor de la boca y emitieron una serie de llamadas sonoras, límpidas como las notas de un cuerno, pero más musicales y variadas. Al instante se oyó la respuesta; y al volver una vez más la cabeza los viajeros vieron otras criaturas de la misma especie que se acercaban desde el norte. Cruzaban la hierba con paso vivo, semejantes a garzas que vadearan una corriente, pero más veloces, pues el movimiento de las largas piernas era más rápido que el aleteo de las garzas. Los jinetes prorrumpieron en gritos de asombro y algunos echaron mano a las espadas.
—Las armas están de más —dijo Gandalf—. Son simples pastores. No son enemigos, y en realidad no les importamos.
Y al parecer decía la verdad; pues mientras Gandalf hablaba, las altas criaturas, sin siquiera echar una mirada a los jinetes, se internaron en el bosque y desaparecieron.
—¡Pastores! —dijo Théoden—. ¿Dónde están los rebaños? ¿Qué son, Gandalf? Pues es evidente que tú los conoces.
—Son los pastores de los árboles —respondió Gandalf—. ¿Tanto hace que no os sentáis junto al fuego a escuchar las leyendas? Hay en vuestro reino niños que del enmarañado ovillo de la historia podrían sacar la respuesta a esa pregunta. Habéis visto a los Ents, oh Rey, los Ents del Bosque de Fangorn, el que en vuestra lengua llamáis el Bosque del Ent. ¿O creéis que le han puesto ese nombre por pura fantasía? No, Théoden, no es así: para ellos vosotros no sois más que historia pasajera; poco o nada les interesan todos los años que van desde Eorl el joven a Théoden el Viejo, y a los ojos de los Ents todas las glorias de vuestra casa son en verdad muy pequeña cosa.
El rey guardó silencio.
—¡Ents! —dijo al fin—. Fuera de las sombras de la leyenda empiezo a entender, me parece, la maravilla de estos árboles. He vivido para conocer días extraños. Durante mucho tiempo hemos cuidado de nuestras bestias y nuestras praderas, y edificamos casas, y forjamos herramientas, y prestamos ayuda en las guerras de Minas Tirith. Y a eso llamábamos la vida de los Hombres, las cosas del mundo. Poco nos interesaba lo que había más allá de las fronteras de nuestra tierra. Hay canciones que hablan de esas cosas, pero las hemos olvidado, y sólo se las enseñamos a los niños, por simple costumbre. Y ahora las canciones aparecen entre nosotros en parajes extraños, caminan a la luz del Sol.
—Tendríais que alegraros, Rey Théoden —le dijo Gandalf—. Porque no es sólo la pequeña vida de los Hombres la que está hoy amenazada, sino también la vida de todas esas criaturas que para vos eran sólo una leyenda. No os faltan aliados, Théoden, aunque ignoréis que existan.
—Sin embargo, también tendría que entristecerme —dijo Théoden—, porque cualquiera que sea la suerte que la guerra nos depare, ¿no es posible que al fin muchas bellezas y maravillas de la Tierra Media desaparezcan para siempre?
—Es posible —dijo Gandalf—. El mal que ha causado Sauron jamás será reparado por completo, ni borrado como si nunca hubiese existido. Pero el destino nos ha traído días como éstos. ¡Continuemos nuestra marcha!
Alejándose del Bajo y del bosque, tomaron la ruta que conducía a los Vados. Legolas los siguió de mala gana. Hundido ya detrás de las orillas del mundo, el sol se había puesto; pero cuando salieron de entre las sombras de las colinas y volvieron la mirada al oeste, hacia el Paso de Rohan, el cielo estaba todavía rojo y un resplandor incandescente iluminaba las nubes que flotaban a la deriva. Oscuros contra el cielo, giraban y planeaban numerosos pájaros de alas negras. Algunos pasaron lanzando gritos lúgubres por encima de los viajeros, de regreso a los nidos entre las rocas.
—Las aves de rapiña han estado ocupadas en el campo de batalla —dijo Éomer.
Cabalgaban a un trote lento mientras la oscuridad envolvía las llanuras de alrededor. La luna ascendía, ahora en creciente, y a la fría luz de plata las praderas se movían subiendo y bajando como el oleaje de un mar inmenso y gris. Habían cabalgado unas cuatro horas desde la encrucijada cuando vieron los Vados. Largas y rápidas pendientes descendían hasta un bajío pedregoso del río, entre terrazas altas y herbosas. Transportado por el viento, les llegó el aullido de los lobos, y sintieron una congoja en el corazón recordando a los hombres que habían muerto allí combatiendo.
El camino se hundía entre terrazas y barrancas verdes cada vez más altas, hasta la orilla del río, para volver a subir en la otra margen. Tres hileras de piedras planas y escalonadas atravesaban la corriente y entre ellas corrían los vados para los caballos, que desde ambas riberas llegaban a un islote desnudo en el centro del río. Extraño les pareció el cruce cuando lo vieron de cerca: en los Vados siempre había remolinos, el agua canturreaba entre las piedras. Ahora estaba quieta y en silencio. En los lechos, casi secos, asomaban los cantos rodados y la arena gris.
—Qué sitio desolado —dijo Éomer—. ¿Qué mal aqueja a este río? Muchas cosas hermosas ha estropeado Saruman: ¿habrá destruido también los manantiales del Isen?
—Así parece —dijo Gandalf.
—¡Ay! —dijo Théoden—. ¿Es preciso que crucemos por aquí, donde las bestias de rapiña han devorado a tantos Jinetes de la Marca?
—Éste es nuestro camino —dijo Gandalf—. Cruel es la pérdida de vuestros hombres, pero veréis que al menos no los devorarán los lobos de las montañas. Es con sus amigos, los orcos, con quienes se ceban en sus festines; así entienden la amistad los de su especie. ¡Seguidme!
Cuando empezaron a vadear el río, los lobos dejaron de aullar y se alejaron escurriéndose. Las figuras de Gandalf a la luz de la luna y de Sombragrís, que centelleaba como la plata, habían espantado a los lobos. Al llegar al islote vieron los ojos brillantes de las bestias, que espiaban desde las orillas, entre las sombras.
—¡Mirad! —dijo Gandalf—. Gente amiga ha estado por aquí, trabajando.
Y vieron un túmulo en el centro del islote, rodeado de piedras y de lanzas enhiestas.
—Aquí yacen todos los Hombres de la Marca que cayeron en estos parajes —dijo Gandalf.
—¡Que descansen en paz! —dijo Éomer—. ¡Y que cuando estas lanzas se pudran y se cubran de herrumbre, sobreviva largo tiempo este túmulo custodiando los Vados del Isen!
—¿También esto es obra tuya, Gandalf, amigo mío? —preguntó Théoden—. ¡Mucho has hecho en una noche y un día!
—Con la ayuda de Sombragrís... ¡y de otros! —dijo Gandalf—. He cabalgado rápido y lejos. Pero aquí, junto a este túmulo, os diré algo que podrá confortaros: muchos cayeron en las batallas de los Vados, pero no tantos como se dice. Más fueron los que se dispersaron que los muertos; y yo he vuelto a reunir a todos los que pude encontrar. Envié algunos hombres con Grimbold de Folde Oeste para que se unan a Erkenbrand. A otros les encomendé la construcción de este túmulo. Ahora obedecen a vuestro mariscal, Elfhelm. Lo envié junto con otros jinetes a Edoras. Sabía que Saruman había lanzado contra vos todas sus fuerzas, y que sus servidores habían abandonado otras tareas para marchar al Abismo de Helm; no vi en todo el territorio ni uno solo de nuestros enemigos; yo temía, sin embargo, que quienes cabalgaban a lomo de lobo y los saqueadores pudieran llegar a Meduseld, y que la encontrasen indefensa. Pero ahora creo que no hay nada que temer; la casa estará allí para daros la bienvenida a vuestro regreso.
—Y me hará muy feliz verla de nuevo —dijo Théoden—, aunque poco tiempo me resta para vivir en ella.
Así la compañía dijo adiós a la isla y al túmulo, y atravesó el río, y trepó por la barranca de la orilla opuesta. Y una vez más reanudaron la cabalgata, felices de haber dejado atrás los Vados lúgubres. Y mientras se alejaban, otra vez se oyó en la noche el aullido de los lobos.
Una antigua carretera descendía de Isengard a los vados. Durante cierto trecho corría a la vera del río, curvándose con él hacia el este y luego hacia el norte; pero en el último tramo se desviaba e iba en línea recta hasta las puertas de Isengard; y éstas se alzaban en la ladera occidental del valle, a unas quince millas o más de la entrada. Siguieron a lo largo de este antiguo camino, pero no cabalgaron por él; pues el terreno era a los lados firme y llano, cubierto a lo largo de muchas millas de una hierba corta y tierna. Pudieron así cabalgar más de prisa y hacia la medianoche se habían alejado ya casi cinco leguas de los Vados. Se detuvieron entonces, dando por concluida la travesía de aquella noche, pues el Rey se sentía cansado. Estaban al pie de las Montañas Nubladas, y el Nan Curunír tendía los largos brazos para recibirlos. Oscuro se abría ante ellos el valle; la luz de la luna, que descendía hacia el oeste, se escondía detrás de las montañas. Pero de las profundas sombras del valle brotaba una larga espiral de humo y de vapor; y al elevarse, tocaba los rayos de la luna y se dispersaba en ondas negras y plateadas por el cielo estrellado.
—¿Qué piensas, Gandalf? —preguntó Aragorn—. Se diría que todo el Valle del Mago está en llamas.
—Siempre flota una humareda sobre el valle en estos tiempos —dijo Éomer—, pero nunca vi antes nada parecido. Más que humos son vapores. Saruman ha de estar preparando algún maleficio para darnos la bienvenida. Tal vez esté hirviendo todas las aguas del Isen, y por eso está seco el río.
—Es probable —dijo Gandalf—. Mañana lo sabremos. Ahora descansemos un poco, si es posible.
Acamparon cerca del lecho del Isen, siempre silencioso y vacío. Algunos consiguieron dormir. Pero en medio de la noche los centinelas llamaron a gritos y todos se despertaron. La luna había desaparecido. En el cielo brillaban algunas estrellas; pero una oscuridad más negra que la noche se arrastraba por el suelo. Desde ambas orillas del río se adelantaba hacia ellos, rumbo al norte.
—¡Quedaos donde estáis! —dijo Gandalf—. ¡No desenvainéis las armas! ¡Esperad, y pasará de largo!
Una neblina espesa los envolvió. En el cielo aún brillaban débilmente unas pocas estrellas, pero alrededor se alzaban unas paredes de oscuridad impenetrable; estaban en un callejón estrecho entre móviles torres de sombras. Oían voces, murmullos y gemidos y un interminable suspiro susurrante; la tierra temblaba debajo. Largo les pareció el tiempo que pasaron allí atemorizados e inmóviles; pero al fin la oscuridad y los rumores se desvanecieron, perdiéndose entre los brazos de la montaña.
Allá lejos en el sur, en Cuernavilla, en mitad de la noche, los hombres oyeron un gran fragor, como un vendaval en el valle, y la tierra se estremeció; y todos se aterrorizaron y ninguno se atrevió a ir a ver qué había ocurrido. Pero por la mañana, cuando salieron, quedaron estupefactos: los cadáveres de los orcos habían desaparecido, y también los árboles. En las profundidades del valle del Abismo, las hierbas estaban aplastadas y pisoteadas como si unos pastores gigantescos hubiesen llevado allí a apacentar unos inmensos rebaños; pero una milla más abajo de la Empalizada habían cavado un foso profundo, y sobre él habían levantado una colina de piedras. Los hombres sospecharon que allí yacían los orcos muertos en la batalla; pero si junto con ellos estaban los que habían huido al bosque, nadie lo supo jamás, pues ningún hombre volvió a poner los pies en aquella colina. La Quebrada de la Muerte, la llamaron, y jamás creció en ella una brizna de hierba. Pero los árboles extraños ya no volvieron a aparecer en el Valle del Bajo; habían partido al amparo de la noche hacia los lejanos y sombríos valles de Fangorn. Así se habían vengado de los orcos.
El rey y su escolta no durmieron más aquella noche; pero no vieron ni oyeron otras cosas extrañas, excepto una: la voz del río, que despertó de improviso. Hubo un murmullo como de agua que corriera sobre las piedras, y casi en seguida el Isen fluyó y burbujeó otra vez como lo hiciera siempre.
Al alba se dispusieron a reanudar la marcha. El amanecer era pálido y gris, y no vieron salir el sol. Arriba se cernía una niebla espesa, y un olor acre flotaba sobre el suelo. Avanzaban lentamente, cabalgando ahora por la carretera. Era ancha y firme, y estaba bien cuidada. Vagamente, a través de la niebla, alcanzaban a ver el largo brazo de las montañas que se elevaban a la izquierda. Habían penetrado en Nan Curunír, en el Valle del Mago. Era un valle bien resguardado, abierto sólo hacia el sur. En otros tiempos había sido hermoso y feraz, y por él corría el Isen, ya profundo e impetuoso antes de encontrar las llanuras; pues era alimentado por los manantiales y arroyos de las colinas, y todo alrededor se extendía una tierra fértil y apacible.
No era así ahora. Bajo los muros de Isengard había campos cultivados por los esclavos de Saruman; pero la mayor parte del valle había sido convertida en un páramo de malezas y espinos. Los zarzales se arrastraban por el suelo, o trepaban por los matorrales y las barrancas, formando una maraña de madrigueras donde vivían pequeñas bestias salvajes. Allí no crecían árboles; pero entre las hierbas aún podían verse las cepas quemadas y hachadas de antiguos bosquecillos. Era un paisaje triste, que sólo tenía una voz: el rumor pedregoso de los rápidos. Humos y vapores flotaban en los terrenos bajos del valle. Los jinetes no hablaban. Muchos se sentían intranquilos y se preguntaban a qué triste fin los llevaría ese viaje.
Luego de algunas millas de cabalgata la carretera se convirtió en una calle ancha, pavimentada con grandes piedras planas, bien escuadradas y dispuestas con habilidad; ni una brizna de hierba crecía en las junturas. A ambos lados de la calle había unas zanjas profundas, y por ellas corría el agua. De pronto, una elevada columna se alzó ante ellos. Era negra y tenía encima una gran piedra tallada y pintada: como una larga Mano Blanca. Los dedos apuntaban al norte. Las puertas de Isengard ya no podían estar lejanas, pensaron, y sintieron otra vez una congoja en el corazón; pero no podían ver qué había más allá de la niebla.
Bajo el brazo de las montañas y en el interior del Valle del Mago se alzaba desde tiempos inmemoriales esa antigua morada que los Hombres llamaban Isengard: estaba formada en parte por las montañas mismas, pero en otras épocas los Hombres de Oesternesse habían llevado a cabo grandes trabajos en ese sitio, y Saruman, que vivía allí desde hacía mucho tiempo, no había estado ocioso.
Así era esta morada en la época del apogeo de Saruman, cuando muchos lo consideraban el principal de los Magos. Un alto muro circular de piedra, como una cadena de acantilados, se alejaba del flanco de la montaña, y volvía describiendo una curva. Tenía una única entrada: un gran arco excavado en la parte meridional. Allí, a través de la roca negra, corría un túnel, cerrado en cada extremo por poderosas puertas de hierro. Estas puertas habían sido construidas con tanto ingenio y giraban en tan perfecto equilibrio sobre los grandes goznes (estacas de acero enclavadas en la roca viva) que cuando les quitaban las trancas un ligero empujón bastaba para que se abriesen sin ruido. Quien recorriese de uno a otro extremo aquella galería oscura y resonante, saldría a una llanura circular y ligeramente cóncava, como un enorme tazón: una milla medía de borde a borde. En otros tiempos había sido verde y con avenidas y bosques de árboles frutales, bañados por los arroyos que bajaban de las montañas al lago. Pero ningún verdor crecía allí en los últimos tiempos de Saruman. Las avenidas estaban pavimentadas con losas oscuras de piedra, y a los lados no había árboles sino hileras de columnas, algunas de mármol, otras de cobre y hierro, unidas por pesadas cadenas.
Había muchas casas, recintos, salones y pasadizos, excavados en la cara interna del muro, con innumerables ventanas y puertas sombrías que daban a la vasta rotonda. Allí debían de habitar miles de personas, obreros, sirvientes, esclavos y guerreros con grandes reservas de armas; abajo, en cubiles profundos, alojaban y alimentaban a los lobos. También la extensa llanura circular había sido perforada y excavada. Los pozos eran profundos, y las bocas estaban cubiertas con pequeños montículos y bóvedas de piedra, de manera que a la luz de la luna el círculo de Isengard parecía un cementerio de muertos inquietos. Pues la tierra temblaba. Los fosos descendían por muchas pendientes y escaleras en espiral a cavernas recónditas; en ellas Saruman ocultaba tesoros, almacenes, arsenales, fraguas y grandes hornos. Allí giraban sin cesar las ruedas de hierro, y los martillos golpeaban sordamente. Por la noche, penachos de vapor escapaban por los orificios, iluminados desde abajo con una luz roja, o azul, o verde venenoso.
Todos los caminos conducían al centro de la llanura, entre hileras de cadenas. Allí se levantaba una torre de una forma maravillosa. Había sido erigida por los constructores de antaño, los mismos que pulieran el círculo de Isengard, y sin embargo no parecía obra de los Hombres, sino nacida de la osamenta misma de la tierra, tiempo atrás, durante el tormento de las montañas. Un pico y una isla de roca, negra y rutilante: cuatro poderosos pilares de piedra facetada se fundían en uno, que apuntaba al cielo, pero cerca de la cima se abrían y se separaban como cuernos, de pináculos agudos como puntas de lanza, afilados como puñales. Entre esos pilares, en una estrecha plataforma de suelo pulido cubierto de inscripciones extrañas, un hombre podía estar a quinientos pies por encima del llano. Aquella torre era Orthanc, la ciudadela de Saruman, cuyo nombre (por elección o por azar) tenía un doble significado; en lengua élfica orthancsignificaba Monte del Colmillo, pero en la antigua lengua de la Marca quería decir Espíritu Astuto.
Inexpugnable y maravillosa era Isengard, y en otros tiempos también había sido hermosa; y en ella habían morado grandes señores, los guardianes de Gondor en el Oeste, y los sabios que observaban las estrellas. Pero Saruman la había transformado poco a poco para adaptarla a sus cambiantes designios, y la había mejorado, creía él, aunque se engañaba; pues todos aquellos artificios y astucias sutiles, por los que había renegado de un antiguo saber y que se complacía en imaginar como propios, provenían de Mordor; lo que él había hecho era una nada, apenas una pobre copia, un remedo infantil, o una lisonja de esclavo de aquella fortaleza-arsenal-prisión-horno llamada Barad-dûr, la imbatible Torre Oscura que se burlaba de las lisonjas mientras esperaba a que el tiempo se cumpliera, sostenida por el orgullo y una fuerza inconmensurable.
Así era la fortaleza de Saruman, según la fama; porque en la memoria de los Hombres de Rohan nadie había franqueado jamás aquellas puertas, excepto quizá unos pocos, como Lengua de Serpiente, y ésos habían entrado en secreto y a nadie contaron lo que allí habían visto.
Gandalf cabalgó resueltamente hacia la columna de la Mano, y en el momento en que la dejaba atrás los Jinetes vieron con asombro que la Mano ya no era blanca. Ahora tenía manchas como de sangre coagulada, y al observarla más de cerca notaron que las uñas eran rojas. Gandalf, imperturbable, continuó galopando en la niebla, seguido de mala gana por los caballeros. Ahora, como si se hubiese producido una súbita inundación, había grandes charcos a ambos lados del camino, el agua desbordaba de las acequias y corría en riachos entre las piedras.
Por fin Gandalf se detuvo y con un ademán los invitó a acercarse: y vieron entonces que la niebla se disipaba delante del mago y que brillaba un sol pálido. Era pasado el mediodía y habían llegado a las puertas de Isengard.
Pero las puertas habían sido arrancadas de los goznes y yacían retorcidas a los pies de la gran arcada. Y había piedras por doquier, piedras resquebrajadas y desmenuzadas en incontables esquirlas, dispersas por los alrededores o apiladas en montículos de escombros. La bóveda de la entrada seguía aún en pie, pero desembocaba en un abismo desguarnecido: el techo de la galería se había derrumbado y en los muros semejantes a acantilados se abrían grandes brechas y fisuras; y las torres habían sido reducidas a polvo. Si el Gran Mar hubiese montado en cólera y en una tormenta se hubiese abatido sobre las colinas, no habría podido provocar una ruina semejante.
Más allá, el círculo de Isengard rebosaba de agua y humo; un caldero hirviente, en el que se mecían y flotaban restos de vigas y berlingas, arcones y barriles y aparejos despedazados. Las columnas asomaban resquebrajadas y torcidas por encima del agua, y los caminos estaban anegados. Lejana al parecer, velada por un torbellino de nube, se alzaba la isla rocosa. Imponente y oscura como siempre —la tempestad no la había tocado– se erguía la torre de Orthanc; unas aguas lívidas le lamían los pies.
A caballo, inmóviles y silenciosos, el rey y su escolta observaban maravillados, comprendiendo que el poder de Saruman había sido destruido; pero no podían imaginarse cómo. Volvieron la mirada a la bóveda de la entrada y las puertas derruidas. Y allí, muy cerca, vieron un gran montón de escombros; y de pronto repararon en dos pequeñas figuras plácidamente sentadas sobre los escombros, vestidas de gris, casi invisibles entre las piedras. Estaban rodeadas de botellas y tazones y escudillas, como si acabaran de disfrutar de una buena comida, y ahora descansaran. Uno parecía dormir; el otro, con las piernas cruzadas y los brazos en la nuca, se apoyaba contra una roca y echaba por la boca volutas y anillos de un tenue humo azul.
Por un momento Théoden y Éomer y sus hombres los miraron, paralizados por el asombro. En medio de toda la ruina de Isengard, ésta parecía ser para ellos la visión más extraña. Pero antes de que el rey pudiera hablar, el pequeño personaje que echaba humo por la boca reparó en ellos, que aún seguían inmóviles y silenciosos a la orilla de la barrera de niebla. Se puso de pie de un salto. Parecía ser un hombre joven, o por lo menos eso aparentaba, aunque de la talla de un hombre tenía poco más de la mitad; la cabeza de ensortijado cabello castaño, la llevaba al descubierto, pero se envolvía el cuerpo en una capa raída y manchada por la intemperie aunque del color de las capas de los compañeros de Gandalf cuando partieran de Edoras. Se inclinó en una muy profunda reverencia, con la mano al pecho. Luego, como si no hubiese visto al mago y sus amigos, se volvió a Éomer y al rey.
—¡Bienvenidos a Isengard, señores! —dijo—. Somos los guardianes de la puerta. Meriadoc hijo de Saradoc es mi nombre; y mi compañero desgraciadamente vencido por el cansancio —y al decir esto le asestó al otro un puntapié– es Peregrin hijo de Paladin, de la casa de Tuk. Lejos de aquí, en el norte, queda nuestro hogar. El Señor Saruman está en el castillo; pero en este momento ha de estar encerrado con un tal Lengua de Serpiente, pues de otro modo habría salido sin duda a dar la bienvenida a huéspedes tan honorables.
—¡Sin duda! —rió Gandalf—. ¿Y fue Saruman quien te ordenó que custodiaras las puertas destruidas, y que atendieras a los visitantes, entre plato y plato?
—No, mi buen señor, eso se le olvidó —respondió Merry con aire solemne—. Ha estado muy ocupado. Nuestras órdenes las hemos recibido de Bárbol, quien se ha hecho cargo del gobierno de Isengard. Fue él quien me ordenó que diera la bienvenida al Señor de Rohan con las palabras apropiadas. He hecho cuanto he podido.
—¿Y ni una palabra para nosotros, tus compañeros? ¿Para Legolas y para mí? —gritó Gimli, incapaz de contenerse por más tiempo—. ¡Bribones, amigos desleales, cabezas lanudas y patas lanosas! ¡A buena cacería nos mandasteis! ¡Doscientas leguas a través de pantanos y bosques, batallas y muertes, detrás de vosotros! Y os encontramos aquí, banqueteando y descansando... ¡y hasta fumando! ¡Fumando! ¿Dónde habéis conseguido la hierba, villanos? ¡Por el martillo y las tenazas! ¡Estoy tan dividido entre la rabia y la alegría que si no reviento será un verdadero milagro!
—Tú hablas por mí, Gimli —rió Legolas—. Aunque ante todo yo preferiría saber dónde consiguieron el vino.
—Una cosa no habéis aprendido en vuestra cacería, y es a ser más despiertos —dijo Pippin, abriendo un ojo—. Nos encontráis aquí, sentados y victoriosos en un campo de batalla, en medio del botín de los ejércitos, ¿y os preguntáis cómo nos hemos procurado una bien merecida recompensa?
—¿Bien merecida? —replicó Gimli—. ¡Eso sí que no lo puedo creer!
Los Jinetes se rieron.
—No cabe duda de que asistimos al reencuentro de amigos entrañables —dijo Théoden—. ¿Así que éstos son los miembros perdidos de tu Compañía, Gandalf? Los días parecen destinados a mostrar nuevas maravillas. Muchos he visto ya desde que partí de mi palacio; y ahora aquí, ante mis propios ojos, aparece otro personaje de leyenda. ¿No son éstos los Medianos, los que algunos llaman Holbytlanos?
—Hobbits, si sois tan amable, señor —dijo Pippin.
—¿Hobbits? —dijo Théoden—. Ha habido cambios extraños en nuestra lengua; pero el nombre no parece inapropiado. ¡Hobbits! Nada de cuanto había oído decir hace justicia a la realidad.
Merry saludó con una reverencia; y Pippin se puso de pie y saludó también haciendo una reverencia.
—Sois generoso, señor; o espero que yo pueda interpretar así vuestras palabras —dijo—. Y he aquí otra maravilla. Muchas tierras he recorrido desde que salí de mi hogar, y nunca hasta ahora había encontrado gente que conociera alguna historia sobre los hobbits.
—Mi pueblo bajó del Norte hace mucho tiempo —dijo Théoden—. Pero no quiero engañaros: no conocemos ninguna historia sobre los hobbits. Todo cuanto se dice entre nosotros es que muy lejos, más allá de muchas colinas y muchos ríos, habitan los Medianos, un pueblo que vive en cuevas en las dunas de arena. Pero no hay leyendas acerca de sus hazañas, porque según se dice no han hecho muchas cosas, y además evitan encontrarse con los Hombres, teniendo la facultad de desaparecer en un abrir y cerrar de ojos; y pueden modificar la voz imitando el trino de los pájaros. Pero al parecer habría más cosas que decir.
—En efecto, señor —dijo Merry.
—Para empezar —dijo Théoden– no sabía que echabais humo por la boca.
—Eso no me sorprende —respondió Merry—; pues es un arte que practicamos desde hace unas pocas generaciones. Fue Tobold Corneta, de Vallelargo, en la Cuaderna del Sur, el primero que cultivó en su jardín un verdadero tabaco de pipa hacia el año 1070 de acuerdo con nuestra cronología. Cómo el viejo Toby consiguió la planta...