Текст книги "Las dos torres"
Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien
Жанр:
Эпическая фантастика
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Aragorn miró y vio una figura inclinada que se movía lentamente. No estaba muy lejos. Parecía un viejo mendigo, que caminaba con dificultad, apoyándose en una vara tosca. Iba cabizbajo, y no miraba hacia ellos. En otras tierras lo hubieran saludado con palabras amables; pero ahora lo miraban en silencio, inmóviles, dominados todos por una rara expectativa; algo se acercaba trayendo un secreto poder, o una amenaza.
Gimli observó un rato con los ojos muy abiertos, mientras la figura se acercaba paso a paso. De pronto estalló, incapaz ya de dominarse.
—¡Tu arco, Legolas! ¡Tiéndelo! ¡Prepárate! Es Saruman. ¡No permitas que hable, o que nos eche un encantamiento! ¡Tira primero!
Legolas tendió el arco y se dispuso a tirar, lentamente, como si otra voluntad se le resistiese. Tenía una flecha en la mano, y no la ponía en la cuerda. Aragorn callaba, el rostro atento y vigilante.
—¿Qué esperas? ¿Qué te pasa? —dijo Gimli en un murmullo sibilante.
—Legolas tiene razón —dijo Aragorn con tranquilidad—. No podemos tirar así sobre un viejo, de improviso y sin provocación, aun dominados por el miedo y la duda. ¡Mira y espera!
En ese momento el viejo aceleró el paso y llegó con sorprendente rapidez al pie de la pared rocosa. Entonces de pronto alzó los ojos, mientras los otros esperaban inmóviles mirando hacia abajo. No se oía ningún ruido.
No alcanzaban a verle el rostro; estaba encapuchado, y encima de la capucha llevaba un sombrero de alas anchas, que le ensombrecía las facciones excepto la punta de la nariz y la barba grisácea. No obstante, Aragorn creyó ver un momento el brillo de los ojos, penetrantes y vivos bajo la sombra de la capucha y las cejas.
Al fin el viejo rompió el silencio.
—Feliz encuentro en verdad, amigos míos —dijo con voz dulce—. Deseo hablaros. ¿Bajaréis vosotros, o subiré yo?
Sin esperar una respuesta empezó a trepar.
—¡No! —gritó Gimli—. ¡Deténlo, Legolas!
—¿No os dije que deseaba hablaros? —replicó el viejo—. ¡Retira ese arco, Señor Elfo!
El arco y la flecha cayeron de las manos de Legolas, y los brazos le colgaron a los costados.
—Y tú, Señor Enano, te ruego que sueltes el mango del hacha, ¡hasta que yo haya llegado arriba! No necesitaremos de tales argumentos.
Gimli tuvo un sobresalto y en seguida se quedó quieto como una piedra, los ojos clavados en el viejo que subía saltando por los toscos escalones con la agilidad de una cabra. Ya no parecía cansado. Cuando puso el pie en la cornisa, hubo un resplandor, demasiado breve para ser cierto, un relámpago blanco, como si una vestidura oculta bajo los andrajos se hubiese revelado un instante. La respiración sofocada de Gimli pudo oírse en el silencio como un sonoro silbido.
—¡Feliz encuentro, repito! —dijo el viejo, acercándose. Cuando estuvo a unos pocos pasos se detuvo, apoyándose en la vara, con la cabeza echada hacia adelante, mirándolos desde debajo de la capucha—. ¿Y qué podéis estar haciendo en estas regiones? Un Elfo, un Hombre, y un Enano, todos vestidos a la manera élfica. Detrás de todo esto hay, sin duda, alguna historia que valdría la pena escuchar. Cosas semejantes no se ven aquí a menudo.
—Habláis como alguien que conoce bien Fangorn —dijo Aragorn—. ¿Es así?
—No muy bien —dijo el viejo—, eso demandaría muchas vidas de estudio. Pero vengo aquí de cuando en cuando.
—¿Podríamos saber cómo os llamáis, y luego oír lo que tenéis que decirnos? —preguntó Aragorn—. La mañana pasa, y tenemos algo entre manos que no puede esperar.
—En cuanto a lo que deseo deciros, ya lo he dicho: ¿Qué estáis haciendo, y qué historia podéis contarme de vosotros mismos? ¡En cuanto a mi nombre! —El viejo calló, y soltó una risa larga y dulce.
Aragorn se estremeció al oír el sonido de esa risa, y no era, sin embargo, miedo o terror lo que sentía, sino algo que podía compararse a la mordedura súbita de una ráfaga penetrante, o el batimiento de una lluvia helada que arranca a un hombre de un sueño inquieto.
—¡Mi nombre! —dijo el viejo otra vez—. ¿Todavía no lo habéis adivinado? Sin embargo, lo habéis oído antes, me parece. Sí, lo habéis oído antes. ¿Pero qué podéis decirme de vosotros?
Los tres compañeros no respondieron.
—Alguien podría decir sin duda que vuestra misión es quizá inconfesable —continuó el viejo—. Por fortuna, algo sé. Estáis siguiendo las huellas de dos jóvenes hobbits, me parece. Sí, hobbits. No me miréis así, como si nunca hubieseis oído esa palabra. Los conocéis, y yo también. Sabed entonces que ellos treparon aquí anteayer. Y se encontraron con alguien que no esperaban. ¿Os tranquiliza eso? Y ahora quisierais saber a dónde los llevaron. Bueno, bueno, quizá yo pueda daros algunas noticias. ¿Pero por qué estáis de pie? Pues veréis, vuestra misión no es ya tan urgente como habéis pensado. Sentémonos y pongámonos cómodos.
El viejo se volvió y fue hacia un montón de piedras y peñascos caídos al pie del risco, detrás de ellos. En ese instante, como si un encantamiento se hubiese roto, los otros se aflojaron y se sacudieron. La mano de Gimli aferró el mango del hacha. Aragorn desenvainó la espada. Legolas recogió el arco.
El viejo, sin prestarles la menor atención, se inclinó y se sentó en una piedra baja y chata. El manto gris se entreabrió, y los compañeros vieron, ahora sin ninguna duda, que debajo estaba vestido todo de blanco.
—¡Saruman! —gritó Gimli, y saltó hacia el viejo blandiendo el hacha—. ¡Habla! ¡Dinos dónde has escondido a nuestros amigos! ¿Qué has hecho con ellos? ¡Habla o te abriré una brecha en el sombrero que aun a un mago le costará trabajo reparar!
El viejo era demasiado rápido. Se incorporó de un salto y se encaramó en una roca. Allí esperó, de pie, de pronto muy alto, dominándolos. Había dejado caer la capucha y los harapos grises, y ahora la vestidura blanca centelleaba. Levantó la vara, y a Gimli el hacha se le desprendió de la mano y cayó resonando al suelo. La espada de Aragorn, inmóvil en la mano tiesa, se encendió con un fuego súbito. Legolas dio un grito y soltó una flecha que subió por el aire y se desvaneció en un estallido de llamas.
—¡Mithrandir! —gritó—. ¡Mithrandir!
—¡Feliz encuentro, te digo a ti otra vez, Legolas! —exclamó el viejo.
Todos tenían los ojos fijos en él. Los cabellos del viejo eran blancos como la nieve al sol; y las vestiduras eran blancas y resplandecientes; bajo las cejas espesas le brillaban los ojos, penetrantes como los rayos del sol; y había poder en aquellas manos. Asombrados, felices y temerosos, los compañeros estaban allí de pie y no sabían qué decir.
Al fin Aragorn reaccionó.
—¡Gandalf! —dijo—. ¡Más allá de toda esperanza regresas ahora a asistirnos! ¿Qué velo me oscurecía la vista? ¡Gandalf!
Gimli no dijo nada; cayó de rodillas, cubriéndose los ojos.
—Gandalf —repitió el viejo como sacando de viejos recuerdos una palabra que no utilizaba desde hacía mucho—. Sí, ése era el nombre. Yo era Gandalf.
Bajó de la roca, y recogiendo el manto gris se envolvió en él; fue como si el sol, luego de haber brillado un momento, se ocultara otra vez entre las nubes.
—Sí, todavía podéis llamarme Gandalf —dijo, y era aquella la voz del amigo y el guía—. Levántate, mi buen Gimli. No tengo nada que reprocharte, y no me has hecho ningún daño. En verdad, amigos míos, ninguno de vosotros tiene aquí un arma que pueda lastimarme. ¡Alegraos! Nos hemos encontrado de nuevo. En la vuelta de la marea. El huracán viene, pero la marca ha cambiado.
Puso la mano sobre la cabeza de Gimli, y el Enano alzó los ojos y de pronto se rió.
—¡Gandalf! —dijo—. ¡Pero ahora estás todo vestido de blanco!
—Sí, soy blanco ahora —dijo Gandalf—. En verdad soySaruman, podría decirse. Saruman como él tendría que haber sido. Pero, ¡contadme vosotros! He pasado por el fuego y por el agua profunda desde que nos vimos la última vez. He olvidado buena parte de lo que creía saber, y he aprendido muchas cosas que había olvidado. Ahora veo cosas muy lejanas, pero muchas otras que están al alcance de la mano no puedo verlas. ¡Habladme de vosotros!
—¿Qué quieres saber? —preguntó Aragorn—. Todo lo que ocurrió desde que nos separamos en el puente haría una larga historia. ¿No quisieras ante todo hablarnos de los hobbits? ¿Los encontraste, y están a salvo?
—No, no los encontré —dijo Gandalf—. Hay tinieblas que cubren los valles de Emyn Muil, y no supe que los habían capturado hasta que el águila me lo dijo.
—¡El águila! —dijo Legolas—. He visto un águila volando alto y lejos: la última vez fue hace tres días, sobre Emyn Muil.
—Sí —dijo Gandalf—, era Gwaihir el Señor de los Vientos que me rescató de Orthanc. Lo envié ante mí a observar el Río y a recoger noticias. Tiene ojos penetrantes, pero no puede ver todo lo que pasa bajo los árboles y las colinas. Algo ha visto, y yo vi otras cosas. El Anillo es ahora para mí inalcanzable, lo mismo que para cualquier miembro de la Compañía que partió de Rivendel. El Enemigo estuvo muy cerca de descubrirlo, pero el Anillo escapó. Tuve en eso parte de culpa, pues yo residía entonces en un sitio alto y luché con la Torre Oscura; y la Sombra pasó. Luego me sentí cansado, muy cansado; y marché mucho tiempo hundido en pensamientos sombríos.
—¡Entonces sabes algo de Frodo! —exclamó Gimli—. ¿Cómo le van a él las cosas?
—No puedo decirlo. Ha escapado a un peligro grande, pero otros muchos le aguardan aún. Ha resuelto ir solo a Mordor, y ya se ha puesto en camino; eso es todo lo que puedo decir.
—No solo —dijo Legolas—. Creemos que Sam lo acompaña.
—¿Sam? —dijo Gandalf, y una luz le pasó por los ojos, y una sonrisa le iluminó la cara—. ¿Sam, de veras? No sabía nada, y sin embargo no me sorprende. ¡Bien! ¡Muy bien! Me sacáis un peso del corazón. Tenéis que decirme más. Ahora sentaos junto a mí y contadme la historia de vuestro viaje.
Los compañeros se sentaron en el suelo a los pies de Gandalf, y Aragorn contó la historia. Durante un tiempo Gandalf no dijo nada, y no hizo preguntas. Tenía las manos extendidas sobre las rodillas, y los ojos cerrados. Al fin, cuando Aragorn habló de la muerte de Boromir, y de la última jornada por el Río Grande, el viejo suspiró.
—No has dicho todo lo que sabes o sospechas, Aragorn, amigo mío —dijo serenamente—. ¡Pobre Boromir! No pude ver qué le ocurrió. Fue una dura prueba para un hombre como él, un guerrero, y señor de los hombres. Galadriel me dijo que estaba en peligro. Pero consiguió escapar de algún modo. Me alegro. No fue en vano que los hobbits jóvenes vinieran con nosotros, al menos para Boromir. Pero no fue éste el único papel que les tocó desempeñar. Los trajeron a Fangorn, y la llegada de ellos fue como la caída de unas piedrecitas que desencadenan un alud en las montañas. Aun desde aquí, mientras hablamos, alcanzo a oír los primeros ruidos. ¡Será bueno para Saruman no estar demasiado lejos cuando el dique se rompa!
—En una cosa no has cambiado, querido amigo —dijo Aragorn—, todavía hablas en enigmas.
—¿Qué? ¿En enigmas? —dijo Gandalf—. ¡No! Pues estaba pensando en voz alta. Una costumbre de la gente vieja: eligen siempre al más enterado de los presentes cuando llega el momento de hablar; las explicaciones que necesitan los jóvenes son largas y fatigosas.
Se rió, pero la risa era ahora cálida y amable como un rayo de sol.
—Yo ya no soy joven, ni siquiera en las estimaciones de los Hombres de las Casas Antiguas —dijo Aragorn—. ¿No quieres hablarme más claramente?
—¿Qué podría decir? —preguntó Gandalf, e hizo una pausa, reflexionando—. He aquí un resumen de cómo veo las cosas en la actualidad, si deseáis conocer con la mayor claridad posible una parte de mi pensamiento. El Enemigo, por supuesto, sabe desde hace tiempo que el Anillo está en viaje, y que lo lleva un hobbit. Sabe también cuántos éramos en la Compañía cuando salimos de Rivendel, y la especie de cada uno de nosotros. Pero aún no ha entendido claramente nuestro propósito. Supone que todos íbamos a Minas Tirith, pues eso es lo que él hubiera hecho en nuestro lugar. Y de acuerdo con lo que él piensa, el poder de Minas Tirith hubiera sido entonces para él una grave amenaza. En verdad está muy asustado, no sabiendo qué criatura poderosa podría aparecer de pronto, llevando el Anillo, declarándole la guerra y tratando de derribarlo y reemplazarlo. Que deseemos derribarlo pero no sustituirlo por nadie es un pensamiento que nunca podría ocurrírsele. Que queramos destruir el Anillo mismo no ha entrado aún en los sueños más oscuros que haya podido alimentar. En esto, como entenderéis sin duda, residen nuestra mayor fortuna y nuestra mayor esperanza. Imaginando la guerra, la ha desencadenado, creyendo ya que no hay tiempo que perder, pues quien primero golpea, si golpea con bastante fuerza, quizá no tenga que golpear de nuevo. Ha puesto pues en movimiento, y más pronto de lo que pensaba, las fuerzas que estaba preparando desde hace mucho. Sabiduría insensata: si hubiera aplicado todo el poder de que dispone a guardar Mordor, de modo que nadie pudiese entrar, y se hubiera dedicado por entero a la caza del Anillo, entonces en verdad toda esperanza sería inútil: ni el Anillo ni el portador lo hubieran eludido mucho tiempo. Pero ahora se pasa las horas mirando a lo lejos y no atendiendo a los asuntos cercanos; y sobre todo le preocupa Minas Tirith. Pronto todas sus fuerzas se abatirán allí como una tormenta.
”Pues sabe ya que los mensajeros que él envió a acechar a la Compañía han fracasado otra vez. No han encontrado el Anillo. No han conseguido tampoco llevarse a algún hobbit como rehén. Esto solo hubiese sido para nosotros un duro revés, quizá fatal. Pero no confundamos nuestros corazones imaginando cómo pondrían a prueba la gentil lealtad de los hobbits allá en la Torre Oscura. Pues el Enemigo ha fracasado, hasta ahora, y gracias a Saruman.
—¿Entonces Saruman no es un traidor? —preguntó Gimli.
—Sí, lo es —dijo Gandalf—. Por partida doble. ¿Y no es raro? Nada de lo que hemos soportado en los últimos tiempos nos pareció tan doloroso como la traición de Isengard. Aun reconocido sólo como señor y capitán, Saruman se ha hecho muy poderoso. Amenaza a los Hombres de Rohan e impide que ayuden a Minas Tirith en el momento mismo en que el ataque principal se acerca desde el Este. No obstante, un arma traidora es siempre un peligro para la mano. Saruman tiene también la intención de apoderarse del Anillo por su propia cuenta, o al menos atrapar algunos hobbits para llevar a cabo sus malvados propósitos. De ese modo nuestros enemigos sólo consiguieron arrastrar a Merry y Pippin con una rapidez realmente asombrosa y en un abrir y cerrar de ojos hasta Fangorn, ¡a donde de otro modo ellos nunca hubieran ido!
”A la vez han alimentado en ellos mismos nuevas dudas, y han perturbado sus propios planes. Ninguna noticia de la batalla llegará a Mordor, gracias a los Jinetes de Rohan, pero el Señor Oscuro sabe que dos hobbits fueron tomados prisioneros en Emyn Muil y llevados a Isengard contra la voluntad de sus propios servidores. Ahora él teme a Isengard tanto como a Minas Tirith. Si Minas Tirith cae, las cosas empeorarán para Saruman.
—Es una pena que nuestros amigos estén en el medio —dijo Gimli—. Si no hubiera ninguna tierra entre Isengard y Mordor, podrían entonces combatir entre ellos mientras nosotros observamos y esperamos.
—El vencedor saldrá más fortalecido que cualquiera de los dos bandos, y ya no tendrá dudas —dijo Gandalf—. Pero Isengard no puede luchar contra Mordor, a menos que Saruman obtenga antes el Anillo. Esto no lo conseguirá ahora. Nada sabe aún del peligro en que se encuentra. Son muchas las cosas que ignora. Estaba tan ansioso de echar mano a la presa que no pudo esperar en Isengard y partió a encontrar y espiar a los mensajeros que él mismo había enviado. Pero esta vez vino demasiado tarde, y la batalla estaba terminada aun antes que él llegara a estas regiones, y ya no podía intervenir. No se quedó aquí mucho tiempo. He mirado en la mente de Saruman y he visto qué dudas lo afligen. No tiene ningún conocimiento del bosque. Piensa que los jinetes han masacrado y quemado todo en el mismo campo de batalla, pero no sabe si los orcos llevan o no algún prisionero. Y no se ha enterado de la disputa entre los servidores de Isengard y los orcos de Mordor; nada sabe tampoco del Mensajero Alado.
—¡El Mensajero Alado! —exclamó Legolas—. Le disparé con el arco de Galadriel sobre Sarn Gebir, y él cayó del cielo. Todos sentimos miedo entonces. ¿Qué nuevo terror es ése?
—Uno que no puedes abatir con flechas —dijo Gandalf—. Sólo abatiste la cabalgadura. Fue una verdadera hazaña, pero el Jinete pronto montó de nuevo. Pues él era un Nazgûl, uno de los Nueve, que ahora cabalgan sobre bestias aladas. Pronto ese terror cubrirá de sombras los últimos ejércitos amigos, ocultando el sol. Pero no se les ha permitido aún cruzar el Río, y Saruman nada sabe de esta nueva forma que visten los Espectros del Anillo. No piensa sino en el Anillo. ¿Estaba presente en la batalla? ¿Fue encontrado? ¿Y qué pasaría si Théoden, el Señor de la Marca, tropezara con el Anillo y se enterara del poder que se le atribuye? Ve todos esos peligros, y ha vuelto de prisa a Isengard a redoblar y triplicar el asalto a Rohan. Y durante todo ese tiempo hay otro peligro, que él no ve, dominado como está por tantos pensamientos. Ha olvidado a Bárbol.
—Ahora otra vez piensas en voz alta —dijo Aragorn con una sonrisa—. No conozco a ningún Bárbol. Y he adivinado una parte de la doble traición de Saruman; pero no sé de qué puede haber servido la llegada de los hobbits a Fangorn, excepto obligarnos a una persecución larga e infructuosa.
—¡Espera un momento! —exclamó Gimli—. Hay otra cosa que quisiera saber antes. ¿Fuiste tú, Gandalf, o fue Saruman a quien vimos anoche?
—No fui yo a quien visteis, por cierto —respondió Gandalf—. He de suponer pues que visteis a Saruman. Nos parecemos tanto, evidentemente, que he de perdonarte que hayas querido abrirme una brecha incurable en el sombrero.
—¡Bien, bien! —dijo Gimli—. Mejor que no fueras tú.
Gandalf rió otra vez.
—Sí, mi buen Enano —dijo—, es un consuelo que a uno no lo confundan siempre. ¡Y si no que me lo digan a mí! Pero, por supuesto, nunca os acusé de cómo me recibisteis. Cómo podría hacerlo, si yo mismo he aconsejado a menudo a mis amigos que ni siquiera confíen en sus propias manos cuando tratan con el Enemigo. ¡Bendito seas, Gimli hijo de Glóin! ¡Quizá un día nos veas juntos y puedas distinguir entre los dos!
—¡Pero los hobbits! —interrumpió Legolas—. Hemos andado mucho buscándolos, y tú pareces saber dónde se encuentran. ¿Dónde están ahora?
—Con Bárbol y los Ents —dijo Gandalf.
—¡Los Ents! —exclamó Aragorn—. ¿Entonces son ciertas las viejas leyendas sobre los habitantes de los bosques profundos y los pastores de árboles? ¿Hay todavía Ents en el mundo? Pensé que eran sólo un recuerdo de los días de antaño, o quizá apenas una leyenda de Rohan.
—¡Una leyenda de Rohan! —exclamó Legolas—. No, todo Elfo de las Tierras Ásperas ha cantado canciones sobre el viejo Onodrim y la pena que lo acosaba. Aunque aun entre nosotros son sólo apenas un recuerdo. Si me encontrara a alguno que anda todavía por este mundo, en verdad me sentiría joven de nuevo. Pero Bárbol no es más que una traducción de Fangorn a la Lengua Común; sin embargo, hablas de él como si fuera una persona. ¿Quién es este Bárbol?
—¡Ah! Ahora haces demasiadas preguntas —dijo Gandalf—. Lo poco que sé de esta larga y lenta historia demandaría un relato para el que nos falta tiempo. Bárbol es Fangorn, el guardián del bosque; es el más viejo de los Ents, la criatura más vieja entre quienes caminan todavía bajo el sol en la Tierra Media. Espero en verdad, Legolas, que tengas la oportunidad de conocerlo. Merry y Pippin han sido afortunados; se encontraron con él en este mismo sitio. Pues llegó aquí hace dos días y se los llevó a la morada donde él habita, al pie de las montañas. Viene aquí a menudo, principalmente cuando no se siente tranquilo y los rumores del mundo exterior lo perturban. Lo vi hace cuatro días paseándose entre los árboles, y creo que él me vio, pues hizo una pausa; pero no llegué a hablarle; muchos pensamientos me abrumaban, y me sentía fatigado luego de mi lucha con el Ojo de Mordor, y él tampoco me habló, ni me llamó por mi nombre.
—Quizá creyó él también que eras Saruman —dijo Gimli—. Pero hablas de él como si fuera un amigo. Yo creía que Fangorn era peligroso.
—¡Peligroso! —exclamó Gandalf—. Y yo también lo soy, muy peligroso, más peligroso que cualquier otra cosa que hayáis encontrado hasta ahora, a menos que os lleven vivos a la residencia del Señor Oscuro. Y Aragorn es peligroso, y Legolas es peligroso. Estás rodeado de peligros, Gimli hijo de Glóin, pues tú también eres peligroso, a tu manera. En verdad el bosque de Fangorn es peligroso, y más aún para aquellos que en seguida echan mano al hacha; y Fangorn mismo, él también es peligroso; aunque sabio, y bueno. Pero ahora la larga y lenta cólera de Fangorn está desbordando, y comunicándose a todo el bosque. La llegada de los hobbits y las noticias que le trajeron fueron la gota que colmó el vaso; pronto esa cólera se extenderá como una inundación, volviéndose contra Saruman y las hachas de Isengard. Está por ocurrir algo que no se ha visto desde los Días Antiguos: los Ents despertarán, y descubrirán que son fuertes.
—¿Qué harán entonces? —preguntó Legolas, sorprendido.
—No lo sé —dijo Gandalf—. Y no creo que ellos lo sepan.
Calló y bajó la cabeza, ensimismado.
Los otros se quedaron mirándolo. Un rayo de sol se filtró entre las nubes rápidas y cayó en las manos de Gandalf, que ahora las tenía en el regazo con las palmas vueltas hacia arriba: parecían estar colmadas de luz como una copa llena de agua. Al fin alzó los ojos y miró directamente al sol.
—La mañana se va —dijo—. Pronto tendremos que partir.
—¿Iremos a buscar a nuestros amigos y ver a Bárbol? —preguntó Aragorn.
—No —respondió Gandalf—, no es ésa la ruta que os aconsejo. He pronunciado palabras de esperanza. Pero sólo de esperanza. La esperanza no es la victoria. La guerra está sobre nosotros, y nuestros amigos; una guerra en la que sólo recurriendo al Anillo podríamos asegurarnos la victoria. Me da tristeza y miedo, pues muchas cosas se destruirán, y todo puede perderse. Soy Gandalf, Gandalf el Blanco, pero el Negro es todavía más poderoso.
Se incorporó y miró al este, protegiéndose los ojos, como si viera allá lejos muchas cosas que los otros no alcanzaban a ver. Al fin meneó la cabeza.
—No —dijo en voz baja—, está ahora fuera de nuestro alcance. Alegrémonos de esto al menos. El Anillo ya no puede tentarnos. Tendremos que descender a enfrentar un riesgo que es casi desesperado; pero el peligro mortal ha sido suprimido.
Se volvió a Aragorn.
—¡Vamos, Aragorn hijo de Arathorn! —dijo Gandalf—. No lamentes tu elección en el valle de Emyn Muil, ni hables de una persecución vana. En la duda elegiste el camino que te parecía bueno; la elección fue justa, y ha sido recompensada. Pues nos hemos reencontrado a tiempo, y de otro modo nos hubiésemos reencontrado demasiado tarde. Pero la busca de tus compañeros ha concluido. La continuación de tu viaje está señalada por la palabra que diste. Tienes que ir a Edoras y buscar a Théoden. Pues te necesitan. La luz de Andúril ha de descubrirse ahora en la batalla por la que ha esperado durante tanto tiempo. Hay guerra en Rohan, y un mal todavía peor; la desgracia amenaza a Théoden.
—¿Entonces ya no veremos otra vez a esos alegres y jóvenes hobbits? —preguntó Legolas.
—No diría eso —respondió Gandalf—. ¿Quién sabe? Tened paciencia. Id a donde tenéis que ir, ¡y confiad! ¡A Edoras! Yo iré con vosotros.
—Es un largo camino para que un hombre lo recorra a pie, joven o viejo —le dijo Aragorn—. Temo que la batalla termine mucho antes de que lleguemos.
—Ya se verá, ya se verá —dijo Gandalf—. ¿Vendréis ahora conmigo?
—Sí, partiremos juntos —dijo Aragorn—, pero no dudo de que tú podrías llegar allí antes que yo, si lo quisieras.
Se incorporó y observó largamente a Gandalf. Los otros los miraron en silencio, mientras estaban allí de pie, enfrentándose. La figura gris del Hombre, Aragorn hijo de Arathorn, era alta, y rígida como la piedra, con la mano en la empuñadura de la espada; parecía un rey que hubiese salido de las nieblas del mar a unas costas donde vivían unos hombres menores. Ante él se erguía la vieja figura, blanca, brillante como si alguna luz le ardiera dentro, inclinada, doblada por los años, pero dueña de un poder que superaba la fuerza de los reyes.
—¿No digo acaso la verdad, Gandalf? —dijo Aragorn al fin—. ¿No podrías ir a cualquier sitio más rápido que yo si así lo quisieras? Y digo esto también: eres nuestro capitán y nuestra bandera. El Señor Oscuro tiene Nueve. Pero nosotros tenemos Uno, más poderoso que ellos: el Caballero Blanco. Ha pasado por las pruebas del fuego y el abismo, y ellos le temerán. Iremos a donde él nos conduzca.
—Sí, juntos te seguiremos —dijo Legolas—. Pero antes me aliviarías el corazón, Gandalf, si nos dijeras qué te ocurrió en Moria. ¿Nos lo dirás? ¿No puedes demorarte ni siquiera para decirles a tus amigos cómo te libraste?
—Me he demorado ya demasiado —respondió Gandalf—. El tiempo es corto. Pero aunque dispusiésemos de un año, no os lo diría todo.
—¡Entonces dinos lo que quieras, y lo que el tiempo permita! —dijo Gimli—. ¡Vamos, Gandalf, dinos cómo enfrentaste al Balrog!
—¡No lo nombres! —exclamó Gandalf, y durante un momento pareció que una nube de dolor le pasaba por la cara, y se quedó silencioso, y pareció viejo como la muerte—. Mucho tiempo caí —dijo al fin, lentamente, como recordando con dificultad—. Mucho tiempo caí, y él cayó conmigo. El fuego de él me envolvía, quemándome. Luego nos hundimos en un agua profunda y todo fue oscuro. El agua era fría como la marca de la muerte: casi me hiela el corazón.
—Profundo es el abismo que el Puente de Durin franquea —dijo Gimli– y nadie lo ha medido.
—Sin embargo, tiene un fondo, más allá de toda luz y todo conocimiento —dijo Gandalf—. Al fin llegué allí, a las más extremas fundaciones de piedra. Él estaba todavía conmigo. El fuego se le había apagado, pero ahora era una criatura de barro, más fuerte que una serpiente constrictora.
”Luchamos allá lejos bajo la tierra viviente, donde no hay cuenta del tiempo. Él me aferraba con fuerza y yo lo acuchillaba, hasta que por último él huyó por unos túneles oscuros. No fueron construidos por la gente de Durin, Gimli hijo de Glóin. Abajo, más abajo que las más profundas moradas de los Enanos, unas criaturas sin nombre roen el mundo. Ni siquiera Sauron las conoce. Son más viejas que él. Recorrí esos caminos, pero nada diré que oscurezca la luz del día. En aquella desesperanza, mi enemigo era la única salvación, y fui detrás de él, pisándole los talones. Terminó al fin por llevarme a los caminos secretos de Khazad-dûm: demasiado bien los conocía. Siempre subiendo fuimos así hasta que llegamos a la Escalera Interminable.
—Hace tiempo que no se sabe de ella —dijo Gimli—. Muchos pretenden que nunca existió sino en las leyendas, pero otros afirman que fue destruida.
—Existe, y no fue destruida —dijo Gandalf—. Desde el escondrijo más bajo a la cima más alta sube en una continua espiral de miles de escalones, hasta que sale al fin en la Torre de Durin labrada en la roca viva de Zirakzigil, el pico del Cuerno de Plata.
”Allí sobre el Celebdil una ventana solitaria se abre a la nieve, y ante ella se extiende un espacio estrecho, un área vertiginosa sobre las nieblas del mundo. El sol brilla fieramente en ese sitio, pero abajo todo está amortajado en nubes. Él salió fuera, y cuando llegué detrás, ya estaba ardiendo con nuevos fuegos. No había nadie allí que nos viera, aunque quizá cuando pasen los años habrá gentes que canten la Batalla de la Cima. —Gandalf rió de pronto—. ¿Pero qué dirán esas canciones? Aquellos que miraban de lejos habrán pensado que una tormenta coronaba la montaña. Se oyeron truenos, y hubo relámpagos, que estallaban sobre el Celebdil, y retrocedían quebrándose en lenguas de fuego. ¿No es bastante? Una gran humareda se alzó a nuestro alrededor, vapores y nubes. El hielo cayó como lluvia. Derribé a mi enemigo, y él cayó desde lo alto, golpeando y destruyendo el flanco de la montaña. Luego me envolvieron las tinieblas, y me extravié fuera del pensamiento y del tiempo, y erré muy lejos por sendas de las que nada diré.
”Desnudo fui enviado de vuelta, durante un tiempo, hasta que llevara a cabo mi trabajo. Y desnudo yací en la cima de la montaña. La torre de atrás había sido reducida a polvo, la ventana había desaparecido: las piedras rotas y quemadas obstruían la arruinada escalera. Yo estaba solo allí, olvidado, sin posibilidad de escapar en aquella dura cima del mundo. Allí me quedé, tendido de espaldas, mirando el cielo mientras las estrellas giraban encima, y los días parecían más largos que la vida entera de la tierra. Débiles llegaban a mis oídos los rumores de todas las tierras; la germinación y la muerte, las canciones y los llantos, y el lento y sempiterno gruñido de las piedras sobrecargadas. Y así por fin Gwaihir el Señor de los Vientos me encontró otra vez, y me recogió y me llevó.
”«Parezco condenado a ser tu carga, amigo en tiempos de necesidad», le dije.
”«Has sido una carga antes —me respondió—, pero no ahora. Eres entre mis garras liviano como una pluma de cisne. El sol brilla a través de ti. En verdad no pienso que me necesites más: si yo te dejara caer flotarías en el viento.»
”«¡No me dejes caer», jadeé, pues sentía que me volvía la vida. «¡Llévame a Lothlórien!»
”«Ésa es en verdad la orden de la Dama Galadriel, que me envió a buscarte», me respondió.
”Fue así como llegué a Caras Galadon y descubrí que ya no estabais. Me demoré allí en el tiempo sin edad de aquellas tierras, donde los días curan y no arruinan. Me curé, y fui vestido de blanco. Aconsejé y me aconsejaron. De allá vine por extraños caminos, y traje mensajes para algunos de vosotros. Se me pidió que a Aragorn le dijera esto:
¿Dónde están ahora los Dúnedain, Elessar, Elessar?
¿Por qué, tus gentes andan errantes allá lejos?
Cercana está la hora en que volverán los Perdidos