Текст книги "Las dos torres"
Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien
Жанр:
Эпическая фантастика
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Ahora la voz de Faramir se había convertido en un susurro.
—Pero una cosa supe al menos, o adiviné, que siempre he guardado en secreto en mi corazón: que Isildur tomó algo de la mano del Sin Nombre, antes de partir de Gondor, cuando fue visto por última vez entre hombres mortales. Aquí estaba, pensaba yo, la respuesta a las preguntas de Mithrandir. Pero parecía en ese entonces que estos asuntos concernían sólo a los estudiosos de la antigua sabiduría. Ni cuando discutíamos entre nosotros las enigmáticas palabras del sueño, pensé que el Daño de Isildurpudiera ser la misma cosa. Pues Isildur cayó en una emboscada y fue muerto por flechas de orcos, de acuerdo con la única leyenda que nosotros conocemos, y Mithrandir nunca me dijo más.
”Qué es en realidad esa Cosa no puedo aún adivinarlo; pero tiene que ser un objeto de gran poder y peligro. Un arma temible, tal vez, ideada por el Señor Oscuro. Si fuese un talismán que procurara ventajas en la guerra, puedo creer por cierto que Boromir, el orgulloso y el intrépido, el a menudo temerario Boromir, siempre soñando con la victoria de Minas Tirith (y con su propia gloria) haya deseado poseerlo y se sintiera atraído por él. ¡Por qué habrá partido en esa búsqueda funesta! Yo habría sido elegido por mi padre y los ancianos, pero él se adelantó, por ser el mayor y el más osado (lo cual era verdad), y no escuchó razones.
”¡Pero no temas! Yo no me apoderaría de esa cosa ni aun cuando la encontrase tirada en la orilla del camino. Ni aunque Minas Tirith cayera en ruinas, y sólo yo pudiera salvarla, así, utilizando el arma del Señor Oscuro para bien de la ciudad, y para mi gloria. No, no deseo semejantes triunfos, Frodo hijo de Drogo.
—Tampoco los deseaba el Concilio —dijo Frodo—. Ni yo. Quisiera no saber nada de esos asuntos.
—Por mi parte —dijo Faramir—, quisiera ver el Árbol Blanco de nuevo florecido en las cortes de los reyes, y el retorno de la Corona de Plata, y que Minas Tirith viviera en paz: Minas Anor otra vez como antaño, plena de luz, alta y radiante, hermosa como una reina entre otras reinas: no señora de una legión de esclavos, ni aun ama benévola de esclavos voluntarios. Guerra ha de haber mientras tengamos que defendernos de la maldad de un poder destructor que nos devoraría a todos; pero yo no amo la espada porque tiene filo, ni la flecha porque vuela, ni al guerrero porque ha ganado la gloria. Sólo amo lo que ellos defienden: la ciudad de los Hombres de Númenor; y quisiera que otros la amasen por sus recuerdos, por su antigüedad, por su belleza y por la sabiduría que hoy posee. Que no la teman, sino como acaso temen los hombres la dignidad de un hombre, viejo y sabio.
”¡Así pues, no me temas! No pido que me digas más. Ni siquiera pido que digas si me he acercado a la verdad. Pero si quieres confiar en mí, podría tal vez aconsejarte y hasta ayudarte a cumplir tu misión, cualquiera que ella sea.
Frodo no respondió. A punto estuvo de ceder al deseo de ayuda y de consejo, de confiarle a este hombre joven y grave, cuyas palabras parecían tan sabias y tan hermosas, todo cuanto pesaba sobre él. Pero algo lo retuvo. Tenía el corazón abrumado de temor y tristeza: si él y Sam eran en verdad, como parecía probable, todo cuanto quedaba ahora de los Nueve Caminantes, entonces sólo él conocía el secreto de la misión. Más valía desconfiar de palabras inmerecidas que de palabras irreflexivas. Y el recuerdo de Boromir, del horrible cambio que había producido en él la atracción del Anillo, estaba muy presente en su memoria, mientras miraba a Faramir y escuchaba su voz: eran distintos, sí, pero a la vez muy parecidos.
Durante un rato continuaron caminando en silencio, deslizándose como sombras grises y verdes bajo los árboles añosos, sin hacer ningún ruido; en lo alto cantaban muchos pájaros, y el sol brillaba en la bóveda de hojas lustrosas y oscuras de los siempre verdes bosques de Ithilien.
Sam no había intervenido en la conversación, pero la había escuchado; y al mismo tiempo había prestado atención, con su aguzado oído de hobbit, a todos los rumores y ruidos ahogados del bosque. Una cosa había notado: que en toda la conversación el nombre de Gollum no se había mencionado una sola vez. Se alegraba, aunque le parecía que era demasiado esperar no volver a oírlo más. Pronto advirtió también que aunque iban solos, había muchos hombres en las cercanías: no solamente Damrod y Mablung, que aparecían y desaparecían entre las sombras delante de ellos, sino otros a la izquierda y la derecha, encaminándose furtiva y rápidamente a algún sitio señalado.
Una vez, al volver bruscamente la cabeza, como si una picazón en la piel le advirtiera que alguien lo observaba, creyó entrever una pequeña forma negra que se escabullía por detrás del tronco de un árbol. Abrió la boca para hablar y la cerró otra vez. —No estoy seguro —se dijo—; ¿y para qué recordarles a ese viejo villano, si ellos han preferido olvidarlo? ¡Ojalá yo también lo olvidara!
Así continuaron la marcha, hasta que la espesura del bosque empezó a ralear, y el terreno a descender en barrancas más empinadas. Dieron vuelta una vez más, a la derecha, y no tardaron en llegar a un pequeño río que corría por una garganta estrecha: era el mismo arroyo que nacía, mucho más arriba, en la cuenca redonda, y que ahora serpeaba en un rápido torrente, por un lecho profundamente hendido y muy pedregoso, bajo las ramas combadas de los acebos y el oscuro follaje del boj. Mirando hacia el oeste podían ver, más abajo, envueltas en una bruma luminosa, tierras bajas y vastas praderas, y centelleando a lo lejos a la luz del sol poniente las aguas anchas del Anduin.
—Aquí, lamentablemente, cometeré con vosotros una descortesía —dijo Faramir—. Espero que sabréis perdonarla en quien hasta ahora ha desechado órdenes en favor de buenos modales a fin de no mataros ni amarraros con cuerdas. Pero un mandamiento riguroso exige que ningún extranjero, aun cuando fuese uno de Rohan que luche en nuestras filas, ha de ver el camino por el que ahora avanzamos con los ojos abiertos. Tendré que vendaros.
—Como gustes —dijo Frodo—. Hasta los Elfos lo hacen cuando les parece necesario, y con los ojos vendados cruzamos las fronteras de la hermosa Lothlórien. Gimli el Enano lo tomó a mal, pero los hobbits lo soportaron.
—El lugar al que os conduciré no es tan hermoso —dijo Faramir—. Pero me alegra que lo aceptéis de buen grado y no por la fuerza.
Llamó por lo bajo, e inmediatamente Mablung y Damrod salieron de entre los árboles y se acercaron de nuevo a ellos.
—Vendadles los ojos a estos huéspedes —dijo Faramir—. Fuertemente, pero sin incomodarlos. No les atéis las manos. Prometerán que no tratarán de ver. Podría confiar en que cerrasen los ojos voluntariamente, pero los ojos parpadean, si los pies tropiezan en el camino. Guiadlos de modo que no trastabillen.
Los guardias vendaron entonces con bandas verdes los ojos de los hobbits, y les bajaron las capuchas casi hasta la boca; en seguida, tomándolos rápidamente por las manos, se pusieron otra vez en marcha. Todo cuanto Frodo y Sam supieron de esta última milla, fue lo que adivinaron haciendo conjeturas en la oscuridad. Al cabo de un rato tuvieron la impresión de ir por un sendero que descendía en rápida pendiente; muy pronto se volvió tan estrecho que avanzaron todos en fila, rozando a ambos lados un muro pedregoso; los guardias los guiaban desde atrás, con las manos firmemente apoyadas en los hombros de los hobbits. De tanto en tanto, cada vez que llegaban a un trecho más accidentado, los levantaban, para volver a depositarlos en el suelo un poco más adelante. Constantemente oían a la derecha el agua que corría sobre las piedras, ahora más cercana y rumorosa. Al cabo de un tiempo detuvieron la marcha. Inmediatamente Mablung y Damrod los hicieron girar sobre sí mismos, varias veces, y los hobbits se desorientaron del todo. Treparon un poco; hacía frío y el ruido del agua era ahora más débil. Luego, levantándolos otra vez, los hicieron bajar numerosos escalones, y volver un recodo. De improviso oyeron de nuevo el agua, ahora sonora, impetuosa y saltarina. Tenían la impresión de estar rodeados de agua, y sentían que una finísima llovizna les rociaba las manos y las mejillas. Por fin los pusieron nuevamente en el suelo. Un momento permanecieron así, amedrentados, con vendas en los ojos, sin saber dónde estaban; y nadie hablaba alrededor.
De pronto llegó la voz de Faramir, muy próxima, a espaldas de ellos.
—¡Dejadles ver! —dijo.
Les quitaron los pañuelos y les levantaron las capuchas, y los hobbits pestañearon, y se quedaron sin aliento.
Se encontraban en un mojado pavimento de piedra pulida, el umbral, por así decir, de una puerta de roca toscamente tallada que se abría, negra, detrás de ellos. Enfrente caía una delgada cortina de agua, tan próxima que Frodo, con el brazo extendido, hubiera podido tocarla. Miraba al oeste. Del otro lado del velo se refractaban los rayos horizontales del sol poniente, y la luz purpúrea se quebraba en llamaradas de colores siempre cambiantes. Les parecía estar junto a la ventana de una extraña torre élfica, velada por una cortina recamada con hilos de plata y de oro, y de rubíes, zafiros, y amatistas, ardiendo todo en un fuego que nunca se consumía.
—Al menos hemos tenido la suerte de llegar a la mejor hora para recompensar vuestra paciencia —dijo Faramir—. Ésta es la Ventana del Sol Poniente, Henneth Annûn, la más hermosa de todas las cascadas de Ithilien, tierra de muchos manantiales. Pocos son los extranjeros que la han contemplado. Mas no hay dentro una cámara real digna de tanta belleza. ¡Entrad ahora y ved!
Mientras Faramir hablaba, el sol desapareció en el horizonte, y el fuego se extinguió en el móvil dosel del agua. Dieron media vuelta, traspusieron el umbral bajo la arcada baja y amenazadora, y se encontraron de súbito en un recinto de piedra, vasto y tosco, bajo un techo abovedado. Algunas antorchas proyectaban una luz mortecina sobre las paredes relucientes. Ya había allí un gran número de hombres. Otros seguían entrando en grupos de dos y de tres por una puerta lateral, oscura y estrecha. A medida que se habituaban a la penumbra, los hobbits notaron que la caverna era más grande de lo que habían imaginado, y que había allí grandes reservas de armamentos y vituallas.
—Bien, he aquí nuestro refugio —dijo Faramir—. No es un lugar demasiado confortable, pero os permitirá pasar la noche en paz. Al menos está seco, y aunque no hay fuego, tenemos comida. En tiempos remotos el agua corría a través de esta gruta y se derramaba por la arcada, pero los obreros de antaño desviaron la corriente más arriba del paso, y el río desciende ahora desde las rocas en una cascada dos veces más alta. Todas las vías de acceso a esta gruta fueron clausuradas entonces, para impedir la penetración del agua y de cualquier otra cosa; todas salvo una. Ahora hay sólo dos salidas: aquel pasaje por el que entrasteis con los ojos vendados, y el de la Cortina de la Ventana, que da a una cuenca profunda sembrada de cuchillos de piedra. Y ahora descansad unos minutos, mientras preparamos la cena.
Los hobbits fueron conducidos a un rincón, donde les dieron un lecho para que se echaran encima a descansar, si así lo deseaban. Mientras tanto los hombres iban y venían atareados por la caverna, silenciosos, y con una presteza metódica. Tablas livianas fueron retiradas de las paredes, dispuestas sobre caballetes y cargadas de utensilios. Éstos eran en su mayor parte simples y sin adornos, pero todos de noble y armoniosa factura: escudillas redondas, tazones y fuentes de terracota esmaltada o de madera de boj torneada, lisos y pulcros. Aquí y allá había una salsera o un cuenco de bronce pulido; y un copón de plata sin adornos junto al sitio del Capitán, en la mesa del centro.
Faramir iba y venía entre los hombres, interrogándolos en voz baja, a medida que llegaban. Algunos volvían de perseguir a los Sureños; otros, los que habían quedado como centinelas y exploradores cerca del camino, fueron los últimos en aparecer. Se conocía la suerte que habían corrido todos los sureños, excepto el gran Mûmak: qué había sido de él nadie pudo decirlo. Del Enemigo, no se veía movimiento alguno; no había en los alrededores ni un solo espía orco.
—¿No viste ni oíste nada, Anborn? —le preguntó Faramir al último en llegar.
—Bueno, no, señor —dijo el hombre—. Por lo menos ningún orco. Pero vi, o me pareció ver, una cosa un poco extraña. Caía la noche, y a esa hora las cosas parecen a veces más grandes de lo que son. Así que tal vez no fuera nada más que una ardilla. —Al oír esto Sam aguzó el oído—. Pero entonces era una ardilla negra, y no le vi la cola. Parecía una sombra que se deslizaba por el suelo. Se escurrió detrás del tronco de un árbol cuando me aproximé, y trepó hasta la copa rápidamente, en verdad como una ardilla. Pero vos, señor, no aprobáis que matemos sin razón bestias salvajes, y no parecía ser otra cosa, de modo que no usé mi arco. De todas maneras estaba demasiado oscuro para disparar una flecha certera, y la criatura desapareció en un abrir y cerrar de ojos en la oscuridad del follaje. Pero me quedé allí un rato, porque me pareció extraño, y luego me apresuré a regresar. Tuve la impresión de que me silbó desde muy arriba, cuando me alejaba. Una ardilla grande, tal vez. Puede ser que al amparo de las sombras del Sin Nombre algunas de las bestias del Bosque Negro vengan a merodear por aquí. Ellos tienen allá ardillas negras, dicen.
—Puede ser —dijo Faramir—. Pero ése sería un mal presagio. No queremos en Ithilien fugitivos del Bosque Negro. —Sam creyó ver que al decir estas palabras Faramir echaba una mirada rápida a los hobbits, pero no dijo nada. Durante un rato Frodo y él permanecieron acostados de espaldas observando la luz de las antorchas, y a los hombres que iban y venían hablando a media voz. Luego, repentinamente, Frodo se quedó dormido.
Sam discutía consigo mismo, defendiendo ya un argumento, ya el argumento contrario. «Es posible que tenga razón —se decía—, pero también podría no tenerla. Las palabras hermosas esconden a veces un corazón infame. —Bostezó—. Podría dormir una semana entera, y bien que me sentaría. ¿Y qué puedo hacer, aunque me mantenga despierto, yo solo en medio de tantos Hombres grandes? Nada, Sam Gamyi; pero tienes que mantenerte despierto a pesar de todo.» Y de una u otra forma lo consiguió. La luz desapareció de la puerta de la caverna, y el velo gris del agua de la cascada se ensombreció y se perdió en la oscuridad creciente. Y el sonido del agua siempre continuaba, sin cambiar jamás de nota, mañana, tarde o noche. Murmuraba y susurraba e invitaba al sueño. Sam se hundió los nudillos en los ojos.
Ahora estaban encendiendo más antorchas. Habían espitado un casco de vino, abrían los barriles de provisiones, y algunos hombres iban a buscar agua a la cascada. Otros se lavaban las manos en jofainas. Trajeron para Faramir un gran aguamanil de cobre y un lienzo blanco, y también él se lavó.
—Despertad a nuestros huéspedes —dijo—, y llevadles agua. Es hora de comer.
Frodo se incorporó y se desperezó, bostezando. Sam, que no estaba habituado a que lo sirvieran, miró con cierta sorpresa al hombre alto que se inclinaba, acercándole un aguamanil.
—¡Déjala en el suelo, maestro, por favor! —dijo—. Será más fácil para ti y también para mí. —Luego, ante el asombro divertido de los Hombres, hundió la cabeza en el agua fría y se restregó el cuello y las orejas.
—¿Es costumbre en vuestra tierra lavarse la cabeza antes de la cena? —preguntó el hombre que servía a los hobbits.
—No, antes del desayuno —replicó Sam—. Pero si estás falto de sueño, el agua fría en el cuello te hace el mismo efecto que la lluvia a una lechuga marchita. ¡Listo! Ahora me podré mantener despierto el tiempo suficiente como para comer un bocado.
Condujeron a los hobbits a los asientos junto a Faramir: barriles recubiertos de pieles y más altos que los bancos de los Hombres para que estuvieran cómodos. Antes de sentarse a comer, Faramir y todos sus hombres se volvieron de cara al oeste, y así permanecieron un momento, en profundo silencio. Faramir les indicó a Frodo y a Sam que hicieran lo mismo.
—Siempre lo hacemos —explicó Faramir cuando por fin se sentaron—; volvemos la mirada hacia Númenor, la Númenor que fue, y más allá de Númenor hacia el Hogar de los Elfos que todavía es, y más lejos todavía hacia lo que es y siempre será. ¿No hay entre vosotros una costumbre semejante a la hora de las comidas?
—No —respondió Frodo, sintiéndose extrañamente rústico y sin educación—. Pero si hemos sido invitados, saludamos a nuestro anfitrión con una reverencia, y luego de haber comido nos levantamos y le damos las gracias.
—También nosotros lo hacemos —dijo Faramir.
Luego de tanto peregrinar, y de acampar a la intemperie, y de tantos días pasados en tierras salvajes y desiertas, la colación de la noche les pareció a los hobbits un festín: beber el vino rubio, fresco y fragante, y comer el pan con mantequilla, y carnes saladas y frutos secos, y un excelente queso rojo, ¡con las manos limpias y vajilla y cubiertos relucientes! Ni Frodo ni Sam rehusaron una sola de las viandas que les fueron ofrecidas, ni una segunda ración, ni aun una tercera. El vino les corría por las venas y los miembros cansados y se sentían alegres y ligeros de corazón como no lo habían estado desde que partieran de las tierras de Lórien.
Cuando todo hubo terminado, Faramir los llevó a un nicho al fondo de la caverna, aislado en parte por una cortina; allí pusieron una mesa y dos bancos. Una pequeña lámpara de barro ardía en la hornacina.
—Pronto podréis tener ganas de dormir —dijo—, especialmente el buen Samsagaz, que no ha querido cerrar un ojo antes de la cena aunque no sé si por miedo a embotar un noble apetito o por miedo a mí. Pero no es saludable irse a dormir en seguida de comer, y menos aún luego de un prolongado ayuno. Hablemos, pues, durante un rato. Tendréis mucho que contar de vuestro viaje desde Rivendel. Y también querréis saber algo de nosotros y del país en que ahora os encontráis. Habladme de mi hermano Boromir, del viejo Mithrandir y de la hermosa gente del país de Lothlórien.
Frodo ya no tenía sueño y estaba dispuesto a conversar. Sin embargo, aunque se sentía bien luego de la comida y el vino, no había perdido del todo la cautela. Sam estaba radiante y canturreaba en voz baja; pero cuando Frodo habló, al principio se contentó con escuchar, aventurando sólo una que otra exclamación de asentimiento.
Frodo relató muchas historias, pero eludiendo una y otra vez el tema de la misión de la Compañía y el Anillo, extendiéndose en cambio en el valiente papel que Boromir había desempeñado en todas las aventuras de los viajeros, con los lobos en las tierras salvajes, en medio de las nieves bajo el Caradhras, y en las minas de Moria donde cayera Gandalf. La historia del combate sobre el puente fue la que más conmovió a Faramir.
—Ha de haber enfurecido a Boromir tener que huir de los orcos —dijo– y hasta de la criatura feroz de que me hablas, ese Balrog, aun cuando fuera el último en retirarse.
—Él fue el último, sí —dijo Frodo—, pero Aragorn no tuvo más remedio que ponerse al frente de la Compañía. De no haber tenido que cuidar de nosotros, los más pequeños, no creo que ni él ni Boromir hubiesen huido.
—Quizá hubiera sido mejor que Boromir hubiese caído allí con Mithrandir —dijo Faramir—, en vez de ir hacia el destino que lo esperaba más allá de las cascadas del Rauros.
—Quizá. Pero háblame ahora de vuestras vicisitudes —dijo Frodo eludiendo una vez más el tema—. Pues me gustaría conocer mejor la historia de Minas Ithil y de Osgiliath, y de Minas Tirith la perdurable. ¿Qué esperanzas albergáis para esa ciudad en esta larga guerra?
—¿Qué esperanzas? —dijo Faramir—. Tiempo ha que hemos abandonado toda esperanza. La espada de Elendil, si es que vuelve en verdad, podrá reavivarlas, pero no conseguirá otra cosa, creo, que aplazar el día fatídico, a menos que recibiéramos también nosotros ayuda inesperada, de los Elfos o de los Hombres. Pues el Enemigo crece y nosotros decrecemos. Somos un pueblo en decadencia, un otoño sin primavera.
”Los Hombres de Númenor se habían afincado a lo ancho y a lo largo de las costas y regiones marítimas de las Grandes Tierras, pero la mayor parte de ellos cayeron en maldades y locura. Muchos se dejaron seducir por las Sombras y las artes negras; algunos se abandonaron por completo a la pereza o la molicie, y otros a la guerra entre hermanos, hasta que se debilitaron y fueron conquistados por los hombres salvajes.
”No se dice que las malas artes fueran siempre practicadas en Gondor, ni que honraran a El Sin Nombre; la sabiduría y la belleza de antaño, traídas del Oeste, perduraron largo tiempo en el reino de los hijos de Elendil el Hermoso, y todavía subsisten. Pero aun así, fue Gondor la que provocó su propia decadencia, hundiéndose poco a poco en la extravagancia, convencida de que el Enemigo dormía, cuando en realidad estaba replegado, no destruido.
”La muerte siempre estaba presente, porque los Númenóreanos, como lo hicieran en su antiguo reino, que así habían perdido, ambicionaban aún una vida eternamente inmutable. Los reyes construían tumbas más espléndidas que las casas en que habitaban, y en sus árboles genealógicos los nombres del pasado les eran más caros que los de sus propios hijos. Señores sin descendencia holgazaneaban en antiguos castillos sin otro pensamiento que la heráldica; en cámaras secretas los ancianos decrépitos preparaban elixires poderosos, o en torres altas y frías interrogaban a las estrellas. Y el último rey de la dinastía de Anárion no tenía heredero.
”Pero los senescales fueron más sabios y más afortunados. Más sabios, porque reclutaron las fuerzas de nuestro pueblo entre la gente robusta de la costa marítima, y entre los intrépidos montañeses de Ered Nimrais. Y pactaron una tregua con los orgullosos pueblos del Norte, que a menudo nos habían atacado, hombres de un coraje feroz, pero nuestros parientes muy lejanos, a diferencia de los salvajes Hombres del Este o los crueles Haradrim.
”Ocurrió entonces que en los días de Cirion, el Duodécimo Senescal (y mi padre es el vigésimo sexto), acudieron en nuestra ayuda y en el gran Campo de Celebrant destruyeron a los enemigos que se habían apoderado de las provincias septentrionales. Éstos son los Rohirrim, como nosotros los llamamos, señores de caballos, y a ellos les cedimos las tierras de Calenardhon que desde entonces llevan el nombre de Rohan: pues ya en tiempos remotos esa provincia estaba escasamente poblada. Y se convirtieron en nuestros aliados y siempre se han mostrado leales, ayudándonos en momentos de necesidad, y custodiando nuestras fronteras en el Paso de Rohan.
”De nuestras tradiciones y costumbres han aprendido lo que quisieron, y sus señores hablan nuestra lengua si es preciso; pero en general conservan las costumbres y tradiciones del pasado; y entre ellos hablan en la lengua nórdica que les es propia. Y nosotros los amamos: hombres de elevada estatura y mujeres hermosas, valientes todos por igual, fuertes, de cabellos dorados y ojos brillantes; nos recuerdan la juventud de los Hombres, como eran en los Días Antiguos. Y en verdad, nuestros maestros de tradición dicen que tienen de antiguo esta afinidad con nosotros porque provienen de las mismas Tres Casas de los Hombres, como los Númenóreanos; no de Hador el de los Cabellos de Oro, el amigo de los Elfos, tal vez, sino de aquellos hijos y súbditos de Hador que no atravesaron el Mar rumbo al Oeste, desoyendo la llamada.
”Pues así denominamos a los Hombres en nuestra tradición, llamándolos los Altos, o los Hombres del Oeste, que eran los Númenóreanos; y los Pueblos del Medio, los Hombres del Crepúsculo, como los Rohirrim y las gentes como ellos que habitan todavía muy lejos en el Norte; y los Salvajes, los Hombres de la Oscuridad.
”Pero si con el tiempo los Rohirrim han empezado a parecerse en algunos aspectos a nosotros, aficionándose a las artes y a maneras más atemperadas, también nosotros hemos empezado a parecernos a ellos, y ya casi no podemos reclamar el título de Altos. Nos hemos transformado en Hombres del Medio, del Crepúsculo, pero con el recuerdo de otras cosas. De los Rohirrim hemos aprendido a amar la guerra y el coraje como cosas buenas en sí mismas, juego y meta a la vez; y aunque todavía pensamos que un guerrero ha de tener inteligencia y conocimientos, y no sólo dominar el manejo de las armas y el arte de matar, consideramos no obstante al guerrero superior a los hombres de otras profesiones. Así lo exigen las necesidades de nuestros tiempos. Guerrero era también mi hermano, Boromir: un hombre intrépido, considerado por su temple como el mejor de Gondor. Y era muy valiente: en muchos años no hubo en Minas Tirith un heredero como él, tan resistente a la fatiga, tan denodado en la batalla, ninguno capaz de arrancar del Gran Cuerno una nota más poderosa. —Faramir suspiró y durante un rato guardó silencio.
—No habla usted mucho de los Elfos en sus relatos, señor —dijo Sam, armándose súbitamente de coraje. Había notado que Faramir aludía a los Elfos con reverencia, y esto, aún más que la cortesía con que trataba a los hobbits, y la comida y el vino que les ofreciera, le había ganado el respeto de Sam, mucho menos receloso ahora.
—No, así es, Maese Samsagaz —dijo Faramir—, pues no soy versado en la tradición élfica. Pero has tocado aquí otro aspecto en el que también hemos cambiado, en la declinación que va de Númenor a la Tierra Media. Sabrás tal vez, si Mithrandir fue compañero vuestro y si habéis hablado con Elrond, que los Edain, los Padres de los Númenóreanos, combatieron junto a los Elfos en las primeras guerras, y recibieron en recompensa el reino que está en el centro mismo del Mar, a la vista del Hogar de los Elfos. Pero en la Tierra Media los Hombres y los Elfos se distanciaron en días de oscuridad, a causa de los ardides del Enemigo, y de las lentas mutaciones del tiempo, pues cada especie se alejó cada vez más por caminos divergentes. Ahora los Hombres temen a los Elfos y desconfían de ellos, aunque bien poco los conocen. Y nosotros, los de Gondor, nos estamos pareciendo a los otros Hombres, pues hasta los hombres de Rohan, que son los enemigos del Señor Oscuro, evitan a los Elfos y hablan del Bosque de Oro con terror.
”Sin embargo, aun entre nosotros hay quienes tienen tratos con los Elfos, cuando pueden, y de vez en cuando algunos viajan secretamente a Lórien, de donde rara vez retornan. Yo no. Porque considero que hoy es peligroso para un mortal ir voluntariamente en busca de las Gentes Antiguas. Sin embargo envidio de veras que hayas hablado con la Dama Blanca.
—¡La Dama de Lórien! ¡Galadriel! —exclamó Sam—. Tendría usted que verla, ah, por cierto que tendría que verla, señor. Yo no soy más que un hobbit, y jardinero de oficio, en mi tierra, señor, si me comprende usted, y no soy ducho en poesía... no en componerla: alguna copla cómica, tal vez, de tanto en tanto, sabe, pero no verdadera poesía... por eso no puedo explicarle lo que quiero decir. Habría que cantarlo. Haría falta Trancos, es decir Aragorn, para ello, o el viejo señor Bilbo. Pero me gustaría componer una canción sobre ella. ¡Es hermosa, señor! ¡Qué hermosa es! A veces como un gran árbol en flor, a veces como un narciso, tan delgada y menuda. Dura como el diamante, suave como el claro de luna. Ardiente como el sol, fría como la escarcha bajo las estrellas. Orgullosa y distante como una montaña nevada, y tan alegre como una muchacha que en primavera se trenza margaritas en los cabellos. Pero he dicho un montón de tonterías y ni me he acercado a la idea.
—Ha de ser muy bella en efecto —dijo Faramir—. Peligrosamente bella.
—No sé si es peligrosa—dijo Sam—. Se me ocurre que la gente lleva consigo su propio peligro a Lórien, y allí lo vuelve a encontrar porque lo ha tenido dentro. Pero tal vez podría llamársela peligrosa, pues es muy fuerte. Usted, usted podría hacerse añicos contra ella, como un barco contra una roca, o ahogarse, como un hobbit en un río. Pero ni en la roca ni en el río habría culpa alguna. Y ahora Boro... —Se interrumpió de golpe, enrojeciendo hasta las orejas.
—¿Sí? ¿ Y ahora Boromir, dijiste? —preguntó Faramir—. ¿Qué estabas por decir? ¿Él llevaba consigo el peligro?
—Sí, señor, con el perdón de usted, y un hermoso hombre era su hermano, si me permite decirlo así. Pero usted estuvo cerca de la verdad desde el principio. Yo observé y escuché a Boromir durante todo el camino desde Rivendel, para cuidar de mi amo, como usted comprenderá, y sin desearle ningún mal a Boromir, y es mi opinión que fue en Lórien donde vio claramente por primera vez lo que yo había adivinado antes: lo que él quería. ¡Desde el momento en que lo vio, quiso tener el Anillo del Enemigo!
—¡Sam! —exclamó Frodo, consternado. Había estado ensimismado en sus propios pensamientos, y salió de ellos bruscamente, pero demasiado tarde.
—¡Caracoles! —dijo Sam palideciendo y enrojeciendo otra vez hasta el escarlata—. ¡Ya hice otra barrabasada! Cada vez que abres el pico metes la pata, solía decirme el Tío, y tenía razón. ¡Qué torpeza la mía! ¡Oiga, señor! —Dio media vuelta y miró cara a cara a Faramir con todo el coraje que pudo juntar—. No vaya ahora a aprovecharse de mi amo porque el sirviente sea sólo un tonto. Usted nos ha arrullado con buenas palabras todo el tiempo, hablando de los Elfos y todo, y bajé la guardia. Pero lo que es bueno hace bien, como decimos nosotros. He aquí una oportunidad de dar pruebas de nobleza.
—Así parece —dijo Faramir, lentamente y con una voz muy dulce y una extraña sonrisa—. ¡Así que ésta era la respuesta de todos los enigmas! El Anillo Único que se creía desaparecido del mundo. ¿Y Boromir intentó apoderarse de él por la fuerza? ¿Y vosotros escapasteis? ¿Y habéis corrido tanto camino... para llegar a mí? Y aquí os tengo, en estas soledades: dos Medianos, y una hueste de hombres a mi servicio, y el Anillo de los Anillos. ¡Un golpe de suerte! Una buena oportunidad para Faramir de Gondor de mostrar su nobleza. ¡Ah! —Se incorporó muy erguido, muy alto y grave, los ojos grises centelleando.