Текст книги "Las dos torres"
Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien
Жанр:
Эпическая фантастика
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Frodo y Sam saltaron de sus taburetes y se pusieron lado a lado de espaldas al muro, buscando a tientas la empuñadura de las espadas. Hubo un silencio. Todos los hombres reunidos en la caverna dejaron de hablar y los miraron con asombro. Pero Faramir volvió a sentarse y se echó a reír quedamente, y luego, de pronto pareció grave otra vez.
—¡Ay, desdichado Boromir! ¡Fue una prueba demasiado dura! —dijo—. Cuánto habéis acrecentado mi tristeza, vosotros dos, ¡extraños peregrinos de un país lejano, portadores del peligro de los Hombres! Pero juzgáis peor a los Hombres que yo a los Medianos. Nosotros, los Hombres de Gondor, decimos siempre la verdad. Nos jactamos rara vez pero entonces actuamos o morimos intentándolo. No lo recogería ni si lo viese tirado a la orilla del camino, dije. Aunque fuese hombre capaz de codiciar ese objeto, aunque cuando lo dije no sabía qué era, de todos modos consideraría esas palabras como un juramento, y a ellas me atengo.
”Mas no soy ese hombre. O soy quizá bastante prudente para saber que el hombre ha de evitar ciertos peligros. ¡Descansad en paz! Y tú, Samsagaz, tranquilízate. Si crees haber flaqueado, piensa que estaba escrito que así habría de ser. Tu corazón es tan perspicaz como fiel, y él vio más claro que tus ojos. Por extraño que pueda parecer, no hay peligro alguno en que me lo hayas dicho. Hasta podría ayudar al amo a quien tanto quieres. Puede ser favorable para él, si está a mi alcance. Tranquilízate entonces. Pero nunca más vuelvas a nombrar esa cosa en voz alta. ¡Basta una vez!
Los hobbits volvieron a sus taburetes y se sentaron en silencio. Los hombres retornaron a la bebida y la charla, suponiendo que el Capitán había estado divirtiéndose a expensas de los pequeños huéspedes, pero que la chanza ya había terminado.
—Bien, Frodo, ahora por fin nos hemos entendido —dijo Faramir—. Si asumiste la responsabilidad de ser el portador de ese objeto no por elección sino a instancias de otros, te compadezco y te honro. Y me dejas maravillado: lo llevas escondido y no lo utilizas. Sois para mí gente de un mundo nuevo. ¿Son semejantes a vosotros todos los de esa raza? Vuestra tierra parece un remanso de paz y tranquilidad, y honráis sin duda a los jardineros.
—No todo es allí felicidad —dijo Frodo—, pero es cierto que honramos a los jardineros.
—Pero también allí la gente tiene que aburrirse, aun en los huertos, como todas las cosas bajo el Sol de este mundo. Y vosotros estáis lejos de vuestro hogar y habéis viajado mucho. Basta por esta noche. Dormid los dos en paz, si podéis. ¡Nada temáis! Yo no deseo verlo, ni tocarlo, ni saber de él más de lo que sé (y ya es más que suficiente), no sea que el peligro me tiente, y si me enfrentara a esa prueba no sé si tendría la entereza de Frodo hijo de Drogo. Id ahora a descansar... mas decidme antes si es posible: a dónde deseáis ir y qué queréis hacer. Pues yo he de velar, y esperar, y reflexionar. El tiempo pasa. En la mañana partiremos unos y otros por los caminos que el destino nos ha marcado.
Pasado el primer sobresalto, Frodo no había dejado de temblar. Ahora un inmenso cansancio descendió sobre él como una nube. Incapaz de seguir disimulando, no se resistió más.
—Buscaba un camino para entrar en Mordor —dijo con voz débil—. Iba a Gorgoroth. Tengo que encontrar la Montaña de Fuego y arrojar el objeto en el abismo del Destino. Así dijo Gandalf. No creo que llegue jamás allí.
Faramir lo contempló un instante con asombrada seriedad. Luego, de improviso, viéndolo vacilar, sostuvo a Frodo, lo levantó con dulzura y lo llevó hasta el lecho y allí lo acostó, y lo abrigó. Al instante Frodo cayó en un sueño profundo.
Otra cama fue instalada al lado para el sirviente de Frodo. Sam titubeó un momento, luego se inclinó en una profunda reverencia: —Buenas noches, Capitán, mi señor —dijo—. Habéis aceptado el desafío, señor.
—¿Sí? —dijo Faramir.
—Sí, señor, y habéis mostrado vuestra nobleza: la más alta.
Faramir sonrió.
—Eres un sirviente atrevido, Maese Samsagaz. Mas no importa: el alabar lo que es digno de alabanza no necesita recompensa. Sin embargo no había nada loable en todo esto. No tuve ni la tentación ni el deseo de hacer otra cosa.
—Ah, bueno, señor —dijo Sam—, habéis dicho que mi amo tenía un cierto aire élfico; y eso era bueno, y cierto además. Pero yo puedo ahora deciros que vos también tenéis un aire, señor, un aire que me hace pensar en... en... bueno, en Gandalf, en los magos.
—Es posible —dijo Faramir—. Quizá distingas desde lejos el aire de Númenor. ¡Buenas noches!
6
EL ESTANQUE VEDADO
Al despertar, Frodo vio a Faramir inclinado sobre él. Por un segundo le volvieron los viejos temores y se sentó y retrocedió.
—No hay nada que temer —le dijo Faramir.
—¿Ya es la mañana? —preguntó Frodo, bostezando.
—Aún no, pero la noche ya toca a su fin y la luna llena se está ocultando. ¿Quieres venir a verla? Hay también una cuestión acerca de la cual quisiera que me dieras tu parecer. Lamento haberte despertado, pero ¿quieres venir?
—Sí —dijo Frodo levantándose, y tembló ligeramente al abandonar el calor de las mantas y las pieles. Hacía frío en la caverna sin fuego. El rumor del agua se oía claramente en la quietud de la noche. Se envolvió en la capa y siguió a Faramir.
Sam, despertando bruscamente por una especie de instinto de vigilancia, vio primero el lecho vacío de su amo y se levantó de un salto. En seguida vio dos siluetas oscuras, las de Frodo y un hombre, recortadas en la arcada, nimbada ahora por un resplandor blanquecino. Se encaminó de prisa a reunirse con ellos, más allá de las hileras de hombres que dormían sobre jergones a lo largo de la pared. Al pasar cerca de la entrada vio que la Cortina se había transformado en un velo deslumbrante de seda y perlas e hilos de plata: carámbanos de luna en lenta fusión. Pero no se detuvo a admirarla y dando la vuelta siguió a su amo a través de la puerta angosta tallada en la pared de la caverna.
Tomaron primero por un pasadizo negro, luego subieron varios escalones mojados, y llegaron así a un pequeño rellano tallado en la roca, iluminado por un cielo pálido que resplandecía muy arriba, distante, como la cúpula de un alto campanario. De allí partían dos escaleras: una conducía a la orilla elevada del río; la otra se doblaba en un recodo hacia la izquierda. Siguieron por esta última, que subía en espiral, como la escalera de una torre.
Salieron por fin de las tinieblas de piedra y miraron alrededor. Se encontraban en una ancha plataforma de roca lisa sin antepecho ni pretil. A la derecha, en el este, el torrente caía en cascadas sobre numerosas terrazas, y descendiendo en brusca y vertiginosa carrera, con la oscura fuerza del agua, y cuajado de espuma, iba a verterse en un lecho; por fin, rizándose y arremolinándose casi sobre la plataforma, se precipitaba por encima de la arista que se abría a la derecha. Un hombre estaba allí de pie, cerca de la orilla, en silencio, mirando hacia abajo.
Frodo se volvió a contemplar las cintas de agua aterciopelada, que se curvaban y desaparecían. Luego alzó los ojos y miró en lontananza. El mundo estaba silencioso y frío, como si el alba se acercase. A lo lejos, en el poniente, la luna llena se hundía redonda y blanca. Unas brumas pálidas relucían en el valle ancho de allá abajo: un vasto abismo de vapores de plata, bajo los que fluían las aguas nocturnas y frescas del Anduin. Y más allá una tiniebla negra y amenazante, en la que rutilaban de tanto en tanto, fríos, afilados, remotos y blancos como colmillos fantasmales, los picos de Ered Nimrais, las Montañas Blancas de Gondor, coronadas de nieves eternas.
Frodo permaneció un momento sobre la alta piedra, preguntándose con un estremecimiento si en algún lugar de esas vastas tierras nocturnas caminarían aún sus antiguos compañeros, o dormirían, o si yacerían muertos envueltos en sudarios de niebla. ¿Por qué lo habían traído aquí arrancándolo del olvido del sueño?
Sam, que estaba preguntándose lo mismo, no pudo reprimirse y murmuró, sólo para el oído de su amo, creyó él: —¡Es una vista hermosa, señor Frodo, pero le hiela a uno el corazón, por no hablar de los huesos! ¿Qué sucede?
Faramir lo oyó y respondió: —La luna se pone sobre Gondor. El bello Ithil, al abandonar la Tierra Media, echa una mirada a los rizos blancos del viejo Mindolluin. Bien vale la pena soportar algunos escalofríos. Mas no es esto lo que os he traído a ver, aunque en verdad a ti, Samsagaz, yo no te he llamado, y ahora estás pagando por tu exceso de celo. Un sorbo de vino remediará el problema. ¡Venid ahora, y mirad!
Se acercó al centinela silencioso en el borde oscuro, y Frodo lo siguió. Sam se quedó atrás. Ya bastante inseguro se sentía en aquella alta plataforma mojada. Faramir y Frodo miraron abajo. Muy lejos, en el fondo, vieron las aguas blancas que se vertían en un cauce espumoso, giraban alrededor de una profunda cuenca oval entre las rocas, hasta encontrar por fin una nueva salida por una puerta estrecha, y se alejaban murmurando y humeando hacia regiones más llanas y apacibles. El claro de luna iluminaba aún con rayos oblicuos el pie de la cascada y centelleaba en el menudo y tumultuoso oleaje de la cuenca. Pronto Frodo creyó ver una forma pequeña y oscura en la orilla más próxima, pero en el momento mismo en que la observaba, la figura se zambulló y desapareció detrás del remolino de la cascada, hendiendo el agua negra con la precisión de una flecha o de una piedra arrojada de canto.
Faramir se volvió hacia el centinela.
—¿Y ahora qué dirías que es, Anborn? ¿Una ardilla, o un pájaro pescador? ¿Hay pájaros pescadores en las charcas nocturnas del Bosque Negro?
—No sé qué puede ser, pero no es un pájaro —respondió Anborn—. Tiene cuatro miembros y se zambulle como un hombre; y con maestría, además. ¿En qué andará? ¿Buscando un camino por detrás de la Cortina para subir a nuestro escondite? Me parece que al fin hemos sido descubiertos. Aquí tengo mi arco, y he apostado otros arqueros, casi tan buenos tiradores como yo, en las dos orillas. Sólo esperamos vuestra orden para disparar, Capitán.
—¿Dispararemos? —preguntó Faramir, volviéndose rápidamente a Frodo.
Frodo tardó un momento en responder. Luego dijo:
—¡No! ¡No! ¡Te suplico que no lo hagas! —De haberse atrevido, Sam habría dicho «Sí» más pronto y más fuerte. No alcanzaba a ver, pero por lo que Frodo y Faramir decían, podía imaginarse qué estaban mirando.
—¿Sabes entonces qué es eso? —dijo Faramir—. Bien, ahora que lo has visto, dime por qué hay que perdonarlo. En todas nuestras conversaciones, no has nombrado ni una sola vez a vuestro compañero vagabundo, y yo lo dejé pasar por el momento. Podría esperar hasta que lo capturaran y lo trajeran a mi presencia. Envié en su busca a mis mejores cazadores, pero se les escapó, y no volvieron a verlo hasta ahora, excepto Anborn, aquí presente, que lo divisó un momento anoche, a la hora del crepúsculo. Pero ahora ha cometido un delito peor que ir a cazar conejos en las tierras altas: ha tenido la osadía de venir a Henneth Annûn, y lo pagará con la vida. Me desconcierta esta criatura: tan solapada y tan astuta como es, ¡venir a jugar en el lago justo delante de nuestra ventana! ¿Se imagina acaso que los hombres duermen sin vigilancia la noche entera? ¿Por qué lo hace?
—Hay dos respuestas, creo yo —dijo Frodo—. Por una parte, esta criatura conoce poco a los Hombres, y aunque es astuta, vuestro refugio está tan escondido que ignora tal vez que hay Hombres aquí. Además, creo que ha sido atraído por un deseo irresistible, más fuerte que la prudencia.
—¿Atraído aquí, dices? —preguntó Faramir en voz baja—. ¿Es posible... sabe entonces lo de tu carga?
—Lo sabe, sí. Él mismo la llevó durante años.
—¿Él la llevó? —dijo Faramir, estupefacto, respirando entrecortadamente—. Esta historia es cada vez más intrincada y enigmática. ¿Entonces anda detrás de tu carga?
—Tal vez. Es un tesoro para él. Pero no hablaba de eso.
—¿Qué busca entonces la criatura?
—Pescado —dijo Frodo—. ¡Mira!
Escudriñaron la oscuridad del lago. Una cabecita negra apareció en el otro extremo de la cuenca, emergiendo de la profunda sombra de las rocas. Hubo un fugaz relámpago de plata y un remolino de ondas diminutas se movió hacia la orilla. Luego, con una agilidad asombrosa, una figura que parecía una rana trepó fuera de la cuenca. Al instante se sentó y empezó a mordisquear algo pequeño, plateado y reluciente: los rayos postreros de la luna caían ahora detrás del muro de piedra en el confín del agua.
Faramir se rió por lo bajo.
—¡Pescado! —dijo—. Es un hambre menos peligrosa. O tal vez no: los peces del lago Henneth Annûn podrían costarle todo lo que tiene.
—Ahora le estoy apuntando con la flecha —dijo Anborn—. ¿No tiraré, Capitán? Por haber venido a este lugar sin ser invitado, la muerte es nuestra ley.
—Espera, Anborn —dijo Faramir—. Este asunto es más delicado de lo que parece. ¿Qué puedes decir ahora, Frodo? ¿Por qué habríamos de perdonarle la vida?
—Esta criatura es miserable y tiene hambre —dijo Frodo—, y desconoce el peligro que la amenaza. Y Gandalf, tu Mithrandir, te habría pedido que no la matases, por esa razón, y por otras. Les prohibió a los Elfos que lo hicieran. No sé bien por qué, y lo que adivino no puedo decirlo aquí abiertamente. Pero esta criatura está ligada de algún modo a mi misión. Hasta el momento en que nos descubriste y nos trajiste aquí, era mi guía.
—¡Tu guía! Esta historia se vuelve cada vez más extraña. Mucho haría por ti, Frodo, pero esto no puedo concedértelo: dejar que ese vagabundo taimado se vaya de aquí en libertad para reunirse luego contigo si le place o que los orcos lo atrapen y él les cuente todo lo que sabe bajo la amenaza del sufrimiento. Es preciso matarlo o capturarlo. Matarlo, si no podemos atraparlo en seguida. Mas, ¿cómo capturar esa criatura escurridiza que cambia de apariencia si no es con un dardo empenachado?
—Déjame bajar hasta él en paz —dijo Frodo—. Podéis mantener tensos los arcos, y matarme a mí al menos si fracaso. No escaparé.
—¡Ve pues y date prisa! —dijo Faramir—. Si sale de aquí con vida, tendrá que ser tu fiel servidor por el resto de sus desdichados días. Conduce a Frodo allá abajo, a la orilla, Anborn, e id con cautela. Esta criatura tiene nariz y orejas. Dame tu arco.
Anborn gruñó, descendiendo delante de Frodo la larga escalera de caracol, y ya en el rellano subieron por la otra escalera, hasta llegar al fin a una angosta abertura disimulada por arbustos espesos. Salieron en silencio, y Frodo se encontró en lo alto de la orilla meridional, por encima del lago. Ahora la oscuridad era profunda, y las cascadas grises y pálidas sólo reflejaban la claridad lunar demorada en el cielo occidental. No veía a Gollum. Avanzó un corto trecho y Anborn lo siguió con paso sigiloso.
—¡Continúa! —susurró al oído de Frodo—. Ten cuidado a tu derecha. Si te caes en el lago, nadie salvo tu amigo pescador podrá socorrerte. Y no olvides que hay arqueros en las cercanías, aunque tú no puedas verlos.
Frodo se adelantó con precaución, valiéndose de las manos a la manera de Gollum para tantear el camino y a la vez mantenerse en equilibrio. Las rocas eran casi todas lisas y planas, pero resbaladizas. Se detuvo un momento a escuchar. Al principio no oyó otro ruido que el rumor incesante de la cascada a sus espaldas. Pero pronto distinguió, no muy lejos, delante de él, un murmullo sibilante.
—Pecesss, buenos pecesss. La Cara Blanca ha desaparecido, mi tesoro, por fin, sí. Ahora podemos comer pescado en paz. No, no en paz, mi tesoro. Pues el Tesoro está perdido: sí, perdido. Sucios hobbits, hobbits malvados. Se han ido, y nos han abandonado, gollum; y el Tesoro se ha ido también. El pobre Sméagol no tiene a nadie ahora. No más Tesoro. Hombres malos lo tomarán, me robarán mi Tesoro. Ladrones. Los odiamos. Pecesss, buenos buenos pecesss. Nos dan fuerzas. Nos ponen los ojos brillantes y los dedos recios, sí. Estrangúlalos, tesoro. Estrangúlalos a todos, sí, si tenemos la oportunidad. Buenos pecesss. ¡Buenos pecesss!
Y así continuó, casi tan incesante como el agua de la cascada, interrumpido solamente por un débil ruido de salivación y gorgoteo. Frodo se estremeció, escuchando con piedad y repugnancia. Deseaba que se interrumpiera de una vez y que nunca más tuviera que escuchar esa voz. Anborn, detrás de él, no estaba lejos. Frodo podía volver arrastrándose y pedirle que los cazadores dispararan los arcos. No les costaría mucho acercarse, mientras Gollum engullía y no estaba en guardia. Un solo tiro certero, y Frodo se liberaría para siempre de aquella voz miserable. Pero no, Gollum tenía ahora derechos sobre él. El sirviente adquiere derechos sobre su amo a cambio de servirlo, aun cuando lo haga por temor. Sin Gollum se habrían hundido en las Ciénagas de los Muertos. Y además Frodo sabía de algún modo, y con absoluta certeza, que Gandalf hubiera defendido la vida de Gollum.
—¡Sméagol! —llamó en voz baja.
—Pecesss, buenos pecesss —dijo la voz.
—¡Sméagol! —repitió Frodo, un poco más alto. La voz calló—. Sméagol, el amo ha venido a buscarte. El amo está aquí. ¡Ven, Sméagol! —No hubo respuesta, pero sí un suave silbido—. ¡Ven, Sméagol! —repitió Frodo—. Estamos en peligro. Los Hombres te matarán si te encuentran aquí. Ven pronto, si quieres escapar a la muerte. ¡Ven al amo!
—¡No! —dijo la voz—. Amo no bueno. Abandona al pobre Sméagol y se va con otros amigos. Amo puede esperar. Sméagol no ha terminado.
—No hay tiempo —dijo Frodo—. Trae el pescado contigo. ¡Ven!
—¡No! Tengo que terminar el pescado.
—¡Sméagol! —dijo Frodo desesperado—. El Tesoro se enfadará. Sacaré el Tesoro y le diré: haz que se trague las espinas y se ahogue. Nunca más probarás pescado. Ven. ¡El Tesoro espera!
Hubo un silbido agudo. Un instante después, Gollum emergió de la oscuridad en cuatro patas, como un perro errabundo que acude a una llamada. Tenía en la boca un pescado comido a medias y otro en la mano. Se detuvo muy cerca de Frodo, casi nariz con nariz, y lo olió. Los ojos pálidos le brillaban. Entonces se sacó el pescado de la boca y se irguió.
—¡Buen amo! —murmuró—. Buen hobbit, venir a buscar al pobre Sméagol. El buen Sméagol ha venido. Ahora vamos, pronto, sí. A través de los árboles mientras las Caras están oscuras. ¡Sí, pronto, vamos!
—Sí, pronto iremos —dijo Frodo—. Pero no en seguida. Yo iré contigo como prometí. Te lo prometo de nuevo. Pero no ahora. Todavía no estás a salvo. Yo te salvaré, pero tienes que confiar en mí.
—¿Tenemos que confiar en el amo? —dijo Gollum, dudando—. ¿Por qué no partir en seguida? ¿Dónde está el otro hobbit, el hobbit malhumorado y grosero? ¿Dónde está?
—Allá arriba —dijo Frodo, señalando la cascada—. No partiré sin él. Tenemos que ir a buscarlo. —Se le encogió el corazón. Esto se parecía demasiado a una celada. No temía en realidad que Faramir permitiese que mataran a Gollum, pero probablemente lo tomaría prisionero y lo haría atar; y lo que Frodo estaba haciendo le parecería sin duda una traición a la infeliz criatura traicionera. Quizá nunca llegaría a comprender o creer que Frodo le había salvado la vida del único modo posible. ¿Qué otra cosa podía hacer, para guardar al menos cierta lealtad a uno y otro?– ¡Ven! —dijo—. Si no vienes el Tesoro se enfadará. Ahora volveremos, subiendo por la orilla del río. ¡Adelante, adelante, tú irás al frente!
Gollum trepó un corto trecho junto a la orilla, olisqueando con recelo. Muy pronto se detuvo y levantó la cabeza.
—¡Hay algo allí! —dijo—. No es un hobbit. —Retrocedió bruscamente. Una luz verde le brillaba en los ojos saltones—. ¡Amo, amo! —siseó—. ¡Malvado! ¡Astuto! ¡Falso! —Escupió y extendió los largos brazos chasqueando los dedos.
En ese momento la gran forma negra de Anborn apareció por detrás y cayó sobre él. Una mano grande y fuerte lo tomó por la nuca y lo inmovilizó. Gollum giró en redondo con la celeridad de un rayo, mojado como estaba y cubierto de lodo, retorciéndose como una anguila, mordiendo y arañando como un gato. Pero otros dos hombres salieron de las sombras.
—¡Quieto! —le dijo uno de ellos—. O te ensartaremos más púas que las de un puerco espín. ¡Quieto!
Gollum se derrumbó y empezó a gimotear y lloriquear. Los hombres lo ataron con cuerdas, sin demasiados miramientos.
—¡Despacio, despacio! —dijo Frodo—. No tiene tanta fuerza como vosotros. No lo lastiméis, si podéis evitarlo. Se calmará. ¡Sméagol! No te harán daño. Yo iré contigo, y no pasara nada. A menos que me maten también a mí. ¡Ten confianza en el amo!
Gollum volvió la cabeza y escupió a Frodo en la cara. Los hombres lo alzaron, lo embozaron con un capuchón hasta los ojos, y se lo llevaron.
Frodo los siguió, sintiéndose profundamente desdichado. Pasaron por la abertura disimulada entre los arbustos, y a través de las escaleras y los pasadizos regresaron a la caverna. Ya habían encendido dos o tres antorchas. Los hombres iban de un lado a otro, en plena actividad. Sam, que estaba allí, lanzó una mirada curiosa al bulto fofo que los cazadores llevaban a la rastra.
—¿Usted lo atrapó? —le preguntó a Frodo.
—Sí. Bueno, no, no lo atrapé yo. Él vino voluntariamente, porque confió en mí al principio, me temo. Yo no quería que lo atasen así. Ojalá salga bien; pero odio todo esto.
—También yo —dijo Sam—. Y nunca nada saldrá bien donde se encuentre esa criatura abominable.
Un hombre se acercó a los hobbits, les hizo una seña y los condujo al nicho del fondo de la caverna. Allí los esperaba Faramir sentado en su silla, y en la hornacina la lámpara estaba encendida otra vez. Con un ademán invitó a los hobbits a sentarse junto a él, en los taburetes.
—Traed vino para los huéspedes —dijo—. Y traedme al prisionero.
Sirvieron el vino, y un momento después entró Anborn, llevando a Gollum. Levantándole el capuchón, lo ayudó a ponerse en pie, permaneciendo junto a él para sostenerlo. Gollum entornó los ojos, ocultando detrás de los párpados pálidos y pesados una mirada maligna. Chorreando agua y entumecido, y con olor a pescado (todavía llevaba uno apretado en la mano), parecía la viva imagen de la miseria; los cabellos ralos le colgaban como algas fétidas sobre las órbitas huesudas, la nariz le moqueaba.
—¡Desatadnos! ¡Desatadnos! —dijo—. La cuerda nos hace daño, sí, nos lastima, duele, y no hicimos nada.
—¿Nada? —dijo Faramir clavando en la infeliz criatura una mirada incisiva, pero sin expresión alguna, ni de cólera, ni de piedad ni de extrañeza—. ¿Nada? ¿Nunca hiciste nada que mereciera que te atasen o castigos peores? No es a mí, sin embargo, a quien incumbe juzgarte. Por fortuna. Pero esta noche has venido a un lugar donde sólo venir significa la muerte. Caros se pagan los peces de este lago.
Gollum dejó caer el pescado que tenía en la mano.
—No queremos pescado —dijo.
—El precio no está en el pescado —dijo Faramir—. Basta venir aquí y mirar el lago para merecer la muerte. Si hasta este momento te he perdonado la vida ha sido gracias a las súplicas del amigo Frodo, quien dice que él al menos te debe cierta gratitud. Pero también a mí tendrás que satisfacerme. ¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes? ¿Y adónde vas? ¿Cuál es tu ocupación?
—Estamos perdidos —dijo Gollum—. Sin nombre, sin ocupación, sin el Tesoro, nada. Sólo vacío. Sólo hambre; sí, tenemos hambre. Unos pocos pescaditos, horribles pescaditos espinosos para una pobre criatura, y ellos dicen muerte. Tan sabios son; tan justos, tan verdaderamente justos.
—No verdaderamente sabios —dijo Faramir—. Pero justos sí, tal vez: tan justos como lo permite nuestra menguada sabiduría. ¡Desátalo, Frodo! —Faramir sacó del cinto un cuchillo pequeño y se lo tendió a Frodo. Gollum, interpretando mal el gesto, lanzó un chillido y se desplomó.
—¡Vamos, Sméagol! —dijo Frodo—. Tienes que confiar en mí. No te abandonaré. Contesta con veracidad, si puedes. Te hará bien, no temas. —Cortó las cuerdas que sujetaban las muñecas y los tobillos de Gollum, y lo ayudó a ponerse en pie.
—¡Acércate! —dijo Faramir—. ¡Mírame! ¿Conoces el nombre de este lugar? ¿Has estado antes aquí?
Gollum levantó la vista lentamente y de mala gana miró a Faramir. La luz se le apagó en los ojos, y por un instante los clavó, taciturnos y pálidos, en los ojos claros e imperturbables del hombre de Gondor. Hubo un silencio de muerte. De pronto Gollum dejó caer la cabeza y se enroscó sobre sí mismo, hasta quedar en el suelo tembloroso, hecho un ovillo.
—No sabemos y no queremos saber —gimoteó—. Nunca vinimos aquí; nunca volveremos.
—Hay en tu mente puertas y ventanas condenadas, y recintos oscuros detrás —dijo Faramir—. Pero en esto juzgo que eres sincero. Mejor para ti. ¿Sobre qué jurarás no volver nunca más y no guiar hasta aquí ni con palabras ni por señas a ningún ser viviente?
—El amo sabe —dijo Gollum con una mirada de soslayo a Frodo—. Sí, él sabe. Lo prometemos al amo, si él nos salva. Se lo prometemos al Tesoro, sí. —Se arrastró hasta los pies de Frodo—. ¡Sálvanos, buen amo! —gimió—. Sméagol se lo promete al Tesoro, lo promete lealmente. ¡Jamás volveré, jamás hablaré, nunca más! ¡No, Tesoro, no!
—¿Estás satisfecho? —preguntó Faramir.
—Sí —dijo Frodo—. En todo caso, o aceptáis esta promesa o aplicáis la ley. Más no conseguirás. Pero yo le prometí que si venía a mí no le harían ningún daño. Y no me gustaría faltar a mi palabra.
Faramir permaneció pensativo un momento.
—Muy bien —dijo al cabo hablándole a Gollum—. Te entrego a manos de tu amo, Frodo hijo de Drogo. ¡Que él declare qué hará contigo!
—Pero, Señor Faramir —dijo Frodo inclinándose—, no has declarado aún tu voluntad respecto al susodicho Frodo, y hasta tanto no la des a conocer él no podrá trazar ningún plan ni para él mismo ni para sus compañeros. Tu decisión quedó postergada hasta la mañana; y el amanecer ya está muy próximo.
—Entonces declararé mi sentencia —dijo Faramir—: En lo que a ti concierne, Frodo, en la medida de los poderes que me son conferidos por una autoridad más alta, te declaro libre en el reino de Gondor hasta los últimos confines de sus antiguas fronteras; con la sola salvedad de que ni a ti ni a ninguno de quienes te acompañan, le estará permitido venir aquí a menos que haya sido invitado. Este veredicto tendrá vigencia por un año y un día, y vencido ese término caducará salvo que antes vayas tú a Minas Tirith y te presentes ante el Señor y Senescal de la Ciudad. A quien rogaré que ratifique mi veredicto y que lo prolongue por vida. De aquí a entonces, toda persona que tomes bajo tu protección estará también bajo mi protección, y al amparo del escudo de Gondor. ¿Te satisface esta respuesta?
Frodo se inclinó profundamente.
—Me satisface, sí —dijo—, y permíteme que te ofrezca mis servicios, si fueran dignos de alguien tan noble y tan honorable.
—Son altamente dignos —dijo Faramir—. Y ahora, Frodo, ¿tomas a esta criatura, Sméagol, bajo tu protección?
—Sí, tomo a Sméagol bajo mi protección —dijo Frodo. Sam dejó escapar un sonoro suspiro; y no a causa de las fórmulas de cortesía, las cuales, como lo haría cualquier hobbit, aprobaba sin reservas. A decir verdad, en la Comarca un asunto de esa naturaleza habría exigido muchas más reverencias y muchas más palabras.
—En ese caso —dijo Faramir volviéndose a Gollum—, te advierto que pesa sobre ti una sentencia de muerte. Pero mientras permanezcas junto a Frodo y camines con él estarás a salvo, por lo que a nosotros atañe. No obstante, si alguna vez un hombre de Gondor te encontrase merodeando y sin tu amo, la sentencia será ejecutada. Y quiera la muerte llegar pronto a ti, dentro o fuera de Gondor, si no le sirves con la debida lealtad. Y ahora, respóndeme: ¿adónde querías ir? Eres su guía, dice él. ¿Adónde lo llevabas? —Gollum no respondió.
—No admitiré secretos en cuanto a esto—dijo Faramir—. Respóndeme, o revocaré mi veredicto.
Tampoco esta vez Gollum respondió.
—Yo responderé por él —dijo Frodo—. Me guió hasta la Puerta Negra, como yo se lo había pedido; pero esa puerta era infranqueable.
—No hay ninguna puerta abierta para entrar en el País Sin Nombre —dijo Faramir.
—Por lo tanto cambiamos de rumbo y vinimos por el camino del Sur —prosiguió Frodo—; pues según él hay, o puede haber, un camino cerca de Minas Ithil.
—Minas Morgul —dijo Faramir.
—No lo sé exactamente —dijo Frodo—; pero el camino trepa, creo, entre las montañas del lado norte del valle, donde se alza la ciudad antigua. Sube hasta muy arriba, hasta una hendedura, y luego desciende otra vez hasta... lo que está más allá.
—¿Conoces el nombre de esa garganta? —dijo Faramir.
—No —respondió Frodo.
—Se llama Cirith Ungol. —Gollum lanzó un silbido agudo y se puso a mascullar—. ¿No es ése el nombre? —dijo Faramir, volviéndose a Gollum.
—¡No! —dijo Gollum, y en seguida gimió, como si le hubieran dado un puñetazo—: Sí, sí, hemos oído ese nombre, una vez. Pero ¿qué nos importa el nombre? El amo dice que él necesita entrar. Es preciso entonces que tratemos de encontrar algún camino. No hay otro camino posible, no.
—¿No hay otro camino? —dijo Faramir—. ¿Y tú cómo lo sabes? ¿Quién ha explorado todos los confines de este reino sombrío? —Miró a Gollum larga y pensativamente. Luego volvió a hablar:– Llévate de aquí a esta criatura, Anborn. Trátala con dulzura, pero vigílala. Y tú, Sméagol: no intentes arrojarte a las cascadas. Allí las rocas tienen dientes tan afilados que morirás antes de tiempo. ¡Déjanos pues y llévate tu pescado!
Anborn salió de la cueva, y Gollum fue delante de él, sumisamente. La cortina se cerró tras ellos.
—Frodo, pienso que eres demasiado imprudente en este asunto —dijo Faramir—. No creo que tengas que ir con esa criatura. Es malvada.
—No, no es del todo malvada —dijo Frodo.
—No del todo, quizá —dijo Faramir—; pero la malicia está devorándolo como un chancro, y el mal crece. No te conducirá a nada bueno. Si te separas de él, le daré un salvoconducto y un guía, y haré que lo acompañen al punto que él nombre, a lo largo de la frontera de Gondor.
—No lo aceptaría —dijo Frodo—. Me seguiría como lo ha hecho durante tanto tiempo. Y yo le he prometido muchas veces tomarlo bajo mi protección e ir a donde él me lleve. ¿No me pedirás que falte a la palabra que he empeñado?