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Una chica años veinte
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 20:35

Текст книги "Una chica años veinte"


Автор книги: Sophie Kinsella



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– ¡No se ha oído! -exclama Sadie a mi espalda-. ¡Llama más fuerte! Y entra sin más. Está ahí. ¡Vamos!

Cierro los ojos, doy un golpe seco, giro el pomo y entro.

Hay veinte personas trajeadas sentadas en torno a una larga mesa y todas se vuelven a la vez. El hombre que está al fondo interrumpe su presentación en PowerPoint.

Los miro, petrificada.

No es un despacho, sino una sala de juntas. Me he colado en una empresa desconocida, en una reunión de alto nivel a la que no estoy invitada, y todos aguardan a que diga algo.

– Perdón -balbuceo-. No quería interrumpir. Continúen.

Con el rabillo del ojo veo un par de sillas vacías. Sin saber muy bien lo que hago, cojo una y me siento. La mujer de al lado me echa un vistazo titubeante y luego me pasa un bloc y un bolígrafo.

– Gracias -murmuro.

No puedo creerlo. Nadie me ha dicho que me largue. ¿No saben que soy una intrusa? El tipo en la cabecera de la mesa reanuda su discurso y algunos se ponen a tomar notas. Echo una ojeada furtiva alrededor. Hay unos quince hombres. El de Sadie podría ser cualquiera. Al otro lado de la mesa hay uno de pelo rubio rojizo bastante mono. El que está haciendo la presentación tampoco está mal. Tiene el pelo ondulado y ojos azul pálido, y lleva la misma corbata que le compré a Josh por su cumpleaños. Ahora muestra un gráfico y habla con animación.

– .. . y el índice de satisfacción de los clientes ha subido de año en año.. .

– Un momento -dice un hombre que está junto a la ventana y que bruscamente se ha dado la vuelta. Habla con acento americano y lleva un traje oscuro y el pelo castaño peinado hacia atrás. Se le dibuja un surco profundo entre las cejas y mira al tipo del pelo ondulado como si encarnara para él una enorme decepción personal-. Nosotros no nos basamos en los índices de satisfacción del cliente. Yo no quiero hacer un trabajo que el cliente valore con una A. Quiero hacer un trabajo que yo valore con una A.

El del pelo ondulado parece haber quedado en una posición precaria. Lo compadezco.

– Claro -musita.

– Todas las prioridades están mal definidas. -El americano mira ceñudo alrededor de la mesa-. Nuestra misión no es poner parches con fines tácticos. Al contrario, deberíamos marcar la estrategia. Innovar. Desde que he llegado.. .

Desconecto al ver que Sadie se desliza en la silla de al lado. «¿Cuál es?», escribo en el bloc y lo ladeo para que pueda leerlo.

– El que parece Rodolfo Valentino -dice, como sorprendida de que necesite preguntarlo.

Por el amor de Dios.

«¿Cómo voy a saber la pinta que tiene ese Rodolfo Valentino del demonio? -garabateo-. ¿Cuál es?»

Yo apuesto por el del pelo ondulado. A menos que sea el rubio que tengo delante.. . no está nada mal. ¿O quizá el tipo de la perilla?

– ¡Ése! -dice señalando hacia el fondo.

«¿El que está haciendo la presentación?», escribo para que me lo confirme.

– ¡No, tonta! ¡Éste! -dice riendo, y en un abrir y cerrar de ojos se planta delante del americano ceñudo y lo mira con anhelo-. ¿A que es un bombón?

– ¿Él? -¡Ostras! He alzado la voz. Todo el mundo me mira. Simulo aclararme la garganta-. Ejem, ejem.. .

«¿Él? ¿En serio?», escribo cuando regresa a mi lado.

– ¡Es delicioso! -me dice al oído.

Repaso escépticamente al americano, tratando de ser justa. Supongo que puede decirse que es atractivo en un estilo típicamente pijo. Tiene la frente amplia y cuadrada y un leve bronceado, y el vello oscuro de las muñecas le asoma por los puños inmaculados. Es verdad que sus ojos son penetrantes. Y posee el magnetismo de los líderes. Manos y ademanes vigorosos. Un modo enérgico de hablar que cautiva a todos los presentes.

Pero, la verdad.. . no es mi tipo. Para nada. Demasiado intenso. Demasiado ceñudo. Todos parecen tenerle miedo.

– Y con referencia a ese punto -coge una carpeta de plástico y la desliza por encima de la mesa hacia el tipo de la perilla-, anoche redacté algunas indicaciones sobre la negociación con Morris Farquhar. Sólo un memorando. Quizá sirva de algo.

– Ah. -El de la perilla se ha quedado pasmado-. Bueno.. . gracias. -Hojea las páginas-. ¿Puedo.. . utilizarlo?

– Bien, ésa era la idea -responde el americano con una fugaz sonrisa irónica-. En cuanto al último punto.. .

El tipo de la perilla sigue pasando las páginas mecanografiadas, emocionado.

– ¿Cuándo ha tenido tiempo para hacer esto? -le susurra a su vecino, que se encoge de hombros.

– Debo marcharme -dice el americano, mirando su reloj-. Mis disculpas por acaparar la reunión, Simon. Continúa.

– Yo tengo una pregunta. -Es el tipo rubio de enfrente, que se ha apresurado a levantar la mano-. Cuando habla de innovar los procedimientos.. .

– ¡Rápido! -La voz de Sadie resuena en mi oído y doy un respingo-. ¡Pídele una cita, que se marcha! ¡Me lo has prometido! ¡Hazlo! ¡Hazlo-hazlo-hazlo!

«¡Está bien! ¡Dame un segundo!»

Sadie camina airada hasta el fondo de la sala y me mira con expectación. Enseguida se impacienta. «¡Vamos!», me dice con aspavientos. El ceñudo americano ha terminado de responder a la pregunta y guarda unos papeles en su maletín.

No puedo hacerlo. Es ridículo.

– ¡Vamos!, ¡vamos! -me empuja Sadie-. ¡Pídeselo!

Noto un latido en las sienes. Las piernas me tiemblan bajo la mesa. No sé cómo, me obligo a levantar la mano.

– ¿Disculpe? -digo con un gallo.

El ceñudo americano se vuelve y me mira.

– Lo siento, creo que no nos han presentado -dice-. Habrá de perdonarme, pero se me ha hecho tarde.. .

– Tengo una pregunta.

Todo el mundo se vuelve para mirarme. Uno le susurra a su vecino: «¿Quién es ésa?»

– Muy bien -suspira-. Una pregunta más. Adelante.

– Yo.. . eh.. . Quería preguntarle.. . -La voz me tiembla de lo asustada que estoy y he de aclararme la garganta-. ¿Le gustaría salir conmigo?

Se hace un silencio anonadado (salvo por la tos de alguien que se ha atragantado con el café). La cara me arde, pero aguanto el tipo. Algunos se miran, atónitos.

– ¿Perdón? -dice el americano, desconcertado.

– Bueno.. . tener una cita. -Esbozo una leve sonrisa.

De pronto, Sadie está a su lado.

– ¡Di que sí! -le chilla al oído-. ¡Di que sí! ¡Di que sí!

Para mi asombro, el americano reacciona. Ladea la cabeza como si le llegase una remota señal de radio. ¿Podrá oírla?

– Jovencita -me dice un hombre de pelo gris con tono cortante-. Éste no es momento ni lugar.. .

– No pretendo interrumpir -digo con humildad-. No les robaré mucho tiempo. Sólo necesito una respuesta. La que sea. -Me vuelvo hacia el americano-. ¿Le gustaría tener una cita conmigo?

– ¡Di que sí! ¡Di que sí! -Los gritos de Sadie empiezan a alcanzar un nivel insoportable.

Es increíble. El americano oye algo, seguro. Sacude la cabeza y se aparta un par de pasos, pero Sadie lo sigue sin dejar de gritar. Al pobre hombre se le han puesto los ojos vidriosos hasta el extremo de que parece haber caído en trance.

Nadie se mueve ni se atreve a hablar. Están todos paralizados; una mujer se tapa la boca con las manos, como si estuviera presenciando un choque de trenes.

– ¡Di que sí! -Sadie empieza a quedarse ronca-. ¡Ahora mismo! ¡Di que sí! ¡¡¡Di que sí!!!

Casi resulta cómico verla chillar con todas sus fuerzas para obtener apenas una ligera reacción. Pero es más bien compasión lo que siento. Se la ve tan impotente.. . Es como si estuviera gritando detrás de un cristal y la única persona que la oyese fuera yo. El mundo de Sadie es tremendamente frustrante. No puede tocar nada ni comunicarse con nadie, y es evidente que nunca va a conseguir que ese tipo.. .

– Sí -asiente el americano, aturdido.

Mi compasión se evapora.

¿Sí?

Se oye una exclamación unánime en torno a la mesa, y enseguida varias risitas contenidas. Todos me miran boquiabiertos, pero yo estoy demasiado anonadada para responder.

Ha dicho que sí.

Lo cual significa.. . ¿que he de salir con él?

– ¡Genial! -Procuro recobrarla calma-. Entonces.. . Le enviaré un correo, ¿de acuerdo? Me llamo Lara Lington. Aquí está mi tarjeta.. . -Me pongo a hurgar en el bolso.

– Yo, Ed. -El hombre sigue aturdido-. Ed Harrison. -Se lleva la mano al bolsillo y saca su tarjeta.

– Bueno.. . eh.. . pues adiós, Ed. -Cojo el bolso y emprendo la retirada, dejando a mi espalda un murmullo cada vez más fuerte. Alguien dice: «¿Quién demonios era ésa?», y una mujer cuchichea: «¿Has visto? Sólo hacen falta agallas. Hay que ser directa con los hombres. Basta de juegos, las cartas sobre la mesa. Si hubiera sabido a su edad lo que sabe esa chica.. . »

¿Qué es lo que sé?

Nada, salvo que tengo que largarme de aquí.

Capítulo 8

Aún sigo conmocionada cuando Sadie me alcanza en el vestíbulo de la planta baja. Sigo repasando la escena en mi mente con absoluta incredulidad. Sadie ha logrado comunicarse con ese hombre. Él la ha oído. No sé hasta qué punto, pero sí lo suficiente.

– ¿No es una monada? -dice, soñadora-. Sabía que diría que sí.

– Pero ¿qué ha ocurrido? -musito-. ¿A qué venían esos gritos? Creía que no podías hablar con nadie, salvo conmigo.

– Hablar no sirve. Pero he notado que cuando suelto un grito tremendo al oído, la mayoría parece oírme de un modo amortiguado. Me cuesta horrores.

– ¿Así que ya lo habías hecho antes? ¿Has hablado con alguien más? -Ya sé que es ridículo, pero me da un poquito de celos que pueda comunicarse con otros. Sadie es mi fantasma.

– Bueno, hablé un momento con la reina -dice-. Sólo para divertirme.

– ¿En serio?

– Quizá -replica con una sonrisita traviesa-. Les va muy mal a mis viejas cuerdas vocales. Al cabo de un rato debo desistir. -Tose y se frota el cuello.

– Creía que yo era la única a la que te aparecías -replico, aunque suene infantil-. Me consideraba especial.

– Eres la única con la que puedo aparecerme en el acto -precisa tras un instante de reflexión-. Sólo tengo que pensar en ti y ya estoy a tu lado.

– Ah -murmuro, secretamente complacida.

– Bueno, ¿y adónde crees que nos llevará? -dice con ojos chispeantes-. ¿Al Savoy? Adoro el Savoy.

¿De verdad se imagina que vamos a salir los tres juntos? ¿Una cita estrafalaria en plan trío-con-fantasma?

Vale, Lara. No pierdas la chaveta. El tipo no va a proponerme una cita. Romperá mi tarjeta, atribuirá el incidente a la resaca, a su adicción a las drogas o al estrés, y no volveré a verlo en mi vida. Ya más tranquila, me dirijo hacia la salida. Basta de locuras por hoy. Tengo cosas que hacer.

En cuanto llego al despacho, llamo a Jean, me arrellano en mi silla giratoria y me dispongo a disfrutar del momento.

– Jean Savill.

– Hola, Jean -digo amablemente-. Soy Lara Lington. Te llamaba para comentar otra vez vuestra política respecto a los perros, que personalmente comprendo y aplaudo. Entiendo que deseéis mantener libre de animales vuestro espacio de trabajo. Pero me estaba preguntando por qué no se hace extensiva esa norma a Jane Frenshew, del despacho catorce dieciséis.

¡Ja!

No creo que Jean haya pasado en su vida un bochorno semejante. Al principio, lo niega todo. Luego intenta argumentar que se debe a circunstancias especiales que no sientan precedente. Pero me basta una alusión a los abogados y a los derechos europeos para que se venga abajo. ¡Shireen puede llevar a Flash al trabajo! La autorización figurará en el contrato que firmarán mañana. ¡Y le regalarán una cesta!

Cuelgo y marco el número de Shireen. ¡Se va a poner tan contenta! Por fin empiezo a encontrar divertido este trabajo.

Y todavía me resulta más divertido cuando Shireen suelta un grito de incredulidad por teléfono.

– No me imagino a nadie de Sturgis Curtis tomándose tantas molestias -me dice una y otra vez-. Ésta es la gran diferencia cuando trabajas con una empresa más pequeña.

– Como una boutique -puntualizo-. Nosotras tenemos un toque personal. ¡Cuéntaselo a tus amigos!

– ¡Tenlo por seguro! ¡Estoy impresionada! ¿Cómo averiguaste lo del otro perro, por cierto?

Vacilo un instante.

– Contactos.

– ¡Eres genial!

Cuelgo por fin, radiante de satisfacción, y advierto que Kate me observa con curiosidad.

– ¿Cómo has sabido lo del otro perro?

– Instinto. -Me encojo de hombros.

– ¿Instinto? -se mofa Sadie, que se ha pasado el rato dando vueltas por el despacho-. ¡No tienes el menor instinto! ¡Ha sido gracias a mí! Deberías decir: «Mi maravillosa tía abuela Sadie me ha ayudado y le estoy infinitamente agradecida.»

– Natalie nunca se habría molestado en investigar lo de ese perro -dice Kate-. Nunca. Ni en un millón de años.

– Ah. -Toda mi satisfacción se evapora. Mirando las cosas con los ojos de Natalie, no me siento muy profesional. Quizá haya sido un poco absurdo perder tanto tiempo en este asunto-. Bueno, sólo pretendía resolver la situación. Parecía la mejor manera.. .

– No, no me has entendido -me interrumpe, sonrojándose-. Lo decía en el buen sentido.

Me sonrojo. Nunca me habían comparado favorablemente con Natalie.

– ¡Voy a buscar un café para celebrarlo! -dice Kate jovialmente-. ¿Quieres algo?

– No, no hace falta. -Sonrío.

– Es que.. . estoy algo hambrienta. Ayer no paré ni para almorzar.

– Ay, Dios -me horrorizo-. ¡Anda! ¡Vete a almorzar! ¡Vas a morirte de hambre!

Kate se levanta de golpe, chocando con un archivador, y coge su bolso. En cuanto ha cerrado la puerta, Sadie se acerca a mi escritorio.

– Bueno. -Se sienta en el borde, mirándome con expectación.

– ¿Qué pasa?

– ¿Vas a llamarlo?

– ¿A quién?

– ¿A quién va a ser? -Se inclina sobre mi ordenador-. ¡A él!

– ¿Te refieres a Ed Comosellame? ¿Pretendes que lo llame yo? -le lanzo una mirada compasiva-. ¿Es que no sabes cómo funcionan estas cosas? Si quiere llamar, ya llamará. -«Pero no lo hará ni en mil años», añado para mis adentros.

Tiro a la papelera unos cuantos mensajes y escribo una respuesta. Sadie se ha sentado encima de un archivador y no aparta los ojos del teléfono. Al notar que la miro, se sobresalta y vuelve la cabeza para otro lado.

– Vaya, vaya, ¿quién está obsesionada con un hombre?

– No estoy obsesionada -replica con altivez.

– Si miras un teléfono, no suena. ¿No lo sabías?

Sus ojos destellan de rabia. Se da la vuelta y empieza a examinar el cordón de la persiana. Se desliza flotando hacia la ventana opuesta.. . y vuelve a mirar el teléfono.

La verdad es que un fantasma con mal de amores dando vueltas por mi despacho es una lata.

– ¿Por qué no vas a hacer un poco de turismo? -le propongo-. Podrías visitar el edificio Gherkin, o pasarte por Harrods.. .

– Ya estuve en Harrods. -Arruga la nariz-. Tiene un aspecto muy extraño hoy en día.

Estoy a punto de sugerirle un paseo por Hyde Park cuando suena mi móvil. A la velocidad del rayo, Sadie se coloca a mi lado y me mira ansiosa.

– ¿Es él?

– No conozco el número. -Me encojo de hombros-. Puede ser cualquiera.

– ¡Es él! -dice abrazándose-. Dile que queremos ir al Savoy a tomar un cóctel.

– ¿Estás loca? ¡No pienso decirle eso!

– La cita es mía y quiero ir al Savoy -insiste tercamente.

– ¡Cierra la boca o no contesto!

Nos miramos echando chispas mientras el móvil suena de nuevo y, finalmente, se aparta de mala gana.

– ¿Sí?

– ¿Hablo con Lara? -Es una mujer que no conozco.

– No es él, ¿vale? -le siseo a Sadie.

La ahuyento con un gesto y me concentro en el teléfono.

– Sí, soy Lara. ¿Quién es?

– Nina Martin. Dejaste un mensaje sobre un collar, ¿verdad? Del mercadillo de la residencia de ancianos.. .

– Ah, sí. ¿Usted compró uno?

– Compré dos. Uno de perlas negras y otro rojo. En buen estado. Puedo venderle los dos, si quiere. Estaba pensando en ponerlos en eBay.. .

– No -digo, desilusionada-. No son los que estoy buscando. Gracias de todos modos.

Saco la lista y tacho a Nina Martin; Sadie me observa ceñuda.

– ¿Por qué no has probado ya con todos?

– Esta noche llamaré a unos cuantos más. Ahora debo trabajar -añado al ver su expresión-. Lo lamento, pero así es.

Suelta un largo suspiro.

– Toda esta espera es insoportable.

Se desliza hasta mi escritorio y mira el teléfono. Va hasta la ventana, vuelve de nuevo.. .

Es imposible aguantar toda la tarde con esta pesada deambulando entre suspiros. Voy a tener que sincerarme.

– Oye, Sadie. -Aguardo a que se vuelva-. En cuanto a Ed, has de saber la verdad: no llamará.

– ¿Cómo que no? Claro que llamará.

– No. -Meneo la cabeza-. Es imposible que llame a una chiflada que se coló en su reunión. Tirará mi tarjeta y se olvidará del asunto. Lo siento.

Me mira resentida, como si me hubiera propuesto amargarle el día.

– ¡No es culpa mía! -le recuerdo-. Sólo intento suavizarte el golpe.

– Llamará -se obstina-. Y saldremos con él.

– Perfecto. Lo que tú digas. -Me vuelvo hacia la pantalla y empiezo a teclear.

Cuando levanto la vista, ha desaparecido. Qué alivio. Al fin un poco de tranquilidad y silencio.

Mientras le escribo a Jean un mensaje de confirmación sobre Flash, vuelve a sonar el teléfono. Descuelgo distraídamente.

– Aquí Lara.

– Hola. -Una voz masculina titubeante-. Soy Ed Harrison.

Me quedo en blanco. ¿Ed Harrison?

– Ah.. . hola. -Busco a Sadie con la mirada, pero no la veo.

– Bueno, creo que tenemos una cita -dice con rigidez.

– Sí.. . eso creo.

Parecemos dos personas que han ganado una excursión en un sorteo y no saben cómo zafarse del compromiso.

– Hay un bar en St. Christopher’s Place -dice-. El Crowe. ¿Tomamos una copa allí?

Le leo el pensamiento. Me propone una copa porque viene a ser la cita más breve posible. En realidad no quiere salir. Pero ¿por qué llama entonces? Es tan anticuado, tan terriblemente educado que no le ha parecido bien darme plantón, aunque no me conozca y aunque yo podría ser una asesina en serie.

– Buena idea -digo con vivacidad.

– ¿El sábado, a las siete y media?

– Perfecto.

Cuelgo, alucinada. ¡Voy a salir con el americano ceñudo! Y Sadie no lo sabe.

– Sadie. -Miro alrededor-. ¡Sadie! ¿Me oyes? ¡No vas a creerlo! ¡Ha llamado!

– Ya lo sé -dice a mi espalda. Me giro en redondo y la veo en el alféizar de la ventana, imperturbable.

– ¡Te lo has perdido! ¡Tu chico ha llamado! ¡Vamos a.. . ! -Me detengo en seco al comprenderlo-. Oh, Dios. Has sido tú, ¿verdad? Has ido a buscarlo y te has puesto a gritarle.

– ¡Pues claro! -se ufana-. Era demasiado deprimente estar esperando su llamada, así que decidí darle un empujoncito. -Frunce el ceño, disgustada-. Tenías razón, por cierto. Había tirado la tarjeta. Estaba en su papelera, toda arrugada. ¡No tenía la menor intención de llamarte!

La veo tan indignada que he de contener la risa.

– Bienvenida a las citas del siglo veintiuno. ¿Cómo te las has arreglado para que cambiara de idea?

– ¡Ha sido extenuante! Primero le dije simplemente que te llamara, pero no me hizo caso. Se apartaba y continuaba tecleando furiosamente. Así que me puse a su lado y le dije que si no te llamaba enseguida y te pedía una cita, caería sobre él la maldición del dios Ahab.

– ¿Quién es el dios Ahab?

– Salía en una novelita que leí una vez. -Parece muy satisfecha de sí misma-. Le advertí que se le paralizarían los miembros y quedaría cubierto de unas verrugas asquerosas. Empezó a flaquear, pero aun así seguía tratando de eludirme. Entonces me fijé en su máquina de escribir.. .

– ¿Su ordenador?

– Como se llame. Le dije que se le estropearía y que perdería su trabajo si no te llamaba. -Esboza una sonrisa evocadora-. Entonces sí que reaccionó. Aunque, ¿sabes?, incluso cuando recogió la tarjeta, no paraba de agarrarse la cabeza y mascullar: «¿Por qué demonios tengo que llamar a esta chica? ¿Por qué?» Así que le grité al oído: «¡Porque deseas llamarla! ¡Es muy mona!» -Se echa el pelo atrás, con aire triunfal-. Y te ha llamado. ¿No estás impresionada?

Le devuelvo la mirada, muda de asombro. Ha chantajeado a ese pobre tipo. Se ha introducido en su mente. Lo ha obligado a meterse en una aventura que él no quiere.

Es la única mujer que he conocido capaz de obligar a un hombre a llamar. La única. Vale, sí, ha sido gracias a sus poderes sobrenaturales, pero lo ha conseguido.

– Tía Sadie -le digo lentamente-, eres genial.

Capítulo 9

A veces, cuando no puedo dormir, me imagino las normas que inventaría si llegara a gobernar el mundo. Casualmente, hay unas cuantas que tienen que ver con ex novios, y ahora se me ha ocurrido una nueva: «Los ex novios tienen terminantemente prohibido llevar a otra chica al restaurante que frecuentaban con su novia anterior.»

Aún no puedo creer que Josh vaya a llevar a esa intrusa al Bistro Martin. ¿Cómo se atreve? Es nuestro restaurante. Tuvimos allí nuestra primera cita, por el amor de Dios. Está traicionando nuestros recuerdos. Es como si nuestra relación fuera una de esas pizarras mágicas de juguete y él se dedicara a sacudirla brutalmente para hacer otro dibujo, borrando el cuadro precioso que habíamos pintado juntos.

Además, acabamos de romper. ¿Cómo puede salir con otra cuando sólo han pasado seis semanas? ¿Es que no se entera de nada? Meterse a ciegas en una nueva relación nunca es la respuesta. De hecho, seguramente sólo le servirá para sentirse más infeliz. Se lo habría dicho si me hubiese preguntado.

Son la doce y media del sábado y llevo sentada aquí veinte minutos. Me conozco tan bien este restaurante que he podido planear la cosa a la perfección. Estoy oculta en un rincón y me he puesto una gorra de béisbol. El local tiene mucho ajetreo, con un montón de mesas, y plantas y percheros por todas partes, así que no me ha resultado difícil camuflarme.

Josh ha reservado una mesa junto a la ventana (he mirado a hurtadillas la lista de reservas). Tengo una perspectiva de ella bastante buena desde mi rincón, así que podré examinar a conciencia a la tal Marie y estudiar el lenguaje corporal de ambos. Es más: podré escuchar la conversación porque he puesto un micrófono en la mesa.

No es broma: un micrófono de verdad. Busqué hace tres días en Internet y compré un minúsculo micrófono de control remoto incluido en un pack llamado «Mi primer equipo de espía». Cuando me llegó por correo, me di cuenta de que está pensado más bien para niños de diez años, y no para ex novias hechas y derechas, porque venía con un «Libro de bitácora del espía» y un «Decodificador de claves secretas».

Qué más da. ¡Lo he probado y funciona! Tiene sólo un alcance de siete metros, pero me basta con eso. Hace diez minutos me acerqué casualmente a la mesa, dejé caer una cosa adrede y, al agacharme, pegué debajo la minúscula placa adhesiva del micrófono. El auricular lo tengo escondido bajo la gorra. Sólo resta encenderlo cuando llegue el momento.

Y sí, ya sé que no debería andar espiando a la gente. Sé que moralmente no está bien. De hecho, he tenido una tremenda discusión con Sadie al respecto. Primero me dijo que ni siquiera debía presentarme aquí. Luego, cuando ya era evidente que no iba a convencerme, dijo que si tan desesperada estaba, lo que debía hacer era sentarme cerca y escuchar la conversación. Bueno, ¿cuál es la diferencia? Si escuchas a hurtadillas, estás espiando, ¿no?, y da lo mismo que estés apostada a medio metro o a seis.

La cuestión es que, tratándose de amor, las normas morales cambian por completo. En el amor y en la guerra todo vale. Es por una buena causa. Como aquella gente de Bletchley Park, que descifraba los códigos alemanes durante la guerra. También se trataba de una invasión de la intimidad, si te paras a pensarlo. Pero no por eso dejaron de hacerlo, ¿verdad?

Tengo una imagen de mí misma, felizmente casada con Josh y sentada a la mesa un domingo, en la que les digo a mis hijos: «¿Sabéis?, estuve a punto de no poner aquel micrófono en la mesa de papá. Y ahora ninguno de vosotros estaríais aquí.»

– ¡Creo que ya viene! -dice Sadie, apareciendo de pronto a mi lado. Al final la convencí para que viniera a ayudarme, aunque de momento no ha hecho más que deambular entre las mesas y criticar la indumentaria de la gente.

Echo un vistazo a la puerta y siento una sacudida tan violenta como en una montaña rusa. Ay Dios, ay Dios. Sadie tiene razón. Es él. Y ella. Los dos juntos. ¿Por qué juntos?

Vale, no te dejes llevar por el pánico. No te los imagines despertando en la cama, soñolientos y satisfechos después de una sesión de sexo. Hay un montón de explicaciones alternativas. Quizá se han encontrado en el metro o algo así. Bebo un trago de vino y levanto la vista otra vez. No sé a cuál de los dos repasar primero. ¿A Josh o a ella?

A ella.

Es rubia. Bastante flacucha, con unos pantalones pirata y uno de esos tops sin mangas, de un blanco impecable, que llevan las chicas en los anuncios de yogures bajos en calorías o de dentífricos. El tipo de top que sólo puedes ponerte si sabes planchar muy bien, cosa que demuestra lo aburrida que ha de ser. Tiene los brazos bronceados y mechas claras en el pelo, como si acabase de volver de vacaciones.

Al detener mi mirada en Josh se me encoge el estómago. Es.. . Josh. El mismo pelo lacio y rubio, la misma sonrisa torcida y algo boba mientras saluda al maître, los mismos tejanos descoloridos, las mismas zapatillas de lona (de una marca japonesa de moda que nunca he logrado pronunciar), la misma camisa.. .

Un momento. Lo miro con incredulidad. Es la camisa que le regalé por su cumpleaños.

¿Cómo es capaz? ¿Es que no tiene corazón? Lleva mi camisa. En nuestro restaurante. Y sonríe a esa chica como si sólo ella existiera. Ahora la coge del brazo y le susurra un chiste que debe de ser graciosísimo, porque ella echa la cabeza atrás y suelta una carcajada con su inmaculada dentadura de anuncio.

– Hacen muy buena pareja -me dice Sadie al oído.

– Qué va -mascullo-. Estate calladita.

El maître los acompaña a la mesa de la ventana. Con la cabeza gacha, meto la mano en el bolsillo y enciendo el control remoto del micrófono. El sonido me llega amortiguado y plagado de zumbidos, pero alcanzo a oír la voz de Josh.

– .. . no prestaba ninguna atención. Y claro, resulta que el maldito GPS me había enviado a una Notre Dame distinta. -Le dedica una sonrisa encantadora y ella suelta una risita.

Me pongo hecha una furia. ¡Esa anécdota es nuestra! ¡Nos pasó a nosotros! Fuimos a parar a otra Notre Dame en París y no vimos la auténtica. ¿Se le ha olvidado que iba conmigo? ¿Me está borrando de su biografía?

– A él se lo ve muy feliz, ¿no crees? -observa Sadie.

– ¡En absoluto! -La taladro con una mirada venenosa-. Está haciendo una negación brutal.

Acaban de pedir una botella de vino. Fantástico. Ahora tendré que mirar cómo se ponen piripis. Tomo unas aceitunas y mastico desconsolada. Sadie se ha deslizado en la silla de enfrente y me observa con una pizca de compasión.

– Te lo advertí: nunca te pongas pegajosa.

– ¡No soy una pegajosa! Sólo trato de.. . de comprenderlo. -Hago girar la copa de vino-. ¡Terminamos demasiado abruptamente! Me sacó sin más de su vida. Yo quería luchar por nuestra relación, ¿entiendes? Quería hablarlo todo. ¿Se trataba del tema del compromiso? ¿O había otra cosa? Pero él se negó. No me dio la oportunidad.

Le echo una ojeada a Josh, que le sonríe a Marie mientras el camarero descorcha la botella. Podría estar contemplando nuestra primera cita. Fue exactamente igual: todo sonrisas y anécdotas divertidas y copas de vino. ¿Qué fue lo que falló? ¿Cómo es que he terminado en un rincón, espiándolo con un micrófono?

Y entonces se me ocurre la solución. Me inclino hacia Sadie.

– Ve y pregúntale.

– ¿Preguntarle qué?

– Qué fue lo que falló. Pregúntale qué tengo yo de malo. Oblígalo a hablar, como hiciste con Ed Harrison. Así me enteraré.

– ¡No puedo hacerlo!

– ¡Claro que puedes! ¡Métete en su mente! ¡Oblígalo a hablar! Es la única manera que tengo de.. . -Me interrumpo porque se acerca la camarera para tomar nota.

– Hola. Me gustaría tomar.. . eh.. . una sopa. Gracias.

Mientras la chica se aleja, miro suplicante a Sadie.

– Por favor. He llegado hasta aquí, he hecho todo el esfuerzo.. .

Se hace un silencio y pone los ojos en blanco.

– Vaaaale, de acuerdo.

Se volatiliza y una fracción de segundo más tarde reaparece junto a la mesa de Josh. Observo con el corazón desbocado. Me ajusto el auricular sin hacer caso del zumbido de fondo y oigo el vaivén de las risas de Marie, que acaba de contarle una anécdota muy graciosa, por lo visto. Tiene un leve acento irlandés. Echo otro vistazo y veo que Josh le llena la copa.

– Por lo que veo -le dice-, pasaste una infancia increíble. Tienes que contarme más cosas.

– ¿Qué quieres saber? -responde ella con sus risitas, partiendo un trozo de pan. Pero sin metérselo en la boca, advierto.

– Todo.

– Podría resultar muy largo.

– No tengo prisa -responde Josh con voz un poco ronca.

Miro horrorizada. Están justo en ese escalofrío total, cuando se encuentran las miradas. Ahora él le cogerá la mano, o algo peor. ¿A qué espera Sadie?

– Bueno, nací en Dublín -arranca ella, sin dejar de sonreír-. La tercera de tres hermanos.

– ¡¿Por qué rompiste con Lara?!

El chillido de Sadie en el auricular casi me hace dar un bote. Me ha pillado desprevenida.

Josh la ha oído, se lo noto en la cara. Su mano se ha detenido en el aire mientras servía el agua con gas.

– Mis dos hermanos me atormentaron durante toda mi infancia -prosigue Marie, sin advertir nada-. Eran tan malvados.. .

– ¿Por qué rompiste con Lara? ¿Qué fue lo que falló? ¡Cuéntaselo a Marie! ¡Habla!

– .. . que me metían ranas en la cama y en la mochila.. . y una vez incluso en el cuenco de los cereales.

Marie ríe, esperando que Josh diga algo. Pero él se ha quedado como una estatua. Sadie continúa chillándole al oído:

– ¡Dilo, dilo!

– ¿Josh? -Marie agita una mano ante sus ojos-. ¿Estás aquí?

– ¡Perdona! -Se frota la cara-. No sé qué me ha pasado. ¿Qué decías?

– No, nada -responde ella encogiéndose de hombros-. Te estaba hablando de mis hermanos.

– ¡Ah, sí, tus hermanos! -Con visible esfuerzo, sonríe y vuelve a centrar su atención en ella-. ¿Así que se ponen muy protectores con su hermanita?

– ¡Será mejor que te andes con cuidado! -Marie le devuelve la sonrisa y bebe un sorbo de vino-. ¿Y tú? ¿Tienes hermanos?

– ¡Di por qué rompiste con Lara! ¿Qué tenía ella de malo?

A Josh se le ponen otra vez los ojos vidriosos, como si tratara de captar el eco de un ruiseñor a través de un valle.

– ¿Josh? -Marie se inclina hacia delante-. ¡Josh!

– ¡Perdona! -dice él, sacudiendo la cabeza-. ¡Perdona! Qué raro. Estaba pensando en mi ex, Lara.

– Ah. -Marie mantiene la sonrisa, pero incluso desde aquí veo que se le tensa la mandíbula-. ¿Qué pasa con ella?

– No lo sé. -Josh arruga la cara, perplejo-. Estaba preguntándome qué fue lo que falló entre nosotros.


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